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Muy pocas personas sabían en los buques que el Astronautaera hermano de la Reina Isabel. Entre las mujeres sólo la Ambulancia y la Chamullo estaban en el secreto. La Reina Isabel se lo había contado a la Ambulancia como confidencia de amiga íntima y a la Chamullo, por ser ésta la única de las niñas que había logrado granjearse la confianza del Astronauta.

La insólita amistad entre el Astronauta y la pizpireta prostituta había nacido de un hecho simple y elemental: ella era la única que en la cama lo trataba con naturalidad. El apodo de esta jovial meretriz (“mereactriz”, le decía el Poeta Mesana) venía de su histriónico estilo de atender a los hombres. Con un poder de convicción prodigioso que ya se lo hubiera querido una artista del escenario, la Chamullo era capaz de hacer sentirse un Jorge Negrete al más contrahecho de sus clientes, un padrón al más pusilánime de virilidad y un amante de las mil y una noches al más insípido de sus asiduos. Y con la magia de sus recursos teatrales, más una alegría incoercible (“hay que hacerle honor a lo de mujer alegre”, decía, muerta de la risa) había logrado resquebrajar la áspera caparazón de quirquincho del Astronauta y romper su hosco ensimismamiento. En un magnánimo gesto de prostitución humanitaria, la entallada chimbiroquita accedía incluso a visitarlo en su propio camarote, cuestión que para las demás niñas era simplemente inadmisible. “Es como estar tirando con un gato muerto debajo de la cama”, solía decir la Poto Malo contando de la vez en que, necesitada de un dinero urgente, se le ocurrió ocuparse con el Astronauta en su camarote. Que al rato no más, a punto de vomitar el alma a causa de la pestilencia insoportable, hubo de salir corriendo a medio vestir, dejando al Astronauta dando manotazos al aire y gritando como desaforado: “¡Vuelve aquí, puta del carajo!”.

La Chamullo, en cambio, con un toquecito de mentolato en las narices, hasta se daba el lujo de hacer “sobrecama” con él. En su estrafalario catre pata de oso, que se usó mucho en las más paupérrimas oficinas antiguas —un somier apoyado sobre cuatro tarros de manteca—, tendida sobre la colcha adornada con cajetillas de cigarrillos colgándole como flecos en todo su contorno, era capaz de retozar tardes enteras junto a él. Mientras en peripatéticas charlas didácticas el Astronauta le hablaba de la errante cabellera platinada de los cometas o del movimiento paraláctico de las estrellas, la Chamullo, en religioso silencio, se entretenía con el manojo de llaves innumerables que le colgaba amazacotadamente del cuello como un grotesco escapulario de fierro.

Las llaves pertenecían a los tres grandes candados de la puerta y a las rumas de maletas, cajones y baúles antiguos que atiborraban la habitación. Se decía que aparte de las decenas de trajes de casimir inglés legítimo de hechuras pasadas de moda hacía más de cuarenta años, y de los gruesos volúmenes de astronomía que a veces se le veía leer en mitad del patio, guardaba en sus maletas herméticos tomos de brujería y ocultismo, y que de tanto leerlos subrepticiamente por las noches era que se le habían terminado de pelar los alambres. Que en uno de los baúles mantenía el dinero ahorrado con avaricia suicida a lo largo de toda la vida, y que lo conservaba en los mismos sobres intactos en que le pagaban el salario, y en los cuales había veintes de cobre y coloridos billetes fuera de circulación. Que en uno de los polvorientos cajones en forma de cofre pirata, cerrado con doble chapa y cuatro candados, atesoraba su impresionante colección de relojes, leontinas, anillos, colleras y prendedores de oro. Aunque otros aseguraban que todas aquellas historias no pasaban de ser meras fábulas y que lo que realmente el hombre guardaba con tanto celo y bajo tantas llaves, no eran sino herrumbrosas porquerías recolectadas en basurales y cementerios abandonados, y que de ahí la hediondez inaguantable del camarote.

