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La Flor Grande y la Malanoche hallaron esa mañana a la Reina Isabel en su antiguo catre de fierro forjado, repintado una y cien veces de un penitente café moro. Tendida naturalmente sobre la colcha de hilo color yema de huevo, entretejida de florecillas del mismo tono, la anciana matrona lucía su muerte sobria y oficiosamente apercibida, tal si hubiese sabido desde siempre el día y el minuto exacto de su partida.
El cerrado y formal traje de dos piezas que había elegido como su postrer ajuar, muy pocas de sus amigas se lo conocían. Se lo había probado sólo en un par de ocasiones y nada más para reírse un rato de sí misma y para que le dijeran cómo se veía vestida de señora. “Estás como para asistir a un tecito de esos de meñique tieso y lengua floja”, le había dicho la última vez la Ambulancia, mientras ella, ensayando cómicos ademanes aristocráticos, hacía posiciones tratando de verse reflejada entera en su espejo de medio cuerpo.
El traje, de un flemático azul oscuro, de cuello y puños orlados de seda en un tono un poco menos estricto, había sido el regalo espontáneo de un comerciante de puerta en puerta. El foráneo vendedor de ropa de mujer, arrastrando lastimosamente un pie equino y una gran maleta de panza hinchada, había caído por los buques en una de aquellas desoladas tardes pampinas, borroneadas de remolinos y vagorosas nubes grises. Y había pasado por su camarote conmovedoramente urgido de amor y falto de tiempo. Al irse, le había dejado el traje delicadamente doblado sobre la mesita del velador y, sobre él, el dinero exacto de la tarifa. “Por los cuatro minutos mejor empleados de mi vida”, le dijo el rengo al despedirse. Y amortajada de este traje la hallaron sus amigas. Ni un asomo de afeite coloreaba sus mejillas de cera. No lucía aretes ni collares. Su único perifollo era uno de sus indefectibles pañuelos de seda en la cabeza, cuyos exóticos estampados, como siempre, no combinaban en nada con nada. Un descolorido poncho boliviano de lana de llamo, doblado en cuatro, se echaba mansamente sobre sus pies.
Obnubiladas aún de la borrachera reciente, a las dos niñas les costó un buen rato convencerse de que su compañera no dormía. Su rostro de muñeca vieja mostraba esa apacible expresión de conformidad que da la muerte en el instante final a los que nada tienen que perder, excepto la impuesta tarea de respirar; ese aire de placidez que les estampa en la cara a los que tiene la benignidad de llevarse mientras duermen. Y en el rostro de la Reina Isabel ese aire sólo era empañado por el finísimo polvo de caliche que, por la ventana entreabierta de su camarote, se cernió sobre ella durante toda la noche.
Y a todas las demás niñas de los buques que más tarde, sin poderlo creer aún, fueron llegando para verla, les ocurrió lo mismo. Pasado el primer momento de estupor y de condolidos llantos espasmódicos, se quedaban contemplando largamente la beatífica expresión plasmada en el rostro viejo de la meretriz. La fina capa de polvillo que la cubría le prestaba ese desolado aspecto de desamparo que mostraban las figuras de yeso en los nichos de la iglesia. Atónitas y arrobadas, con la misma dulzura y compunción con que en las procesiones de Semana Santa se asomaban a las puertas de los buques a ver pasar la imagen de la Santísima Virgen; con la misma expresión de respeto en sus ojos intrigados, miraban ahora el cuerpo inerte de la que en vida había sido sin duda la mejor de sus compañeras. Una de las mujeres del ambiente más buenas que hubieran conocido jamás. Y secándose el llanto con el dorso de las manos, y sorbiéndose sonoramente las narices, encontraban que la pobrecita daba la impresión cierta de haberse ido de este mundo soñando con ángeles vestidos de mariachis o mariachis tocando como ángeles esas sentidas rancheras de amor que a ella tanto le gustaba cantar.
