I
LO LINEAL Y LO PICTÓRICO

OBSERVACIONES GENERALES

1. Lineal y pictórico. Imagen táctil e imagen visual

Si queremos expresar en términos generales la diferencia entre el arte de Durero y el de Rembrandt, decimos que en el de Durero da la tónica el dibujo, mientras en el de Rembrandt lo pictórico predomina. Con lo cual tenemos conciencia de haber caracterizado algo más que lo personal: la diferencia de dos épocas. La pintura occidental, que fue lineal durante el siglo XVI, se desenvolvió francamente en el sentido pictórico durante el siglo XVII. Aunque no hubo más que un Rembrandt, se verificó dondequiera un cambio radical de hábitos en la manera de ver, y quien tenga interés en aclarar su relación con el mundo de lo visible ha de considerar y poner en claro, por de pronto, cuanto se refiere a estas dos maneras de ver, tan distintas en el fondo. La manera pictórica es la posterior, y no es fácil de concebir sin la primera, pero no es la indiscutiblemente superior. El estilo lineal ha originado valores que el estilo pictórico ya no posee ni quiere poseer. Son dos concepciones del mundo que lo enfocan de modo distinto, según su gusto e interés, y que, sin embargo, son igualmente aptas para dar una imagen completa de lo visible.

Aunque la línea no significa, dentro del fenómeno del estilo lineal, más que una parte de la cosa, y el contorno del cuerpo no puede separarse de lo que contiene, se puede usar, sin embargo, la definición popular diciendo que el estilo en que da la tónica el dibujo ve en líneas, y el estilo pictórico ve en masas. Ver linealmente significa, pues, que el sentido y belleza de las cosas es, por de pronto, buscado en el contorno —también lo tienen las formas internas—, siendo llevada la visión a lo largo de las lindes, impelida a una palpación de los bordes, mientras que la visión en masas se verifica cuando la atención se sustrae de los bordes, cuando el contorno, como guía de la visión, llega a ser más o menos indiferente, y lo primario en la impresión que se recibe de las cosas es su aspecto de manchas. Para el caso es igual que las manchas nos inciten como color o como masas claras y oscuras simplemente.

La mera existencia de luz y sombra, aun en el caso en que lleven adscrito un papel importante, no decide sobre el carácter pictórico de un cuadro. El arte en que el dibujo se atribuye el papel decisivo tiene que servirse también de los cuerpos y del espacio y utilizar luces y sombras para obtener efecto plástico. Pero la línea se les supraordina o se les coordina por lo menos como límite fijo. Leonardo es tenido justamente por padre del claroscuro y, en especial, su Cena (fig. 13) es el cuadro en que, por vez primera en el nuevo arte, se utilizan ampliamente luz y sombra como factores de composición; pero ¿qué serían estas luces y sombras sin el trazo seguro, mayestático de la línea? Todo depende de la importancia decisiva que se conceda o niegue a los contornos, es decir, de que éstos hayan de leerse linealmente o no. En el primer caso, el contorno viene a ser carril en torno a la forma, por el cual se deja ir seguro el espectador; en el otro caso, son los claros y oscuros los que dominan el cuadro, no estando, ciertamente, exentos de limitación, pero sin que estos límites se acentúen. Puede que aparezca todavía acá y allá un trozo de contorno palpable; pero ha cesado por completo en su oficio de uniforme conductor seguro en el todo formal. Por esto, lo que establece diferencia entre Durero y Rembrandt no es un más o un menos en el empleo de luz y sombra, sino que en aquél aparecen las masas con los bordes acusados, y sin acusar en éste.

Tan pronto como se despoja a la línea de su poder confinante, empiezan las posibilidades pictóricas. En seguida parece que cada rincón empieza a animarse a impulsos de un movimiento misterioso. Mientras la elocuencia enérgica del borde circundante hace indesplazable la forma y por así decir da fijeza a la visión, es algo propio de la esencia de toda representación pictórica el dar carácter de vaguedad a la visión: la forma comienza a jugar; luces y sombras llegan a constituir un elemento de por sí, buscándose y enlazándose de un nivel a otro y de un fondo a otro; el conjunto cobra el aspecto de un movimiento inagotable, sin fin. Es indiferente que el movimiento sea flameante y vivaz o sólo un temblor suave y titilante: será inagotable siempre a la contemplación.

Puede fijarse también la diferencia de estilos diciendo que el modo de ver lineal separa una forma de otra radicalmente, mientras la visión pictórica, por el contrario, se atiene al movimiento que se desprende del conjunto. Allá, líneas uniformes y claros que se separan; acá, límites desvanecidos que favorecen la fusión. Son varias las cosas que contribuyen a obtener el efecto de movimiento integral —ya hablaremos de esto—, pero la autonomía de las masas de luz y de sombra, de modo que entren en mutuo juego independiente, es la base de toda impresión pictórica. Y con esto queda dicho que aquí lo decisivo no es lo particular, sino el conjunto, pues sólo en éste puede obrarse aquella misteriosa transfusión de forma, luz y color, y es evidente que lo inobjetivo e incorpóreo ha de tener aquí tanta importancia como lo corporal-objetivo.

Cuando Durero o Cranach colocan un desnudo destacándose como algo sobre un fondo oscuro, los elementos permanecen fundamentalmente separados: el fondo es el fondo, la figura es la figura, y la Venus o la Eva que vemos ante nosotros hace el efecto de silueta blanca sobre negro realce. Por el contrario, si es un desnudo de Rembrandt el que tenemos sobre fondo oscuro, parece que lo claro del cuerpo va surgiendo de la oscuridad del espacio, por decirlo así; es como si todo fuese de una misma materia. No implica esto que la visualidad o nitidez del objeto disminuya. Con perfecta conservación de la claridad formal puede realizarse aquella peculiar unificación en una vitalidad propia de las luces y las sombras modeladoras e igualmente pueden contribuir figura y espacio, elementos reales e irreales a la impresión de un movimiento independiente sin que queden desatendidas las exigencias de la estructura objetiva.

Pero los pintores —para decirlo de antemano— tienen sobrado interés, sin duda alguna, en que luces y sombras se libren de quedar convertidas meramente en intérpretes de la forma. El modo más sencillo de obtener un efecto pictórico es no poner la iluminación al servicio de la claridad del objeto, sino, despreocupándose de esto, hacer que las sombras no se adhieran ya a la forma. De esta suerte, en el conflicto que surge entre la claridad del objeto y la proyección luminosa, la vista se entrega gustosa al simple juego de tonos y formas del cuadro. La iluminación pictórica —en un interior de iglesia, por ejemplo— no será aquella que hace destacarse nítidos los pilares y paredes, sino, al contrario, la que pasa sobre la forma y, en cierto modo, la encubre parcialmente. Del mismo modo se procurará hacer pobres de expresión las siluetas —si es que este concepto sigue sirviendo aquí—. La silueta pictórica no se ajusta nunca a la forma del objeto: en cuanto su expresión objetiva se acusa excesivamente, se despega y dificulta la fusión de masas en el cuadro.

Pero con todo esto no se ha dicho aún lo decisivo. Tenemos que volver sobre la diferencia entre la representación lineal y la pictórica tal como la conoció ya la Antigüedad, a saber: que aquélla ofrece las cosas como son, y ésta como parecen ser. Algo tosca suena esta definición, casi insoportable, desde luego, a la consideración filosófica. ¿No es todo apariencia acaso? ¿Y qué sentido puede tener hablar de una representación de las cosas tal como ellas son? En el terreno del arte tienen estos conceptos, indudablemente, su derecho establecido. Hay un estilo que, templado esencialmente para lo objetivo, aprehende las cosas e intenta infundirles virtud según sus proporciones táctiles y sólidas, y hay un estilo, por el contrario, que, templado más subjetivamente, trata de representar las cosas partiendo de la imagen en que lo visible se ofrece realmente a la vista, y que a menudo tiene tan poca semejanza con la idea de la contextura auténtica del objeto.

El estilo lineal es el estilo de la precisión sentida plásticamente. La delimitación uniforme y clara de los cuerpos proporciona al espectador un sentimiento de seguridad, como si pudiese tocarlos con los dedos; todas las sombras modeladoras se ajustan de modo tan pleno a la forma, que casi solicitan el sentido del tacto. La representación y la cosa son, por decirlo así, idénticas. Por el contrario, el estilo pictórico se aparta más o menos de la cosa tal como es. No reconoce ya los contornos continuados, y las superficies palpables aparecen destruidas. Para él no hay más que manchas yuxtapuestas, inconexas. Dibujo y modelado no coinciden ya en sentido geométrico con el substrato plástico de la forma, reduciéndose a reproducir la apariencia óptica de la cosa.

Allí donde la naturaleza mostraba una curva, acaso encontramos ahora un ángulo, y en vez de un aumento o una disminución paulatinos de la luz aparecerá de golpe lo claro y lo oscuro, en masas discontinuas. No se recoge más que la apariencia de la realidad, algo enteramente distinto de lo que configuraba el arte lineal en su modo de ver, plásticamente condicionado, y precisamente por esto los trazos que utiliza el estilo pictórico no pueden ya tener relación ninguna directa con la forma objetiva. El uno en un estilo del ser; el otro, un estilo del parecer. La figura queda en el cuadro de un modo vagoroso, no debiendo consolidarse en las líneas ni superficies que acompañan a la tangibilidad de la cosa real.

El hecho de ceñir una figura con línea uniforme y precisa conserva algo en sí todavía de captación física. La operación que ejecuta la vista aseméjase a la operación de la mano que se desliza palpando por la superficie del cuerpo, y el modelado, que con la gradación de luz evoca lo real, alude también al sentido del tacto. La representación pictórica, de meras manchas, excluye, por el contrario, estas analogías. Nace del ojo y se dirige al ojo exclusivamente; y así como el niño pierde el hábito de tomar las cosas con las manos para «comprenderlas», así se ha deshabituado la Humanidad a examinar la obra pictórica con sentido táctil. Un arte más desarrollado aprendió a abandonarse a la mera apariencia.

Queda con esto desplazada la idea toda de la obra artística: la imagen táctil se ha convertido en imagen visual, cambio de orientación el más capital que conoce la historia del arte.

No se necesita recurrir, desde luego, a las últimas fórmulas de la moderna pintura impresionista para ver con claridad la transformación del tipo lineal en el tipo pictórico. El cuadro de una calle animada, tal como las pintó Monet, donde nada, ni siquiera el dibujo, coincide con la forma que creemos conocer de la naturaleza, un cuadro con tan sorprendente apartamiento entre el dibujo y la cosa no se encuentra, desde luego, en la época de Rembrandt; empero el impresionismo ya está allí fundamentalmente. Todo el mundo conoce el ejemplo de la rueda en movimiento: para el efecto, pierde los radios, los cuales son sustituidos por círculos concéntricos indeterminados, llegando a perder su pura forma geométrica incluso el círculo de la llanta. Pues bien: tanto Velázquez como el apacible Nicolaes Maes han pintado esta impresión. La interpretación borrosa es lo que hace que gire la rueda. Los signos de la representación se han alejado por completo de la forma real. He aquí un triunfo del parecer sobre el ser.

Pero, después de todo, esto no es más que un caso periférico. La nueva representación abarca tanto lo que se mueve como lo inmóvil. Dondequiera que se reproduzca el contorno de una esfera en reposo, no como forma circular geométricamente pura, sino en líneas rotas, quedando el modelado de su superficie descompuesto en manchas de luz y sombra independientes, en vez de procederse por gradaciones imperceptibles, nos encontramos ya en terreno impresionista.

Y si es cierto que el estilo pictórico no reproduce las cosas en sí, sino que representa el mundo en cuanto visto, es decir, con la realidad con que aparece a los ojos, queda dicho que las diferentes partes de un cuadro son vistas desde un punto único y la misma distancia. Esto parece evidente… Pero no lo es. Para una visión nítida, la distancia es algo relativo: distintas cosas requieren distintas proximidades oculares. En uno y el mismo conjunto de formas pueden darse problemas completamente distintos para la vista. Se ve, por ejemplo, muy clara la forma de una cabeza; pero el dibujo del cuello de encaje que ostenta más abajo pide una aproximación o, por lo menos, una especial colocación de los ojos si han de ver claramente lo que quieren. El estilo lineal, como representación de la realidad, hizo, sin más, esta concesión a favor de la claridad objetiva. Parecía completamente natural que se quisiesen reproducir las cosas cada una en su traza justa, de modo que resultasen perfectamente claras. No existía fundamentalmente para este arte la demanda de una interpretación óptica unitaria, precisamente en sus manifestaciones más puras. Holbein, en sus retratos, persigue hasta en lo más nimio la forma de los encajes y de la orfebrería. Por el contrario, Frans Hals ha pintado alguna vez un cuello de encajes como si fuese un fulgor blanco nada más. No pretendía dar otra cosa que lo recogido por la mirada al pasar sobre el conjunto. Naturalmente, el fulgor ha de parecer tal, que nos convenza de que en definitiva tiene todos los detalles, y que sólo se debe a la distancia la apariencia imprecisa.

La medida de lo que es posible ver como unidad ha sido apreciada muy diversamente. Aunque suele llamarse impresionismo únicamente al grado máximo, ha de tenerse en cuenta, sin embargo, que esto no significa nada esencialmente nuevo. Será difícil determinar el punto en que termina lo «puramente pictórico» y empieza lo impresionista. Todo es aquí transición. Por tal motivo apenas si es posible fijar la última manifestación del impresionismo que pudiera considerarse como su perfección clásica. Antes puede esto concebirse en el otro terreno. La obra de Holbein es, en realidad, la insuperable personificación del arte de la realidad, del cual se han eliminado todos los elementos del mero parecer. No existe —y es digno de nota— un término adecuado para esta forma de representación.

Aún más. La visión unitaria va ligada, naturalmente, a una cierta distancia. Pero la distancia impone que la redondez corpórea vaya adquiriendo una apariencia cada vez más plana. Allí donde acaban las sensaciones táctiles, allí donde no se aprecian más que tonos claros y oscuros yuxtapuestos, está preparado el terreno para la representación pictórica. Y no es que falte la impresión de volumen y de espacio; al contrario, la ilusión corpórea puede ser más enérgica; pero esta ilusión está conseguida no introduciendo en el cuadro más plasticidad que la contenida realmente en la apariencia del conjunto. En esto se diferencia un aguafuerte de Rembrandt de cualquier grabado de Durero. En Durero, el esfuerzo incesante por ganar valores táctiles, y un dibujo que por dondequiera que vaya persigue la forma en sus líneas modeladoras; en Rembrandt, por el contrario, la tendencia a apartar la imagen de la zona táctil y eliminar en el dibujo cuanto se refiera a experiencias inmediatas de los órganos táctiles, de modo que en ocasiones la forma bombeada se dibuja como un simple plano con una serie de trazos rectos, sin que por ello haga el efecto de plana en relación con el conjunto. Este estilo no se evidencia en él desde el principio. Dentro de la producción de Rembrandt hay una evolución evidente. Así, la primera Diana en el baño está todavía modelada en un estilo (relativamente) plástico, toda ella con líneas curvas, forma por forma; pero los posteriores desnudos femeninos, vistos en conjunto, no llevan casi más que lineamentos planos. La figura, en aquél, resalta; en las composiciones posteriores, al contrario, está sumergida en la suma de tonalidades que forman el ambiente o espacio. Pero lo que en el trazado del dibujo se presenta claro es también, naturalmente, lo que constituye la base de la imagen pintada, aunque tal vez al profano le sea más difícil darse cuenta exacta.

