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La Flor Grande y la Malanoche despertaron esa mañana en un camarote que no era el de ninguna de las dos. Completamente desnudas, tendidas boca abajo al borde de una litera, la una al lado de la otra, mostraban sus disímiles traseros acomodados ignominiosamente como para practicar en ellos el tiro al blanco. El magro, moreno y velludo de la Malanoche estaba levantado con una almohada doblada en dos, y el redondo y mundial de la Flor Grande, blanquísimo, su más rotunda carta de triunfo, lo habían alzado sobre una escocesa maleta de plástico, a cuadritos rojos y negros, rellena ipso facto de sucia ropa apiñada.

Desparramados por la habitación, una decena de hombres dormían su curda, ahítos y babeantes. Dos de ellos roncaban acomodados estrechamente junto a las mujeres, otros tantos estaban tumbados en la parrilla de abajo de la segunda litera y los demás yacían tirados por el piso entre botellas derramadas y una apestosa alfombra de colillas. Recostados contra las paredes, lacios, semidesnudos, algunos borrachos apretaban el cuello de una botella vacía o sostenían entre sus dedos, milagrosamente, la pura flor de ceniza de sus cigarrillos consumidos. Por los bordes de sus tristes calzoncillos despercudidos, les asomaban sus vergas lánguidas y acordeonadas como añosas cabecitas de tortugas.

La Malanoche, que fue la primera en despertar, tuvo que desembarazarse de un borracho gordo que dormía ovillado casi encima suyo. Con una venérea expresión de felicidad estampada en su rostro sanguíneo, el ebrio, de grandes mostachos cerdosos (que le recordaron la caricatura del sargento García vista en las historietas que leía la Cama de Piedra), le tenía el dedo mayor de la mano derecha introducido íntegramente en la roseta violácea de su esfínter.

—Se fueron al chancho estos cabrones —rezongó la Flor Grande, con voz lamentosa—. No sé qué cresta le echaron al vino.

Ambas se sentaron un momento a la orilla de la litera, mascullando quejumbrosas. Mustias y desgreñadas, con sus cabezas apretadas fuertemente entre las manos, sentían los efectos calamitosos de la borrachera. La Flor Grande dijo que era como si un lote de diabladas bolivianas le estuvieran haciendo sonar sus bombos inmisericordes dentro de la brumosa catedral de su cráneo, cuyas paredes sentía como si fueran de quebradizo papel de arroz.

—¡Eso! —confirmó la Malanoche, presionando sobre sus sienes con las yemas de los dedos—. Pero más que el retumbar de los bombos, Florcita linda, lo que yo siento en el cerebro es el aserruchante ruido de las matracas.

En el desorden descomunal del camarote no se veía ninguna clase de muebles: ni repisas ni veladores ni mesas; ni siquiera una silla. En las cuarteadas paredes polvorientas, pintadas de un sofocante color verde selva, no se apreciaba ningún recorte de monas peladas. Esto hizo pensar a las mujeres que se trataba del camarote de algunos de los huasos llegados a la pampa en el último enganche. Todavía no habían comprado siquiera un miserable espejito para afeitarse.

Todo el moblaje consistía en las dos literas de fierro con parrillas de zunchos que era el único ornato con que la compañía entregaba las habitaciones. Sólo los ocupantes de las parrillas inferiores poseían colchones. Los de arriba habían acomodado sus ropas más gruesas para no amanecer con los zunchos marcados en la espalda. En un rincón del camarote se había estado tratando de construir una especie de clóset con palos y tablas brutas. Y tal vez por falta de material o simplemente por abulia, lo que había resultado era un perfecto mamarracho.

—Más parece gallinero de campo que ropero esta huevada —dijo la Flor Grande.

