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Me acuerdo como si hubiese sido ayer no más, y no una punta de años atrás, cuando el mujerío del campamento fue despertado una mañana por la estridencia de una grabación musical emanando a todo volumen desde un parlante instalado en lo alto del destartalado camión de la basura. Y me acuerdo clarito porque el zafarrancho musical que desde ese día reemplazó al monótono golpeteo del fierrito, fue inaugurado con los muy mexicanísimos acordes —y los aullidos pertinentes— de El perro negro, la canción ranchera de moda en esos momentos en todos los boliches de la Oficina. Y, además, cómo no había de acordarme si era en la versión nada menos que del inconfundible Antonio Aguilar, uno de los dos charros mexicanos por ese entonces regalones indiscutidos de la huasada pampina (el otro, por cierto, era el eterno Miguel Aceves Mejía).
Esa mañana nosotros, el garumaje más viejo de la Oficina, los que habíamos vivido la paralización, abandono y muerte de tantas salitreras a lo largo de nuestros entierrados años de pampa, veteranos ya en esos crueles cataclismos sociales, al ver aparecer en las calles aquel desvencijado adefesio bullicioso, nos dijimos tristemente que ahora sí, caramba, que hasta aquí no más llegamos. Porque en la bullanga ensordecedora de ese cacharro musical, de ese apestoso wurlitzer de la basura, nosotros, los que teníamos más años que el palqui, reconocimos al tiro la segunda de las tres señales de mal agüero que en la pampa antigua precedieron siempre, fatalmente, al desastre.
Y es que cualquier viejo zorro de la pampa sabía perfectamente que tres eran las señales premonitorias que anunciaban, sin vuelta que darle, la paralización de una salitrera. Como los cantos de gallo de la negación de Cristo, tres eran las señales claves, paisita. La primera, y la más común, era la sorpresiva pintada del campamento —juegos infantiles incluidos— en fechas que no tenían nada que ver ni con el aniversario de Fiestas Patrias ni con la conmemoración de la Epopeya Naval de Iquique ni con las festividades de Año Nuevo. Y es que sólo en vísperas de estas efemérides era que, cada cierto tiempo —no todos los años tampoco, no se lo vayan a creer—, los señores feudales de las oficinas se acordaban de darles una manito de cal —sólo por fuera, claro— a las miserables corridas de casas. La otra, de índole un tanto más esotérica si se quiere, era la aparición de las grandes caravanas de camiones de lata guiados por niños descalzos y de rostros requemados por el sol. Un atardecer cualquiera, desde los cercanos basurales de la pampa, sudando como caballos, estas hordas de niños descachalandrados irrumpían en la Oficina condenada y, en una polvorienta e infernal bullanga de mal agüero, recorrían con estrépito las salitrosas calles del campamento. Los cansados hombres, entonces, sentados hoscamente en una piedra a la puerta de sus casas, exclamaban encorajinados: “¡Por la pita, vieja, mira, otra vez la misma tanda!”. Y desconsolados y enrabiados contra el mundo, prorrumpían en puteadas contra esos pergenios ranfañosos del carajo que no sabían la calamidad que anunciaban con sus cacharros. Mientras sus mujeres, de chalequinas y miradas color de humo, sin dejar de despiojarlos dulcemente, apesadumbradas también por la señal mala de los camiones de lata, se santiguaban neblinadas por sus propios suspiros de resignación. Y la tercera señal, la menos frecuente de las tres, pero que lo mismo se dio muchas veces en la vastedad de la pampa, se relacionaba siempre con el acaecimiento de algún suceso de carácter espectacular. Un acontecimiento insólito que venía a remover como una piedra en el agua la rutina averdinada y hecha nata de la salitrera en cuestión. A propósito, paisitas, a ver si nos llegan las provisiones y el agua uno de estos días, que ya va siendo hora. La poco agua que nos queda en el tonel está infectada de pirigüines. Así deben ser los ángeles, me digo a veces: leves, movedizos, transparentes, pura agua como los pirigüines: ángeles pirigüines o pirigüines ángeles. En fin, leseras que se me ocurren. Mejor nos vamos a hacer la primera ronda del día.
