Capítulo XVII
El tesoro de Salomón
Mientras nosotros, dominando la terrible impresión que aquel lugar nos produjo, examinábamos las maravillas que lo ocupaban, Gagaula se empleaba en distinta operación. De una u otra manera, que no le faltaba agilidad cuando quería, se había encaramado sobre la mesa y se acercó al cadáver de su amigo Twala sin duda para ver, según sugirió Good, cómo se iba «curtiendo» o con algún otro horrible designio. Después, apoyada en su bastón, retrocedió, deteniéndose aquí y allá para dirigir expresiones que no pude comprender, a cada uno de los petrificados cuerpos, exactamente con el tono que uno emplea al saludar a sus viejos amigos. Habiendo terminado esta misteriosa y horrible ceremonia, se puso en cuclillas bajo la Blanca Muerte y comenzó, por lo que nos fue dable juzgar, a ofrecerle sus oraciones. La vista de esta malvada criatura, dirigiendo sus súplicas, inicuas sin duda, al más implacable enemigo del género humano, era tan desagradable que nos obligó a precipitar y terminar nuestra inspección.
—Ahora, Gagaula —le dije en voz baja, en aquel sitio uno no se atrevía a hablar alto— condúcenos a la cámara de las piedras.
La vieja avanzó apresuradamente a gatas por el borde de la mesa y se deslizó al suelo.
—¿Mis señores no tienen miedo? —preguntó mirándome de soslayo.
—Camina.
—Bueno, mis señores —y sin proferir otra palabra marchó hacia la espalda de la Muerte. Aquí está la cámara, sírvanse mis señores de encender la lámpara y entrar, y colocando la calabaza llena de aceite en el suelo se recostó contra la pared de la cueva. Saqué un fósforo de los pocos que aún nos quedaban en una caja, encendí la ruda torcida, y entonces, busqué con la vista la entrada; pero ningún paso se abría ante nosotros, la pared aparecía completamente unida. Gagaula hizo una mueca.
—¡La entrada está ahí, mis señores!
—No chancees con nosotros —le dije desesperadamente.
—No me chanceo, mis señores. ¡Mirad! —y nos indicó la roca.
Al hacerlo levantamos la lámpara y percibimos que una parte de la roca de la pared se separaba lentamente del suelo, desapareciendo por la parte superior en el macizo que gravitaba sobre ella, en donde indudablemente existía una cavidad para recibirla. Tenía la anchura de una buena puerta, diez pies de altura y cinco de espesor. Por lo menos pesaba de veinte a treinta toneladas, y su moción claro era que se verificaba por la aplicación de un simple principio de la balanza, probablemente el mismo que se emplea para abrir y cerrar algunas de nuestras ventanas modernas.
¿Cómo se ponía el mecanismo en movimiento?, ninguno de nosotros lo pudo averiguar; Gagaula tuvo especial cuidado en evitar que lo descubriéramos; pero tengo por seguro que había allí una sencilla palanca, que movía apretando en algún punto secreto y, aumentando el peso del oculto contrapeso, determinaba la caída de éste, y por consiguiente la suspensión de aquella enorme masa. Lenta y suavemente continuó ascendiendo aquel trozo de roca, hasta que al fin desapareció por completo, dejando un obscuro hueco en el lugar que había ocupado.
Nuestra excitación, al encontrarnos con el paso franco a la cámara del tesoro de Salomón, fue tan intensa, que por mi parte comencé a temblar. ¿Sería, después de todo, la historia de los diamantes una pura fábula, o el antiguo da Silvestre decía la verdad?, y ¿estaban aún amontonadas en ese obscuro sitio aquellas incalculables riquezas, riquezas que nos convertirían en los hombres más acaudalados de la tierra? En uno o dos minutos lo íbamos a saber.
—Seguidme, hombres blancos de las estrellas —dijo Gagaula, internándose en el pasadizo y deteniéndose cerca de la entrada— pero oíd antes a vuestra criada, a Gagaula la vieja. Las piedras relucientes, que vais a ver, fueron extraídas del pozo a cuyo borde velan los «Silenciosos», y guardadas aquí, en otros tiempos y por otros hombres que jamás he podido conocer. Desde que aquellos, después de atesorarlas, las abandonaron en su precipitada fuga, una vez y no más, el pie humano ha hollado este lugar. La noticia del tesoro se esparció en el pueblo, y la tradición la ha traído hasta nuestros días; mas nadie supo dónde se encontraba, ni el secreto de la puerta que lo guarda. Sin embargo, un hombre blanco, cruzando las nevadas montañas, vino al país, ¡tal vez también «de las estrellas»!, y el Rey, a la sazón nuestro señor, el que se sienta allí (señalando al quinto en la mesa de los muertos), lo recibió con hospitalidad. A poco el hombre acompañado por una mujer de nuestra raza vino a este sitio, y la mujer, por casualidad, descubrió el secreto de la puerta, secreto que vosotros no podréis encontrar aunque lo busquéis mil años: conocido el camino, ambos lo recorrieron, hallaron las piedras, y el primero llenó con ellas un saco de cuero de cabrito en el que la segunda llevaba sus provisiones. Cuando se disponía a salir de la cámara, cogió una piedra más, una muy hermosa y la retuvo en su mano.
