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Cuando golpearon a la puerta, el Poeta Mesana pronunciaba la palabra colchas, tendido completamente desnudo sobre la frazada áspera de su tosco catre de tubos. En una mano sostenía un pucho a medio quemar, papiroteando la ceniza sobre el piso, y con el dedo medio de la otra recorría sensualmente las suaves espirales de la oreja de la Dos Punto Cuatro. La prostituta, con la cabeza apoyada en el pecho hundido del Poeta, y también como su madre la echara al mundo, lo oía hablar entretenida en enroscarle rulitos en el ralo pelo de su pubis canoso.

El llamado era para avisarle la noticia de que el Astronauta se había arrancado hacia la pampa, y que entre los viejos de los buques se había formado un grupo de voluntarios para salir en su busca, y que si él deseaba ser de la partida que se apurara porque ya estaban por salir. Todo esto hubieron de decírselo a los gritos porque la puerta no se abrió en ningún momento. Gritando a su vez desde adentro, sin quitar el brazo con que rodeaba el cuello de la mujer, el Poeta Mesana les dijo que se adelantaran, que él enseguida vería si los alcanzaba.

El Poeta Mesana, luego de cumplir con su presentación en el acto de la plaza, había trajinado todo el resto del día, bajo un desollante sol de azufre, haciéndose cargo de todos los trámites pertinentes a un sepelio. Con su oscuro ternito de los desfiles, puesto como ad hoc para cumplir con las luctuosas diligencias funerarias (la corbata roja apelotonada en el bolsillo), se había presentado en cada lugar como un pariente en grado lejano de la difunta; de ese modo hacía todo más expedito y evitaba, además, las posibles suspicacias. Se encargó de solicitar el tosco ataúd de pino que la empresa facilitaba a sus trabajadores en casos de defunciones. Finiquitó los engorrosos papeleos de la autopsia, hizo la adquisición de la sepultura en el camposanto de la oficina Vergara y firmó todos los documentos correspondientes para que le expensaran los gastos por planilla. Ya en la tarde, a la hora de la oración, llegó al desorden de su camarote agotado y como sonámbulo. No había tenido tiempo —amanecido como andaba— de darse una pequeña siesta y tampoco había retirado su vianda de la pensión. Dejó la puerta entreabierta para cambiar el tibio aire de encierro de la pieza, y sin siquiera quitarse los zapatos, se dejó caer pesadamente sobre su catre. Cuando la Dos Punto Cuatro, después de la sonada misa de la Reina Isabel, fue a verlo a su camarote con un vaso grande de gloriado y a contarle los detalles de lo que se había perdido, lo halló tirado de bruces sobre su cama dura. Tenía la cabeza metida bajo la almohada sin funda y uno de sus largos brazos le caía trágicamente hasta el piso, a la manera de esos imprevistos muertos de las películas de misterio.

El Poeta Mesana y la Dos Punto Cuatro eran viejos amigos. Se conocían de la oficina José Francisco Vergara, de cuando él era el poeta laureado de todas las fiestas de la primavera y ella, recién iniciándose, la prostituta más solicitada de los buques. Era en esa Oficina que le habían colgado a ambos sus respectivos apodos. Apodos que los habían hecho más conocidos aún de lo que hasta entonces ya eran, y los habían revestido de una jovial aura de fama que alcanzaba hasta más allá de los lindes de la Oficina.

Al Poeta lo habían bautizado en un 21 de mayo en la pequeña plaza de piedra de la Oficina en pleno acto cívico. Premiado en cada uno de los concursos de Canto a la Reina (motivo que lo hacía ufanarse de ser el mortal que más soberanas había besado y coronado en la historia de la humanidad), era además el vate oficial de todas las efemérides de la patria celebradas en el pequeño centro salitrero. Las tronantes odas con que loaba las gloriosas hazañas nacionales hacían henchir de bríos patrióticos hasta a los flemáticos gorriones de la plaza. Ese recordado 21 de mayo, esplendoroso de sol y vibrante de sones marciales, alguien cayó en la cuenta de que en sus encendidos poemas a la gesta de Iquique, un año rimaba palo mesana con clara mañana; al siguiente, palo mesana con roncas campanas; después, palo mesana con clara mañana de nuevo, y así alternativamente, año tras año, sin fallar una sola vez. De ahí a crearle el sobrenombre, a moldearlo como una bola de salitre húmedo entre las manos, a sopesarlo diestramente y a lanzárselo en mitad de la alocución patriótica, no se habían demorado ni un tiro.