Como les iba diciendo, estos hechos espectaculares venían siendo algo así como el canto del cisne de las oficinas. Y podían darse, por ejemplo, como el nacimiento de un chancho con dos cabezas o el aterrizaje forzoso de un misterioso avión negro en el área grande de la cancha de fútbol (y yo les hablo de cuando ver pasar un avión por los cielos de la pampa era asunto que hacía asomarse a la calle incluso a la abuelita lisiada de la casa). O podía darse también —y se dio muchas veces— como un incendio de proporciones gigantescas, cuyos crepusculares resplandores podían divisarse desde las más lejanas oficinas circundantes. Incendios estos que, en la mayoría de los casos, arrasaban completamente —sospechosamente les voy a decir— con las dependencias del escritorio, edificio en el cual se hallaban las oficinas de Tiempo y Pago. Y cada vez que una de estas señales acontecía en alguna Oficina, los pampinos que allí laborábamos, curtidos ya por la permanente maldición del éxodo, nos decíamos unos a otros, riendo por no llorar: “Ya, paisitas, a juntar pita y saco”. Y desolados, una vez más, comenzábamos a juntar la pita y los sacos necesarios para retobar los monos. La payasa y las pocas pilchas, nosotros los solteros; y los hombres con familia, para embalar y enfardar sus cachivaches de casados. Muchas cosas no podían tener tampoco ellos por lo trashumante de su situación. Pues, tras cada mudanza, en medio de tanta confusión y jodienda, sus tristes zarandajos misérrimos se les iban desvencijando y desgastando aún más. (Todo su moblaje se podía resumir en una mesa grande como barco, dos bancas de tabla bruta, un par de catres de bronce, dos o tres maletas de cartón, la imagen de la Virgencita moldeada en yeso, la tinaja del agua, el cajón de té para la ropa sucia, el épico fondo de fierro enlazado, un baúl anacrónico, el chuzo para picar leña, la cola de caballo para las peinetas y la herradura o la moña de ajo para clavar detrás de la puerta). Y por la poronga del mono, paisanitos lindos, que no fallamos renunca. Pues la Oficina en cuestión, al tiempo no más de ser blanqueadas sus calaminas viejas, o de ser invadida por los niños y sus pringosos cacharros de lata, o cuando aún no se apagaban en las pupilas los resplandores apocalípticos del incendio garrafal, invariablemente apagaba su chimenea y dejaba de funcionar. Se desmantelaban sus maestranzas, se remataban sus maquinarias y se desocupaban sus casas. Entonces, ya solitarias, con el viento aullando como perro abandonado por el hueco de sus puertas y ventanas desquiciadas, convertíanse en otra de las tantas ruinas desparramadas a través del desierto. Pueblos fantasmas que a lo lejos parecen barcos perdidos y de cerca sus restos de muros y estructuras oxidadas apegadas a las grandes tortas de ripio son como caparazones de momias planetarias no se sabe si desenterradas o enterrándose. Por eso estas señales llegaron a ser para nosotros tan ciertas e irrebatibles como que con agua y harina tostada se hace el ulpo. Como esas infalibles creencias de la pampa antigua que decían que ser cruzado por la sombra helada de un jote era anuncio de muerte, o que atarse los calamorros con alambre de tronadura servía puramente para llamar miseria o condenarse a vivir a perpetuidad en la pampa. Cosa que al final, claro, venía siendo lo mismo.
Lo que sí nos llamó la atención y nos atemorizó un tanto fue que aquí se dieran, fatalmente, las tres señales al hilo, una detrás de la otra. Y, lo más inquietante, que se dieran de la manera francamente perversa como se dieron. Pues, según recordábamos los más viejos, en todas las demás oficinas en donde habíamos trabajado —y la mayoría lo había hecho en más de media docena—, siempre se había dado sólo una; en muy pocos casos se llegaron a dar dos; y en ninguna de ellas, según hacíamos memoria, llegaron a darse las tres juntas. Y les voy a decir que en los últimos días, cuando ya el campamento era poco menos que un cementerio y en los buques los poquísimos viejos que quedábamos más parecíamos ánimas en pena, discutíamos a diario y largamente sobre este asunto. Mientras jugábamos a las damas en algún escaño de la plaza desierta, o nos apanteonábamos a conversar en algún recoveco soleado de los buques, nos contábamos unos a otros nuestros propios casos vividos en tal o cual Oficina de tal o cual cantón. Me acuerdo que en esos tiempos finales, en el polvoriento local de la rayuela, en donde silenciosos y taciturnos, fúnebres casi, tirábamos los tejos con la misma languidez que si hubiésemos estado tirando puñados de tierra sobre el cadáver de la Oficina —el mismo local en donde