Aficionada desde siempre a la música mexicana, la Reina Isabel en su trashumante vida de fondas y camarotes de solteros, era capaz de interpretar cualquier canción ranchera que le solicitaran. Desde esos revolucionarios corridos cucarachentos de los tiempos de Pancho Villa, pasando por los temas de las películas en blanco y negro de Jorge Negrete y Pedro Infante, hasta los más recientes éxitos del disco y la radiofonía mexicanos. Como, por ejemplo. La Cruz de palo, de Antonio Aguilar. Sin embargo, como todo el mundo en los buques lo sabía, su intérprete preferida era sin dudas la chilenísima Guadalupe del Carmen. Y no porque Guadalupe del Carmen cantara mejor las mexicanas que los meros mexicanos (cuestión que para muchos de sus fanáticos era un hecho indiscutible), sino por el simple y sentimental argumento de haberla visto y oído una vez en persona allá por sus años de infancia. Si hasta se había dado el gusto lindo de cruzar un par de palabras con ella, como gustaba de contarles a las niñas con un orgullo que enternecía hasta el contagio y le iluminaba intensamente el desvalido color de arena de sus ojos gastados. Por esa época, la cantante Guadalupe del Carmen —entonces una muchachita de largas trenzas rubias, achaparrada y tímida—, luciendo dos pistolas al cinto, y casi escondida debajo de su enorme sombrero charro, recorría las ardientes oficinas salitreras presentándose en teatros y sindicatos de obreros especialmente engalanados para ella. Su paso causaba sensación y verdadero delirio entre los hombrones de aquella época. En los más perdidos y miserables campamentos desperdigados por la alucinante extensión del desierto grande, construidos a puro palo y calamina, esperaban a la popular cantante como a una verdadera aparición milagrosa. Y para verla de cerca, para oír en persona a Santa Guadalupe, como la llamaban entonces sus admiradores más tenaces, llevaban sus propios banquitos de madera a los atestados locales en donde hacía sus presentaciones. Los solteros no tenían ningún empacho en extender sus pañuelos blancos y sentarse en el piso de tierra o de tablas baldeadas a petróleo para poder verla más de cerca. Y espeluznados de emoción, llegaban a bramar de gusto con el repertorio de sus bien gritadas canciones que hablaban de caballos alazanes, de cartas marcadas o de amores malos como castigos de Dios. El paroxismo del entusiasmo devenía cuando Guadalupe del Carmen cerraba su actuación interpretando El hijo desobediente, por esos tiempos el más sentimental y solicitado de sus corridos.
“Yo también canto” fueron en verdad las tres únicas palabras que aquella niña mal vestida, apodada la “Gallina” (primer sambenito que tuvo la Reina Isabel), alcanzó a decirle a Guadalupe del Carmen aquella vez a las puertas del teatro de la oficina Algorta. La artista apenas alcanzó a obsequiarle la mueca de una sonrisa de lástima, antes de que sus músicos disfrazados de mariachis la rescataran del tumulto de admiradores frenéticos que forcejeaban por lograr el trofeo de un autógrafo garabateado en la carátula de uno de sus discos, o simplemente por llegar a tocarle las cachas plateadas de sus grandes pistolones de utilería.
Por entonces la Reina Isabel era conocida por la mayoría de los vecinos del campamento como la sobrina de la Flores de Pravia, la mocosa que cantaba los corridos mexicanos igualito a Guadalupe del Carmen. Desde siempre había sido número puesto en los escenarios improvisados que con ocasión de las grandes huelgas de aquellas épocas se levantaban en torno a las fogatas de las ollas comunes. Y entre los numerosos artistas del hambre que en tales ocasiones cantaban, bailaban o recitaban Al pie de la bandera, o hacían reír de pura pena con sus conmovedores trucos de magos pobres, a ella le pareció siempre que sus canciones eran las más esperadas. Los huelguistas siempre hacían repetir su número y la aplaudían con grandes hurras y gritos de entusiasmo.
