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Lo mismo que en ese tiempo ocurría en el campamento, ocurría dentro de los buques. Las cabronas palomas terminaron también por vaciarlos y afantasmarlos hasta dejarlos convertidos en una especie de silenciosos y semiabandonados presidios abiertos (si ya ni vigilantes había, paisitas).

Después de que estos pequeños camarotes, ahora semiderruidos, llegaron en alguna época a albergar hasta a ocho viejos entre sus paredes, después de que estos anchos patios bullían de un solteraje variopinto que los colmaba a todas horas, de día y de noche: ovallinos lavando y colgando su ropa de parada, talquinos afeitándose desnudos en los lavandines, santiaguinos cantando canciones de doble sentido bajo las duchas, porteños amontonados clandestinamente en un rincón jugándose a las chapitas todo el miserable sueldo del mes, copiapinos llegando de la mina entierrados de pies a cabeza, temucanos saliendo a pasear a la calle de las concesiones embrillantinados y lustrados hasta el destello, chilotes de mirada torva llegando de los ranchos borrachos como tencas, cucarras curicanos bramando como toros y bochincheando de lo lindo en esas míticas colas que se formaban a las puertas de los camarotes de las niñas, niñas en camisones transparentes gritándose alegremente puerta por medio y toreando a medio mundo con sus tontas piernas rosaditas, todo eso condimentado con alegres corridos mexicanos saliendo desde todas las ventanas abiertas, y después de haber visto todo aquello en los buques daba no sé qué verlos en los tiempos finales. Los últimos viejos que íbamos quedando albergados en ellos andábamos como bola huacha y al garete por estos ventosos patios resecos. Y para qué les voy a decir de las dos o tres putitas viejas que se quedaron viviendo aquí hasta el final: sentadas a las puertas de los pocos camarotes habitados, se morían perezosamente de hastío y soledad sin remedio, lo mismo que esas tristes gatas amarillentas que se echaban a dormitar al sol con los ojos legañosos y el pelaje lleno de polvo.

Y es que las palomas, paisitas, para que lo vayan sabiendo de una vez por todas, fue lo más perverso que nos pudo pasar a los habitantes de la Oficina. La maldición de estas siniestras aves de papel de oficio no sólo afectó a los trabajadores, sino que fue tremendamente nefasto para la familia pampina toda. Les voy a decir que de la noche a la mañana palomear se transformó en el verbo más temido entre la gente de la Oficina.

Anteriormente, como ya les dije, en la pampa antigua había sido el verbo azulear el que dejaba sin pega a los pampinos. Pero con el azul no había mayor problema. Cuando a uno lo azuleaban, uno sabía perfectamente el motivo, la razón y la circunstancia por el cual se había hecho acreedor al famoso sobrecito azul. No les voy a salir ahora con que por esos tiempos no se cometieron injusticias. Se cometieron, sí, señor, y muchas. Pero a uno no se le daba tanto. Había oficinas de sobra adonde irse a trabajar. En ese entonces, por cualquier motivo, ya sea de trabajo o de amoríos clandestinos, uno se cargaba la pallasa al espinazo y con un pan y una botella de agua forrada en un trozo de saco gangocho, atravesaba caminando la pampa rumbo a cualquiera de las tantas chimeneas que se veían humear a lo lejos.

Además, comúnmente, para qué vamos a andar con cosas, cuando se recibía el sobre azul, era lisa y llanamente porque se había caído en sanción; porque uno mismo le había buscado el cuesco a la breva, había arrastrado el poncho o se había botado a pucho. Lo más corriente entonces era que a los paisas, aquellos con buen declive etílico, se les calentara el hocico en el copeo de un fin de semana y, desde el mismo mostrador del rancho o desde una mesa de la cantina, tirados completamente a la bartola, mandaran el trabajo a la punta del cerro y se quedaran diez o quince días corridos tomándole el viento a las botellas y tallándole a cuanta escoba con faldas se le pusiera en la mira. O solía también suceder que algún huaso parado en la hilacha, de esos que no aguantaban pelos en el lomo, un lunes temprano, con la mona todavía bailoteándole depravada en los ojos, se le fuera en collera a alguno de esos jefes hijos de puta que nunca faltaron en las salitreras —más bien sobraron—, y después de darle su buena frisca, se sacudieran las manos, se calaran el sombrero y ellos mismos se apersonaran al escritorio a retirar el sobredio azul. Así de simple.