Pero si bien era cierto que en su camarote la fetidez podía desgarrarse como un visillo podrido, también lo era que en los días festivos y fines de semana al Astronauta se le podía ver vestido con la elegancia de un gran canciller de los años treinta. Además, a la Chamullo, en compensación por la gracia de sus amores filantrópicos, le llevaba regalado media docena de sortijas de oro, entre anillos, gargantillas y aretes (joyas que ella regalaba o vendía enseguida, pues sólo gustaba llevar sus alegres chacharachas de fantasía). El obsequio preferido de la Chamullo era un mamotreto de tapas duras y papel biblia que no versaba precisamente sobre astronomía o magia negra, sino que se trataba de un anacrónico manual de sexo. Un día ella lo vio sobre la cama y se lo pidió en vez de un nuevo anillo. Aficionada desde siempre a esa clase de literatura, la Chamullo era la única niña de los buques capaz de hablar más de cinco minutos sobre sexo sin caer en el dicho soez.

El tercero de los que estaban en conocimiento de los lazos sanguíneos que unían a la Reina Isabel con el lunático personaje era el Poeta Mesana. La propia matrona le había contado la historia en una infinita tarde de domingo en que un súbito viento arenoso había asaltado el campamento. Después de un lánguido coito al fiado, mientras se tomaban unos mates, ella le narró la extensa y triste historia de su vida. En verdad lo hizo un poco por darle ese saborcito de nostalgia necesario a todo mate y otro poco para capear la soledad y el viento borracho que afuera rugía desclavando calaminas, elevándolas a gran altura por sobre los techos y dejándolas caer como atroces guillotinas de zinc.

Abandonados por su madre, se había hecho cargo de ellos su tía la Flores de Pravia, una mujer flaca hasta la histeria que en su juventud, al igual que su hermana, había sido asilada en una casa de tolerancia en Alto del Carmen. La mujer los crió a ella y a su hermano hasta el día que abandonó a su marido (lo mismo que había hecho su madre) para irse con un empleado de escritorio veinte años más joven que ella. Todo lo que la desequilibrada mujer les dejó fue, a ella, las marcas de los cinturonazos en la espalda propinados cada vez que la sorprendía cantando por algunas monedas en la corrida de los solteros; y a su hermano, la eterna pelada al rape con sólo un triste mechón en la frente que le remarcaba aún más su congénito aspecto de desamparo. Lo único loable de la mujer fue el hecho de haberlos iniciado en los secretos de la lectura. Nunca los mandó a la escuela. Ella misma les enseñó a deletrear en un sebiento manojo de hojas sueltas del silabario Lea, aunque más por desahogar su neurosis en la cabeza de los niños que por mera vocación pedagógica. La Reina Isabel, de mollera más dura, se había quedado sólo en el deletreo. En cambio su hermano, con una facilidad extraordinaria se aprendía las lecciones más difíciles y deletreaba de corrido —casi cantando— la pipa de mí papá y las manos de mi mamá, y las andaba repasando una y otra vez a toda hora y en todas partes. En la calle recogía cuanto papel impreso se hallaba tirado y se ponía a leerlo en voz alta. Al comienzo lo hacía sólo por la satisfacción de darse cuenta que lo podía hacer, pero más tarde se le fue convirtiendo en un prurito de curiosidad casi malsano por saber todo cuanto decían los papeles.

Al quedar solos, y sin que nadie se lo impusiera, ella se tomó para sí el deber de mantener a su hermano mayor. Y lo hizo de la única manera que sabía: cantando las rancheras de Guadalupe del Carmen en la corrida de los solteros. Al poco tiempo, siguiendo los pasos de su madre, entró de frentón a ocuparse de prostituta. Ganaba mucho más dinero. Una tarde llegó su hermano al camarote en donde ella ejercía. Llevaba un pequeño hato de ropa y su pallasa cruzada a la espalda. Iba a despedirse. Se iría a trabajar a la Oficina de otro cantón. El empleo no era nada muy complicado, consistía en retirar, de noche, los barriles de mierda de las casas de los jefes principales, trasladarlos en una carreta al botadero, lavarlos y reponerlos limpios e inmaculados antes de amanecer. Se despidieron llorando. Al principio él venía a visitarla de vez en cuando; ella lo hallaba cada vez más raro, como asonambulado, y le reprendía el hecho humillante de seguir dejándose el mechón de huérfano en la cabeza. Después de un tiempo ya no se apareció más. La última vez que supo de él fue cuando alguien le contó que había visto su nombre en las listas de reclutamiento. Desde entonces había perdido todo contacto con su hermano.

