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El Poeta Mesana hacía poco rato que había llegado de la mina cuando la Flor Grande, una de las pocas niñas jóvenes de los buques, llorando impúdicamente por ojos y narices, irrumpió semidesnuda en su camarote.
Luego de su característico baño a lo cowboy —sólo de la cintura para arriba—, el Poeta Mesana acababa de engullirse su acostumbrada porción de harina tostada, leche en polvo y agua hervida. Espesa mazamorra humeante que cada mañana, pausado, ceremonioso, en un ensimismado rito de pájaro solitario, se preparaba en uno de esos grandes tazones de regalo, desorejado y con el oro de la palabra Felicidades completamente desvaído. Cerrera mezcla de puro concreto armado, hermanito, por la concha, con que venía a reforzar el cadavérico pan con mortadela y la bolsita de té langucienta que por todo y gran desayuno le suministraban en la cantina.
Sus fragorosos calamorros con punta de acero oreándose junto a la puerta entreabierta y el embarrado par de medias de fútbol con que en los turnos de noche se guarecía los pies del atigrado frío de la pampa, casi hicieron rodar por el piso, blanco de polvo, a la intempestiva visita. Con sus largas mechas negras en desorden, sus pechos bamboleantes y la selvática frondosidad de su pubis negreándole grosera bajo la transparencia lila de su camisón de dormir, la exuberante prostituta fue a dar atolondradamente a los brazos del Poeta Mesana.
En esos momentos, en camiseta, luciendo sus canijos pectorales cóncavos y los alagartijados bíceps de sus brazos larguísimos, el Poeta se encontraba aplanchando su única camisa blanca y su subversiva corbatita roja. Prendas con que periódicamente se presentaba a hacer su numerito de declamación —su entremés patriótico, le llamaba él irónico— en esos conminatorios desfiles cívico-militares de homenaje a la bandera; actos que desde hacía un tiempo, domingo a domingo, se venían realizando rígidamente en la polvorienta Plaza de Armas de la Oficina.
Su habitación de anacoreta se muestra entalcada completamente del omnímodo polvo ambiente de la Oficina. Su mobiliario consiste principalmente en cajones de explosivos traídos desde la mina y que proliferan por toda la habitación. Unos adosados a las paredes en forma de repisas, otros haciendo de cómoda o de mesita de velador y el resto arrumado en cada uno de los rincones, repletos de revistas y diarios viejos. Su camarote tiene fama de ser el segundo más desordenado de los buques. El que se lleva las palmas es el camarote del Astronauta, que hiede a rata podrida y se halla tan abarrotado de maletas y baúles polvorientos que se hace casi imposible circular en él.
Dos son los muebles que descuellan en la habitación del Poeta Mesana. El primero es una caballeresca mesa redonda construida de una base de carrete de cable eléctrico, tamaño industrial, tangenciada por dos largas bancas de madera bruta. El otro es su penitente catre de tubos de tres pulgadas de diámetro pintado de color aluminio. Armatoste, este último, que él llama el Huáscar, que usa con la cabecera apuntando siempre hacia el norte y cuya parrilla de zunchos llevó ascéticamente marcada en el espinazo hasta que se acordó un día de comprar el colchón.
Asomando por debajo del catre, semiabierta, una anacrónica maleta de madera barnizada en rojo, de la que sobresalen mangas y partes de ropa arrugada, irradia la tristeza apagada de un viejo animal domesticado. Todo esto, más un antiguo aparato de radio que parece olvidado en uno de los cajones-repisa, completan el paupérrimo confort de la habitación. Piedras conformando figuras extrañas, recogidas en la mina después de las explosiones, más algunas fichas salitreras de principios de siglo y otras curiosidades halladas en los basurales de viejas oficinas paralizadas —como botellas de perfumes o de licores ingleses—, son exhibidas al desgaire en las repisas, más como piezas de museo que como motivos de adorno.