Allende la comprobación de estos hechos característicos del arte de la representación en superficies, no se debe olvidar que tendemos a un concepto de lo pictórico que impere también fuera del campo especial de la pintura y signifique para la arquitectura tanto como para las artes imitativas.

2. Lo pictórico-objetivo y su antítesis

En los párrafos precedentes se ha tratado de lo pictórico como de una cuestión de interpretación, en el sentido de que no atañe al objeto, sino que es el ojo el que, según su albedrío, interpreta todo, de una u otra manera, pictórica o no pictóricamente.

Ahora bien: no puede negarse que, en la naturaleza misma, calificamos ya de pictóricas ciertas cosas y situaciones. Parece ser a ellas inherente este carácter pictórico independientemente de la interpretación especial que les dé una pupila predispuesta a lo pictórico. Pictórico en sí y por sí no hay nada, naturalmente; incluso lo llamado objetivamente pictórico sólo llega a serlo en función del sujeto; pero, por lo mismo, los motivos cuyo carácter pictórico se basa en situaciones efectivas y comprobables, se pueden destacar como algo especial. Son éstos los motivos en los que cada forma singular entra de tal modo en una conexión más vasta, que suscita una impresión de general movimiento. Si a esto se añade el movimiento real, tanto mejor; pero no es necesario. Pueden ser intrincamientos de forma los que operan pictóricamente, o bien puntos de vista e iluminaciones especiales: la corporeidad fija y tranquila será escamoteada por el encanto de un movimiento que no está en el objeto, con lo cual queda dicho que el conjunto existe para la vista solamente como «cuadro» que nunca, ni siquiera en un sentido ideal, podrá ser táctilmente aprehensible.

Se dice que es pintoresca[1] la figura andrajosa del mendigo, con su sombrero abollado y los zapatos rotos, mientras que los sombreros y las botas recién salidos de la tienda se tienen por antipintorescos. Les falta la vida bullente y rica de la forma, comparable a los rizos del agua, al soplo del viento. Y si parece esta imagen impropia para los andrajos del mendigo, pensemos en ricas vestiduras, a cuya superficie se imprime movimiento, con igual resultado, rompiéndola mediante unas aberturas o por el simple impulso de los pliegues.

Por las mismas razones hay una pintoresca belleza de las ruinas. Se ha roto la rigidez de la forma tectónica, y al desmoronarse los muros, al formarse grietas y boquetes y en ellos crecer las matas, surge una vida que se desprende de la superficie como un estremecimiento, como un fulgor. Y al conmoverse los bordes y desaparecer las ordenaciones y líneas geométricas, la construcción entra a formar un todo pintoresco con las formas de la naturaleza que se mueven libremente, con los árboles y las colinas, vinculación vedada a la arquitectura no ruinosa.

Un interior parece pintoresco no cuando es el armazón de techumbre y paredes lo que atrae la atención, sino cuando reina la oscuridad en sus ángulos y hay multitud de enseres en sus rincones, de modo que de todo ello se desprenda, unas veces jocunda y otras veces tácita, la impresión de un movimiento que todo lo invade. Ya el gabinete en el grabado de Durero, San Jerónimo, parece pintoresco; pero si se le compara con las cuevas y cabañas en que moran las familias labriegas de Ostade, resultará que es aquí la sustancia decorativo-pintoresca tan superior, que desearíamos haber reservado tal calificativo para estos casos.

La opulencia de líneas y masas producirá siempre una cierta ilusión de movimiento; pero preferentemente son las ricas agrupaciones las que proporcionan los conjuntos pintorescos. ¿Qué es lo que produce el encanto de los rincones pintorescos de una ciudad vieja? Junto a la movida disposición de los ejes contribuyen, sin duda muy fuertemente, el motivo de traslapos y puntales. No sólo quiere decir esto que quede un misterio por descifrar, sino que al complicarse las formas surge una figura total que es algo distinto de la mera suma de las partes. El valor pintoresco de esta nueva figura habrá que apreciarlo en tanto más cuanto más sorprendente resulte frente a las formas conocidas de las cosas. Todo el mundo sabe que entre los posibles aspectos de un edificio el menos pintoresco es el de la fachada, porque se corresponden por completo la apariencia y la cosa. Pero en cuanto entra en juego el escorzo se separa de la cosa, apariencia, la forma de la imagen es otra que la forma del objeto, y decimos que tiene una gracia de movimiento pintoresca. Sin duda desempeña un papel importante en la impresión de tal escorzo la huida hacia el fondo: el edificio cobra profundidad. La consecuencia óptica efectiva es que en este caso pasa a segundo término la claridad objetiva, tras una apariencia en la que el contorno plano se ha despojado de la pura forma objetiva. Ésta no se ha hecho irrecognoscible, pero la esquina que presenta ya no es un ángulo recto, y las líneas paralelas que ostentaba han perdido su paralelismo. Mientras todo se desplaza ahora, silueta y dibujo interno, surge un juego de formas completamente independiente que se saborea tanto más cuando, a pesar de todo, se mantiene la forma original y fundamental en el cambio total de aspecto. Una silueta pintoresca no coincide nunca con la forma del objeto.

Es natural que las formas arquitectónicas movidas lleven por sí mismas ventaja a las formas tranquilas para producir la impresión pintoresca. Cuando se trata de un movimiento real el efecto surge aún más fácilmente. No hay nada tan pintoresco como la muchedumbre agitada de un mercado, donde no sólo por el amontonamiento y confusión de personas y cosas se sustrae la atención de los objetos aislados, sino que el espectador, precisamente por tratarse de un todo movido, se siente solicitado para abandonarse a la mera impresión visual sin detenerse a controlarla detalladamente con los datos plásticos. No todos secundan esta solicitación, y quien la obedece puede hacerlo en varios grados; es decir, la belleza pintoresca de la escena puede ser entendida de varios modos. Pero aún tratándose de una representación puramente lineal, quedaría siempre margen —y esto es lo decisivo— para un cierto efecto decorativo-pintoresco.

Y ya no es posible dejar sin mención en este contexto el motivo de las iluminaciones (efectos de luz) pintorescas. También ahora se trata de hechos objetivos a los cuales se les atribuye un carácter decorativo-pintoresco independientemente de la manera de ser aprehendidos. Para el sentir vulgar son, ante todo, los casos en que la luz o las sombras hacen caso omiso de la forma, es decir, que se oponen a la claridad del objeto. Ya pusimos como ejemplo la iluminación pintoresca de un interior de iglesia. Cuando el rayo solar que cae atraviesa la oscuridad y traza de un modo, al parecer arbitrario, sus figuras en las pilastras y en el suelo, resulta un tan cabal espectáculo, que el gusto vulgar exclama satisfecho: «¡Qué pintoresco!». Pero hay situaciones en que el esfumarse de la luz y su rehílo en el espacio impresionan con la misma intensidad, sin que el antagonismo entre forma y luz sea tan rudo. La pintoresca hora vespertina es un caso de estos. En ella lo objetivo es superado de otro modo: las formas se disuelven en la atmósfera, pobre de luz, y se ven, en lugar de un número de cuerpos aislados, inciertas masas claras y oscuras que se confunden en un ritmo común.

Los ejemplos de casos objetivamente pintorescos de esta clase se ofrecen en gran cantidad. Contentémonos con estos ejemplos decisivos. Es evidente que no todos tienen el mismo calibre: hay impresiones de ritmo pintoresco más burdas o más finas, según haya participado más o menos en ellas lo objetivo plástico. Todas tienen la propiedad de ser fácilmente accesibles a un tratamiento pintoresco, pero no están forzosamente destinadas a ello. Incluso cuando nos encontramos con ellas en el estilo lineal resultará un efecto que no se puede calificar mejor que con el concepto de pintoresco, como pudimos ya observar en el San Jerónimo de Durero.

La cuestión verdaderamente interesante es ésta: ¿Cómo se comporta históricamente el estilo de representación pictórica con lo pintoresco del motivo?

Es, por de pronto, evidente que el lenguaje vulgar califica de pintoresco todo conjunto formal que, aun en reposo, suscite una impresión de movimiento. Pero la idea de movimiento pertenece también a la esencia de la visión pictórica: ésta lo recoge todo como vibración y no deja cuajarse nada en líneas o planos precisos. En este sentido existe, indudablemente, un parentesco fundamental. Pero basta una ojeada a la historia del arte para advertir que el florecimiento de la representación pictórica no coincide con el desarrollo de los motivos vulgarmente tenidos por pintorescos. Un fino pintor de arquitecturas no necesita construcciones pintorescas para hacer obra pictórica. La entonada indumentaria de las princesas que hubo de pintar Velázquez, con sus diseños lineales, no es, en absoluto, lo que se entiende por pintoresco en el sentido popular de la expresión; pero la visión de Velázquez fue aquí tan intensamente pictórica, que los vestidos superan en este aspecto a los andrajos de los mendigos de Rembrandt joven, a pesar de que a éste parece haberle sido más propicia la materia prima.

El ejemplo de Rembrandt enseña precisamente que el progreso de la concepción pictórica puede ir vinculado a una simplicidad cada vez mayor. Pero simplicidad significa, en este caso, alejamiento del ideal vulgar de los motivos pintorescos. Cuando Rembrandt era mozo creía que la belleza estaba en los capotones desgarrados de los mendigos. Entre las cabezas, prefería las de los viejos, surcadas de innumerables arrugas. Recurre a los muros ruinosos, a las escaleras retorcidas, a las perspectivas en escorzo, a las iluminaciones violentas, al hormigueo de las muchedumbres, etc.; más tarde va abandonando lo pintoresco y aumentando en igual proporción lo cabalmente pictórico.

Según esto, ¿podremos distinguir entre lo pictórico imitativo y lo pictórico decorativo? Sí y no. Existe, sin duda, lo pictórico de carácter más objetivo material, y no hay nada que oponer en principio a que se le califique de pictórico decorativo. Pero es el caso que éste no acaba donde acaba lo material. El mismo Rembrandt, a quien las cosas y composiciones pintorescas llegan un día a no importarle, sigue siendo pictóricamente decorativo. Pero entonces ya no son precisamente los trozos singulares del cuadro los vehículos del ritmo pictórico: éste flota más bien como un vaho sobre la imagen aquietada.

Lo que vulgarmente se llama motivo pintoresco es, más o menos, sólo una fase previa de las formas superiores del gusto pictórico, de máxima importancia histórica, pues gracias a estos efectos más externos y objetivamente pictóricos parece que pudo desarrollarse y educarse el sentimiento apto para una concepción pictórica del mundo.

Pero, así como una belleza de lo pintoresco, hay también, naturalmente, una belleza de lo no pintoresco. Sólo que nos falta el vocablo para ella. Belleza lineal, belleza plástica no son calificativos certeros. Pero hay aquí un principio al que hemos de volver siempre en el curso de nuestra exposición, y es el de que todos los cambios que sufre el estilo de la representación van acompañados de cambios del sentimiento decorativo. Los estilos pictórico y lineal no son sólo problemas de imitación, sino también de decoración.

3. Síntesis

El extraordinario contraste que se evidencia entre los estilos lineal y pictórico responde a dos actitudes ante el mundo fundamentalmente diversas. Allí se prefiere la figura firme y precisa; aquí, el fenómeno cambiante; allí, la forma permanente, mensurable, limitada; aquí, el movimiento, la forma en función; allí, las cosas por sí; aquí, las cosas dentro de su conexión. Y si cabe decir que allí la mano fue palpando en el mundo de los cuerpos esencialmente su sustancia plástica, aquí logran los ojos sensibilidad para la riqueza de la más varia materia; y no hay contradicción alguna en que también ahora aparezca alimentada la sensibilidad óptica por el sentido fácil, ese otro sentido táctil que degusta las diferentes clases de superficie, la epidermis diversa de las cosas. Pero, allende lo aprehensible objetivo, alcanza aquí la sensibilidad el reino de lo inaprehensible: sólo el estilo pictórico llega a describir la belleza de lo incorpóreo. De cada uno de los intereses diversamente orientados que despierta el mundo surge una belleza distinta.

Es cierto: el estilo pictórico es el primero que nos ofrece el mundo como algo visto realmente, y por esto se le ha llamado ilusionismo. No ha de creerse, sin embargo, que sólo esta fase avanzada del arte se atrevió a compararse con la naturaleza, y que el estilo lineal haya sido sólo una provisional alusión a la realidad. El arte lineal ha sido también un arte absoluto y no experimentó la necesidad de ser potenciado en el sentido de la ilusión. Para Durero era la pintura, tal como él la entendía, un completo «fraude de la vista», y Rafael no se hubiera declarado vencido ante el retrato del papa hecho por Velázquez al estar pintados sus cuadros sobre fundamentos completamente distintos. Ahora bien: la diferencia entre estos fundamentos, lo repito, no es sólo de género imitativo, sino también, y muy esencialmente, decorativo. La evolución no se ha consumado teniendo siempre delante el mismo propósito, ni se ha modificado paulatinamente la manera con el esfuerzo para alcanzar la «verdadera» expresión de lo real. Lo pictórico no supone un grado superior en la solución del problema único de imitar a la naturaleza, sino, en general, una solución de otro género. Sólo cuando el sentimiento decorativo llega a ser otro, puede esperarse un cambio en el modo de representar. No se afana uno tras la belleza pictórica del mundo partiendo de la fría decisión, por interés de la veracidad o del deseo de integridad, de asir las cosas desde otro punto de vista, sino estimulado por el hechizo de lo pictórico. El hecho de que se aprendiese a desprender de la visibilidad fácil la delicada imagen aparente, pictórica, no fue un progreso debido a un más consecuente criterio naturalista, sino que fue algo condicionado por el despertar de un nuevo sentimiento estético: el sentimiento para la belleza propia de ese ritmo que misteriosamente traspasa y estremece un conjunto y que era la vida misma para la nueva generación. Todos los procedimientos del estilo pictórico son medios para el fin, y nada más. Del mismo modo la visión unitaria no fue una conquista de valor independiente, sino un procedimiento que nació con el mismo ideal y con él sucumbió.