Pero su sueño de niña era cantar alguna vez en las fiestas de la primavera. Pararse en los iluminados escenarios decorados con profusión de aquellas magníficas veladas con que en la pampa celebraban las fiestas cada año. Un sueño que nunca pudo realizar y que recordaba siempre cuando, ya mayorcita y dedicada profesionalmente a la prostitución, los borrachos le pedían que cantara algo en las regadas parrandas de los días de pago. En esos atardeceres se podía oír entonces, emergiendo por la ventana abierta de algún camarote de soltero, su melancólica voz de calandria sentimental entonando sus canciones como si estuviera sobre el escenario de la más hermosa fiesta de la primavera jamás celebrada en salitrera alguna.
Con el correr de los años su voz plañidera, que le venía como pintada a sus facciones de pajarita retraída, no había sufrido ningún cambio en lo elegíaco de su registro. Y esa universal desolación de su vocecita triste le había servido de fuente de inspiración al Poeta Mesana para escribir una de las más largas y tiernas endechas de amor jamás dedicadas a prostituta alguna. Sólo por oírla cantar a ella, el Poeta Mesana había permitido todas esas jaranas en su camarote y que le habían hecho ganar una apócrifa fama de trapisondista. Y había sido justamente en su camarote en donde la Reina Isabel, sólo tres días atrás, el jueves del pago para ser más exacto, había pedido una guitarra y había cantado por última vez en su vida.
Recordando aquella noche, las mujeres que habían participado de la parranda se repelaban y se mordían los dedos llamándose brutas y dos veces brutas por no haberse percatado del detalle que, ahora, a la vista de los despojos mortales de su compañera, hallaban claramente premonitorio: claro, si la Reina Isabel no sabía tocar la guitarra; si pese al empeño que había puesto por un tiempo —en el que sólo logró que las yemas de los dedos le quedaran sangrando y en carne viva—, la Reina Isabel jamás aprendió a tocarla. Y esa noche había pedido que le pasaran una. “Sólo para sentirla contra mi pecho”, había dicho. Y ninguno de los allí presentes columbró que el pedido pudiera significar algo más que el hecho de querer sentir una guitarra contra su pecho. Y le pasaron una. Y abrazada fuertemente a ella, niña, por Dios, recordaban ahora, gimoteando de pena las mujeres, la Reina Isabel había cantado repetidamente, y casi toda la noche, esa de Cuco Sánchez que dice guitarras, lloren guitarras, violines, lloren igual, no dejen que yo me vaya con el silencio de mi cantar. Y le había puesto tal emoción a su voz de pajarita triste, con tanto sentimiento había cantado la Chabelita aquella noche, niña, por Dios, que nos hizo salir a todas unos cuantos lagrimones ennegrecidos de rímel y nostalgias cabronas. Y hasta la mismísima Carrilana, recordaban en medio de una risa con llanto las matronas, lo que ya era mucho decir porque ésa no había llorado ni con la palmada en el traste que le dieron al nacer, se había emocionado tanto que no había tenido más remedio que destetar su pañuelito de puta vieja para limpiarse las dos lágrimas de tonta grande que le arruinaron el maquillaje y le echaron por tierra el cartel de dura de corazón que tenía y que tan engreídamente, niña, por Dios, exhibía la puta cabrona.
Y que por eso, aunque nada más fuera por eso, repetían condolidas las mujeres; por haber hecho, con sus canciones, que un montón de viejas tarambanas como ellas se sintieran por un rato (los dos minutos que dura una canción) un poco más humanas, más puras si se quiere, la buenaza de la Reina Isabel se merecía el cielo de sobra; aunque más no fuera por esa voz capaz de hacer estremecer a las piedras, si en verdad existía Diosito, la Reina Isabel se merecía la Santa Gloria con fuegos artificiales y todo, con guirnaldas tiradas de calle a calle, con chayas de papel picado lloviendo multicolor y con una gran banda de músicos vestidos de mariachis; que eso era lo más cercano a como ellas se imaginaban la Santa Gloria.