Buscando sus calzones negros, al parecer escondidos por los hombres en el frenesí de la fiestecita, se había puesto a hurgar en la ropa amontonada allí, en tanto que la Malanoche, por su lado, removía sin consideración alguna a los borrachos dormidos buscando los suyos debajo de ellos. En la parte de arriba del armario, que se dividía en dos compartimentos, se amontonaban bolsones de viaje con el ticket de cartulina aún colgando en sus orejas, dos chalequinas de lana y un par de casacas invernales con la caperuza incorporada. Como un signo fuera de lugar, un emblemático sombrero de paja colgaba redondamente de un clavo. Pendidas de cuatro clavos de cuatro pulgadas cada uno, había además cuatro toallas descoloridas. En la parte inferior, o sea en el propio piso de madera, sucio y polvoriento, renegreaba una ruma de ropa e implementos de trabajo: guantes, cascos, overoles y bototos con punta de fierro; todo manchado de grasa y petróleo, señal claramente notoria —verdadero estigma, según la Flor Grande— que diferenciaba a los machucados de la planta de los gallos de la mina.

Con una morisqueta de asco, tomándolos con la punta de los dedos para no mancharse de grasa, la Flor Grande extrajo los minúsculos cuadros amarillos de su compañera desde el interior de uno de los bototos y se los alargó puteando de rabia. Que de haber sabido que esos pendejos no eran mineros, le dijo, no habría ido a meterse a esa pocilga. Que quizás cuántas veces se las habrían culeado gratis esos perros apestosos de mierda, le dijo. Le dijo que nada más era cosa de mirarles las caritas de cerdos satisfechos con que dormían la cura los muy crestones para darse cuenta de que habían descargado la piedra las veces que se les dio la gana a esos casposos infelices hijos de la gran puta, le dijo.

—¡Y parece que, además, estos maricones usaron el puro camino de tierra! —le secundó la Malanoche socarroñamente compungida, echándole más carbón a la locomotora.

Y es que pese a no decir nunca que no cuando de parrandear se trata, todo el mundo sabe que a la Flor Grande sólo le gusta jaranear y ocuparse con mineros. Que su placer mayor es encamarse con ellos recién llegados del cerro y antes de que se bañen, entierrados completamente de pies a cabeza. Que le gusta sentirles la piel todavía quemante del terrible sol de las calicheras; raspar su propia piel contra esa arenilla salitrosa que se les viene en el pelo, en las pestañas, en los pliegues de sus párpados caídos; que traen acopiada en las espirales de sus orejas; hecha barro reseco en las ventanillas de sus narices; metida ásperamente entre sus dientes; acumulada en la estrella del ombligo y, más fina y más salobre, guardada para ella en las mismas alforzas del prepucio. Como una desenfrenada perra sabuesa, husmea en esos cuerpos rendidos buscándoles el aroma agridulce de su sudor bestial. Ese aroma mezclado con el olor denso y potente de la dinamita que la transporta a los tiempos perdidos de su infancia, cuando su padre, y después su primer hombre —ambos mineros a combo y barreta—, llegaban de las calicheras desvaídos de cansancio, con la pampa reverberándoles en sus ojos aguados y la tarántula del sol agarrada horriblemente a sus frentes; tórrido tatuaje de fuego que les seguía quemando todavía en el frío glacial de las noches.

A los plantinos, en cambio, a los tiznados, como les decían en los tiempos de su niñez a los hombres que laboraban a la sombra oleaginosa de las maestranzas, jamás los había podido soportar. Les hallaba un maleable dejo de reptil en sus manoseos resbaladizos. Le repelía ese halo tornasolado en la piel blanquecina, transparente, demudada de falta de sol y por cuyos poros y nervaduras verde-azuladas le parecía ver aflorar lo aceitoso y helado de las maquinarias. “Se parecen a esos pescados del fondo del mar”, decía.

La noche anterior, tras un copeado recorrido por los ranchos y cuando ya se preparaba para dormir, su amiga la Malanoche había ido a sacarla de la misma cama para invitarla a “una fiestecita”. Ella, la muy tonta, ya entonada como estaba, no se había dado el trabajo ni siquiera de vestirse; nada más se chantó encima su negliglé y listo. Y ahora, al no encontrar sus calzones por ninguna parte (ni pensar en ponerse los cuadritos de muñeca de la Malanoche que por lo menos andaba con vestido, pues no le entrarían ni a las rodillas), tiene que cubrirse sólo con el transparente camisón lila que le quitó a tirón limpio al borracho que lo tenía puesto. El vestido de color salmón a lunares negros de la Malanoche lo habían hallado apelotonado bajo la cabeza del único upo al que más o menos conocían: un cataplasma que regaba la plaza de la Oficina y al que, por lo malo para gastar, los demás llamaban el Esmeril de Goma. Él había sido quien las invitó a la “fiestecita”.