Al cumplir la mayoría de edad, la Reina Isabel se dio a la tarea de buscar a su hermano. A veces le llegaban noticias de que había sido visto en tal o cual Oficina, de tal o cual cantón. Ella entonces viajaba en cuanto podía hacerlo. En la Oficina en cuestión se pasaba algunos días en los cuales, a la vez de indagar, aprovechaba para ejercer. Cuando su interrogatorio en medio de jadeos y resuellos no arrojaba resultados positivos, se iba a preguntar a la Oficina del Personal; luego, averiguaba en las fondas y en las cantinas del campamento hasta terminar buscándolo, con el alma en un hilo, en las salas de los hospitales y en los pulgueros de las comisarías. Nunca lo pudo hallar. Muchas veces se lo dieron por muerto. Que se había quemado vivo al caer a los cachuchos de salitre fundido en la Flor de Chile, que lo había destrozado un tiro en una calichera de la Piojillo, o que lo habían matado en un pleito de fondas en la Candelaria. Una vez le vinieron con la noticia trágica de que su pobre hermano había sufrido la terrible muerte del palanquero en la oficina Prosperidad; que, incluso, le habían erigido una animita a la orilla de la línea férrea en donde había sido destrozado por las ruedas de los catorce carros de un convoy salitrero; y que, al decir de las ancianas que iban a prenderle velas y a pedirle favores, su hermano estaba haciendo verdaderos milagros de santo. Al final la Reina Isabel, resignada, había optado por desistir de su búsqueda inútil.

El día en que se dio de cabeza con él en el patio de los buques de la Oficina, habían transcurrido treinta y dos largos años. Lo encontró sentado en una banquita de palo de durmiente parchando una cotona de trabajo a la que ya no le cabían más remiendos encima. Pese al tiempo transcurrido y a que el físico de su hermano mostraba un deterioro y una magrura de lástima, ella lo reconoció enseguida. Él, ya con los primeros efluvios de la locura cromándole el cerebro, pareció no reconocerla en absoluto.

La Reina Isabel venía esa vez a la Oficina sólo de pasada. Su destino era la Alemania. Hasta allá la había invitado a trabajar la Azuquítar con Leche, una vieja amiga de sus comienzos, famosa en Algorta por su récord que nadie pudo superar. En un solo día de trabajo, esta prostituta de potente grupa, había llegado a ocuparse con noventa y nueve enardecidos mineros recién pagados, y aún le había sobrado alma a esta hija del altísimo, a esta homérica puta del carajo, para hacerlo por amor —y con amor— con su hombre de turno. Aunque algunos escépticos aseguraban después que la célebre meretriz había llegado solamente, y a duras penas, a los noventa y ocho polvos. El mismo día de su llegada, la Reina Isabel conoció a la Ambulancia. Fue mientras esperaban turno en el hospital que se hablaron. Tal vez fue el contraste —una gorda, inmensa, ampulosa, toda ella ataviada de blanco; la otra, delgada, lacónica y vestida sin que nada combinara con nada— lo que hizo que ambas mujeres se acercaran. Luego, habían acordado seguir juntas haciendo el resto del recorrido. La Ambulancia, que sólo necesitaba poner al día su “carné rosado”, y pese al esfuerzo que le significaba arrastrar su enorme humanidad, la acompañó caminando desde el hospital a la Oficina del Bienestar y desde allí hasta la comisaría. Ésta quedaba exactamente frente a los buques. Y fue al salir de la comisaría cuando ambas entraban a los buques sonriendo y tomadas del brazo, que la Reina Isabel lo vio.

El Astronauta se hallaba sentado en su banquito de palo, enfebrecido en la labor de su costura interminable. Con el torso desnudo, encorvado por el peso de la metálica pelota de llaves colgándole del cuello y esquelético hasta más allá de lo santo, la Reina Isabel lo reconoció porque llevaba el mismo mechón de niño huérfano en la frente de su cabeza rapada, aunque ahora se asemejaba más a un mohicano. Parada a dos metros frente a él, girando en un vértigo de emoción incontenible, sintiendo cómo le saltaba el chorro de lágrimas calientes, la Reina Isabel se lo quedó mirando como a un aparecido. Él apenas levantó su cabeza de orate y siguió absorto en sus vesánicas puntadas. Cuando la Reina Isabel, temblándole la voz, le preguntó a su amiga, sólo por ver, quién era ese hombre tan flaco, la Ambulancia, socarrona de gestos, le dijo que se trataba del Astronauta, “el tipo más chiflado de todos los buques”.