Su catálogo de majas desnudas en las paredes se aprecia más bien pobre. La mayoría ya estaba en el camarote desde antes que él lo ocupara. Y las dos o tres con las que ha contribuido, de pura inercia, comparadas con las que muestran los otros camarotes, sicalípticamente empapelados todos, a decir verdad, se ven bastante insípidas de libido. Más destacan un arropado retrato de Gabriela Mistral, en color sepia, recortado de una antigua revista Zig-Zag, y una larguísima lonja de papel de envolver en donde, escrita con tinta china, está su famosísima Cantata de las oficinas salitreras abandonadas.
Sólo dos libros (más la evidencia del retrato y de la Cantata) avalan su sospechosa reputación de literato a mal traer. Se trata de una gran Biblia de tapas duras y negras y de una Antología de poesía combatiente, editada por Quimantú. La Biblia le fue obsequiada por un paisano evangélico caído al alcohol y descarriado para siempre de los caminos de Dios, luego de que en la mañana de un 19 de septiembre, en la oficina Coya Sur, mientras se encargaba de hacer la salva mayor de veintiún cañonazos, un cartucho de dinamita, justo el número 13, le estallara en la mano derecha y le volara los cinco dedos de raíz. La Antología la rescató desde un tambor basurero después del primer allanamiento llevado a efecto en los camarotes de los buques. El libro había sido donado a la biblioteca del sindicato de obreros, con una dedicatoria: “A los compañeros trabajadores del salitre que, siempre unidos, jamás serán vencidos”. Luego, venía la firma del compañero donante y, enseguida, al pie de la página —trágica, cómica, brutal—, la fecha: 10 de septiembre de 1973.
Por lo tanto, descontado el hecho de ser uno de los pocos afortunados con un camarote para él solo —en algunas épocas se llegó a ver hasta ocho personas por camarote—, su gran fausto venía a ser el viejo radio RCA Victor. Aparato que después del golpe militar ya no volvió a encender. Y no por alguna especie de acto de contrición pacotillero, sino simplemente por no amargarse más la bilis ni ponerse a llorar a moco tendido como ha visto hacer a tantos. O, de pura impotencia —como también ha visto hacer a muchos—, agarrar un día un palo de escoba y, desequilibradamente, patéticamente, hermanito por la concha, salir a la calle gritando pendejadas sin ton ni son.
Sólo las niñas encienden y manipulan el viejo receptor, buscando música bailable, cuando en las noches de juerga de los días de pago le toman el camarote como quinta de recreo. Pero éstas también usufructúan de él nada más por un rato, sólo hasta que el duende del vino les despierta la ovejita azul y sentimental de sus tristes corazones de mujeres alegres. Porque, entonces, enseguida no más lo dejan de lado para que la Reina Isabel les cante todo el repertorio de sus más sentidas rancheras de amor. O, llorosas y destempladas, cuando la Reina Isabel está ausente, se ponen a cantar ellas mismas, a todo grito, hasta terminar extenuadas y roncas y dormidas con la cabeza sobre la cubierta de la gran mesa redonda. A veces, en un obsceno revoltijo de muslos moreteados, terminan amontonadas todas sobre la picosa frazada que hace de cobertor del escarpado catre de faquir del Poeta Mesana. En esas ocasiones él amanece cortésmente durmiendo en una de sus bancas de tablas.
Cuando a la Pan con Queso se le ocurrió preguntarle un día, por qué él no se aprovechaba de ellas como lo hacían en los demás camarotes cada vez que se emborrachaban, el Poeta Mesana, muy digno él, muy ofendido además, le contestó que lo perdonara un poco, pero que su preciosa pajarilla no era ningún ave carroñera. Que primero tendrían que verse en el lamentable estado en que quedaban tiradas las niñitas. El triste cuadrito que hacían cuando, borrachas como tencas, con el rostro anegado en charcos de babas y vómitos, y lastimosamente orinadas algunas, roncaban sumidas en un miasma tibio y pestilente que no era sino un irredento aura de vahos, eructos y pedos de cadáveres en proceso de descomposición. “Sería como cabalgar sobre yeguas reventadas”, sentenció el Poeta Mesana. “Y eso, criaturita de Dios, no va ni con mí estilo ni con mi fama de jinete cosaco”.