Y algo parecido le dijeron al anciano cura de la Oficina la Pan con Queso y la Garuma, las dos niñas que esa mañana, elegidas por la Ambulancia sin apelación posible, fueron comisionadas para ir a verlo a la iglesia.
—Tendrán que ser ustedes no más —les dijo la mamancona, luego de escudriñarlas una a una concienzudamente—. Porque siendo más putas que todas nosotras juntas, son las que menos cara tienen. ¡Par de mosquitas muertas!
Mirando de reojo a la Garuma, las demás niñas estallaron en risas con lo de mosquita muerta. Y es que a la Garuma, prostituta de piel blanquecina, alta y flaca y ligeramente encorvada, se le conocía también en círculos más estrechos como la Mosquita Muerta; y esto por una instintiva y poco higiénica afición que tenía de andar cazando siempre estos insectos. Estuviera donde estuviera y se hallara con quien se hallara, la Garuma no podía controlar su manía de sacar el manotazo y atraparlas en el aire. Y era tan ducha en su arácnido ademán que, como en el juego de la payaya, podía atrapar la siguiente sin que se le escapara la anterior hasta juntar cinco o más moscas vivas en el puño de la mano. Su ademán limpio y rápido de dar el zarpazo, era tan súbito y reflejo como un tic. Y no entendía cómo los demás cristianos, con armas tan contundentes como un diario plegado o uno de esos horribles matamoscas de plástico, podían errar sus mandobles a un brazo de distancia, cuando ella, sobre todo en el calor zumbante del verano salitrero, era capaz de apañarlas concentrada en la lectura de alguna fotonovela o de agarrarlas al vuelo caminando tranquilamente entre la gente de la calle. “Ustedes con sus manotazos fallidos no hacen sino dejar a las pobres moscas todas despeinadas o con soplo al corazón”, decía, sin ningún asomo de alarde, la Garuma. En el ambiente de los buques corría el rumor de que en sus horas de trabajo, en medio de los jadeos y resuellos de su cliente, súbitamente sacaba una mano por debajo y, sin perder el ritmo del bamboleo, con la rapidez de una serpiente, se cazaba dos o tres moscas por polvo. Algunos comentaban que cuando no miraba nadie, se las comía.
Y aquella mañana en la iglesia, en el corto tiempo que duró la entrevista, mientras oía con abismada atención las palabras del cura, ante la mirada atónita de éste y la vergüenza ajena de la Pan con Queso, la Garuma se atrapó maquinalmente tres moscas católicas.
Recatadamente vestidas, sin un pellizco de pintura en la cara (el único retoque de la Pan con Queso fue cambiarse su diente de gutaperche), las dos mujeres se apersonaron antes de mediodía por la iglesia y pidieron hablar con el padrecito. Su misión era conseguir que el anciano sacerdote accediera a decir una misa de cuerpo presente por el alma de la Reina Isabel, nuestra compañera, que el Señor tenga en su santo reino, le dijeron; porque a pesar de todo lo que se pueda decir y pensar de una mujer como ella, le dijeron, la Reina Isabel era más sana que una copita de vino dulce, créanos, padre, le dijeron. Más buena que una monedita de oro, le dijeron. Y lagrimeando copiosamente, con inocente irreverencia, le dijeron que la pobrecita era más sosegada y quitada de bulla que una estampita religiosa; o si no creía, que preguntara no más en los buques, le dijeron; que hablara con cualquiera de los hombres que allí vivían y averiguara quién era y cómo era en verdad la Reina Isabel. ¡Más livianita de sangre que era la Chabela!, le dijeron. Y besándose aparatosamente los dedos en cruz, con el rostro arrebatado en llanto, le juraron por Diosito lindo, padre, que la finadita había sido en vida poco menos que una mártir. Una verdadera Madgalena, padre, eso es lo que fue siempre nuestra compañera que en paz descanse, redondearon rotundas las dos niñas, tratando de convencer definitivamente al aflautado hombrecito de Dios. Pero éste, con una de sus blanquitas manos mesándose suavemente la barbilla y la otra metida bajo el sobaco, las escuchaba con la expresión conmiserativa y lejana con que se escucha a dos niñitas tontas que no tienen idea del disparate que están pidiendo.