La fama y el apodo de la combativa Dos Punto Cuatro habían nacido de una situación un tanto más trágica si se quiere. Fue en una de las más largas huelgas llevadas a cabo en las salitreras de la época. Aquella vez, todas las otras niñas abandonaron la oficina Vergara desbandándose en distintas direcciones. Unas se fueron a trabajar en las oficinas cercanas, y otras a hacer la calle en los puertos de Tocopilla o Antofagasta. Ella fue la única que se quedó. Y junto a las actividades artísticas y deportivas organizadas para hacer más llevaderos el hambre y el tedio de la huelga, junto a las épicas porotadas de las ollas comunes, junto a los campeonatos de rayuela, de brisca y de dominó, ella, en su camarote, por su sola cuenta y riesgo, instauró su olla común del amor. En una de las reuniones en el sindicato, luego de tomar la palabra ofrecida a la asamblea, en un discurso celebrado con alborozo por parte de los varones solteros, se comprometió a solidarizar con los sacrificados compañeros huelguistas, fiándoles sus prestaciones amorosas hasta cuando se arreglara el conflicto. Y durante los casi noventa días que duró la huelga, la Chica, que era simplemente como la llamaban hasta entonces, se convirtió en la mujer de todos. Piedra del tope, pila de agua bendita o muro de los lamentos, el tropel de machos llegaba diariamente, de mañana y tarde, a desahogar sus riñones y sus frustraciones en su pródiga cama crujiente; a aferrarse de ella como de una piltrafa divina, a poseerla con una especie de ansia y saña animal que dan el hambre y la injusticia de la vida. En ese largo e intenso período repletó dos cuadernos escolares marca Torre, de cuarenta hojas cada uno, con las anotaciones de sus hazañosas fornicaciones a crédito. Cuando al fin se arregló el conflicto, con apenas un escuálido 2.4% de aumento en los salarios de los trabajadores, la pobre se llevó dos noches en vela multiplicando y sumando con los dedos, hasta terminar de aplicarle el mismo porcentaje a cada uno de los polvos anotados prolijamente en sus sobajeados cuadernos de copia. Y de aquella incondicional proeza erótica había nacido su apodo.

Por esos tiempos fue que se habían hecho amigos. Hasta habían convivido un par de meses. “El poeta y la puta, pareja clásica en la literatura universal”, acostumbraba comentarle él en la cama, sardónicamente amoroso.

Cuando al Poeta Mesana lo trasladaron a trabajar a la Oficina todo se había acabado tal como había empezado: naturalmente. Durante un tiempo se siguieron viendo pero nada más que tres veces al año: los 21 de mayo, los 18 de septiembre y los años nuevos, fiestas que él prefería ir a pasarallá con sus viejos amigos. Después, la oficina Vergara había paralizado. Y aunque ambos sabían perfectamente en dónde encontrarse, no se habían vuelto a ver hasta esa misma mañana en que ella se apareció sorpresivamente por los buques para ver a la finada.

Después de sacarle los zapatos y hacerle cosquillas con las uñas en la planta de los pies, la Dos Punto Cuatro terminó de despertarlo del todo ofreciéndole el licoroso vaso de gloriado que le llevaba. Incorporado apenas en la cama, el Poeta Mesana se mandó el vaso de un envión urgente, eructó a toda boca y luego se despabiló en un estirón tremendo que le hizo tronar todas las articulaciones de su larga armadura esquelética. La Dos Punto Cuatro, sentada a los pies de la cama, comenzó a contarle muerta de risa los detalles más importantes y jocosos de lo que ella vino en llamar “asalto y toma de la iglesia”. Él, luego de escucharla en silencio, meneando la cabeza en un gesto paternal, le dijo que no sabía por qué sospechaba seriamente que la gestora de todo eso había sido ella, que no podía haber sido otra. Que pese a todo, le dijo, haciéndose el seriote, tenía razón el Capitán General cuando, en su primera visita a la pampa, se quejó de que por aquí todavía quedaban muchas cabezas de piedra que ablandar, incluidas las de algunas putitas del carajo que se hacían las carmelitas y eran más coloradas que el culo del diablo. “Hermanita, por la concha, cuándo se te va a quitar”, le dijo.

—Tú sabes que eso no se quita con nada, Poeta chuchón —le respondió la Dos Punto Cuatro, tomando el almohadón y lanzándoselo por la cabeza. Y que no se viniera a hacer el leso el cabroncito de mierda, el Pablo Neruda de pacotilla, contraatacó luego, risueña, que para su conocimiento, ella estaba muy al tanto de la clase de versitos sediciosos que el muy ídem deslizaba en sus rebuznos de los domingos en la plaza.