Por aquel tiempo al Astronauta, aparte de la liturgia de su costura, esa manía delirante de pegar callapo sobre callapo hasta dejar su ropa de trabajo convertida en gruesas caparazones de tortuga, y de la lectura encarnizada de sus mamotretos de astronomía, le había dado por estudiar el firmamento a través de un catalejo antiguo que nadie supo nunca de dónde había sacado. En las noches de la pampa, cuando el viento soplaba hacia el otro lado y el campamento se veía libre de su perpetua neblina de polvo, el Astronauta, grave de ceño, con la solemnidad de bronce de los grandes astrónomos de la Edad Media, poníase a escudriñar los infinitos estadios del cosmos con un deleite increíble. Su apodo, sin embargo, no le venía de su emulación de Galileo. El mote le provenía de lo estrafalariamente gruesa y rígida que dejaba su vestimenta de trabajo. Su esquelética figura aumentaba tres veces su volumen metido en esa fortaleza de parches. Y era todo un espectáculo, a la entrada o salida de los turnos de noche, verlo moverse robóticamente, como en una caminata planetaria. Sus bototos con punta de fierro, también encallapados, convertidos en monstruosos zapatos deformes, le daban aún más el aspecto de un astronauta extraviado tanteando cuidadosamente las arenas de un mundo desconocido. Para rematar el cuadro, lo estrambótico de su figura era subrayado por una larga cadenilla de perro que sostenía en una mano (en la otra llevaba el lonchero), cuyo otro extremo, cinco metros más adelante, terminaba en un minúsculo, tierno y risible perro chihuahua.

La Reina Isabel se quedó a vivir en la Oficina. Se consiguió un camarote lo más cerca posible de su hermano y se dedicó a protegerlo y a atenderlo de manera indirecta. Tanto esmero y tantas atenciones hacia él hicieron sospechar a las demás niñas de un enamoramiento fulminante por parte de la Reina Isabel. Pero después de conocerla y de ver que su corazón era una casa abierta para todo el mundo, se convencieron de que sus cuidados y comedimientos para con el “Caballero de la Triste Costura”, como le decía el Poeta Mesana, eran nada más que acciones de buena samaritana.

Lo que más le gustaba a la Reina Isabel era ver a su hermano, los días domingo, luciendo sus flamantes ternos fuera de época. Uno diferente a cada hora del día: de color claro por la mañana; por la tarde, azul o gris, y de noche invariablemente negro o café. Como había adelgazado demasiado en el último tiempo, producto de las sopitas insípidas que él mismo se preparaba en medio del patio, el Astronauta rellenaba las hombreras de sus trajes con papel de diario para que los vestones no le colgaran como pellejo de vacuno flaco. Una gruesa leontina de oro, con su Longines legítimo, le refulgía en el chaleco de cada uno de los trajes. De oro además eran los prendedores de cada corbata, los gemelos de las camisas y los tres anillos que lucía en cada mano. Y oro había también en su destellante dentadura postiza de uso dominical; para comer tenía otra. Remataba su elegancia ministerial un sombrero de paño que llevaba siempre levantado, el bastón con puño de plata y las anacrónicas polainas que hacían las delicias de los niños en la calle. Ministerial distinción de principio de siglo menoscabada por una sebienta bolsa de papel que cargaba bajo el brazo como la cosa más natural del mundo. De aquella bolsa de papel, como un mago de un cucurucho, el Astronauta hacía aparecer los billetes para cancelar la compra de sus verduras.

Además de preocuparse por la salud de su hermano, preparándole sus infusiones y remedios caseros cada vez que lo notaba achacoso, la Reina Isabel había tratado al principio de alimentarlo y hacer que recuperara peso. Le hacía llegar pasteles, tarros de leche, chocolates en barra o alguno de sus postres de frutas. Pero muy luego se dio cuenta de que era en vano: el Astronauta tiraba todo a la basura sin siquiera probarlo. Su tacañería malsana había terminado por transformarse en una mística manera de vivir entre ayunos y privaciones.