De aquí se deduce que no acertaría en lo esencial quien objetase, por ejemplo, que los rasgos ajenos a la forma usados por el estilo pictórico no significan nada peculiar, ya que en la visión a distancia se unen las manchas inconexas para reconstituir la forma cerrada, y se amansan las líneas rotas en ángulo, convertidas en curvas, de modo que a la postre la impresión es la misma que en el viejo arte, sólo que conseguida por otro camino, cobrando así mayor intensidad. De hecho no ocurren así las cosas. No es sólo una cabeza de más intenso vigor de ilusión lo que resulta en los retratos del siglo XVII: lo que diferencia radicalmente a Rembrandt de Durero es la vibración de la imagen en total, que se sigue manteniendo aun cuando los rasgos de la forma le dejen de ser perceptibles en detalle a la visión. Sin duda, ayuda mucho al efecto ilusorio el trabajo que el espectador está obligado a hacer para reconstruir la imagen, ya que las pinceladas no se funden, hasta cierto punto, sino mediante el acto visual mismo. Pero la imagen que entonces resulta ya no es, fundamentalmente, comparable a la del estilo lineal: la apariencia se mantiene vaga y no se consolidará en aquellas líneas y planos significativos para el sentido del tacto.

Y cabe decir más: el dibujo divergente de las formas reales no necesita desaparecer. La pintura pictórica no es un estilo de lejanía en el sentido de que haya de ser invisible la factura. No se ha visto lo mejor si no se percibe la pincelada de un Velázquez o de un Frans Hals. Y la cuestión se hace patente a los ojos en el caso de un mero dibujo. Nadie piensa en alejar de la vista un aguafuerte de Rembrandt hasta que deje de ver las líneas singulares. Ya no tenemos delante, desde luego, el dibujo de línea bella propio del grabado clásico; pero esto no significa, en modo alguno, que de pronto las líneas hayan dejado de tener importancia. Al contrario, deben verse estas nuevas líneas enmarañadas, rotas, dispersas y múltiples. El efecto formal que se persigue se producirá, sin embargo.

Por último, como quiera que aún la más perfecta imitación de los fenómenos naturales resulta siempre infinitamente lejana de la realidad, no implica inferioridad fundamental el que el linealismo corporice mejor la imagen táctil que la imagen visual. La aprehensión puramente óptica del mundo es una posibilidad, pero nada más. A la par se acusará siempre la necesidad de un arte que no sólo recoja la mera visión animada del mundo, sino que intente también responder a experiencias táctiles sobre el ser. Toda enseñanza hará bien en practicar en ambos sentidos la técnica de la representación.

Hay cosas en la naturaleza, indudablemente, más propicias al estilo pictórico que al lineal; pero es un prejuicio creer que el viejo arte se sintiera cohibido por este hecho. Pudo representar todo lo que quiso, y sólo tendremos idea exacta de su poder recordando cómo al cabo dio con la expresión lineal incluso de cosas perfectamente antiplásticas: follaje, cabellos, agua, nubes, humo, fuego. Más aún: no es, en definitiva, cierta la opinión de que estas cosas son más difíciles de someter a la línea que los cuerpos plásticos. Así como en el tañido de las campanas cabe oír toda clase de voces, así puede también disponerse de muy diferentes modos lo visible sin que nadie pueda decir que un modo sea más verdadero que otro.

4. Lo histórico y lo nacional

Si alguna verdad histórico-artística se ha hecho popular ha sido la del carácter lineal de los primitivos, viniendo luego la luz y la sombra para predominar finalmente, es decir, para entregar el arte al estilo pictórico. Por consiguiente, nada nuevo hacemos si anteponemos la consideración de lo lineal. Mas al proponernos ahora ir haciendo pasar los ejemplos típicos del linealismo hemos de decir que éstos no se encuentran en los primitivos del siglo XV, sino en los clásicos del XVI. Leonardo, a nuestro juicio, es más lineal que Botticelli, y Holbein el Joven más lineal que su padre. El tipo lineal no dio comienzo a la evolución moderna, sino que fue formándose y saliendo poco a poco en la transición de un género estilístico aún impuro. El que la luz y la sombra se presenten como factores importantes en el siglo XVI no resta nada a la primacía de la línea. No lo niego: es seguro que los primitivos fueron también «lineales», pero yo diría que utilizaron la línea sin sacar de ella provecho. Es bien diferente estar sujeto a una visión lineal y trabajar a conciencia con la línea. La libertad absoluta de la línea llega precisamente en el momento en que aparece en su madurez el elemento contrario: luz y sombra. No es la presencia de la línea lo que define el carácter del estilo lineal, sino —como se ha dicho— el énfasis de su elocuencia, la energía con que se obligue a los ojos a seguirla. El contorno del dibujo clásico ejerce una coacción absoluta. El acento objetivo recae sobre él y es vehículo portador del fenómeno decorativo. Está cargado de expresión y reposa en él toda belleza. Dondequiera, y siempre que encontremos una pintura del siglo XVI, salta a la vista un tema lineal decisivo, y belleza y expresión de la línea son una y la misma cosa. En el cántico de la línea se revela la verdad de la forma. La gran aportación de los cincocentistas está en haber supeditado de un modo consecuente y absoluto la visibilidad a la línea. Comparado con el dibujo de los clásicos, el linealismo de los primitivos resulta algo incompleto[2].

En este sentido hemos considerado ya desde el principio a Durero como punto de partida. Por lo que atañe al concepto de lo pictórico, nadie ha de contradecirnos si le hacemos coincidir con Rembrandt; pero el caso es que la historia del arte le sitúa mucho antes, pues le encasilla en la proximidad inmediata a los clásicos del arte lineal. Se dice que Grünewald, comparado con Durero, es pictórico; que Andrea del Sarto es, entre los florentinos, el «pictor» por excelencia; que a su vez los venecianos constituyen frente a los florentinos la escuela pictórica, y, por último, se pretende caracterizar a Correggio con las notas del estilo pictórico.

En esto se venga la pobreza del lenguaje. Habría que tener mil palabras para poder calificar todas las transiciones. Es siempre cuestión de juicios relativos: comparado con aquel estilo, puede llamarse pictórico a éste. Grünewald es, sin duda, más pictórico que Durero; pero al lado de Rembrandt se destaca en seguida como cincocentista, es decir, como hombre de siluetas. En cuanto a reconocer a Andrea del Sarto un talento pictórico, hemos de conceder que amortigua más los contornos y que aquí o allá las superficies de sus paños se agitan ya de un modo peculiar, a pesar de lo cual se sigue manteniendo siempre el pintor dentro de un sentimiento plástico esencial. Sería, pues, conveniente usar aquí con más continencia el concepto de lo pictórico. Tampoco deben ser exceptuados del linealismo los venecianos si se aplican nuestros conceptos. La Venus en reposo, del Giorgione, es una obra de línea, así como la Madonna Sixtina, de Rafael.

De todos sus contemporáneos fue Correggio quien más se apartó de la tendencia dominante. En él se ven claramente los esfuerzos por conseguir que la línea deje de ser elemento director. Seguirán siendo líneas, líneas largas y fluidas, las que emplea, sólo que sabe complicarlas al paso de tal modo, que a veces cuesta trabajo seguirlas con la vista, y aparecen en las sombras y luces aquellos lengüeteos y rebasamientos como si pugnaran entre sí y quisieran librarse de la forma.

El barroco italiano ha podido engarzar con el Correggio. Pero ha sido más importante para el desenvolvimiento de la pintura europea el camino trazado por Tiziano y el Tintoretto. En él se dieron los pasos definitivos que llevaron a la representación de lo aparente, y un vástago de esa escuela, el Greco, logró sacar pronto tales consecuencias, que ya en su modo no habían de superarse.

No hacemos aquí la historia del estilo pictórico. Buscamos su concepto general. Es sabido que el movimiento hacia la meta no suele ser uniforme y que sobrevienen siempre reacciones o retrocesos a cada nuevo empuje. Pasa mucho tiempo hasta que es admitido por la mayoría lo que consiguieron los esfuerzos individuales, y no parece sino que la evolución va hacia atrás de vez en cuando. Pero, en general, se trata de un proceso uniforme que dura hasta fines del siglo XVIII, dando sus últimos brotes en los cuadros de un Guardi o de un Goya. Luego es cuando viene el gran corte. Ha terminado un capítulo de la historia del arte occidental, y en el nuevo regirá otra vez el reconocimiento de la línea como poder dominante.

A distancia diríase que la historia del arte sigue un curso uniforme en el Sur y en el Norte. Ambos tienen, a principios del siglo XVI, su linealismo clásico, y ambos viven en el XVII una época pictórica. Es posible demostrar el parentesco, en lo fundamental, de Durero y Rafael, Massys y Giorgione, Holbein y Miguel Ángel. Por otra parte, el círculo Rembrandt, Velázquez, Bernini, con todas sus diferencias, tiene un centro común. A una consideración atenta se evidenciarán desde el principio muy distintas antítesis de sensibilidad nacional. Italia, que posee ya en el siglo XV un sentimiento muy claramente desarrollado en la línea, es en el XVI la más alta escuela de la línea «pura», y cuando sobrevino más tarde la destrucción (pictórica) de la línea, jamás el barroco italiano llegó tan lejos como el del Norte. Para el sentimiento plástico de los italianos, la línea ha sido siempre, más o menos, el elemento que informa toda construcción artística.

Quizá sorprenda que no se pueda decir otro tanto del país de Durero, ya que estamos acostumbrados a considerar el dibujo firme como la fuerza característica del antiguo arte alemán. Pero es que el dibujo clásico alemán, que se desembaraza despacio y penosamente de la maraña gótico-pictórica del último período, aunque puede buscar sus modelos en algunos momentos de la línea italiana, en el fondo es reacio a la línea aislada y pura. La fantasía alemana hace que al punto se compliquen las líneas unas con otras; en vez del trazado sencillo y claro aparece el haz de líneas, la urdimbre, y lo claro y lo oscuro se reúnen pronto con vida propia pictórica, naufragando la forma singular en el oleaje del movimiento general.

Con otras palabras: el advenimiento de Rembrandt, a quien los italianos no pudieron comprender, hacía mucho que se venía preparando en el Norte. Téngase en cuenta que lo dicho aquí respecto de la historia de la pintura vale, naturalmente, lo mismo para la historia de la escultura o de la arquitectura.

DIBUJO

Para hacer bien patente el contraste entre los estilos lineal y pictórico conviene buscar los primeros ejemplos en el campo del dibujo puro.

Empecemos cotejando una hoja de Durero (fig. 14) y una hoja de Rembrandt (fig. 15), ambas con el mismo asunto: un desnudo femenino. Y prescindamos por el momento de que nos hallamos ante un estudio del natural, por un lado, y por otro, ante una figura que es más obra de deducción, y de que el dibujo de Rembrandt, si bien como imagen está concluido, es de trazos rápidos, mientras que el trabajo de Durero es cuidadoso como si se tratase del dibujo para un grabado en cobre. También es secundaria la diferencia del material técnico: pluma en uno, carbón en otro. Lo que hace tan diferente el aspecto de estos dibujos es, ante todo, esto: que el efecto de uno se apoya en un valor táctil, y el del otro en un valor visual. La primera impresión en Rembrandt es una figura destacando como claridad sobre fondo oscuro; en el otro dibujo, más antiguo, también aparece la figura sobre fondo negro, pero no para hacer surgir la luz de la sombra, sino sólo para realzar más secamente la silueta. Todo el énfasis está en la línea del contorno. En Rembrandt ha perdido su importancia; no es ya esencial vehículo de la expresión formal, no hay en ella una especial belleza. Quien pretenda seguir su curso advertirá pronto que es casi imposible. En vez de línea de perfil, seguida, uniforme, consecuente, del siglo XVI, ha hecho su aparición la línea rota del estilo pictórico.

Y no se arguya que son maneras propias de todo esbozo y que se puede hallar en todas las épocas este mismo procedimiento titubeante. Sin duda, el dibujo que rápidamente traslada al papel la figura aproximada ha de trabajar con líneas inconexas, pero la línea de Rembrandt se quiebra siempre, aun en los dibujos acabados. No pretende consolidarse en un contorno táctil, sino que conserva su carácter vago.

Si se analizan las rayas que constituyen el modelado, vemos que el dibujo más antiguo se comporta en esto también como un producto de puro arte lineal, que la parte de sombra permanece transparente por completo, obtenida, con uniforme claridad de trazo, línea por línea, y cada una de éstas parece advertir que es una línea bella y que va bellamente secundada por sus compañeras. Pero en su configuración se suman al ritmo de la forma plástica, apartándose de la forma sólo las líneas de la sombra que hace de pantalla. Tales miramientos no tienen ya valor para el estilo del siglo XVII. De muy distintos modos, unas veces más y otras menos recognoscibles, según la disposición y dirección, las rayas no tienen entonces otro fin común que el de operar como masas y hasta cierto grado desaparecer bajo la impresión de conjunto. Sería difícil averiguar la regla a que están sometidas; lo evidente es esto: ya no secundan la forma, es decir, no aluden ya al sentimiento plástico táctil, sino que ofrecen, sin merma del efecto de volumen, más bien la apariencia puramente óptica. Vistas aisladamente, nos parecerían por completo sin sentido; pero la mirada totalizadora produce, como dijimos, un peculiar y vigoroso efecto.

Y, cosa extraña, esta clase de dibujo es capaz de notificarnos sobre la materia del modelo. Mientras más se aleja la atención de la forma plástica como tal, tanto más vivamente se despierta el interés por la superficie de la cosa, por cómo son los cuerpos al contacto. La carne en Rembrandt es claramente recognoscible como materia blanda, que cede a la presión, mientras que la figura de Durero permanece neutral en este sentido.

Y ahora, aunque se conceda tranquilamente que no puede ser equiparado Rembrandt, sin más, al siglo XVII, y que sería menos aceptable aún juzgar por una muestra el dibujo de la época clásica alemana, siempre resultará que precisamente esta exacerbación de carácter ayuda a la comparación, pues permite que el contraste de los conceptos resalte con toda su eficaz crudeza.

En cuanto a lo que signifique en el detalle el cambio de estilo para la concepción de la forma, se verá patente si pasamos del tema de la figura completa al tema de una simple cabeza.

Lo especial en una cabeza dibujada por Durero no depende sólo en absoluto de la calidad artística de la línea individual, sino de que está construida con grandes líneas, de trazo ductor y curso uniforme, en las que está todo, y son fácilmente asibles, propiedad que Durero comparte con sus contemporáneos y nos da la clave del espectáculo. Los primitivos han tratado también el tema linealmente, y las cabezas podrán ser muy semejantes en la disposición general, pero no resaltan las líneas, no saltan a la vista, como en los dibujos clásicos; la forma no ha sido exprimida hasta reducirla a línea.

Tomamos, por ejemplo, un retrato dibujado por Aldegrever (fig. 16), quien, cercano a Durero, y más aún a Holbein, da consistencia a la forma con decididos y firmes contornos. Con un movimiento ininterrumpido y rítmico, en línea larga y de igual grosor, corre el contorno de la cara desde la frente hasta el mentón; la nariz, la boca y la hendedura de los párpados están dibujados con líneas igualmente seguidas y únicas; la barretina encaja en el sistema como mera silueta, e incluso para la barba dio con una expresión homogénea[3]. El modelado, ya desaparecido, se adivina por completo en lo contrastable y táctil de la forma.