—Soy un Taras Bulba; no un tarado por la vulva —terminó redondeando gravemente pitorrero el Poeta.
Su Cantata de las oficinas salitreras abandonadas, pendida de un clavo junto al severo retrato de Gabriela Mistral (profanado burdamente por unos bigotes a lápiz de cejas; travesura que le causó tal gracia que clausuró su camarote como salón de baile por veinticuatro fines de semana), no es sino una incompleta recopilación de más de doscientos nombres de esos fantasmales escombros diseminados a través del desierto. Escrita en una caligrafía ardua, la lista no guarda ningún tipo de orden histórico. Los nombres de las oficinas no están distribuidos por cantones ni por fechas de aparición ni por nada. Simplemente se colocaron ahí a medida que fueron recopilándose, poniendo algo de atención nada más al dibujo del margen derecho y tratanto de acomodarlos según el número de sílabas, esto para los efectos de ritmo y respiración de sus tronantes y expresivas declamaciones de borrachera.
Y es que la gracia, justamente, del famoso poemita, no reside tanto en leerlo en silencio como en escucharlo en su ronco vozarrón de capataz de carrilano, cuando en alguna tertulia de día de pago el vino le insolenta la vena artística y, entre las famosas mentiras del Caballo de los Indios y los eternos corridos de la Reina Isabel, le da por recitarlo. Revestido de una solemnidad blindada, inmune a toda clase de pullas y sarcasmos, calibrando el tono de voz y la expresión gestual según la acepción histórica, trágica o sentimental de cada uno de los nombres, hace de su wagnerianísima declamación un espectáculo único en su género.
Como gran parte de las oficinas salitreras fueron bautizadas con nombres de mujer (homenaje de estilo naval que sus dueños brindaban a sus castas esposas, hijas idolatradas o dispendiosas amantes), el Poeta Mesana, al ir declamando nombres tales como: Celia, Rosario, Pepita, Palmira, Felisa, Irene, Lilita, Iris o Amelia, lo hace mirando fijamente al rincón en donde el Viejo Fioca se ha instalado con su botella de vino y sus dos paquetes de Liberty. Sabe que al llegar a la ignorada oficina llamada Nena Vilana (nombre en la Cantata escrito solo y entre blancos) el rijoso anciano, tan crestón como siempre, no se podrá aguantar las ganas y romperá en desaforados aplausos y piropos de corte obsceno.
Como a ambos les inquieta enormemente el nombre de Nena Vilana, y como no han logrado saber nada de su dueña, entre los dos le han elaborado una pequeña biografía de tono libertino. Usando la retórica de uno y la lasciva imaginación del otro, han llegado a la alegre conclusión de que el tal nombrecito ha de haber correspondido, sin duda alguna, a una alta, elegante y flaquísima querida levantada por algún magnate salitrero en uno de esos glamorosos cabarés de los años veinte. Fatalísima se la imagina a la epónima el Poeta, fumadora en larga boquilla de ámbar y más loca que el charlestón. El Viejo Fioca, por su parte, la ve rubia, riendo una gran risa de serpiente cascabel y nimbada de aquellos dulces sombreritos de la época que sólo un imbécil, paisanito lindo, le habría quitado para hacerle el amor.