Cuando las niñas salieron del camarote, el sol, como un lerdo perro de calchas amarillas, se les fue encima lamiéndoles tibia y empalagosamente la piel. Trepando por la cal polvorienta de los murallones, el sol rebasaba el largo patio del buque, y espeso, como lava candente, se derramaba por la principiante mañana de domingo.

A esas horas el patio se veía aún desierto. Era demasiado tarde para encontrarse con los trabajadores entrantes al turno de la mañana y demasiado temprano para ver trajinar a los que no laboraban ese día. Los salientes ndel turno de nochero, a esas horas la mayoría ya se hallaba durmiendo. Sólo los gatos, gordos y perezosos, de todos los tamaños y colores, se asoleaban en sus posturas de efigies enigmáticas o se restregaban contra lo áspero de las murallas, enmarcándose e irguiendo sus largas colas lentas. Taimados, sensuales, ronroneantes, los felinos eran los amos y señores de los buques. “Aquí hay más gatos que hombres”, solía decir refunfuñando la Malanoche, en los días que le iba mal con los clientes. “Mucho mejor me iba entre la mariconería de las calles del puerto que en este antro en que se supone hay puros hombres”.

La Malanoche había llegado de Tocopilla. Al contrario de muchas de las mujeres que se aparecen por la pampa en los días de pago y que en sus ciudades no ejercen derechamente el oficio —algunas incluso son respetadas amas de casa—, la Malanoche sí ejercía la prostitución en el vecino puerto. Aunque no con mucho éxito. Su facha más bien deplorable no la hacía muy solicitada en la vida nocturna de su Tocopilla natal. Morena, flaca, esmirriada, con unas eternas ojeras violetas desmejorándole el semblante, sufría además de un mal aliento crónico que combatía con grandes bolos de chicles de menta que rumiaba incansablemente de noche y de día. Y este rumiar frenético le volvía aún más torva la expresión.

Al llegar a la Oficina, esa misma mala facha la había eximido de ser ocupada gratis en el retén de Carabineros. Pues, luego del control sanitario en el hospital y el correspondiente paso por la Oficina de Bienestar, las meretrices tenían que registrarse en el retén. Y era fama en la Oficina que uno de los oficiales, apodado el Perro Negro, antes de darles el visto bueno, las entraba a un calabozo preparado ad hoc en donde las pasaba por las armas. “Ésta tiene menos carne que un chirihue”, había dicho el crapuloso uniformado, dándole un festivo nalgazo de burla.

Al entrar por primera vez a los buques, la Malanoche se había hecho la impresión de estar ingresando a un recinto penal. Estas especies de guetos o ciudadelas fortificadas en donde se apiñaba el solteraje, se conformaban de varios pasajes independientes entre sí, cada uno de ellos con su respectivo nombre. (En María Elena estos reductos llevaban los nombres de los viejos vapores que transportaban el salitre hacia Europa y de ahí había nacido el apelativo de “buques”, generalizado luego al resto de las oficinas). Cada uno de estos pasajes o buques constaba de un centenar de piezas o camarotes alineados en dos largas corridas, separadas por un patio ancho y enmurallado. En el centro de cada patio se alzaban los baños comunes, con escusados, duchas y lavandines de ropas, todo en un mismo recinto.

Cada una de estas fortificaciones tenía, además, su puerta de acceso custodiada por un vigilante o llavero (casi siempre un obrero viejo o lisiado por accidente de trabajo). Éste se encargaba de no dejar ingresar a gente extraña al recinto, requisar toda clase de bebidas alcohólicas y en los días de pago comprobar que el carné rosado de las mujeres que venían a ocuparse de afuera estuviese al día. Ellos eran el último control a que se sometían las prostitutas.