Después se preguntaron mutuamente dónde se hallaban y qué hacían el día del golpe. Que ella se encontraba trabajando en la corrida de tablas de la oficina Alemania, y que salvo un culatazo en un hombro el día que le fueron a allanar la pieza (ella no quería de ninguna manera que le rasgaran el colchón recién comprado) y el polvo gratis que se mandaron, como castigo, el oficial y uno de los soldados de la patrulla, nada más grave le había ocurrido. Que él ese día, tal como hoy, había salido del turno de nochero y se hallaba en el camarote preparándose su mazamorra de harina con leche cuando empezaron a dar las primeras noticias por la radio. Que al comienzo nadie lo podía creer, que los viejos lloraban por su Presidente como niños chicos. Que en la Oficina había pasado lo mismo que el resto del país: detenciones, fusilamientos, unos cuantos desaparecidos y algunos que alcanzaron a huir. Aunque por ahí se decía que bajo la torta de ripios estaban los cuerpos de varios de los que se suponía habían huido por la pampa hacia la costa. Lo que sí había sido digno de verse fue la escena que protagonizara el obeso capitán de Carabineros al tercer día del golpe, cuando atronadores aviones de guerra comenzaron a sobrevolar, rasantes, sobre las indefensas casas del campamento y se corrió la voz entre la gente de que iban a bombardear la Oficina porque en Antofagasta se decía que los pampinos —con ancestral fama de comunistas acérrimos— se habían tomado el retén con todas sus armas y municiones adentro; y mientras los niños salían a la calle a saltar y a hacer señas de júbilo a los negros aviones de combate, el rollizo capitán, desesperado ya y totalmente fuera de sí porque no le contestaban sus mensajes de radio, no halló mejor modo de demostrar que la Oficina estaba bajo control que tomar una sábana blanca y salir corriendo por todo el medio de la avenida Almagro agitándola como loco, tratando de que los aviones la avistaran. En verdad fue digno de antología. Dos veces se había enredado en la sábana y dos veces había rodado espectacularmente por tierra. Gordo y colorado como era, y sudando y jadeando como un animal, con la sábana blanca pegándosele al tonel del cuerpo, era como ver a la puta de la Ambulancia corriendo detrás de un moroso.

Contagiados de risa por lo tragicómico del relato y cosquilleándose y dándose de manotones infantilmente en la cama, comenzaron a abrazarse y a desprenderse de la ropa a tirones, como jugando, hasta terminar completamente desnudos y acoplados con desesperación en un arrebatado acto de amor inconsciente. Ella, montada a horcajadas sobre él, galopándolo con delirio de amazona moribunda, hacía años que no lo hacía sin pensar en los minutos transcurridos ni en cuánto iba a cobrar. Él, dejándose galopar ufano, con la desfachatez de un alegre amante mantenido, lamiendo con fruición la redondela oscura de sus pezones y amasándole los globos de las nalgas, hacía largo tiempo que no echaba un polvo sin ninguna clase de apuros ni pensando en la siempre humillante tarifa final.

