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Así no más pues, paisitas, tal cual les digo. En todos estos sitios pelados en medio del campamento aparecieron, así como quien no quiere la cosa, al día siguiente no más de ser demolidas las corridas de casas, férreos arcos de fútbol de exactas medidas oficiales.
Sabedores de nuestra apasionada afición al fútbol, daba la impresión que nos querían aguachar con campos de juego. Pero ya por esa época ni siquiera el fútbol lograba aguijonearles el ánima a los viejos. Además, las palomas habían diezmado también las planillas de los clubes y los lánguidos partidos de los domingos, con siete u ocho jugadores por lado, sin guardalíneas y con las graderías del estadio totalmente desiertas, no eran ni la sombra de aquellos memorables partidos de antaño. Lo mismo ocurría con las pichangas; no se parecían en nada a las de los viejos tiempos. Yo me acuerdo de aquellasgrandiosas pichangas que en las tardes infinitas de la pampa de antes se armaban cada día en las oficinas. Vitales, necesarias, benéficas pichangas aquellas, paisanitos. Si me parece verlas todavía.
Por un lado estaban las pichangas de nunca acabar de los niños. Desaforadas pichangas jugadas a pampa rasa, con pelota de trapo y a patita pelada (los hijos de empleados eran obligados a quitarse los zapatos y a ponerlos sobre los morritos de tierra que marcaban los arcos). Estas largas pichangas febriles se concertaban a dos tiempos de mediodía cada uno, con sólo un breve intervalo para almorzar de carrerita y nada más. Y para no perder tiempo en discusiones estériles se acordaba toda la pampa como cancha. Me acuerdo de la entrañable pelota de trapo; toda una obra de artesanía popular. Se confeccionaban con una de esas ampulosas medias de la mamá (las de calcetines eran para niños más chicos). Se rellenaban preferentemente con trozos de prendas de lana metidas a presión. Una vez rellenas y redondeadas, se procedía a rematarlas no con una amarra cualquiera, ¡no señor!, sino con un impecable nudo poto de gallina; finísimo remate de creación anónima que, lo mismo que el último verso de un soneto redondo, les confería a estas hermosas pelotas categoría de obras de arte. Y niños hubo que yo conocí, paisitas (me acuerdo ahora del Fosforita), que en esto de la confección de pelotas de trapo se merecieron, lejos, el Premio Nacional de Arte. Si hasta bote daban esas pelotas preciosas que los barrabases de entonces llegaban a dominar técnicamente como si se tratara de las mejores esféricas profesionales. Tan diestros eran aquellos niños en el manejo de este balón de trapo, que era una maravilla verlos cachañear a pies desnudos sobre los erosionados terrenos calichosos sin sufrir la más leve magulladura. Y les voy a decir que esas desmedidas pichangas a pampa traviesa terminaban solamente al caer la noche, y siempre y cuando no hubiera luna. Porque en las noches de luna llena, estos ángeles infatigables continuaban jugando impertérritos hasta que, ya alta la noche, un grito de espanto —nunca se sabía quién había gritado— anunciaba la aparición de La Llorona o de La Viuda Negra, las dos ánimas más temidas de aquellos tiempos. El desbande en resollante estampida de pavor no paraba entonces sino hasta el mismo dormitorio del hogar de cada uno, olvidándose por completo de los zapatos nuevos (los hijos de empleados) puestos sobre los morritos de tierra de los arcos.
Por otro lado, en la cancha oficial, estaban las monumentales pichangas de los grandes. Esas sí que eran pichangas, paisitas. No como las pichanguitas cagonas que en el último tiempo lograban armarse a veces en la Oficina y que en verdad daban ganas de llorar. Las pichangas que yo les digo, las tumultuosas pichangas de antaño, se armaban sagradamente todos los días, inmediatamente después del lonche. En la mayoría de las oficinas las canchas estaban ubicadas en las afueras de los campamentos, en plena pampa. Eran rayadas con salitre, a carretilla y pala, y casi todas carecían de un cierre que las protegiera del feroz viento tardero. Y en estas verdaderas trifulcas deportivas, en donde a veces se llegaba a juntar una tracalada de hasta cuarenta animales por lado, jugar contra el viento del desierto, les voy a decir, lindaba sencillamente con lo heroico.