Pero el oficio de ángel de la guarda de la Reina Isabel no concluía en hacer de enfermera o de nutricionista. También lo cuidaba de todo el que pretendiera causarle daño o aprovecharse de su perturbación mental. Y más de una vez se la vio convertida en una salvaje fiera de ojos amarillos —ella que era toda docilidad—, defendiendo a su hermano de alguna descarada puta afuerina que pretendió hacerse la América a costa de su vesania. Constantemente también debía rescatarlo de las manos de borrachos odiosos que querían zamarrearlo sólo porque se sentían humillados de que un loco zaparrastroso, un trastornado languciento, tuviera tanta plata y se sintiera tan eminente el lunático hijo de puta, que no se dignara a dirigirles la palabra. Pero el mayor acto de defensa que llevó a cabo la Reina Isabel en favor de su hermano mayor, fue una noche de sábado, en horas del toque de queda, pocos días después del golpe.

Aquella noche, una patrulla del destacamento militar que ocupó la Oficina se aburría mortalmente. Ya se había allanado todo lo que había que allanar, detenido a todo el que había que detener, fusilado a los que se tenía que fusilar y hecho desaparecer al que irrecusablemente debía desaparecer. Y las silenciosas y polvorientas noches de la pampa se veían demasiado pasivas para sus ímpetus guerreros. Su diversión en aquellas noches consistía en darles un susto a los trabajadores que entraban en el turno de las cuatro de la mañana y, de pasadita, comerles el pan con mortadela. Agazapados detrás de las garitas de la Tarjetera, los soldados aparecían de improviso ante los trabajadores encañonándolos y pasando bala con gran estrépito. Con las manos en la nuca, los obligaban a hacer sapitos y luego les ordenaban desaparecer en tres tiempos ¡y ya van dos! Los viejos, asustados y boqueando, dejaban tirado en el suelo el cambucho del pan que, al momento de ser encañonados, llevaban somnolientamente bajo el brazo.

Aquella noche, luego de requisar algunas botellas de vino en la Cueva del Chivato, al oficial al mando de la patrulla se le ocurrió la idea (humorada la llamó él) de ir a los buques a tirarse unas putas. Eran las 3:30 de la madrugada. Despertaron de un culatazo al sereno de una garita, le preguntaron en qué camarotes había mujeres y fueron a sacarlas a la fuerza. Sólo encontraron a la Reina Isabel y a la Carrilana. Decepcionado con la “collera de viejas”, que hizo poner de cara a la pared y sacando culo a ver si lograban calentarlo, ordenó hacer levantar a los viejos de los diez primeros camarotes de cada corrida. “Me los traen con lo puro puesto”.

Los viejos, todos en camiseta y calzoncillos largos, temblequeaban amontonados en medio del patio. El inmutable Astronauta, a torso desnudo, se afirmaba sus afranelados con una mano, mientras la otra la apoyaba doctoralmente en la barbilla. El ebrio oficial los aporreó un rato con carreras y cuerpo a tierra, y luego los obligó a meterse a la ducha. Después, elucubrando algo más divertido frente a la estilante hilera de viejos en posición de firmes, con la lengua traposa del apestoso vinacho de la Cueva del Chivato, comenzó una perorata que quiso hacer aparecer como alocución patriótica y que al final derivó en que lo más que le llamaba la atención de esta puta Oficina salitrera era el gran número de cabros chicos jugando en las calles y la cantidad impresionante de gatos pululando en los tambores de basura; y que como para el actual gobierno los niños significaban el futuro de la patria y no se les podía andar perturbando su dulce sueño a esas altas horas de la noche, no quedaba más remedio entonces que recurrir a los lindos mininos que ahí en los buques abundaban sobremanera para divertirse un rato. Así que cada uno de los veteranos allí presentes tenía que atrapar uno de estos cuchitos y traérselo agarrado de la cola. “El primero que me llegue con un gato —dijo— se va a dormir. Los demás se me van todos detenidos”.

—¡Carrera, marr!

Los ancianos se desparramaron presurosos por la oscuridad del patio. Descalzos y afirmándose los calzoncillos, corrían cómicamente pisando en puntillas sobre la áspera caracha de caliche. A la mayoría de ellos se le había quedado su prótesis dental en el vaso con agua sobre el velador y sus ansiosos ¡cuchito! ¡cuchito!, les salían conmovedoramente gagueantes desde sus bocas desdentadas.