Cuando sudorosos y lánguidos recobraron la conciencia, ya se estaban fumando el lentísimo cigarrillo poscoito, mientras él deshilachaba una erótica conversación sobre colchas y mujeres. El tema surgió porque ella en un momento se quejó de hallar demasiado picosa la frazada que hacía de cobertor, insinuándole que ya era tiempo de que se comprara una colcha. Él le dijo que a lo mejor se la compraba alguna vez, pero lo complicado para él era elegir el color. Ella le dijo que el color era lo de menos. Que no se creyera, le dijo él, que el color y la textura de las colchas era algo esencialísimo, tanto así que ello servía incluso para conocer la personalidad de sus dueños. Que la colcha de ella, por ejemplo, la imaginaba ancha, aunque sin rozar el suelo, de cretona o de algún otro género fuerte (nunca de hilo ni de raso), sin flores ni flecos y de un color rojo adornado con motivos oscuros. Ella se rió fuerte y le dijo que solamente había fallado en los motivos oscuros. Él, en afectado gesto de orgullo, jactose de que eso venía a confirmar una vez más su particular teoría de las colchas puteriles. “Dime qué clase de colcha tienes y te diré qué clase de puta eres”, dijo semiserio. O si lo prefieres más gráfico: “De tal colcha, tal concha”. Ella, que en ese momento había comenzado a hacerle rulitos en los pelos del pubis, le dio un fuerte tirón. Él, entre risas y lágrimas, trató de afirmar su teoría describiéndole las colchas de algunas niñas que conocía. Le contó de la exacerbante colcha dragoneada de la Cama de Piedra; de la vasta y espectacular colcha de flores azafranadas de la nunca bien ponderada Chamullo; de la albísima y finísima colcha inmaculada de la albísima y gordísima Ambulancia; de la colcha color yema de huevo de la Reina Isabel, tan suave y benigna como sus medicinales pañuelitos de seda. Y le confió, además, que estaba extendiendo su teoría al solteraje masculino de los buques. Que ya tenía varias colchas vistas y estudiadas. Que, por ejemplo, estaba la estrambótica colcha adornada de cajetillas de cigarrillos del Astronauta, prenda tan estrafalaria y loca como su mismo dueño; la colcha cortita, cagona y de color ratón que usaba el Caballo de los Indios; y la floreada y eternamente arrugada colcha color verde, con grandes lamparones de vino, del cabroncísimo Viejo Fioca. Que le dijera ella misma, le dijo, ahora que conocía a casi todos los ejemplares que acababa de nombrar, si sus personalidades no graneaban y avalaban su teoría de las colchas. Y fue ahí, al pronunciar la palabra colchas, que llamaron a la puerta.

—Sólo sé que tú eres un zarrapastroso ególatra de mierda —alcanzó a decirle ella antes de que de afuera comenzaran a hablar—. Y eso sin que ninguna colcha me lo tenga que decir.

Después de que le avisaran lo del Astronauta, el Poeta Mesana se embaló en una socarrona clase magistral tratando de convencer a la Dos Punto Cuatro de su vasto conocimiento sobre el género femenino. Ésta, que lo oía con un mohín de burla, comenzó a vestirse y a reconocer detalles de la habitación. Aún andaba vestida y adornada con los perifollos de meretriz en oferta que le prestaran las niñas para acompañar la procesión hasta la iglesia. Haciendo un esfuerzo, recordó que su ropa había quedado en el camarote de la que llamaban la Chamullo.

Qué hembras había en la bendita viña del Señor, predicaba entretanto el Poeta Mesana, que a primera vista prometían el paraíso terrenal con serpiente alcahueta y todo, y que a la hora de la verdad no pasaban de ser unas pobres caperucitas rojas miedosas del lobo malo. Y que, en cambio él, el Poeta Mesana, había conocido mujercitas en su vida que parecían ser bucólicos jardincitos de patios solariegos, con una que otra avispa loca zumbando en sus rosales, pero una vez llevadas al ring de cuatro perillas resultaban verdaderas junglas enmarañadas, hermanita, por la concha; selvas exuberantes de flores carnívoras, densas de olores afrodisíacos y electrizadas de un incesante tam-tam de tambores guerreros. Y que había que ser un macho bien alforjudo, se lo decía él, el Poeta Mesana, para sobrevivir a una sola noche de amor, a un solo safari carnal con estas rugientes fieras cuaternarias; estas bestias de pupilas fosforescentes y piel de terciopelo acalorante que, atigradas por los resplandores rojos de rojas fogatas misteriosas, arañaban y mordían hasta llegar a la sangre.

La Dos Punto Cuatro ya no ponía la menor atención a la aparatosa retórica del Poeta. Mientras se abrochaba el sostén, se había fijado en el retrato en sepia de Gabriela Mistral. Le preguntó por los bigotes pintarrajeados con lápiz de ceja y, con la blusa a medio abotonar —una escotadísima blusa de color solferino—, sin interesarse en la respuesta, se arrimó a leer la Cantata de las oficinas salitreras abandonadas colgada junto al severo retrato de la maestra del valle de Elqui. “No sabía que eran tantas”, exclamó como para sí, emocionada ante el largo listado de nombres de oficinas escritos en la lonja de papel café.

—No son tantas —le dijo el Poeta Mesana—; son muchas más. Éstas son sólo las que yo he podido recopilar.