Pero con las palomas fue otra cosa. Con las palomas, paisanitos, ni Dios estaba seguro en la pega. Porque cuando estas peludas aves de mausoleo se echaban a volar, lo mismo podían dejarse caer sobre las calaminas agujereadas de una casa de obrero o, con menos frecuencia, claro, sobre un chalet del Americano. “De la muerte, de los cuernos y de las palomas nadie está libre, ganchito”, era el dicho de moda en ese entonces.

Y tan tristemente famosas se hicieron las palomas, que hasta los niños en la escuela les dedicaban largos poemas y composiciones de quebranto. En los ranchos los viejos las ironizaban cambiándoles el sentido de la letra a los corridos y cumbias que hablaban de palomas, y en el trabajo muchos de ellos, los más osados, llegaron a confeccionar sus propios “espantapalomas”. Medio en broma, medio en serio, los vestían de overol, le calaban un casco, los amononaban con antiparras viejas, respiradores en desuso y guantes rotos. Luego, los instalaban en algún sitio alto y visible tal como lo habían hecho de niños en sus tierras del sur. Lo mismo que las composiciones y poemas de los niños o el acto de los borrachos de cambiarles la letra a los corridos que hablaban de palomas, estos monigotes venían a ser algo así como una catarsis para todos nosotros, como un espantatemores, un espantaangustias, un espantaimpotencia.

Y es que se dio cada caso con estas avechuchas del carajo, paisanitos. Casos conmovedores hasta las lágrimas y casos que lindaban simplemente con lo grotesco. Trabajadores, por ejemplo, que por años habían estado fregando la cachimba para que les pintaran las calaminas de la cocina de su casa, de repente una mañana se les dejaba caer una trepidante cuadrilla de pintores, carpinteros y plomeros. Y no solamente les pintaban las latas de la cocina, sino que les cambiaban la taza del baño, les tapaban los agujeros del techo, les reponían los vidrios rotos, les colocaban la puerta que le faltaba al dormitorio y, a los tres días de haberles dejado la casa como nueva, cuando aún no se desvanecía el olor a pintura, caían entre los palomeados de la semana. Otros, después de veinte o treinta años de servir en la empresa, eran al fin ascendidos de puesto. Con gran aparato entonces los cambiaban desde la destartalada casa del campamento a un espléndido chalet en el Americano. Y a la semana siguiente no más, cuando la familia aún no terminaba de ponerse de acuerdo de qué manera acomodar los muebles y cuáles de sus cuadros de pobres desentonaban menos en las paredes de su nuevo hogar, eran palomeados a mansalva, sin asco ni consideración alguna. Viejos de los buques que jamás en su vida se había dado el lujo de quedarse un día en la cama y faltar al trabajo, que subían al cerro todos los santos días del año, con sus domingos y festivos, y que nunca habían acudido al hospital por licencias médicas o a pedir una depirona (la panacea universal por mucho tiempo en la pampa); viejos que llevaban una hoja de vida impecable, una mañana cualquiera al ir a levantarse para asistir al trabajo, se quedaban sentados en la cama, boquiabiertos, con los pantalones a medio poner, mirando fija y psíquicamente a la blanca, flamante y siniestra paloma que durante el transcurso de la noche, cobardemente, le habían deslizado por debajo de la puerta. Y por la poronga del mono que eso no es nada, paisitas, porque en un momento dado se llegó a actitudes de corte tan obscenamente infames, tan aviesas y malintencionadas como por ejemplo hacer llegar las palomas a domicilio poco antes de la medianoche de un día 31 de diciembre. Dense cuenta ustedes un poco hasta dónde fueron capaces de llevar la infamia. Con la copa de champaña en la mano, en el mismo instante en que el destinatario se aprestaba a brindar con su familia por un feliz y próspero año nuevo, llegaba una sospechosa carta sin estampillas. Se bajaba el volumen de la música; el hombre, rodeado de su mujer y sus hijos, en un silencio frío, tal si hubiese pasado un ángel de hielo, rogando que de ninguna manera fuera a ser lo que todos en ese momento estaban pensando, rasgaba el sobre (color blanco paloma), desplegaba la hoja con dedos temblorosos y... comunico a Ud. La determinación de la empresa, de poner término a la relación laboral en virtud de lo dispuesto en el artíc... Y ya no había para qué seguir leyendo. ¡Feliz año nuevo, ñato, estás palomeado hasta las recachas!