La Malanoche, que venía sólo de entrada y salida, después de poner fin a una jornada que para ella no podía haber sido mejor (pese a la competencia, en sólo una sesión de tres horas había atendido a catorce clientes, más de lo que en el puerto lograba hacer patinando una semana completa), determinó quedarse a ejercer en la pampa para siempre. Aparte del hecho de sentirse solicitada y de haber ganado más plata que nunca, dos circunstancias fortuitas acaecidas ese mismo día habían terminado por decidirla.

La primera fue hacerse amiga de la Flor Grande. No obstante la eterna rivalidad entre las residentas y las afuerinas, verse las dos mujeres y hacerse amigas a primera vista había sido una sola cosa. Aquella tarde, al ingresar la Malanoche a los buques con un aparatoso bolsón a cuestas, con la primera persona que se topó fue con la Flor Grande. Ésta venía saliendo de las duchas envuelta en una toalla de medio cuerpo, lista para comenzar la jornada. Al preguntarle la Malanoche qué debía hacer ella para conseguirse un camarote en donde trabajar por ese día, la Flor Grande le respondió, obscena y espontáneamente: “Prestarle el poto a un viejo, pues, mijita”. Y luego ambas se habían echado a reír estrepitosamente, como dos grandes compinches que se conocieran de toda la vida.

La segunda circunstancia, y la definitiva, fue enamorarse fulminantemente de un cantor de ranchos que conoció esa misma noche en el Gran Vía. Acompañada de la Flor Grande había llegado hasta el rancho a celebrar el récord personal de sus catorce polvos en un solo día de trabajo. El cantor se hallaba en una mesa del fondo entonando sus canciones entre una rueda de amigos bulliciosos. Ella no lo había tomado de apunte hasta que lo oyó cantar Tocopilla triste. Eufórica por las cervezas y el éxito de la jornada reciente, y emocionada con la letra de la canción, invitó al cantor a que las acompañara a la mesa y le pidió toda melosa que le repitiera el tema, pero ahora dedicado especialmente para ella: “La biengozada Malanoche”, le dijo. Y antes de que el cantor, acompañándose sólo de un tamborileo en la mesa, terminara la última estrofa de la canción, la nostálgica y muy sentimental Malanoche ya se había enamorado con cáscara y todo.

El cantor, conocido en ranchos y fondas con el seudónimo de “El California”, y que recorría las oficinas de la zona en una sempiterna gira etílico-artística, vestía impecablemente de terno y zapatos blancos y una camisa de seda a encajes, negra y brillosa como su ensortijada cabellera de gitano. No cantaba por dinero, sino por el mero gusto de cantar. Pertenecía a esa conocida especie de bohemios impenitentes que solía darse en la pampa salitrera, que por el solo hecho de cantar o inventar mentiras al vuelo (había mentirosos verdaderamente sublimes), o declamar de un solo respiro, íntegramente, La estancia del parrón, se daban el lujo de entrar a cualquier local sin una sola chaucha en los bolsillos, segurísimos de que no alcanzarían a tocar el mesón con la punta de sus zapatos antes de que, invariablemente, los llamaran con grande alborozo desde alguna de las mesas. Celebérrimos personajes que al final de la noche terminaban tomando más que ninguno, fumando de lo mejor e, invariablemente, como el hombre de las pepitas de oro del Far West, saliendo del saloon con la más pintada hembra disponible sonriéndole huachitamente bajo el ala.

La Malanoche fue la hembra de El California en esa noche memorable. Ambos salieron del Gran Vía eufóricos y borrachos, cantando Tocopilla triste a voz en cuello, por las polvorientas calles del amanecer. Pasaron tres días largos jaraneando juntos. Se emborracharon como cerezas, componían el cuerpo con ajiacos y canciones livianitas y luego volvían a emborracharse. Al amanecer del cuarto día, el cantor se levantó silbando despreocupadamente una melodía desconocida, se puso su terno blanco, se peinó largamente frente al espejo, le dio un beso en la mejilla mientras ella dormía y desapareció para siempre de su vida. “El maldito cantorcito aún me pena”, dice la Malanoche cuando, en sus borracheras sentimentales, se le pega la letra de Tocopilla triste como un amargo chicle al paladar y no puede sacársela en días de encima.