Pero era lindo ver a los jugadores arribando a la cancha desde todas las bocacalles del campamento terminando aún de comerse el pan con mortadela. Me acuerdo clarito que los cracks, los buenos para la pelota, llegaban vistiendo de corto, con sus impecables zapatos recién empuentados y sus aceitosas cabelleras embrillantinadas sujetas con multicolores mallas elasticadas. Llegaban haciendo preciosismos con la pelota, ejecutando elongaciones de profesionales o dando innumerables vueltas alrededor de la cancha, en un sobradar trote de pasitos cortos. En cambio, nosotros los malitos, los deportistas por puro entusiasmo, los que no la dominábamos ni con una pita, según ellos, llegábamos a la cancha de alpargatas o con los calamorros punta de fierro. La mayoría se presentaba en ropa de trabajo y luciendo en la cabeza, en vez de la colorida malla de elástico, un simple pañuelo de narices con un nudo en cada una de sus esquinas. A medida que los jugadores iban llegando, se iban amontonando en cada uno de los arcos, a ejecutar tiros libres, ensayar penales o cabecear centros. Y les voy a decir que para cabecear esos antiguos balones de fútbol, de costuras engrasadas y duros como piedra, había que ser bien machito para sus cosas. Porque si se tenía la mala suerte de cabecear esas pelotas justo en la rajadura por donde se les metía el black y se amarraba el pituto, se quedaba con la lienza dolorosamente marcada en la frente, y, según la potencia del disparo, sangrando como un Cristo recién coronado. En cuanto no más se juntaba el contingente necesario para armar la pichanga, los dos mejores cracks ahí presentes, elegidos tácitamente como capitanes, se congregaban en el círculo central para conformar los equipos. Con la primitiva fórmula de la piedrecita escondida en una mano, echaban en suerte para ver quién comenzaba a elegir jugadores, cuestión esta que se hacía alternativamente, uno y uno. Y les voy a decir que ser elegido en primeras aguas por uno de estos astros era motivo de orgullo y público reconocimiento frente al resto de los jugadores (era algo así como la primera seña para ser nominado a la selección local).
Cuando uno de los dos equipos quedaba en evidente desventaja en cuanto a la calidad de sus integrantes, se acudía a la fórmula de canjear lotes de dos o tres malitos por uno de los buenos (fórmula siempre humillante para nosotros los malitos, claro) y de este modo, terminada la repartija, se procedía a esa otra ceremonia —también con una piedrecita— que era elegir arco o pelota. El ganador siempre elegía lado. Había que salir jugando a favor del viento. Y es que la mayoría de las veces, en la confusión y el fragor de la pelotera descomunal, simplemente se olvidaba cambiar de lado. Todo esto porque a los pocos minutos de haber comenzado la pichanga, a medida que iban llegando nuevos jugadores y se iban integrando sin orden ni concierto a echarle para arriba o para abajo, según se les antojara, y porque, como les digo, cada tarde llegaba a juntarse una garuma de más de cuarenta por lado, la pichanga se convertía en una tole-tole en la que nadie entendía nada. Metidos en medio de esa majamama, echando los bofes corriendo detrás de la pelota, fácilmente se podía pasar la tarde entera sin poder hacer siquiera un miserable saque de costado. A uno como yo, paisitas, que no le pegaba mucho al coco, le podía llegar a salir patilla esperando recibir un pase. Muchas veces en la cantina oí a viejos lamentarse de llevar más de catorce pichangas al hilo sin tocar una sola vez la maldita pelota. Así era de grande la confusión y el bochinche que se armaba. Y como en estas verdaderas batallas campales las llegadas a los arcos podían demorarse su buen rato, los arqueros, mientras tanto, para no morirse de hastío o de melancolía, se entretenían con sus defensas armando en sus arcos sus propias pichanguitas aparte. Estas pequeñas y entretenidísimas pichangas en los arcos, satélites de la pichanga madre, eran interrumpidas sólo de tarde en tarde, cuando alguien gritaba a todo pulmón: ¡Allá vienen! Y lo que venía, paisanitos lindos, se los juro por Dios, más que un simple avance del equipo contrario, era, a contar por la polvareda y la cantidad de atacantes, o una carga de caballería cerrada o una estampida de bisontes salvajes o un estrepitoso y espectacular ataque de indios de esos que, semana a semana, sin faltar por nada del mundo, seguíamos apasionadamente en las seriales del biógrafo. Por supuesto que esas barbaries no aguantaban árbitro alguno. Las faltas las sancionaban los jugadores mismos y sólo cuando eran demasiado alevosas: cuando la víctima era prácticamente fracturada o quedaba hecha pebre en el suelo y sangrando tan visiblemente que no se podía discutir la gravedad del faul. Así que metido en esas trombas humanas les repito que había que ser bien gallo, tener bien puestos los cojones para atreverse a tocar la pelota siquiera en un puntazo de rebote.