José Francisco Vergara, su lugar de nacimiento, es la Oficina que encabeza la Cantata. Única licencia de corte sentimental que se ha permitido en su aleatoria confección. Ahí, en esa Oficina, con el cuero prehistórico de sus pies desnudos tornasolándole sobre las ardientes piedras de caliche, se había criado igual que los lagartos: a pampa rasa. En esa Oficina había vivido las dos experiencias que todo hombre bien criado recuerda para siempre, según solía contar en las épicas tomateras de rancho, cuando el vino con tierra y las canciones mexicanas (más la lascivia del Viejo Fioca y el lenguaje escatológico del Cabeza con Agua) lo arrastraban a ese tipo de recuerdos, desenfrenándole la conversa.
Fue allí, en una de las tantas calicheras abandonadas, después de fumarse su primer Ópera, donde había logrado la envidiable hazaña infantil de arremangarse el capullo hasta atrasito y primero que todos los demás niños de la patota. Y aguantando las lágrimas de su primer dolor venéreo como todo un machito, había jodido incluso a los cabros más grandes, los que, gracias a las cataplasmas de grasa de carreta, ya ostentaban pelitos.
Y allí también había sido, en un caldeado camarote de los buques de su desaparecida oficina Vergara, donde fuera desvirgado por mujer, una calurosa tarde de adolescencia. A la chimbiroquita le decían “La Lujuria”, y además de bizca y flaca como bicicleta, tenía los alambres ligeramente pelados. Y mientras le hacía la profilaxis con el agua que mantenía temperada en un brasero rojeando a la puerta —humeante farol de ese entonces— comenzó a repetir, impávida y pastosamente, con la monotonía de los conjuros para la buena suerte: Matecito de plata, matecito de plata. Y lo siguió repitiendo en la cama mientras se lo echaba melosamente encima y comenzaba a menearse despacito. Y mientras lo repetía y se meneaba, apurando cada vez un poco más el ritmo, clavándole con la dureza triangular de su hueso pélvico, la esquelética mujercita no dejaba de mirarlo con una expresión ansiosa que el estrabismo de sus ojos verdes hacía mucho más lunática y lasciva. En tanto él, ladeando la cabeza avergonzado, hundiéndola en la almohada, trataba de contener a penosos sorbetes el torrente de agua que comenzó a chorrearle de súbito por las narices, sin animarse a sacar el pañuelo de su pantalón, apeñuscado por allá por sus tobillos, para no detener el bamboleo sublime de la flaquita que a un ritmo ahora frenético (repitiendo siempre matecito de plata, matecito de plata) y entrecortada de gemidos y sollozos, ya estaba haciéndole avistar el horizonte de pájaros raros, las cortezas de árboles fabulosos, las flores y los frutos de colores exóticos y todo ese flotante mensaje de maravillas que antecede al instante grandioso del descubrimiento de un nuevo mundo.
Poco antes de que paralizara J.F. Vergara, el Poeta Mesana había sido trasladado a la Oficina. Su fama se le vino adherida como llamativo rótulo en el saco gangocho en que traía retobados sus exiguos bártulos. Y junto a su fama se le había venido también su apodo como una lírica mancha de vino (una más) en su ya brillosito terno de presentación. Anacrónico terno cuyas finas rayas verticales hacían aparecer aún más largo y encorvado su cuerpo huesudo.
En la Oficina, su nueva jefatura pudo corroborar muy pronto, y no de muy buen talante, su voluntariosa y desordenada afición literaria. Demasiado seguido lo sorprendían en horas de trabajo borroneando sus versos acuclillado como las momias al sol de la mañana. O despatarrado bajo la sombra fresca de un bolón de caliche, lo solían descubrir por las tardes, masticando absorto su minúsculo pedazo de lápiz Faber. Escribía sus parrafadas líricas en ajadas hojas de cuadernos escolares o en los mismos papeles en que la cantina le envolvía el perpetuo pan con mortadela, y guardaba todo en una carpeta untuosa, rotulada con el sarcástico título de Crestomatía. Y más de una vez algún atónito jefe lo vio corriendo desesperado y en cuatro patas por los desmontes tratando de rescatar sus preciosos manuscritos arrebatados en plena inspiración por un intempestivo remolino de arena.