Y tarareando Tocopilla triste, la Malanoche y la Flor Grande caminaron abrazadas desde el camarote del fondo en el cual habían amanecido, hasta la caseta de los baños en mitad del patio. En los grandes lavandines de fierro enlozado introdujeron la cabeza en el agua helada para despejarse un poco de las brumas de la borrachera. Mientras sacudían sus cabelleras jugando a salpicarse infantilmente una a la otra, se pusieron de acuerdo en pasar por el camarote de la Reina Isabel, a pedirle prestado un par de sus calzones y a que la “meica de los buques”, como la llamaban a veces cariñosamente las niñas, les hiciera el favor de convidarles un alka-seltzer, para acallar el taladrante fragor de las diabladas. Sabían que la Reina Isabel, sin ser hipocondríaca, era la única entre ellas que se preocupaba de mantener un botiquín bien apertrechado. Entre las tiras de aspirinas, los parches curitas, los frasquitos de metapío, las pastillas de carbón, el colirio para los ojos, las gotas para el dolor de oídos y todo lo necesario para afrontar una emergencia, la Reina Isabel guardaba en su botiquín un poto de vela de dinamita. “Es para curar los dolores de muelas de Lucifer”, decía seriamente. El salvaje remedio lo había visto hacer en las viejas salitreras a mineros desesperados que luego de taponarse el cráter de la muela podrida con un poco de la porosa pasta del explosivo empezaban a escupirla de a pedacitos y llorando. Además, sólo ella sabía preparar esas agüitas de montes mágicos que lo mismo calmaban un dolor de estómago como limpiaban los vidrios del alma, empañados por esos melancólicos y repentinos sentimientos de culpa que solían atacar a las niñas cada cierto tiempo. Sólo ella era experta en correr ventosas y poner cataplasmas. Sus trapitos calientes para curar dolores de ovarios y de vejiga eran conocidamente milagrosos. “Lo mejor para un dolor de garganta, niñitas, es ponerse un pañuelo de estos al cuello”, solía decir levemente enigmática, mostrando sus estampadas pañoletas de seda que llevaba en la cabeza y de las que poseía una verdadera colección.

El camarote de la Reina Isabel estaba signado con el número 69. “Imposible que no me hubiera tocado a mí”, rezongaba picarescamente la matrona. Las mujeres llamaron a la puerta bulliciosamente. Como no pasaba nada, la Flor Grande insistió con las palmas de las manos abiertas y la puerta cedió con suavidad. Sin extrañarse mucho, las amigas entraron simulando enojo y reclamando con gran aspaviento que por la noche la habían pasado a buscar para invitarla a una fiestecita y que la muy rogada y muy creída Reina de Inglaterra, ni siquiera se había dignado abrir su palaciega puerta a estas dos pobres cortesanas. Y que no fuera a salir ahora con que no se encontraba en sus aposentos y que andaba en las aristocráticas tomas, porque ella, la Flor Grande en persona, la más solicitada, la más pagada y la mejor gozada de todas las putas de los buques, había recorrido todos y cada uno de los piojentos ranchos, las pringosas fondas y las picantes cantinas, que incluso se había asomado por la no muy fragante Cueva del Chivato, se había bebido todo lo que se podía beber y a la perla de su Alteza Real no le había visto ni la luz.

En ese momento, tres camarotes más allá, el Astronauta sacaba su pequeño banquito al sol y, frente a su puerta abierta de par en par, medio a medio del patio, se acomodaba para empezar a coserle los callapos del día a su cotona y a sus pantalones de trabajo. Con su esquelético torso desnudo y su corte de pelo a lo mohicano, gravemente solemne en su ademán, el Astronauta, sentado en su banquito hecho de un trozo de durmiente —el mismo sobre el cual se encaramaba por las noches para ver más de cerca las estrellas a través de su catalejo—, se llevaba el día entero cosiendo. Y esa mañana, cuando recién daba inicio a su vesánica tarea, en el momento preciso en que la aguja surcaba el aire centelleante, tras la primera puntada al primer callapo del día, su litúrgica labor fue interrumpida por el alboroto y la confusión de las dos prostitutas que salieron disparadas desde el camarote de la Reina Isabel, clamando a gritos, totalmente trastornadas:

—¡Está muerta! ¡Está muerta!