Cuando comenzaba a oscurecer y la pelota era apenas el ánima difusa de una circunferencia yendo de un lado a otro, alguien gritaba: ¡último gol gana!, y ahí sí que te quiero ver, dijo Quevedo, porque en ese mismo momento quedaba la pelería. El último gol se venía a hacer de cualquier manera. La sombra redonda era empujada dentro de un arco cuando en medio de la trifulca el arquero ya no se veía las manos y sólo se guiaba por los gritos, los resuellos de cansancio y el nítido entrechocar de los huesos de las canillas. Después, mientras los jugadores se dispersaban silenciosos por distintas entradas de calle hacia las luces tristes del campamento recortado contra los últimos rescoldos del crepúsculo, se podía percibir a más de una pareja trenzada a puñete limpio por una mentada de madre fuera de tiempo o un puntapié con bototo dado en la medallita un segundo después del gol.
Así eran las pichangas de aquellos tiempos, paisitas. Y algunas de ellas incluso llegaron a hacer historia en la pampa. Yo me acuerdo de una fenomenal que se armó una vez en la oficina Astoreca. Fue para una de las huelgas. Duró exactamente seis horas y treinta y dos minutos. Me acuerdo clarito porque a alguien del sindicato se le ocurrió tomar el tiempo. Los trescientos ochenta y dos trabajadores de la Oficina tomaron parte en ella, mientras el resto de la población, que llegaba a cerca de quinientas personas, animaban y hacían barra desde el borde de la cancha. Durante su desarrollo, los jugadores entraban y salían como Pedro por su casa, se tiraban desfallecientes a descansar en el círculo central o se paraban a discutir de pega en las entradas de área en un solo y gran desorden. En un momento llegaron a contarse setenta y dos viejos por lado. Hasta huasos que en su perra vida no habían pateado una pelota se metieron a la cancha aquel día llevados por el entusiasmo y la suave garuga del día invernal, que se prestaba maravillosamente para correr. Gordos, asmáticos, jorobados, cojos, suncos y tuertos participaron de la pichanga. Hasta a un viejo calichero que había perdido una pierna en un accidente, se le vio en el revoltijo tratando de darle a la pelota con una de sus muletas de palo. Algunas mujeres entraban con jarradas de ulpo a tratar de reanimar a sus maridos que caían a tierra cortados de cansancio. El resultado final fue un fragoroso cero a cero. Pero aquella pichanga se hizo famosa en la Oficina porque fue tal la tole-tole en la cancha aquella vez, que un tiznado (por asunto de mujeres, según se dijo después), en medio de la batahola le clavó un cuchillo en el corazón a un patizorro y nadie se percató de que había un muerto en la cancha, sino hasta media hora después de finalizado el partido.
Así de fanáticos éramos los pampinos para jugar a la pelota en aquellos tiempos, paisitas. Pero, como les digo, por la época en que en la Oficina comenzaron a aparecer todas estas canchas fantasmas en medio del campamento, ya nadie, de los pocos deportistas que iban quedando, se entusiasmaba en armar alguna pichanguita por las tardes. Ya no había ánimo para nada. Ni siquiera para jugar a las cabecitas en la puerta de la casa. Nos llevábamos todo el día sentados en la plaza o vagando por los alrededores del estadio contando los jotes que sobrevolaban y se posaban impávidos sobre las desiertas graderías. Las tiñosas palomas de la muerte habían acabado con todos los equipos de la Oficina. No habían respetado ni siquiera a esos legendarios viejos cracks que alguna vez, vistiendo la gloriosa camiseta de la selección, habían hecho morder el polvo de la derrota (y pelado las rodillas) a los más pintados equipos capitalinos ¡Qué mierda, paisitas!