Otra de las obras maestras de la infamia y la canallada (una verdadera joyita), y que no le pasó sólo a uno o dos trabajadores, sino que fueron varias las víctimas, tenía que ver con las actividades de aniversario de la empresa, específicamente con la elección del mejor trabajador del año. Al viejito elegido lo homenajeaban en una ceremonia a toda pompa, en donde le regalaban un aparato de radio y el gerente en persona le hacía entrega del diploma que lo acreditaba como el trabajador distinguido del año. Luego, se mandaba un cóctel con los pescados grandes y sus bellas secretarias personales. Los pescados, copa en mano, le sonreían displicentes, le palmoteaban el hombro y le preguntaban, paternales, por la salud de su mujer y el estudio de sus niños. A la semana siguiente el mejor trabajador del año era palomeado sin misericordia alguna. El viejito, con la paloma en una mano y el flamante diploma de mejor trabajador en la otra, sin poderlo creer todavía, con una patética expresión de sonámbulo en su rostro reseco, recorría las oficinas pidiendo una explicación imposible, tratando de convencer a secretarias y administrativos de que indudablemente se trataba de un error. Y esgrimía su diploma recién enmarcado, con su nombre escrito en doradas letras góticas, en el cual el Gerente de Operaciones y el Gerente de Recursos Humanos, con el testimonio de sus rúbricas rimbombantes aún frescas en el pergamino, acreditaban y daban fe de que se trataba, en efecto, de fulano de tal, con más de treinta y cinco años de servicio, elegido como el mejor trabajador del año en reconocimiento a su valioso aporte y trayectoria en la empresa. ¿Lo ve, señorita?, gemía lastimosamente, ¿Se da cuenta de que a mí no me pueden hacer esto? En tanto que un par de lagrimitas de perro apaleado se le deslizaban por las mejillas como quemantes gotas de salitre fundido.

Así fue de nefasto el paso de las palomas. Algo como jamás antes se vio en ninguna de las viejas oficinas. Todas las masacres salitreras, todas las injusticias cometidas, todo el dolor de las huelgas interminables de aquellas épocas, no habían logrado mellar el espíritu de los pampinos como lo hicieron estos cabrones pajarracos de papel.

Y con una psicosis de esa envergadura, ¿quién cresta, díganme ustedes, iba a poder trabajar tranquilo? Los pobres viejos andaban todos sobresaltados. Se les veía todo el día angurrientos y malhumorados, apretándose las manos a cada rato, cortándose los dedos, tropezando en las escaleras, quemándose con salitre fundido, arrastrados por las correas transportadoras, accidentándose, en fin, a todo momento y de la manera más inverosímil.

En las noches no dormían conversando con sus mujeres.

—Si me llegaran a palomear, vieja.

—Ni Dios lo permita, viejo.

—Adónde diantre nos vamos.

Algunos simplemente no soportaban la presión reinante y, antes de acriminarse por cualquier cosa, encorajinados como andaban, optaban por mandar todo a la mierda. Se cancelaban voluntarios y se las envelaban adonde fuera. Preferían pasar hambre en sus tierras antes que seguir viviendo las veinticuatro horas del día con esa obsesión metida en el alma. “Es lo mismo que andar pisando huevos con los punta de fierro, paisanitos”, decían. “¡Que me lleve el demonio, pero yo me largo!”.