El caso más opuesto lo ofrece una cabeza de Lievens (fig. 17), coetáneo de Rembrandt. La expresión ha huido por completo del contorno para asentarse en las partes internas de la forma. Un par de ojos oscuros de mirada viva, una concentración de labios; de vez en cuando destella la línea, pero vuelve a desaparecer en seguida. Faltan en absoluto los largos trayectos del estilo lineal. Sueltos fragmentos de línea caracterizan la forma de la boca; un par de trazos dispersos, la forma de los ojos y de las cejas. Algunas veces cesa el dibujo por completo. Las sombras encargadas de modelar ya no tienen valor objetivo alguno. Pero en el modo de tratar el contorno del carrillo y el mentón ha hecho todo lo posible por impedir que la forma se trueque en silueta, es decir, que pueda llegar a expresarse en líneas.

Por lo que se refiere al hábito del dibujo, es también menos evidentemente decisivo aquí que en el desnudo femenino de Rembrandt la preocupación de las conexiones lumínicas, del juego recíproco de masas claras y oscuras. Y mientras el estilo antiguo, por interés de la claridad formal, robustece y afirma la apariencia, al estilo pictórico va vinculada la impresión de movimiento, y no hace más que obedecer a su íntima esencia cuando hace problema suyo especial la representación de lo cambiante y pasajero.

Consideremos lo que ocurre con los paños. Para Holbein los pliegues de un paño constituían un espectáculo que no sólo le parecía posible reproducir con líneas, sino que sólo en una interpretación lineal adquiría su propia expresión. Nuestra propia visión se opone también a esto por de pronto. ¿Vemos otra cosa que claros y oscuros cambiantes, merced a los cuales precisamente se evidencia el modelado? Y si alguno viniera aquí con líneas no podría hacer otra cosa, diríamos, que indicar el curso del borde. Pero es que este borde no representa un papel esencial: más o menos se advertirá en algunos sitios la conclusión del plano como algo notable, pero en modo alguno como principal motivo. Responde, pues, a una visión fundamentalmente distinta que el dibujo siga el curso del borde y emprenda la tarea de darle visualidad con líneas corridas y uniformes. Y no sólo el borde de las telas, donde éstas acaban, sino las formas interiores, las concavidades salientes de los pliegues. Por todas partes líneas claras y seguras. Luz y sombra generosamente aplicadas, pero —y aquí radica la diferencia con el estilo pictórico— sometidas en absoluto al señorío de la línea.

Por el contrario, una vestimenta pictórica —aducimos como ejemplo un grabado de Van Dyck (fig. 18)— no desechará por completo el elemento línea, pero tampoco permitirá que dirija: la vista se interesará ante todo por la vida de los planos. De aquí que no sea posible exteriorizar con perfiles el contenido. Las prominencias y depresiones de estos planos ganan al punto otra movilidad cuando el dibujo interno se resuelve en masas de sombra y luz. Se nota que la figura geométrica de estas manchas de sombra no se impone de modo riguroso, sino que suscita la idea de una forma que dentro de ciertos límites tiene un margen de variación y por lo mismo se acomoda al incesante cambio de la apariencia. Añádase a esto que el carácter material de las telas se insinúa con más vigor que antes. Es verdad que Durero utilizó algunas observaciones sobre el modo de dar la impresión táctil de los objetos; sin embargo, el dibujo de estilo clásico tiende más bien a una reproducción neutra de la materia. Pero en el siglo XVII, a la par que se despierta el interés por lo pictórico, se despierta como lo más natural el interés por la calidad de las superficies. No se dibuja nada sin sugerir su blandura o rigidez, su aspereza o pulimento.

El principio del estilo lineal se confirma de la manera más interesante allí donde el objeto es menos apropiado para él, y hasta lo rechaza. Esto ocurre con las masas de follaje. Cada hoja en sí puede ser captada linealmente; pero la masa de hojas, la espesura en que se pierden las formas singulares, apenas si ofrece base a la interpretación lineal. Sin embargo, el siglo XVI no tuvo por insoluble este problema. Se encuentran soluciones espléndidas en Altdorfer, Wolf Huber (fig. 19) y otros: lo aparentemente inaprehensible es circunscrito en una forma lineal de gran elocuencia y que refleja por completo lo característico de la planta. Quien conozca estos dibujos los recordará con frecuencia al contacto con la realidad, y es indudable que conservan su prestigio y su derecho junto a las producciones más sorprendentes de una técnica orientada hacia lo pictórico. No significan, pues, un estadio menos perfecto de la representación, sino que obedecen simplemente a otra manera de ver la naturaleza.

Como representante del dibujo pictórico puede servirnos Ruysdael (fig. 20). Aquí ya no se ve la intención de reducir el fenómeno a un esquema de trazo claro y fácil de seguir; aquí triunfa lo indefinido y las masas de líneas, todo lo cual hace imposible percibir el dibujo en sus elementos aislados. El efecto está conseguido con una dirección de trazos difíciles de relacionar con la forma objetiva y que no pueden lograrse sino intuitivamente, pero de modo tan feliz, que nos parece tener delante el movido follaje de los árboles. Además, podemos darnos perfecta cuenta de qué clase de árboles se trata. Lo indescriptible de una forma indefinida, que parece rechazar toda fijación, está dominado aquí con los medios pictóricos.

Si se echa la vista, finalmente, sobre el dibujo de un paisaje, siempre será más fácil de descifrar en un dibujo puramente lineal, que ofrezca el objeto punto por punto, camino, senda, lejanía, cercanía, con escueto y limpio perfil, que esa otra forma de dibujo paisajista, que practica consecuentemente el principio pictórico de diluir los detalles. Hay dibujos así de Van Goyen (fig. 21), por ejemplo. Son los equivalentes a sus cuadros casi monocromos. Y puesto que la brumosa envoltura de las cosas y su color valen como motivos pictóricos en sentido estricto, es lícito traer aquí uno de estos dibujos como, fechado en 1646, especialmente típico del estilo pictórico.

Los barcos en el agua, la orilla con árboles y casas, las figuras y lo que no es figura…, todo se halla entrelazado en urdimbre de líneas nada fácil de despejar. Y no es que las formas de los objetos aislados queden menoscabadas —se ve perfectamente lo que se necesita ver—, sino que se entremezclan de tal suerte en el dibujo, que parecen ser todas del mismo elemento y hallarse estremecidas por el mismo movimiento. Carece en absoluto de importancia que se vea éste o el otro barco o cómo está construida la casa aquella de la orilla: la retina pictórica se atiene a la percepción del fenómeno total, y para ella no tiene verdadera significación el objeto aislado. Se pierde en el conjunto, y la vibración de todas las líneas favorece el proceso de trabazón que conduce a la masa homogénea.

PINTURA

1. Pintura y dibujo

En su tratado de la pintura aconseja Leonardo repetidas veces a los pintores no encerrar la forma en líneas[4]. Esto parece contradecir todo lo dicho hasta aquí sobre Leonardo y el siglo XVI. Pero la contradicción es sólo aparente. Lo que Leonardo quiere dar a entender es algo exclusivamente técnico, y es muy posible que aluda con su observación a Botticelli, cuya manera de contornear en negro estaba muy en boga; pero en un superior sentido es mucho más lineal Leonardo que Botticelli, aunque modele más suavemente y haya superado la colocación en seco de la figura sobre el fondo. Lo decisivo es precisamente el nuevo poder con que el contorno habla desde el cuadro y obliga al espectador a seguirle.

En este tránsito al análisis de cuadros se recomienda no perder de vista la relación de la pintura con el dibujo. Estamos tan habituados a verlo todo por el lado pictórico, que incluso frente a obras de línea acogemos la forma más laxamente de como fue concebida; y no hay que hablar de que, no disponiendo más que de fotografías, la impresión pictórica se ve aumentada por los pequeños clisés de nuestro libro (reproducciones de reproducciones). Se necesita práctica para ver las pinturas todo lo linealmente que piden ser vistas. No basta con el buen propósito. Incluso cuando creemos habernos adueñado de la línea, encontraremos, al cabo de un rato de trabajo sistemático, que entre visión lineal y visión lineal hay diferencias, y que la intensidad del efecto que se desprende de este elemento en que la forma se define puede ser acrecentada aún.

Un retrato de Holbein se ve mejor si hemos visto antes, y aprendido de memoria, dibujos de Holbein. La sublimación verdaderamente única que experimenta en éste el linealismo, reduciendo a línea sólo las partes de la imagen «en que la forma se dobla» y excluyendo todo lo demás, es de efecto más inmediato en el dibujo, y, sin embargo, la imagen pintada descansa por completo sobre esta misma base, el esquema del dibujo sigue resultando lo esencial para la impresión del cuadro.

Pero si aún refiriéndose meramente al dibujo cabe decir que la expresión del estilo lineal no satisface más que una parte del fenómeno, porque, como es el caso de Holbein y en el antes citado Aldegrever, el modelado puede obtenerse también con medios no lineales, al acercarnos a la pintura advertimos hasta qué punto la clasificación tradicional de los estilos se fija unilateralmente en una sola nota. La pintura, con sus pigmentos que todo lo cubren, obtiene principalmente planos, diferenciándose así del dibujo, aun allí donde no sale de la monocromía. En ella habrá, y se sentirán por doquiera las líneas, pero sólo como límites de las superficies sentidas y modeladas plástica y táctilmente. Éste es el concepto que se acusa. La condición táctil del modelado decide la colocación de un dibujo dentro del arte lineal, aunque sus sombras no sean nada lineales y descansen como un vaho de humo sobre el papel. La índole del desvanecido es, desde luego, evidente en la pintura. Mas, al contrario de lo que ocurre en el dibujo, en el cual los bordes, en relación con el modelado de los planos, aparecen mucho más acentuados, la pintura establece el equilibrio. En aquél funciona la lineación como bastidor al que están sujetas las sombras; en ésta aparecen ambos elementos en unidad, y la determinación plástica, en lo general idéntica, de los límites formales, sólo es el correlato de la determinación plástica, en lo general idéntica, del modelado.

2. Ejemplos

Después de este preámbulo podemos poner frente a frente unos ejemplos de pintura lineal y pictórica. La cabeza pintada por Durero en 1521 (fig. 22) está construida sobre la base de un esquema en todo semejante al de la cabeza dibujada por Aldegrever, que reproducimos como figura 16. Muy acusada la silueta que baja desde la frente, segura y tranquila la línea de los labios, la nariz, los ojos, todo hecho con una precisión igual hasta el último detalle. Pero en la misma medida en que se determinan los contornos para el sentimiento de lo táctil están modeladas las superficies en el sentido de la concepción por el órgano del tacto, con lisura y solidez, y las sombras están entendidas como oscuridades adheridas directamente a la forma. Se confunden por completo la cosa y la imagen. El cuadro es el mismo para la visión de cerca y la distante.

Por el contrario, en Frans Hals (fig. 23) se ha despojado fundamentalmente de aprehensibilidad a la forma. Es tan poco aprehensible como una rama agitada por el viento o como las ondas de un río. La imagen próxima y la lejana se diferencian. Sin que haya que perder el rasgo aislado, se siente uno más inclinado a contemplar el cuadro desde lejos. No tiene sentido alguno visto demasiado de cerca. El modelado continuo ha sido suplantado por el modelado intermitente. Han perdido toda posibilidad de comparación directa con el natural los planos ásperos y agrietados. No tienen otro fin que la vista, no quieren hablar a la sensibilidad como superficie palpable. Se han deshecho las antiguas líneas atenidas a la forma. Ni un solo trazo ha de tomarse literalmente. Se observa un temblor en la nariz, un guiño en los ojos, un brillo en la boca. Hay aquí el mismo sistema de signos extraños a la forma que hemos analizado ya en Lievens. Nuestros pequeños grabados no pueden dar idea clara de la cosa, naturalmente. Tal vez lo más elocuente en este sentido sea el cuello blanco.

Al contrastar las grandes antítesis estilísticas pierden sentido las diferencias individuales. Se ve entonces que, en el fondo, existe ya en Van Dyck y en Rembrandt lo que ofrece Frans Hals. Son diferencias de grado únicamente las que los separan, y, comparados con Durero, forman un grupo compacto. Pero en vez de Durero podemos decir Holbein o Massys o Rafael. Por otra parte, al considerar aisladamente a un pintor no se puede evitar el recurrir a dichos conceptos estilísticos para marcar el principio y el fin de su evolución. Los retratos de Rembrandt joven son (relativamente) plásticos, y están vistos linealmente si se comparan con las obras de su madurez.

Pero si la capacidad de abandonarse a la mera impresión óptica significa siempre el último grado de la evolución, no quiere decir esto que el tipo plástico puro se encuentre al principio. El estilo lineal de Durero no es sólo el progreso de una preexistente tradición afín, sino que significa a la vez la exclusión de todos los elementos contrarios que procedían del estilo del siglo XV.

Cómo luego se va verificando el tránsito del linealismo puro a la visión pictórica del siglo XVII, puede comprobarse precisamente en el retrato con gran claridad. Pero no podemos detenernos en ello. En general, cabe decir que lo que prepara el camino a la concepción pictórica decisiva es el maridaje, cada vez más fuerte, de luz y sombra. Verá claro lo que esto significa quien compare, por ejemplo, a Antonio Moro con Hans Holbein, eso que aún le es afín. Sin que se haya suprimido el carácter plástico, empiezan ya a unirse y tener vida propia los claros y los oscuros. En el mismo instante en que se amortigua la uniforme sequedad de los bordes de la forma, adquiere mayor significación en el cuadro todo lo que no es línea. Se dice también que la forma está vista más ampliamente: esto no quiere decir otra cosa sino que han cobrado mayor holgura las masas. Diríase que luces y sombras entran en más vivo contacto; en estos efectos fue donde la vista aprendió primero a confiarse a lo aparente, llegando, al cabo, a adoptar para la forma un dibujo a la forma completamente extraño.

Y vamos a proseguir ahora con dos ejemplos que ilustrarán sobre el contraste típico de los estilos, sirviéndonos para ello del tema de la figura indumentada. Serán ejemplos tomados del arte neolatino, retratos de Bronzino (fig. 24) y Velázquez (fig. 25). Que no procedan ambos del mismo tronco carece de importancia, puesto que no intentamos otra cosa que aclarar conceptos.