Pero cuando comenzaron las paradas laborales de homenaje a la bandera —que los mineros viejos parafraseaban por lo bajo como “huevonaje a la bandera”—, cuando las jefaturas de cada sección bregaban cada semana entre sí por ver quién llevaba más contingente a la plaza, por quién presentaba los más simbólicos y espectaculares carros alegóricos, por quién se lucía más con sus números artísticos de canto, baile y declamación preparados y ensayados durante toda la semana, en el trabajo, para impresionar a las impertérritas autoridades militares de visita en la Oficina, entonces la cosa cambió del cielo a la tierra para el Poeta Mesana. De golpe y rasga pasó a ser la estrella principal, el plato fuerte de todos los actos organizados por la sección Mina.
Lo que muy pocos sabían es que el Poeta, aparte de su beligerante corbatita roja —que ya le había sido objetada más de una vez por la gregaria jefatura—, invariablemente se las arreglaba para meter entremedio de sus alocuciones patrióticas, algunas combativas estrofas espigadas de la Antología de Quimantú. Romántico acto de insurrección que llevaba a cabo más por darse una satisfacción personal que por otro motivo. Manera ingenua de hacerse pagar el hecho oprobioso y poco democrático, argumentaba con socarronería, de ser obligado a subir al proscenio.
Y así, antes del paso huasonamente marcial de los viejos de la mina frente a la tribuna de honor (“esforzados titanes que hacen patria extrayendo el oro blanco desde las extrañas mismas de estas eméritas pampas calcinadas”, como clamaba, impávido, el presentador oficial), los píos oídos del Sr. Capitán de Carabineros, del Sr. Director de la Escuela, del Sr. Comandante del Cuerpo de Bomberos, de los Sres. Ejecutivos de la Empresa y los muy eméritos oídos de las Autoridades Civiles y Militares todas (modositamente sentados pierna arriba bajo un toldo de lona) eran bombardeados, en su total inocencia, con versos de poetas tan luciferinos como Miguel Hernández o Ernesto Cardenal. Y a veces, en un acto de intrepidez suicida por parte de este Manuel Rodríguez de la poesía, resonaban claros en el ámbito de la plaza, como duras piedras de guerrilla, algunos tutelares endecasílabos del peligrosísimo y nunca bien muerto Pablo Neruda.
Y en esto justamente se hallaba el Poeta Mesana mientras aplanchaba su percudida camisa blanca, discurriendo de qué modo y en qué parte del panegírico de ese domingo colar unos peliagudos versos del salvadoreño Roque Dalton que decían algo como que los muertos estaban cada día más indóciles, que ya no eran los mismos desde entonces, que se ponían irónicos, que preguntaban, que parecía que iban cayendo en la cuenta de ser cada vez más la mayoría, cuando la Flor Grande, que corriendo de puerta en puerta andaba pregonando como loca la inconcebible muerte de la Reina Isabel, irrumpió en su pieza trastabillando en los calamorros con punta de fierro y cayendo aparatosamente en sus brazos.
El pobre Poeta, tomado de sorpresa, atinó sólo a apartar la mano en que sostenía la plancha caliente, mientras la otra le revoloteaba en el aire como una garza perpleja, sin hallar en dónde posarse. Como la inquietante desnudez de la meretriz era casi completa, el pobre vate, con la circunspección que le caracterizaba en sus escasos estados de sobriedad, sólo atinaba a balbucir: “Ya, ya, ya”, y a ensayar torpes caricias de padre atolondrado. Desconcertado él mismo con la increíble noticia de la muerte de su amiga la Reina Isabel, no hallaba las palabras para consolar a la desaforada prostituta que, llorando a desgañitarse, apretada fuertemente contra la cavidad de su pecho casi lampiño, no paraba de emitir sus escandalosos ayes de viuda furiosa y de repetir, inconsolable:
—¡Se nos fue la Reinita, Poeta crestón! ¡Se nos murió la Chabelita!