La Dos Punto Cuatro se puso a repasar la lista en voz alta recargando el nombre de las que había conocido. A lo largo de su vida había ejercido en más de diez oficinas, aparte de José Francisco Vergara, que era en donde se había iniciado. Ahora estaba de residenta en los populosos buques de la oficina María Elena. Leyendo la Cantata recordó la tristeza y el abandono sobrecogedor de algunos de aquellos lugares en que más de una vez había estado. La paupérrima corrida de tablas de la oficina Alemania, por ejemplo, plagada de chinches y ratones tan familiares que, lo mismo que los angelitos de la canción infantil, al levantarse y prender la vela se les veía de carrera por la cabecera; la triste y desolada corrida del medio de la oficina Algorta, en donde una tarde viera a un manco desangrarse y morir como durmiéndose, como sonámbulo, con una lezna clavada en el corazón; la magra corrida de las estudiantes de la oficina Flor de Chile; la corrida de los braseros de la oficina Prosperidad, en donde a la única prostituta estable le decían la Churrera. Era una puta vieja y apachachada que luego de hacerles la profilaxis a sus clientes con el agua mantenida tibia en los braseros rojeando a la puerta, les tomaba graciosamente el miembro en la palma de la mano y, a la manera de un churro, escrupulosa y tiernamente, lo rociaba todo de polvos de talco.

Pero el lugar más triste que recordaba era, sin duda alguna, el desértico buque de la oficina Coya Sur. Constituido de un solo pasaje largo, enteramente de calaminas, el buque de nombre Caupolicán, el único de la pequeña Oficina, era el lugar más desolado de los que había conocido. Estaba levantado en la última calle del campamento; más allá se extendía la llanura de la pampa con sus eternos remolinos de arena. Muchas de sus compañeras de oficio le habían dicho que no se fuera a meter en ese buque, que los pocos hombres que habitaban en él, o eran misóginos o contaban todos con un amor por fuera y carecían, por lo tanto, de humores urgentes que desfogar. Ella fue un día de pago, sólo por conocer. El tipo que le facilitó el camarote, del cual llevaba referencias, apenas si le habló lo justo y necesario; le dijo que no lo hiciera sobre las sábanas, que no aplastara los puchos en el piso y que podía usar la cocinilla eléctrica. Luego, le hizo entrega de la llave de la habitación, le encargó que al irse la dejara colgada en la garita del vigilante, y no lo vio más. Ni siquiera cobró su derecho a pernada. Ella estuvo la tarde entera posando y mostrándose en la puerta del camarote; retocó su maquillaje ocho veces; se cambió los baby doll que siempre llevaba consigo, uno rojo y uno negro, en tres oportunidades; escuchó todos los discos larga duración de Lucho Barrios que el dueño de pieza coleccionaba y mantenía flamantes en sus respectivas carátulas; releyó tres veces la fotonovela mexicana que se había llevado en la cartera; durante dos horas y media hojeó una ruma de revistas Pampa que halló en un cajón de té, tratando de reconocer a alguien en las borrosas fotos de las farándulas de las fiestas de la primavera, en las de los bailes de sociedad y en los retratos de bautizos y casamientos; en el intertanto agotó su provisión de pastillas de menta y se preparó y manducó media docena de sándwiches de mantequilla con mortadela. Al anochecer, hastiada hasta el arrepentimiento, se encontró sentada en el vano de la puerta leyendo una hoja de la revista Vea traída por el viento, amarillenta de meadas de perros, en donde aparecía en dos fotografías disímiles el Chacal de Nahueltoro, en una decía antes, en la otra ahora. Los escasos hombres, pulcros y presurosos, que haciendo girar la cadena de sus llaveros metálicos, entraron o salieron del buque en todo ese tiempo, ni siquiera la miraron demasiado. “Me sentía tan humillada y tan fuera de foco, Poetita, por la cresta, como tú no te imaginas”, dijo. El Poeta Mesana le comentó que él había estado alguna vez por allí, y que también le había parecido un lugar más bien abúlico, casi apanteonado. “Y a propósito —dijo, sentándose a la orilla de la cama—, ya debemos prepararnos para asistir al velorio”.

Mientras, apoyada en la mesa redonda, la Dos Punto Cuatro lo contemplaba vestirse, le preguntó si él creía que hubieran encontrado al Astronauta. El Poeta Mesana le contestó que la cuadrilla de buscadores ya tendría que haber vuelto con él agarrado de las verijas. Que no se preocupara. Y mientras se afanaba en acomodar sus calcetines de tal manera que no se le fuera a asomar el crónico agujero del talón, le dijo que a esas hora el viejo tañado estaría en el patio mirando la luna o, muerto de hambre, se hallaría en su camarote preparándose uno de sus exquisitos guisos de restos de verduras. “Ya vas a ver”, le dijo, mirando consternadamente el rebelde agujero del calcetín asomado sobre el contrafuerte del zapato izquierdo.