El Bronzino es, en cierto modo, el Holbein de Italia. Muy característico en el dibujo de las cabezas, con precisión metálica de líneas y superficies, es el cuadro que ofrecemos, especialmente interesante como representación exclusivamente lineal de un traje ricamente ornamentado. La vista humana no ve las cosas así, es decir, con esta uniforme precisión de línea. Ni un segundo siquiera abandona el pintor el camino de la absoluta nitidez objetiva. Es algo así como si en la representación de un testero de libros se quisiera pintar libro por libro y cada uno con su contorno igualmente claro, siendo así que una retina dispuesta para lo aparente no capta sino el vislumbre que se desprende del conjunto, en el que pierden más o menos las formas singulares. Velázquez fue una retina semejante. El vestidito de su princesa niña estaba bordado con adornos en zigzag; pero lo que él nos ofrece no es la ornamentación misma, sino la imagen rutilante del conjunto. Vistos armónicamente en distancia los temas del tejido, han perdido la claridad, mas sin hacerse confusos. Se ve perfectamente lo que se quiere representar, pero las formas no son asibles: aparecen y desaparecen, son eclipsadas por los visos de la tela, siendo decisivo para el conjunto el ritmo de las ondas luminosas que incluso el fondo inundan (esto no se aprecia en la reproducción).

Es sabido que en el clásico siglo XVI no se pintaron siempre las telas como el Bronzino las pintó, y que Velázquez no representa más que una posibilidad de la interpretación pictórica; pero ante un contraste de estilos tan grande, poco suponen las variantes individuales. Grünewald es en su tiempo un portento de estilo pictórico, y la Disputa de san Erasmo y Mauricio (Munich) es una de las últimas obras (fig. 26); pero si se compara la casulla bordada en oro de san Erasmo, aunque sólo sea con Rubens, es tan fuerte el contraste, que no se nos ocurre desvincular a Grünewald del siglo XVI.

La cabellera, en Velázquez, da la impresión completa de la materia, y, sin embargo, no están representados los bucles ni los cabellos uno por uno; lo que se nos ofrece es un fenómeno luminoso en relación sumamente laxa con el substrato objetivo. No se había representado nunca la materia de un modo tan perfecto hasta que el anciano Rembrandt pintó una barba de viejo con anchos y extendidos pigmentos; y, sin embargo, prescindió por completo de la semejanza palpable de la forma que se esforzaban en conseguir Durero y Holbein. También en las obras gráficas, en donde acucia más la tentación de reproducir cabello por cabello, alguna que otra vez, por lo menos, con rayas singulares, se observa en los grabados de la última época de Rembrandt el divorcio absoluto de la semejanza con lo real asible, ateniéndose únicamente a la apariencia de conjunto.

Y esto mismo acontece en la representación de la infinidad de hojas de árboles y matorrales. El arte clásico quiso alcanzar aquí también el tipo de árbol de hojas puras, es decir, dar el follaje, siempre que fuese posible, como agrupación de hojas singularmente visibles. Pero las posibilidades son aquí muy limitadas. A poca distancia ya se suma en una masa de pluralidad de formas simples, y ni el más fino pincel puede seguir detallando más allá del límite. Sin embargo, el arte del estilo lineal consiguió vencer esta dificultad también. Ya que no es posible dar las hojas una por una, se da la rama, el haz de hojas con forma delimitada. Y de estos ramos de hojas, que al principio eran perfectamente diferenciados, surgió poco a poco, a impulsos de un fluir cada vez más vivo, entre las masas claras y oscuras, el árbol sin líneas del siglo XVI, donde no hay más que manchas de color, yuxtapuestas, sin que la mancha singular pretenda mantener la congruencia con la forma de hoja que constituye su substrato.

Pero ya el linealismo clásico llegó a conocer un modo de representar en que el pincel ofrece un dibujo de la forma con líneas y toques perfectamente libres. Albrecht Altdorfer —para citar un ejemplo saliente— trató así el Paisaje de san Jorge (fig. 27) de la Pinacoteca de Munich (1510). Es indudable que estas finas muestras lineales no corresponden a la consistencia palpable y material del objeto; pero son líneas, claras muestras ornamentales que piden ser completadas en sí mismas y ser válidas no sólo en la impresión de conjunto, sino en la contemplación próxima. Aquí radica la diferencia fundamental respecto del tipo de árbol pictórico del siglo XVII.

Si nos interesan los presentimientos o antecedentes del estilo pictórico, más fácil nos será encontrarlos en el siglo XV que en el XVI. En aquel se dan, efectivamente, a pesar de la tendencia predominante hacia la línea, ciertos modos de expresión que no concuerdan con el linealismo y que más tarde han de ser desechados por impuros. Llegaron a invadir también el grabado; así aparecen, por ejemplo, en viejos grabados en madera de Nuremberg (Wohlgemut) dibujos de follaje que con sus líneas revueltas y extrañas a la forma no pueden recibir otro calificativo que el de impresionistas. Durero —como hemos dicho ya— fue el primero que supeditó consecuentemente todo el contenido de lo visible a la línea definidora de la forma.

Para concluir, compararemos el San Jerónimo grabado por Durero (fig. 29), como cuadro lineal de interior, con la versión «pictórica» de situación análoga por Ostade (fig. 28). Las reproducciones de que se suele disponer no son suficientes para demostrar en un conjunto escénico el valor lineal en su total precisión. En las reproducciones de pinturas a tamaño reducido todo se pierde. Hemos de recurrir al grabado para hacer patente cómo el espíritu de la corporeidad bien delimitada, allende la figura singular, se afirma hasta el fondo de la escena. Asimismo presentamos un grabado de Ostade porque también en su caso la reproducción fotográfica de una pintura dejaría mucho que desear. De una comparación como ésta salta con fuerza lo esencial del contraste. De un tema mismo —una habitación cerrada, con luz lateral—, ¡qué efectos tan diferentes! En uno todo es límite, superficies táctiles, objetividad escueta; en otro, todo transición y movimiento. La luz tiene la palabra, no la forma plástica: un ambiente de penumbra en el cual se destacan aisladamente algunas cosas, mientras que en el otro diríase que las cosas son lo principal y la luz un accidente que se agrega. Aquí se evita por principio lo que Durero buscaba en primera línea, esto es, hacer palpable cada cuerpo según sus límites plásticos; los bordes son inconsistentes, las superficies esquivan la palpación, y la luz fluye suelta como una corriente que ha roto sus diques. No cabe decir que los objetos materiales sean irrecognoscibles, pero sí que han alcanzado un efecto supramaterial. Se mira hacia el hombre del caballete, se mira luego la silueta oscura que hay a su espalda, ambos suficientemente netos; pero la masa oscura de una forma se une a la masa oscura de la otra e inicia con las manchas de luz intermedia un movimiento que, ramificándose por modo múltiple, impera en todo el ámbito como fuerza autónoma.

No cabe duda: allá se percibe un arte que incluye también al Bronzino, y acá el paralelo se llama Velázquez, a pesar de todas las diferencias.

No puede negarse que el estilo de la representación va acompañado de una disposición de la forma encaminada al mismo efecto. Así como la luz produce un efecto de ritmo dotado de unidad, la forma objetiva es impelida por un movimiento semejante. Se ha trocado la inercia en viva conmoción. Lo que a la izquierda, en el grabado de Durero, es una pilastra muerta, se estremece singularmente aquí; la techumbre ya no es lisa y concluyente, sino múltiple en la forma y amenazada de ruina; los ángulos no aparecen claros y limpios, sino deformados, siniestramente llenos de cachivaches…, verdadera muestra de «desorden pintoresco». La luz mortecina de la habitación es por sí misma un tema materialmente pintoresco, en estricto sentido.

Ahora bien: la visión pictórica no va necesariamente vinculada, como hemos dicho ya, a un escenario pintorescamente decorativo. El tema puede ser mucho más sencillo, incluso carecer en absoluto de carácter pintoresco, y alcanzar, sin embargo, por el modo como es tratado, un encanto de movimiento infinito allende todo lo pintoresco que puede haber en el asunto. Precisamente los talentos propiamente pictóricos renunciaron pronto a lo pintoresco. ¡Cuán poco se puede hallar, por ejemplo, en Velázquez!

3. Pintura y color

Pictórico y colorido son dos cosas muy distintas; pero hay un color pictórico y otro no pictórico, y de ello ha de hablarse aquí, siquiera sea con ligeras indicaciones. La dificultad de la demostración excusará lo breve del estudio.

Los conceptos de imagen táctil e imagen visual no son aquí ya directamente aplicables; pero el contraste entre color pictórico y no pictórico se reduce a una diferencia de concepción de índole muy semejante, puesto que en uno de los casos el color está tomado como elemento concretamente dado, mientras en el otro es esencialmente cambiante en el fenómeno: el objeto unicolor «espejea» con los más diversos colores. Siempre se aceptaron ciertas variaciones del color local según la colocación del objeto con respecto a la luz; pero ahora se llega más lejos: la idea de colores básicos que se mantienen uniformes ha sido desechada; la imagen oscila con los tonos más abigarrados; sobre la gran visión del mundo el color se tiende ya sólo como una ilusión, como algo suspenso, agitado eternamente. Así como en el dibujo fue el siglo XIX el que llegó más lejos en sus consecuencias, por lo que se refiere a una representación de lo aparente, así también en el modo de tratar el color rebasó con mucho al barroco el moderno impresionismo.

Para Leonardo o para Holbein el color es la materia preciosa que, incluso en el cuadro, posee una realidad corpórea y lleva consigo su valor. El manto pintado de azul impresiona con el mismo color material que tiene el manto en la realidad o que puede tener. A pesar de ciertas alteraciones en las partes oscuras o iluminadas, en el fondo permanece el color igual a sí mismo. Por esto pide Leonardo que las sombras se hagan sólo mediante la mezcla de negro y el color local; ésta es, según él, la sombra «verdadera[5]».

Esto es tanto más curioso cuanto que Leonardo conocía ya perfectamente el fenómeno de los colores complementarios en las sombras. Pero no se le ocurrió hacer uso artístico de su atisbo teórico. Exactamente lo mismo, L. B. Alberti había observado ya que a una persona que camina por un césped se le colorea de verde la cara[6]; pero este hecho le pareció no encerrar obligación ninguna para la pintura. Aquí se ve lo poco que supone como guía del estilo la observación de la naturaleza y que son siempre convicciones del gusto, principios decorativos, los que se atribuyen la decisión última. El que Durero se comporte de tan distinto modo en sus estudios sobre las formas naturales, hechos con intención científica, y en sus pinturas, obedece a este mismo principio.

Ahora bien: si, inversamente, el arte posterior renuncia a esta idea del color local no es como consecuencia del naturalismo, sino condicionado por un nuevo ideal de belleza cromática. Sería mucho decir que se acabó el color local; pero el cambio consiste precisamente en que el tema singular en su material existencia pasa a segundo término, siendo lo principal lo que en él acaece.

Tanto Rubens como Rembrandt saltan de un color a otro completamente distinto en la sombra, y si este nuevo color no aparece como independiente, es sólo por una diferencia gradual. Cuando Rembrandt pinta un manto rojo —pienso en la capa de Hendrickje Stoffels, en Berlín—, lo esencial no es el rojo del color natural en sí, sino cómo va cambiando el color a la vista del espectador, por decirlo así: en la sombra hay tonos intensos verdes y azules, y sólo en determinados momentos se destaca en la luz el rojo puro. Se nota que el acento no recae ya sobre el ser, sino sobre el acaecer y la metamorfosis. Cobra así el color una vida nueva. Se sustrae a la determinación y cambia y se renueva constantemente.

A esto puede sumarse la descomposición de la superficie tal como la hemos observado antes. Mientras que el estilo del color local propiamente dicho deslíe al modelar, aquí pueden permanecer los pigmentos yuxtapuestos sin intermediarios. Con esto pierde más aún el color su significación material. Lo real no es ya la superficie cromática como algo con positiva existencia, sino la apariencia que se desprende de los puntos, pinceladas y manchas singulares. Para ello es preciso tomar un punto de mira algo alejado; pero no es cierto que sólo sirva la contemplación lejana que funde los distintos componentes. Hay algo más que un mero placer para el técnico en ese propósito de que sea apreciada la yuxtaposición de los pigmentos: en el fondo se busca aquel efecto de lo indefinible, que aquí en el colorido, como antes en el dibujo, está muy esencialmente condicionado por la factura libertada de la forma.

Si queremos hacernos una idea de la evolución recurriendo metafóricamente a un fenómeno elemental, podemos representarnos el espectáculo de una vasija llena de agua que a determinada temperatura empieza a hervir. El elemento sigue siendo el mismo, pero del reposo ha pasado a la agitación; lo definido se ha hecho indefinido. Sólo en este último estado ha visto lo viviente del barroco.

Podíamos haber utilizado mucho antes la comparación. Justamente la compenetración de claridades y sombras en el estilo pictórico suscita estas imágenes. Pero lo que ahora es nuevo en el tema del color es la pluralidad de los componentes. Luz y sombra son, al cabo, algo dotado de unidad; pero en el colorido se trata de la concurrencia de colores diversos. Nuestra explicación no había presupuesto hasta ahora dicha pluralidad; hemos hablado del color, no de colores. Si abarcamos ahora con la vista el complejo total, haciendo caso omiso de la armonía cromática —la cual será objeto de ulterior capítulo—, nos atenemos sólo al hecho de que en el colorido clásico permanece yuxtapuesto y aislado cada uno de los elementos, mientras que en el colorido pictórico parecen los colores arraigar en el fondo general como el nenúfar en el fondo del estanque. Los colores en Holbein están tan diferenciados como las células de un esmalte; en Rembrandt irrumpe el color acá y allá, de profundidades misteriosas, como cuando —para servirnos de otra imagen— al despedir un volcán su corriente ígnea presentimos que a cada momento pueden abrirse nuevas bocas en otros sitios. Los diversos colores son arrastrados por un movimiento único, y esta impresión proviene indudablemente de la misma causa que el movimiento único en la luz y sombra que ya conocemos. Solemos decir en este caso que en el colorido rige una entonación.

En tanto que de esta manera ampliamos la definición de lo que en orden de color es lo pictórico, puede objetarse que no se trata ya del modo de ver, sino sólo de una determinada disposición decorativa; que aquí preside una cierta elección de colores, pero no una concepción especial de la visualidad o modo de ver. Contamos con esta objeción. Es indudable que existe también lo pictórico objetivo en el campo del color; pero el efecto que se busca con los medios de la elección y disposición no es incompatible con lo que la vista puede sacar de la mera realidad. El mismo sistema cromático del mundo no es algo rígido, sino algo que se deja interpretar de este modo o del otro. Tan posible es atenerse al color aislado como a la liga y ritmo de los colores. Es indudable que algunas situaciones cromáticas encierran de antemano un grado mayor de movimiento exclusivo que otras; pero al fin de cuentas todo puede percibirse pictóricamente, y no se necesita echar mano de una atmósfera descolorida y vagarosa, como es uso entre algunos maestros holandeses de transición. Ahora bien: es normal ya que el comportamiento imitativo vaya acompañado aquí de un cierto requerimiento por parte del sentimiento decorativo.