El primero en presentarse ante el oficial fue el Astronauta. Sonriendo de extraña manera, apareció con un gato gordo y amarillo firmemente tomado entre los brazos. Se cuadró ante el uniformado y le alargó el animal. Sus ojos erráticos bailoteaban brillantes. El oficial tomó cuidadosamente al animal, lo acarició un momento y luego se quedó mirando fijo a los ojos del Astronauta. Acercándole la cara hasta casi rozarle la quijotesca encorvadura de la nariz, le dijo calmadamente:

—¿Qué les pedí a los viejos culiaitos que me trajeran?

—Un gato, mi teniente.

—¿Y esto qué es, viejito culiaito?

—Un gato, mi teniente.

—¿Tengo cara de huevón o me han visto las huevas los viejitos culiaitos?

—No, mi teniente.

—¿Y entonces?

—...

—Para tu conocimiento, viejito culiaito —le dijo, sin apartarse un milímetro de su cara—, aunque esto tiene ojos de gato, cola de gato, bigotes de gato y está forrado en piel de gato, y hasta a simple vista parece gato, no es un gato, viejito culiaito. ¡Es una gata!

Levantó entonces al gato tomándole dos patas en cada mano y comenzó a sacudirlo por sobre su cabeza, como esos cantores de lota revolviendo y haciendo sonar el tarro con los números.

—¿Ves como no le suenan los cocos, viejito culiaito? Además, me parece que dije que lo trajeran de la cola —gritó enfurecido.

Cuando le lanzó el animal por la cara y la sangre de un arañazo comenzó a correr roja por la mejilla del Astronauta, la Reina Isabel saltó hecha una fiera por entre los conscriptos y sin emitir un solo insulto —salvaje pantera muda— hundió también sus largas uñas pintadas en el rostro rubicundo del joven militar.

El soldado que le propinó el culatazo en el hombro, la comenzó a patear furiosamente en el suelo mientras los demás pasaban balas y apuntaban nerviosamente a los ancianos. El episodio pudo terminar de peor manera si en ese momento no empieza a sonar el largo pito de las cuatro de la mañana que despertaba a los que entraban de turno a esas horas. El agudo silbido de la sirena hizo iluminar varias ventanas y abrir otras tantas puertas de los camarotes. El soldado se contuvo de seguir golpeando a la prostituta y el teniente, con la pistola en una mano y un pañuelo en la otra, limpiándose la sangre de la cara, ordenó a sus soldados retirarse.

Después de ese episodio, el Astronauta había comenzado a empeorar en sus desvaríos. Encaramado en su atalaya de durmiente, le dio por hacer grandes e inverosímiles descubrimientos estelares. No había noche en que no descubriera algún nuevo cometa, alguna constelación inédita o el nacimiento de una estrella “conspicuamente brillante y nunca vista antes de nuestro tiempo, en ninguna época desde el comienzo del mundo, en esas azules pampas que conforman el inconmensurable universo de Dios”, declamaba rabiosamente eufórico, sin quitarse el catalejo del ojo. Con la humildad de los grandes hombres de la historia, jamás usó su nombre para bautizar sus increíbles hallazgos en la esfera celeste. Sus esotéricos catálogos y cartografías estelares, trazados en papel de mantequilla, lo conformaban astros gloriosamente bautizados con los más famosos apodos de las niñas de los buques. En sus mapas figuraban puntos con nombres como “El Cometa de la Flor Grande”, “La Estrella de la Malanoche”, “El Asteroide de la Reina Isabel”, “La Constelación de la Cama de Piedra” o “La Refulgente Estrella de la muy benemérita Chamullo”.

Y aunque tampoco después de la peripecia con los militares dio señales el Astronauta de reconocer a la Reina Isabel como su hermana, y le seguía aceptando sus atenciones con la indiferencia helada de un asilado psiquiátrico ante la asistencia de una hermana de la caridad, su actitud al enterarse de su muerte no dejaba de ser extraña. Lo que más inquietaba a todos era su reacción de escaparse a la pampa. De sobra se sabía que las innumerables tragedias que coronaban la historia de las oficinas salitreras —como una triste corona de botellas rotas—, todas habían comenzado o terminado con escapes a la pampa.