en los buenos tiempos se jugaron los campeonatos más sonados de la provincia, en donde el vino corría con más caudal que el río Loa y los tejos, pulidos como zapatos de mujer llorando, silbaban su parábola certera rasgando el aire yodado de la pampa, en donde en medio de las rancheras que estremecían la acústica de calaminas, el cortador debía sacar un pie de metro y alumbrar con una vela la lienza para dirimir las diferencias de milésimas en cada punto disputado en la borra de las canchas—, allí, paisitas, en ese mismo local, el Hombre de Fierro relataba sus experiencias pampinas entrecortado por la emoción. Decía el hombronazo que en la oficina Flor de Chile se habían dado las dos primeras señales, la de la pintada y la de los camiones de lata. Y que él había sido testigo ocular, pues lo había alcanzado a ver antes de tener que partir de allí mal herido por una pena de amor. (Y la historia de esa pena de amor, les voy a decir, paisitas, todos en la Oficina la conocíamos mejor que el cuento del sapo Sarapo cotón al revés te lo cuento otra vez. Porque el hambrón la contaba en cada ocasión que podía, donde podía y a quien podía, una y otra vez). Y ahí mismo también, el Salvaje y el Cabeza con Agua-¡un par de cataplasmas que si los hubieran conocido ustedes!—, nacidos ambos en la pampa, contaban que cuando cabros chicos ellos habían participado en las cuadrillas de camiones de lata que recorrieron, uno las calles de la oficina Ricaventura y el otro las de la oficina Cecilia. Que los camiones, nos contaban con senil entusiasmo, los construían a pura lata y alambre: un tarro de manteca cortado a lo largo hacía de carrocería, las ruedas traseras eran tarros de cholgas en aceite y las delanteras (más pequeñas) de tarros de paté marca Pajaritos. Los ejes y el manubrio los hacían con fie— rritos delgados, y que todo eso iba unido con puro alambre de tronadura. Y otro viejo contaba que su padre solía relatarle algo que podría tomarse como una de las terceras señales. Que en la oficina La Patria, un gigantesco remolino había cruzado una tarde el poblado llevándose furiosamente por los aires las aportilladas calaminas de las techumbres y elevando una carpa de circo completita recién levantada. La fuerza descomunal del remolino arrancó de cuajo las estacas clavadas a macho en el duro suelo calichoso y, como si hubiese sido un liviano cambucho de papel, lo elevó por los altos cielos de la tarde. Inflado, sin deshacerse, como un prodigioso espejismo de niño pobre, el circo se fue elevando y perdiéndose como un paracaídas cayendo hacia arriba, hasta desaparecer por completo tras un empañado horizonte de cerros pelados. Que los magros payasos jilibiosos, las esqueléticas bailarinas de zapatillas rotas y los aceitados acróbatas reverenciales, lacios como yuyos, con lo puro puesto como se quedaron, y con la mueca de su sonrisa de comediantes vuelta para abajo, hubieron de mendigar un obólo casa por casa para volver cada uno a su pueblo de origen.
Pero ninguno de nosotros tenía noticias de alguna Oficina en la cual se hubiesen dado las tres señales como estaba ocurriendo aquí. Después caímos en la cuenta y pegándonos en la frente nos dijimos que por cierto, que claro, que no podía ser de otra manera. Y el que nos alumbró esto fue el cabrón del Poeta Mesana. Una noche, después de tirar los tejos, nos quedamos tomando unas botellas y conversando como siempre del mismo tema. Y me acuerdo clarito que el Poeta Mesana, de pronto, emparafinado como piojo, se encaramó en una banca y, solemnísimo, con ese vozarrón de capataz de carrilano que se gastaba, nos dijo que todo lo que habíamos pasado y estábamos pasando era simplemente porque nosotros estábamos asistiendo a la muerte y desaparición de la última Oficina salitrera. Y la última Oficina salitrera no de la pampa, la última Oficina salitrera no del país, la última Oficina salitrera no del continente, dijo, sino que estábamos asistiendo a la desaparición de la última Oficina salitrera que iba quedando sobre la faz de la tierra, hermanito por la concha, como decía él. Que nos grabáramos bien eso en la mollera. La última Oficina sobreviviente de las centenares que llegaron a poblar estas infernales peladeras del carajo. Así que no era ningún moco de pavo lo que nosotros estábamos viviendo; no era ninguna agüita de borraja, puesto que nosotros habíamos sido elegidos para ser testigos protagónicos “de la pasión y muerte del último bastión de una epopeya sin par en los anales del esfuerzo y el valor humano, hermanito, por la concha”, clamaba con su retórica rimbombante y llorando como un Cristo viejo el pobre Poeta Mesana.