Es común al efecto dinámico del dibujo pictórico, y al colorido pictórico, el que en éste el color y en aquél la luz cobren una vida que se desprende de los objetos mismos. De aquí también que sean llamados con preferencia pintorescos aquellos motivos naturales en los que el substrato cromático objetivo es ya difícil de reconocer. Una bandera de tres franjas que se siente inmóvil no es pintoresca; ni un conjunto de semejantes banderas logra siquiera ofrecer un aspecto pintoresco, aunque ya en la repetición gradual y en la perspectiva haya algo que a lo pintoresco predispone; pero en cuanto las banderas ondulan al viento, en cuanto se borra la clara delimitación de las zonas y sólo acá y allá flamean trozos de color aislados, la atención popular se prepara al espectáculo pintoresco. El caso es más significativo al contemplar un mercado, multicolor y lleno de vida: lo abigarrado no es lo suficiente, sino el mutuo tiroteo de los colores, que apenas pueden localizarse ya en objetos aislados, y que, sin embargo, a diferencia de lo que nos ocurre en el calidoscopio, siguen teniendo para nosotros una significación singular objetiva. Se repite en esto lo mismo que ya hemos dicho en nuestras observaciones sobre las siluetas pictóricas y demás. En el estilo clásico no hay, por el contrario, ningún efecto de color que no vaya vinculado a un efecto de forma.

ESCULTURA

1. Observaciones generales

«¡Qué contorno!», exclama burlonamente Winckelmann en su condenación de la escultura barroca. Considera la línea del contorno en sí conclusa, elocuente, como factor esencial a toda escultura, y vuelve la espalda allí donde el contorno nada le dice. Pero es el caso que frente a una escultura de contorno dotado de énfasis, cargado de sentido, cabe imaginar otra de contorno desvalorizado, en la que la expresión no se informe en la línea; y éste es el arte barroco.

En un sentido literal, la plástica, como arte de masas físicas, no reconoce línea; pero existe, sin embargo, el contraste de plástica lineal y plástica pictórica y el efecto de ambas clases de estilo es poco menos diferente que en la pintura. La escultura clásica se atiene a los límites; no admite ninguna forma que no se exprese dentro de un motivo lineal determinado, ni ninguna figura de la que no se pueda decir con qué orientación fue concebida. El barroco niega el contorno, no en el sentido de que sean excluidos en absoluto los efectos de silueta, pero sí de evitar que la figura se fije en una silueta determinada. No se la puede fijar en una orientación determinada; rehúye, por decirlo así, la mirada del espectador que quiere captarla. Claro que la escultura clásica puede ser contemplada también por distintas caras; pero todas ellas son secundarias junto a la principal. Cuando se retorna al tema principal se percibe una sacudida, y es que, sin duda, la silueta supone aquí algo más que la cesura contingente de la visibilidad de la forma; la silueta esgrime una especie de independencia en la figura precisamente porque representa algo concluso en sí mismo. Lo esencial, por el contrario, en las siluetas barrocas, es no tener esa independencia; en ningún momento ha de afirmarse como algo independiente un motivo lineal. Desde ningún punto de vista se presentará la forma en su integridad. Se puede decir más aún: sólo el contorno extraño a la forma es el contorno pictórico.

Y así están tratados los planos. No existe solamente la diferencia objetiva de que el arte clásico prefiere los planos tranquilos y el barroco los movidos; es otro el tratamiento de la forma. En aquél no hay más que valores táctiles, determinados; en éste, pura transición y cambio; allí, corporeización de la forma permanente y efectiva; aquí, la apariencia de lo siempre cambiante; la representación cuenta con efectos que no buscan ya la mano, sino la vista. Mientras en el arte clásico se supeditan a la forma las luces y sombras, parecen despejar aquí las luces a nueva vida independiente. Con aparente libertad de movimiento desbordan los planos, y puede llegar a suceder que la forma desaparezca alguna vez por completo en la negrura de las sombras. Sin contar con las posibilidades de que dispone la pintura bidimensional, como arte de la apariencia que es fundamentalmente, también recurre la plástica a notas formales que ya no tienen nada de común con la forma objetiva, y que, por tanto, no pueden calificarse sino de impresionistas.

Desde el punto en que la plástica llega a un acuerdo con la mera apariencia óptica y deja de reconocer como esencial lo real-tangible, se le abren nuevos caminos. Compite con la pintura en la representación de lo momentáneo y consigue la piedra dar la ilusión de cualquier clase de materia. Logra reflejar el brillo de la mirada, como el resplandor de la seda o la blandura de la carne. Desde entonces acá, siempre que ha vuelto una dirección clasicista abogando por los derechos de la línea y del volumen táctil, se ha creído en el deber de levantarse contra semejante materialidad en nombre de la pureza de estilo.

Las figuras pictóricas no son nunca figuras aisladas. El movimiento requiere resonancia y no debe morir en una atmósfera inmóvil. Las mismas sombras de los nichos tienen ya otro sentido que antes para la figura; ya no son simple fondo, al intervenir en el juego dinámico: la penumbra del hueco se suma a la sombra de la figura. Casi siempre colabora la arquitectura con la escultura preparando o continuando el movimiento. Si además se añade la representación de movimientos efectivos, surgen esos maravillosos efectos de conjunto que encontramos, por ejemplo, en los altares barrocos del Norte, en donde las figuras completan de tal modo el retablo, que parecen la espuma en el vivo oleaje arquitectónico. Arrancados del conjunto pierden todo su sentido, en testimonio de lo cual pudieran aducirse desdichadas instalaciones de los museos modernos.

Por lo que se refiere a la terminología, ofrece la historia de la escultura las mismas dificultades que la historia de la pintura. ¿Dónde acaba lo lineal? ¿Dónde empieza lo pictórico? Dentro de lo clásico mismo tendremos que distinguir entre un más y un menos pictórico, y si luego crece la impotencia del claroscuro y la forma limitada va siendo sustituida por la libre, se podrá, desde luego, calificar el proceso de evolución en el sentido de lo pictórico en conjunto, pero será sencillamente imposible señalar exactamente el punto preciso donde el movimiento de la luz y de la forma haya alcanzado aquella libertad que justifica plenamente, en su sentido estricto, el concepto de lo pictórico.

No es inútil, sin embargo, afirmar aquí también que el carácter de linealismo pronunciado y de limitación plástica fue la conquista de una larga evolución. Sólo en el siglo XV desarrolla la cultura italiana una clara sensibilidad lineal, y, sin que fuesen descartados por completo algunos encantos del movimiento pictórico, principian a independizarse los contornos. Sin duda, constituye uno de los problemas más delicados de la historia del arte, al ponderar exactamente el grado de virtud de la silueta, o, por otra parte, juzgar la trémula apariencia de un relieve de Antonio Rossellino, por ejemplo, según su original sustancia pictórica. El diletantismo tiene aquí las puertas abiertas de par en par. Cada cual piensa que las cosas están bien vistas según él las ve, y tanto mejor cuantos más efectos pintorescos se pueden descubrir hablando en el sentido moderno. En vez de cualquier crítica particular, basta llamar la atención sobre el lamentable tema de las reproducciones que suelen ofrecernos los libros actuales, donde a menudo falla por completo el carácter esencial como concepción y como presentación.

Refiérense estas observaciones a la historia artística italiana. Por lo que respecta a la alemana, se presenta la cosa de otro modo. Tardó mucho en surgir y desarrollarse un sentimiento plástico lineal en el seno de aquella pictórica tradición del gótico tardío. Es característica la predilección alemana por los retablos apretados de figuras enfiladas y enlazadas ornamentalmente, cuyo encanto principal radica precisamente en la trabazón (pictórica). Pero hay que tener exquisito cuidado, justamente aquí, en no ver estas cosas más pictóricamente de lo que piden ser vistas. La pintura de la época nos da aquí la pauta. El público no ha conocido, naturalmente, con anterioridad a la escultura de fines del gótico, otros aspectos pictóricos que los arrancados a la naturaleza por los pintores, tal como ellos los arrancaron, por mucho que nos incite esta escultura a verla en imágenes completamente descompuestas.

Pero algo conserva siempre más tarde la escultura alemana de su esencia pictórica. El linealismo de la raza latina le pareció fácilmente frío a la sensibilidad alemana, y es significativo que fuese un italiano, Canova, quien a fines del siglo XVIII volviera a reunir bajo la bandera de la línea la plástica occidental.

2. Ejemplos

Para la ilustración de los conceptos nos concretamos a ejemplos italianos principalmente. El tipo clásico se formó en Italia con insuperable pureza, y dentro del estilo pictórico significa Bernini la máxima potencia artística de Occidente.

Para seguir el mismo orden que hasta aquí en los análisis principiamos por dos bustos. Benedetto da Majano (fig. 30) no es, ciertamente, un cincocentista, pero el vigor de la forma, plásticamente tallada, no deja nada que desear. Es posible que en la fotografía se acusen demasiado los detalles. Lo esencial es lo bien encajada que está toda la figura en una silueta firme, y cómo cada forma por separado —boca, ojos, arrugas— fue dotada de un aspecto completamente seguro, inmoble, como construida pensando en el efecto de lo permanente. La generación siguiente hubiera recogido en unidades más amplias las formas; pero ya está expresado aquí por completo el carácter clásico del volumen táctil dondequiera. Lo que en el traje pudiera dar una sensación reverberante es sólo efecto de la reproducción. Originariamente estuvieron pintados los adornos de la tela para conseguir una claridad uniforme. Igualmente aparecían más acusadas con la pintura las pupilas, cuyo soslayarse podía fácilmente pasar inadvertido.

En Bernini (fig. 31) es de tal clase la factura, que no es posible dar un paso con el análisis lineal, y esto indica al mismo tiempo que lo cúbico se sustrae a la captación inmediata. No es que los planos y los pliegues de la esclavina sean por naturaleza agitados —esto es superficial—, sino que están vistos fundamentalmente en el sentido de lo plástico indefinido. Pasa un estremecimiento sobre las superficies, y la forma se pierde a la impresión táctil. Relampagueantes, como serpentinas, se escurren los reflejos de las prominencias recordando exactamente el modo como Rubens inscribe en el dibujo sus luces destacadas en blanco. La total no está vista ya en silueta. Véase el aspecto de los hombres: en Benedetto, una línea corre tranquila; en este otro, un contorno que, con movimiento propio, se desborda continuamente. El mismo juego prosigue en la cabeza. Todo interés está puesto en dar la impresión de lo cambiante. Y no es el tener abierta la boca lo que le imprime el carácter barroco, sino la sombra de la abertura bucal, que está tratada como algo plásticamente injustificado. A pesar de tratarse aquí de una forma modelada en redondo, en el fondo es la misma clase de dibujo que hemos visto ya en Frans Hals y en Lievens. Los cabellos y los ojos caracterizan especialmente lo que es el cambio de la forma tangible por la intangible, la cual no tiene más que realidad óptica. La «mirada» está conseguida con tres orificios en cada pupila.

Los bustos barrocos parece que exigen ropajes ampulosos. El efecto de movimiento en la cara pide ser sustentado así. En la pintura ocurre lo mismo, y el Greco estaría perdido si no pudiera proseguir en sus cielos, con un característico impulso de las nubes, el movimiento de las figuras.

A quien le interesen las transiciones habrá que indicarle nombres como el de Vittoria. Sus bustos se basan resueltamente —sin ser, en su sentido último, pictóricos— en el efecto del claroscuro. La evolución de la plástica empareja en esto con la pintura, en cuanto el estilo puramente pictórico se rige por una factura en que el juego abundante de luz y sombra desborda la forma plástica fundamental. Ésta —la plasticidad— sigue ahí; pero la luz cobra una fuerte y especial significación. Tales efectos pictórico-decorativos parece que fueron acostumbrando la vista al modo de ver pictórico en el sentido imitativo.

Nos serviremos ahora de un paralelo entre Jacopo Sansovino (fig. 32) y Puget (fig. 33) para considerar la escultura de cuerpo entero. La reproducción es demasiado pequeña para que dé la impresión clara de la factura en cada forma; sin embargo, se aprecia resueltamente la oposición de estilos. En primer lugar, la figura de Sansovino es un ejemplo de siluetismo clásico. Por desdicha —como es corriente—, la fotografía no está tomada desde el punto de visión que obtiene el frente típico, y por esto aparece desvaído el ritmo. Se puede ver dónde está la falta mirando la peana: el fotógrafo se desvió demasiado a la izquierda. Las consecuencias de esta falta son sensibles en toda la figura, pero quizá más que en nada en la mano que sostiene el libro: éste queda tan reducido, que sólo se ve el canto, y la relación de la mano y el antebrazo se hace tan confusa, que protesta la visión inteligente. Si se adopta el punto de vista exacto, todo se aclara al punto, y el aspecto de más claridad es el que ofrece también la más perfecta conclusión rítmica.

La figura de Puget muestra, por el contrario, la característica negación del contorno. También se siluetea la forma de algún modo, naturalmente, sobre el fondo; pero no ha de seguirse la silueta. Ésta nada significa junto al contenido que encierra; no obra más que como accidente que cambia a cada punto de vista, sin por esto mejorar ni empeorar. Lo específicamente pictórico no radica en que la línea se mueva enérgicamente, sino en el hecho de que no sujete ni fije la forma. Entiéndase esto tanto respecto del conjunto como por lo que a los detalles se refiere.

Y por lo que respecta a la luz, desde luego se ve que es más movida que en Sansovino, así como se ve también que se aparta a trechos de la forma, mientras en aquél están la luz y la sombra absolutamente siempre al servicio de la claridad de la cosa. Ahora bien: el estilo pictórico se revela cabalmente por el hecho de infundir a la luz esa vida propia que sustrae a la forma plástica de la esfera de lo por modo inmediato tangible. Habríamos de remitirnos aquí a las consideraciones hechas con motivo del busto de Bernini. La figura está concebida como imagen para los ojos, con otro sentido que en el arte clásico. La forma física no pierde la característica de lo tangible, pero el estímulo que ejerce sobre los órganos táctiles ya no es lo primario. Esto no obsta para que la piedra haya adquirido una materialidad mayor que antes en la elaboración de las superficies. Esta misma materialidad —la diferenciación de duro y blando, etc.— es una ilusión que debemos sólo a la vista y que en el acto se desvanecería a la impresión táctil.

Algunos otros elementos que vienen a aumentar la impresión del movimiento, como son el desencaje de la armazón tectónica, el cambio de la composición plana por la composición honda, y otros, han de quedar excluidos, de momento, en nuestra consideración; es oportuno, en cambio, observar aquí que la sombra de los nichos viene a formar parte integrante del efecto en la escultura pictórica. Interviene en el movimiento de luz de la figura. Así, vemos en los dibujantes barrocos que jamás trazan un boceto de retrato en el papel, por ligero que sea, sin dotarle de un fondo de sombra.