Y es que ya a la hora de las dos obleas remojadas en una espiritual agüita perra en que consistía su frugal desayuno, el eclesiástico sacerdote se había informado, por boca de la mujer encargada del aseo parroquial, de la intempestiva y muy comentada muerte de la prostituta. “Una de las más viejas de todas esas perdidas, padre”, le había acotado secamente la beata, mientras le acomodaba al cuello una servilleta con la paloma del Espíritu Santo bordada en una esquina, de las que confeccionaban las mujeres de la congregación. Prevista, por lo tanto, la poco honrosa visita de las mujeres, el anciano ministro de Dios ya tenía espigados los correspondientes versículos de las Sagradas Escrituras y listas y dispuestas en la punta de su apostólica lengua las dogmáticas leyes de la muy Santa Iglesia Católica con que sencillamente apabulló a las dos aleladas emisarias. El interminable como esotérico sermón, cual una extraña ráfaga de vientecillo helado, les fue secando las lágrimas a las prostitutas y endureciéndole a ojos vistas la expresión de sus rostros, encarajinándosela. Con las manos en jarras, sin el más leve pestañeo, oyéndolo como a un ser caído de otra galaxia, la Pan con Queso y la Garuma no supieron nunca de dónde habían logrado sacar tanta paciencia y estómago juntos para tragarse cruda toda esa enrevesada soflamería teológica que el decrépito curita, en calmosos ademanes litúrgicos, trató de hacer lo más suave y diplomática posible, pensando, tal vez, que en cualquier momento el demonio rondador podía despertar las iras prosaicas a esas pobres mujercitas pecadoras.
“Ni al tañado del Astronauta le hemos oído decir tantas chambonadas juntas”, contarían más tarde las mujeres, haciendo mención a los venáticos monólogos que el Astronauta, subido sobre su banquita, se mandaba cada noche mientras observaba el cielo con su catalejo. En esos extraños soliloquios, mascullados en un tono como de plegaria, el estrafalario Astronauta, con sus mamotretos de astronomía amontonados sobre la banquita, hablaba de cosas tan extraordinarias para una prostituta como lo puede ser la precesión de los equinoccios, el movimiento paraláctico o las misteriosas Tablas Rudolfinas.
Cuando la Pan con Queso y la Garuma optaron por retirarse de la iglesia, sin hacer mayor escándalo, salvo la ostensible mirada criminal por parte de una y el descarado escupitajo de desprecio en las baldosas del atrio, por parte de la otra, lo único que llevaban claro en la cabeza era que ni los suicidas ni las rameras tenían derecho al santo oficio. Viéndolas alejarse, el longevo sacerdote respiró aliviado. En verdad había estado esperando que en cualquier momento ese par de mujercitas desatinadas se salieran de madre. Con sus célicos ojillos de ratón entrampado puestos en blanco, alzó sus translúcidas manos al cielo como pidiendo a Dios que lo revistiera de su santa paciencia. Musitó unas palabras de agradecimiento a su Padre Dulcísimo por lo barato que habíale resultado salir ileso de tan pedestre embrollo, y antes de terminar el monocorde abejorreo de un padre nuestro rezado con los ojos abiertos y fijándose en el polvo del piso recién encerado, ya se había olvidado completamente del asunto.