La escultura que persigue efectos de cuadro es lógico que simpatice más con figuras en pared o formando serie que con la plástica de figura exenta, visible por todos lados. Aunque es el barroco precisamente el que se sustrae al hechizo de las superficies —ya volveremos sobre esto—, pone un interés fundamental en que se reduzcan los posibles puntos de vista. Muy representativas en este sentido son las obras maestras de Bernini, especialmente aquellas que, como el Éxtasis de Santa Teresa (fig. 34), están metidas en un espacio semicubierto. Encuadrada por las pilastras de lados e iluminada con la luz especial desde arriba, da el grupo la impresión de cuadro, es decir, de algo que se aleja en cierto modo de la realidad tangible. Y a esto se agrega el que, mediante una factura pictórica de la forma, se procura a toda costa quitar a la piedra la impresión inmediata de su corporeidad. Queda eliminada la línea como límite, y están las superficies poseídas de tan intenso ritmo, que desaparece más o menos el carácter de aprehensibilidad en la impresión de conjunto.

Recuérdense, por contraste, las figuras yacentes de Miguel Ángel en la capilla Medicea. Éstas sí que son puras figuras de silueta. La misma forma escorzada se interpreta con planos, es decir, se reduce a efecto de silueta. En Bernini, por el contrario, todo tiende a que la forma no se dibuje con perfil. El contorno total de sus santos contorsionados ofrece una figura completamente sin sentido, y los paños están modelados de modo que no permitirían en absoluto el análisis lineal. La línea relampaguea en un lado y en otro, pero sólo por momentos. Nada es firme ni asible; todo es movimiento y cambio infinito. El efecto se supedita esencialmente al juego de luz y sombras.

Luz y sombra… también Miguel Ángel las emplea, e incluso en ricos contrastes; pero siguen significando para él valores plásticos. Permanecen subordinadas a la forma como masas limitadas. En Bernini, por el contrario, tienen el carácter de lo limitado; diríase que no se adhieren ya a formas determinadas y que, como elementos desatados, corren desordenadamente por superficies y hendiduras.

La cantidad de concesiones que se hace entonces a la mera apariencia óptica lo muestra el efecto sumamente material de la carne y del ropaje (de la túnica del ángel, por ejemplo). Y del mismo espíritu han surgido las nubes de ilusión que sirven de sustentáculo a la santa, flotando libres al parecer.

Las consecuencias que se derivan de estas premisas, por lo que respecta al relieve, son fáciles de adivinar y apenas necesitan ilustración. Sería necio creer que se le ha de negar el carácter puramente plástico porque no trabaja con una masa rotunda. No se trata de diferencias materialmente tan burdas. Las mismas figuras exentas pueden ser aplanadas al modo de los relieves, sin perder por esto el carácter de plenitud física: lo decisivo es el efecto, no el hecho sensible.

ARQUITECTURA

La investigación de lo pictórico y lo no pictórico en las artes tectónicas ofrece el interés especial de que en ellas, libre por vez primera el concepto de toda mezcla de requerimientos imitativos, se mostrará como concepto puro de la decoración. Las condiciones, naturalmente, no son las mismas para la pintura y la arquitectura —ésta, por su misma naturaleza, no puede llegar a ser arte de apariencia en el mismo grado que la pintura—, pero la diferencia es sólo de grado, y los factores esenciales de la definición de lo pictórico pueden aplicarse aquí sin variación.

El fenómeno más elemental consiste en que se obtienen dos efectos arquitectónicos completamente distintos, según tomemos la forma arquitectónica como algo definido, firme, permanente, o como algo que, a pesar de toda su estabilidad, está dotado de la apariencia de movimiento constante, es decir, de mutación. Pero no incurramos en falsas interpretaciones. Toda arquitectura y toda decoración cuentan, naturalmente, con ciertas sugestiones de movimiento: la columna se yergue; en los muros hay fuerzas vivas en acción; la cúpula se levanta, y el más humilde tallo ornamental interviene en el movimiento, más furtivo unas veces y otras más vivo. Pero en todo este movimiento la escena permanece inmutable en el arte clásico, mientras que el arte posclásico despierta la ilusión de que va a variar ante nuestros ojos. Ésta es la diferencia entre una decoración rococó y un ornamento renacentista. El adorno de una pilastra en éste, ya puede ser todo lo vivaz de dibujo, tendrá siempre la apariencia de lo que es, mientras que el ornamento, tal y como lo reparte el rococó, da la impresión de hallarse en mutación perenne. Y el efecto es idéntico en la arquitectura mayor. No es que huyan las casas: los muros siguen siendo muros; pero existe una diferencia muy sensible entre el aspecto definitivo del arte constructivo clásico y el cuadro, nunca abarcable por completo, del arte posterior: parece como si el barroco hubiese rehuido siempre decir la última palabra.

Esta impresión de constante proceso, de perpetua inquietud, tiene diversas causas; los capítulos siguientes traerán aportaciones que esclarezcan el asunto; nos reduciremos a considerar qué es lo que puede llamarse pictórico en un sentido específico, mientras que el lenguaje popular llama pintoresco a todo lo que concurre, del modo que sea, a la impresión de agitado.

Se ha dicho, con razón, que el efecto de un aposento de bellas proporciones debe percibirse aun cuando se transite por él con los ojos vendados. El espacio como cosa física no puede ser captado más que con los órganos físicos. Este efecto espacial es propio de toda arquitectura. Ahora bien, si se le agrega estímulo pictórico, ya no será éste asequible a esa especie más general de sensibilidad táctil. Una visión espacial no será pictórica por la calidad arquitectónica de los distintos espacios, sino por la imagen, la imagen visual que recibe el espectador. Todo ensamble produce su efecto en virtud de la imagen que resulta de la forma encuadrada y la forma que encuadra: las distintas formas son algo palpable, pero la imagen que su sucesión engendra sólo vista puede ser. Siempre que haya que contar, pues, con «perspectivas» nos hallamos en terreno pictórico.

Es evidente que la arquitectura clásica pide también ser vista y que su tangibilidad no tiene más que un significado ideal. Asimismo puede, naturalmente, ser considerada la obra arquitectónica de muchas maneras: en escorzo o sin escorzo, con muchas o con pocas secciones, etc.; pero bajo todos los aspectos se abrirá paso, como decisiva, la forma tectónica fundamental, y dondequiera que se desnaturaliza esta forma fundamental se percibirá lo accidental de un mero aspecto accesorio y no se soportará mucho tiempo. La arquitectura pictórica, por el contrario, tiene especial interés en hacer que aparezca la forma fundamental en las más variadas y múltiples imágenes. Mientras que en el estilo clásico es la forma estable la que se acentúa, no poseyendo ningún valor propio a su lado el fenómeno cambiante; en el pictórico descansa, desde luego, la composición en las «imágenes» o aspectos. Mientras más variados y más alejados de la forma objetiva, tanto más pictórica resultará la arquitectura.

En la escalera de un palacio rococó no se busca la solidez, la estabilidad y robustez de la construcción, sino que nos abandonamos a la onda de aspectos cambiantes, convencidos de que no son efectos secundarios y accidentales, sino de que en ese infinito espectáculo dinámico alcanza su expresión la vida propia de la obra.

La basílica de San Pedro, concebida por Bramante redonda y con cúpulas, hubiera podido tener muchos aspectos también; pero lo que para nosotros es pictórico no hubiera significado nada para los arquitectos y la gente de su época. Lo «real» era lo principal, no las imágenes o aspectos en esta o aquella sucesión. En un sentido estricto, la arquitectura arquitectónica reconoció todos o no reconoció, por principio, ningún punto de vista para el espectador —siempre se dan ciertos desplazamientos de forma—; la arquitectura pictórica, por el contrario, cuenta siempre con el sujeto expectante, y por esto no le agrada nada los edificios circulares como el de San Pedro, ideado por Bramante; le limita el campo al espectador para lograr con más seguridad los efectos de vista que le afectan más íntimamente.

Si la fachada frontal, o sea, la vista principal, pretende tener siempre una especie de exclusivismo, se encuentran aquí por todas partes composiciones que intentan claramente despojar de su importancia a este aspecto. Se ve esto muy bien, por ejemplo, en la iglesia de San Carlos Borromeo de Viena (fig. 35), con sus dos columnas delante del frente, cuyo valor se manifiesta sólo desde la vista no frontal, cuando las columnas pierden su igualdad de tamaño y cortan la cúpula central.

Por esta razón no se consideraba extravío el colocar una fachada barroca en una callejuela donde apenas podía verse de frente. La iglesia de los Teatinos en Munich (fig. 36), ejemplo famoso de fachada con dos torres, no quedó francamente visible hasta la época del clasicismo, en tiempos de Luis I; hasta entonces había tenido la mitad de su fachada en la angosta callejuela. Su aspecto tuvo que ser, pues, óptico-asimétrico.

Se sabe que el barroco aumenta la riqueza de formas. Las figuras se hacen más complicadas, los motivos se desplazan e insertan unos en otros, la ordenación de las partes se abarca con dificultad. En cuanto se relaciona con la fundamental evitación de lo absolutamente claro, trataremos de ello más adelante; aquí nos ocuparemos del fenómeno sólo en cuanto dentro de él tiene lugar la transformación, específicamente pictórica, de los valores puramente tangibles en valores visibles. El gusto clásico trabaja con límites (perfiles, contornos) tangibles, claros de línea; toda superficie tiene su marco de borde preciso; cada volumen se presenta como forma plenamente tangible; nada existe que no sea aprehensible en su corporeidad. El barroco invalida la línea como limitadora, multiplica los bordes, y mientras más se complica la forma en sí, la ordenación se hace más complicada, más difícil le es a cada componente imponer su valor plástico: un movimiento (puramente óptico) inflama la forma total, independientemente de todo aspecto especial. El muro vibra, el ámbito se conmueve en todos sentidos.

No debe equipararse este pictórico efecto de movimiento con el gran movimiento de masas de ciertas arquitecturas italianas. El pathos de los muros agitados y la gigantesca acumulación de columnas es sólo un caso aislado. La suave vibración de una fachada cuyos salientes sean apenas perceptibles puede igualmente ser pictórica. ¿Cuál es entonces la inspiración en este cambio de estilo? La de un atractivo a base de mayor riqueza ornamental, como se ha indicado, no nos basta; tampoco creemos que esté en un mayor efectismo de la ornamentación; en el barroco más sobrecargado hay no sólo más formas, sino formas de un efecto distinto en general. Al parecer nos encontramos ante las mismas circunstancias que en la evolución del dibujo de Holbein a Van Dyck y Rembrandt. Tampoco en el arte tectónico ha de afirmarse ya nada con líneas y superficies tangibles; también en el arte tectónico ha de ser sustituido el efecto de permanencia por el efecto de mutabilidad; también en el arte pictórico ha de alentar la forma. Ésta es la idea fundamental del barroco, aparte las variedades de expresión.

Pero el efecto de movimiento no se consigue hasta el momento en que ocupa la apariencia óptica el lugar de la realidad física. Esto no es tan posible, según dijimos, en el arte tectónico como en la pintura; se podrá hablar quizá de una ornamentación impresionista, pero no de una arquitectura impresionista. Sin embargo, siempre contará la arquitectura con medios suficientes para oponer al tipo clásico el contraste pictórico. Depende siempre de hasta qué punto encajará la forma suelta dentro del movimiento (pictórico) de la totalidad. La línea desvalorada se enreda en el gran juego de formas más fácilmente que la línea plásticamente significativa y definidora. La luz y la sombra a toda forma inherentes se convierten en elemento pictórico tan pronto como parecen tener alguna significación autónoma cabe la forma misma. En el estilo clásico están vinculadas a la forma; en el pictórico, sueltas, como despierta en ellas una vida de libertad. Ya no son sombras de pilastras, cornisas o ménsulas aisladas lo que percibimos: las sombras se entrelazan unas con otras, y la forma plástica puede desaparecer a cada instante bajo el movimiento total que agita la superficie. En los interiores puede hacerse que este libre movimiento luminoso ofrezca el contraste violento de la claridad que ciega y de la oscuridad nocturna, o bien puede vibrar en tonos claros nada más: el principio sigue siendo el mismo. En el primer caso recordaremos el vigoroso ritmo plástico del interior de las iglesias italianas; en el segundo, los visos trémulos de una cámara rococó de modelado tenue. La predilección por las paredes cubiertas de espejos, manifestada por el rococó, no quiere decir solamente que gustaba de la claridad, sino que trataba además de desvalorizar la pared como superficie física con la apariencia incorpórea e inasible del espejo.

El enemigo mortal de lo pictórico es el aislamiento de la forma singular. Para que tenga lugar la ilusión de movimiento es preciso que las formas se acumulen, se traben y se fundan unas en otras. Un mueble compuesto pictóricamente necesita siempre su atmósfera; una cómoda rococó no puede colocarse en cualquier pared: su movimiento ha de poder propagarse. El encanto principal de algunas iglesias rococós estriba en que cada altar, cada confesonario, se funden en el conjunto. La proporción en que, por las exigencias lógicas de la evolución, se van anulando los obstáculos tectónicos se ve con asombro en ejemplos como la capilla de San Juan Nepomuceno (fig. 37), de los hermanos Asam, en Munich, obra del más subido dinamismo pictórico.

En cuanto vuelve a aparecer el clasicismo se separan las formas unas de otras. En el frontis de los palacios vuelven a verse una junto a otra las ventanas, singularmente aprehensibles. Se ha disipado la apariencia. La forma física, firme y permanente, tiene la palabra, y esto significa que vuelven a imponerse los elementos del mundo tangible, las líneas, los planos, los cuerpos geométricos. Toda arquitectura clásica busca la belleza en lo que «es»; la belleza barroca es belleza del movimiento. En aquélla tienen su lugar las formas «puras», y se intenta dar forma visible a la perfección de las proporciones eternas; en ésta se atenúa el valor del «ser» perfecto ante la representación de la vida palpitante. No es indiferente la hechura de lo físico, pero lo primero y principal es que se mueva: en el movimiento radica ante todo el encanto de lo vital.

Trátase de diferencias fundamentales en la concepción del mundo. Lo que hemos ido exponiendo aquí sobre lo pictórico y lo no pictórico forma parte de la expresión adoptada en el arte por la visión del mundo. Mas el espíritu del estilo se manifiesta igualmente en lo grande que en lo pequeño. Basta un simple cacharro para ilustrar universales contrastes históricos. Cuando Holbein dibuja un jarro (fig. 175) su figura es de una conclusión absoluta, plásticamente hermética. Un jarrón rococó (fig. 176) ofrece el aspecto pintoresco e inconcluso, no presenta contornos determinables, y sus superficies están estremecidas por un ritmo luminoso que hace ilusoria su captabilidad; la forma no se agota en uno solo de sus aspectos, tiene algo de infinidad para el espectador.

Aun manejando con toda economía los conceptos, no bastan sencillamente las dos palabras, pictórico y no pictórico, para calificar los innumerables matices de la evolución histórica.

Por de pronto se separan los caracteres regionales y nacionales; la raza germánica lleva en la sangre desde antiguo la esencia de lo pictórico y jamás congenió por mucho tiempo con la arquitectura «absoluta». Hay que ir a Italia para conocer el tipo. El estilo arquitectónico que domina los tiempos modernos y que comenzó en el siglo XV se liberta de todo designio pictórico secundario durante la época del clasicismo, llegando a constituir un estilo puramente «lineal». Bramante, frente al cuatrocientos, se propuso apoyar cada vez más consecuentemente el efecto arquitectónico sobre la base de valores puramente físicos. Pero en la propia Italia del Renacimiento llegan a darse divergencias. El Norte, especialmente Venecia, fue siempre más pictórico que Toscana y Roma, y —no hay remedio— es preciso emplear el concepto de lo pictórico en una época todavía lineal.

El viraje barroco, en el sentido de lo pictórico, se llevó igualmente a cabo en Italia mediante una brillante evolución; pero no se olvide que las últimas consecuencias sólo se sacaron en el Norte. Allí es donde parece prender en su terreno propio la sensibilidad pictórica. Ya en el llamado Renacimiento alemán, que supo sentir con tanta gravedad e insistencia las formas según su contenido plástico, es a menudo lo mejor el efecto pictórico. La forma conclusa significa muy poco para la fantasía germánica: ha de estar envuelta por el encanto del movimiento. Así vemos que, dentro del estilo dinámico, produjo Alemania construcciones de índole pictórica incomparable. Comparado con ellas, deja siempre sentir el barroco italiano su fundamental emoción plástica, y, desde luego, fue muy condicionalmente accesible la patria de Bramante al arte centelleante del rococó.

Por lo que atañe a la sucesión temporal, tampoco pueden abarcarse los hechos, naturalmente, con un par de conceptos. La evolución discurre en transiciones imperceptibles, y lo que llamo pictórico al compararlo con un ejemplo más antiguo, puede parecerme antipictórico si lo comparo con uno más moderno. Son especialmente interesantes aquellos casos en que se traslucen tipos lineales en una visión total pictórica. La Casa Ayuntamiento de Amsterdam, por ejemplo, con sus paredes lisas y los ángulos desnudos de sus ventanas en fila, parece ser una insuperable muestra de linealismo. En realidad, esta obra es hija de una reacción clasicista, pero no falta el lazo que la una al polo pictórico. Lo decisivo es cómo veían la construcción sus contemporáneos, y en esto nos ilustran los numerosos cuadros que se pintaron durante el siglo XVII, en los cuales aparece bien diferente de como la pudo ver después un resuelto linealista. Una larga fila de ventanales homogéneos no son por sí antipictóricos: todo depende de cómo se la contemple. Unos verán sólo las líneas y los ángulos rectos; otros, en cambio, verán el encanto sumo de las superficies vibrando en lo claro y lo oscuro.

Cada época capta las cosas con sus ojos, y nadie podría negarle este derecho; pero el historiador ha de adquirir siempre cómo piden ser vistas de por sí las cosas. Esto es más sencillo en la pintura que en la arquitectura, en donde la interpretación arbitraria no encuentra obstáculo. El material de reproducciones que hoy maneja la historia del arte está cargado de falsos puntos de vista y falsas interpretaciones del efecto. Aquí no hay otro recurso que la contrastación por las reproducciones de la época.

Una construcción multiforme del gótico tardío, como el Ayuntamiento de Lovaina (fig. 38), no deberá bosquejarse según la visión moderna, educada en el impresionismo (al menos no podrá servir esto de testimonio científico), ni un cofre gótico, de talla baja, puede interpretarse como una cómoda rococó: ambos objetos son pictóricos; pero sólo el tesoro gráfico de ambas épocas será el que suministre al historiador datos lo suficientemente claros para poder distinguir los distintos matices de lo pictórico.

Se tendrá una idea clara de la diferencia entre arquitectura pictórica y no pictórica (o sea, arquitectura estricta) allí donde haya tenido que habérselas el gusto pictórico con una obra del viejo estilo, es decir, donde haya tenido lugar una reconstrucción al modo pictórico.

La iglesia de los Santos Apóstoles (fig. 39), en Roma, tiene un cuerpo delantero, en estilo del primer Renacimiento, que estaba constituido por una doble galería de arcos, con pilastras abajo y finas columnas arriba. Pero en el siglo XVIII cerraron la galería superior. Sin destruir el sistema, se fabricó una pared que, dispuesta en todo para suscitar la impresión del ritmo, se halla en abierta oposición con el carácter severo de la parte baja. No nos metamos en si esta impresión de movimiento fue obtenida con medios de la atectónica (elevación del tímpano de la ventana por encima de los arranques del arco) o si se deriva del motivo de articulación rítmica (desigual énfasis de los tramos por el efecto de las estatuas de la balaustrada, apareciendo acentuados el centro y los extremos); tampoco nos detendremos en la conformación especial de la ventana central, que sobresale de la superficie —al borde de nuestro grabado—: el hecho es que lo radicalmente pictórico está en que las formas han perdido por completo su aislamiento y corpórea tangibilidad, de modo que a su lado las pilastras y arcos de la galería baja parecen algo totalmente distinto: los únicos y verdaderos valores plásticos. Esto no radica en la estructura estilística singular; es otro el espíritu informador. No es la movida conducción de la línea por sí misma (en la quiebra de la cornisa del tímpano) lo decisivo, ni la multiplicación de líneas (en los arcos y soportes), sino el haberse conseguido un movimiento que hace vibrar el conjunto. Este efecto presupone en el espectador capacidad de prescindir del carácter puramente tangible de las formas arquitectónicas y disposición para entregarse al espectáculo óptico en que las apariencias se entrelazan. El modo como la forma está tratada presta toda clase de estímulos a este género de visión. Es difícil, casi imposible, percibir como formas plásticas las columnas primitivas, y no son más accesibles a la captación inmediata las primitivas y sencillas archivoltas. El encajamiento de un tema en otro —arco y tímpano— complica de tal modo el aspecto, que sentimos el impulso creciente de interpretar el movimiento conjunto de las superficies como la única forma física.

En la arquitectura estricta cada línea opera como arista o límite, y cada volumen, como cuerpo firme; en la arquitectura pictórica sigue la impresión de corporeidad, pero se une a la representación de lo tangible la ilusión de movimiento provocada precisamente por los factores, no tangibles, de la impresión.

Una balaustrada de estilo severo es la suma de tantos y tantos balaustres, que se afirman en la impresión como cuerpos singulares tangibles; en cambio, en una balaustrada pictórica lo primero que impresiona es la vibración del conjunto de formas.

Un techo renacentista es un sistema de paños claramente delimitados; en lo barroco, aun cuando no se enmarañe el dibujo ni queden suprimidos los límites tectónicos, el propósito artístico descansa en el movimiento del total.

Lo que significa en grande un movimiento así lo aclara del modo más conveniente un ejemplo como la suntuosa fachada de San Andrés (fig. 41), en Roma. Es innecesario oponerle el modelo clásico correspondiente. Cada una de las formas se ha sumado como onda singular al total oleaje, de modo que desaparece en éste por completo. He aquí un principio que repugna francamente a la arquitectura estricta. Se puede hacer caso omiso de los medios especialmente dinámicos que contribuyen aquí a robustecer el movimiento —la saliente de los centros, la acumulación de líneas de fuerza, el rompimiento de cornisas y tímpanos—; siempre quedará como emblema diferencial frente a lo renacentista el juego de unas formas con otras, de modo que, independientemente de cada uno de los paños de pared, independiente de las formas especiales que unen, entrelazan y decoran, surge un espectáculo dinámico de condición puramente óptica. Se concibe lo fácil que sería recoger la impresión esencial de esta fachada en un apunte con simples toques de pincel, y cómo, por el contrario, toda arquitectura clásica exige la reproducción exacta de líneas y proporciones.

El escorzo hace lo restante. La impresión pictórica de movimiento se facilita al desplazarse las proporciones de las superficies y al desvincularse el cuerpo, como forma aparente, de su forma real. Ante las fachadas barrocas sentimos siempre el deseo de contemplarlas desde un punto de vista algo lateral. Conviene insistir aquí en el hecho de que cada época trae consigo su medida y que no todas las maneras de ver sirven para todos los tiempos. Solemos inclinarnos a ver las cosas más pictóricamente de lo que fueron pensadas; es más: incluso, donde cabe, a forzar en el sentido de lo pictórico lo pronunciadamente lineal. En una fachada como la de la ampliación de Otón-Enrique, en el palacio de Heidelberg (fig. 40), puede verse lo vibratorio, pero es indudable que esta posibilidad precisamente no tuvo gran satisfacción para el arquitecto.

Al tratar del escorzo tocamos el problema de la visión en perspectiva, que, como hemos dicho, desempeña un papel importante en la arquitectura pictórica. Nos remitimos al ejemplo citado al comienzo de esta obra, la iglesia de Santa Inés, en Roma (véase figura 12), una construcción central, con cúpula y dos torres en la fachada. Por lo abundante y aparatoso de las formas favorece la impresión pictórica, y, sin embargo, no se trata todavía de una obra de índole pictórica. San Biagio (figs. 42 y 43), en Montepulciano, está hecho con los mismos elementos, sin tener afinidad con ella estilísticamente. Lo que presta aquí carácter a la composición es la inclusión del punto de vista cambiante en el cálculo artístico, cosa nunca por completo ausente, desde luego, pero en una combinación que ya de antemano se atiene a los efectos ópticos, legitimada en forma de todo punto distinta que en una arquitectura del ser puro. Toda reproducción es insuficiente, porque incluso la perspectiva más sorprendente no presenta más que una de tantas posibilidades, y el encanto radica precisamente en la inagotable afluencia de imágenes posibles. En tanto que la arquitectura clásica busca su significación en lo físico y real, y sólo hace surgir la belleza del aspecto como resultado lógico al organismo constructivo, aquí la impresión óptica es desde el principio lo determinante en la concepción: los aspectos, no un solo aspecto, es lo que se busca. El edificio adopta distintas configuraciones, y este cambio de apariencia se saborea como gracia de movimiento. Los aspectos se compenetran, y de la imagen resultante, con sus escorzos y cortes de las partes componentes, no se podrá decir que es una contingencia impropia; como tampoco se podrá llamar así a la estampa desigual que ofrecen dos torres simétricas vistas en perspectiva. El arte procura colocar el edificio en situaciones ventajosas para el espectador. Esto exige siempre una limitación de los puntos de vista. A la arquitectura pictórica no le interesa colocar su obra de modo que se la recorra en torno, es decir, que sea tangible: éste fue el ideal de la arquitectura clásica.

El estilo pictórico logra su mayor intensidad en los interiores. Aquí es más fácil vincular a lo tangible la gracia de lo intangible. Sólo aquí cobran valor efectivo los motivos de lo indefinido e inmensurable. Éste es lugar propicio para rompimientos y perspectivas, para los golpes de luz y de sombra densa. Cuanto más se admita la luz como factor independiente en la composición, más óptica será la arquitectura.

No es que la arquitectura clásica renuncie a los efectos de ricas combinaciones espaciales y belleza lumínica; pero en ella la luz está al servicio de la forma, e incluso en el fenómeno más rico en perspectiva es lo decisivo el organismo espacial, la forma de lo existente, y no la imagen pictórica. El San Pedro, de Roma, de Bramante, es espléndido en sus perspectivas; pero se advertirá claramente lo secundarios que resultan todos sus efectos pictóricos frente al potente lenguaje de las masas como cuerpos. Lo esencial de esta arquitectura es aquello que en cierto modo puede apreciarse somáticamente. En el barroco se dan otras posibilidades, pues junto a esa realidad para los cuerpos hay una realidad para los ojos. No es necesario pensar en arquitecturas propiamente aparentes, arquitecturas que quieren simular otra cosa, sino sólo la explotación de efectos, que ya no son de naturaleza plástico-tectónica. En el fondo, la intención es quitar su carácter tangible a la pared que cierra y al techo que cubre. Se consigue así un producto ilusorio muy peregrino, que la fantasía del Norte desarrolló de un modo incomparablemente más «pictórico» que la fantasía del Sur. No se necesita de los bruscos golpes de luz de la oscuridad misteriosa para dar apariencia pictórica a un espacio: el rococó supo crear una belleza de lo inaprehensible con luminosidad perfectamente clara y trazado visible. Pero se trata de algo inaccesible a la reproducción.

Cuando luego, allá por 1800, se simplifica de nuevo el arte con el clasicismo, se ordena lo confuso y la línea recta y el ángulo recto vuelven por sus fueros, indudablemente va unido esto a una nueva devoción de la simplicidad, sólo que, a la par, se ha desplazado la base del Arte todo. Más cortante, más decisivo aún que el tránsito del gusto hacia lo sencillo fue el tránsito del sentimiento de lo pictórico a lo plástico. La línea vuelve entonces a ser un valor táctil y toda forma encuentra su reacción en los órganos táctiles. Los bloques de las casas clasicistas de la Ludwigstrasse, en Munich, con sus superficies grandes y simples, con la protesta de un nuevo arte táctil frente al quintaesenciado arte visual del rococó. Vuelve la arquitectura a buscar su efecto en el simple cubo, en la proporción asible y precisa, en la forma plástica y clara, y toda la gracia de lo pictórico cayó en desprecio, como algo artificioso.

Fig. 13. Leonardo: Santa Cena.

Fig. 14. Durero: Adán y Eva (detalle).

Fig. 15. Rembrandt: Desnudo femenino.

Fig. 16. Aldegrever: Retrato de hombre.

Fig. 17. Lievens: Retrato del poeta Jan Vos (detalle).

Fig. 18. Van Dyck: Retrato de Lucas Vorstermann.

Fig. 19. Wolf Huber: Gólgota.

Fig. 20. Ruysdael: Encinas.

Fig. 21. Van Goyen: Paisaje de río.

Fig. 22. Durero: Retrato de Bernhard van Orley.

Fig. 23. Hals: Retrato de hombre.

Fig. 24. Bronzino: Leonor de Toledo y su hijo don García.

Fig. 25. Velázquez: La infanta Margarita.

Fig. 26. Grünewald: Disputa de san Erasmo y Mauricio.

Fig. 27. Altdorfer: Paisaje de san Jorge.

Fig. 28. Ostade: Taller de pintor.

Fig. 29. Durero: San Jerónimo en su celda.

Fig. 30. Majano: Busto de Pietro Mellini.

Fig. 31. Bernini: El cardenal Scipione Borghese.

Fig. 32. Sansovino: San Jacobo.

Fig. 33. Puget: El beato A. Sauli.

Fig. 34. Bernini: Éxtasis de santa Teresa y detalle en página anterior.

Fig. 35. Iglesia de San Carlos Borromeo, Viena.

Fig. 36. Iglesia de los Teatinos, Munich.

Fig. 37. Capilla de San Juan Nepomuceno, Munich.

Fig. 38. Ayuntamiento, Lovaina.

Fig. 39. Iglesia de los Santos Apóstoles, Roma.

Fig. 40. Palacio de Otón-Enrique, Heidelberg.

Fig. 41. Iglesia de San Andrés, Roma.

Fig. 42. Iglesia de San Biagio, Montepulciano.

Fig. 43. Iglesia de San Biagio, Montepulciano.