Al llegar a este punto de su relación, Gagaula hizo una pausa, y yo arrastrado por el interés que me dominaba, lo pregunté:
—Y bien, ¿qué aconteció entonces a da Silvestre?
La repugnante vejancona se inmutó al oírme pronunciar este apellido.
—¿Cómo sabes tú el nombre del que murió?, preguntome vivamente, y, sin esperar contestación, prosiguió:
—Nadie puede decir lo que le pasó; el resultado fue que el hombre blanco, atemorizado, dejó caer el saco en el suelo y huyó precipitadamente, con la que tenía en su mano; el Rey después se la quitó y esa piedra es la misma que tú, Macumazahn, arrancaste de la frente de Twala.
—¿Ha entrado alguien más aquí? —pregunté asomándome al obscuro pasillo.
—No, mis señores, el secreto de la puerta ha pasado, con la mayor reserva, de rey a rey, quienes la han abierto, sin cruzar jamás sus umbrales; porque una profecía dice, que los que penetren en este lugar morirán en el plazo de una luna; como murió el hombre blanco, allá en la cueva, entre la nieve de la montaña, donde vosotros, Macumazahn, lo habéis encontrado. ¡Ah!, ¡ah!, mis palabras no son engañosas.
Al proferir la última exclamación, mis ojos tropezaron con los suyos y su mirada me causó escalofríos e indefinible malestar. ¿Cómo la maldita vieja había sabido lo que decía?
—Pasad, mis señores. El saco lleno de piedras, que veréis en el suelo, os dirá si miento; y si también es cierto, que el que traspasa este dintel, camina a su muerte, más tarde lo sabréis, —y con tres «¡ah!, ¡ah!, ¡ah!» de mal agüero, apoyada en su bastón y llevando la luz, desapareció en el sombrío pasillo; pero confieso ingenuamente que por una vez más vacilé en seguirla.
—¡Con mil legiones de diablos, adelante! —exclamó Good— no crea esa bruja del infierno que logra asustarme, y seguido de Foulata, que el terror hacía temblar, entró a su vez tras Gagaula, ejemplo que seguimos sin tardanza.
A pocas varas de la entrada, Gagaula se había detenido, y al alcanzarla nos dijo levantando su lámpara:
—Según podéis ver, mis señores, los que pusieron sus tesoros aquí trataron de preservarlos contra cualquiera que descubriese el secreto de la puerta; pero parece que en su precipitada fuga les faltó tiempo para terminar la obra; —y al decir esto nos indicó unos sillares que cerraban el camino, formando un muro de dos a tres pies de altura. A los lados se encontraban otros idénticos, convenientemente dispuestos para la continuación del trabajo y, lo más curioso de todo, una buena cantidad de mortero y dos llanas, que en cuanto permitió lo corto de nuestro examen, nos parecieron de igual forma y hechura a las usadas por los albañiles de la actualidad.
En este sitio la amedrentada Foulata, cuyo temor en nada había disminuido, nos dijo que sus temblorosas piernas se negaban a sostenerla y por lo tanto esperaría en él nuestro regreso. En efecto, la sentamos sobre el no concluido muro, a fin de que se recobrara, y, dejando la cesta con las provisiones a su lado, unos quince pasos más nos llevaron junto a una puerta de madera, esmeradamente pintada. Estaba abierta de par en par. El último que estuvo en aquel lugar, fuera quien fuese, o no tuvo tiempo para cerrarla o se olvidó de hacerlo.
Pasado el umbral veíase por tierra a un saco de cuero, hecho con la piel de un cabrito, y, al parecer, lleno de piedras.
—¡Hi!, ¡hi!, hombres blancos —profirió Gagaula al iluminarlo los rayos de su lámpara. ¿No os dije que el hombre blanco que estuvo aquí, huyó apresuradamente, tirando al suelo el saco de la mujer? Pues bien ¡vedlo ahí!
Good se inclinó al suelo y lo levantó. Era pesado, y al moverlo su contenido retiñó por largo tiempo.
—¡Cuerpo de Dios!, creo que está repleto de diamantes —murmuré balbuciente y, en efecto, la idea de un pellejo de cabrito lleno de diamantes es suficiente para quitar el habla a cualquiera.
—Adelante —dijo sir Enrique con impaciencia. Dame tú la lámpara, y, quitándosela a Gagaula, cruzó el umbral.
Nosotros le seguimos, abandonando el saco de diamantes y nos encontramos en la cámara del tesoro de Salomón.
En el primer momento, a la mezquina luz de la lámpara, distinguimos una habitación abierta en la roca viva, aparentemente en cuadro con diez pies por lado. Enseguida percibimos, apilados hasta el techo, en magnífica colección, gran cantidad de colmillos de elefante. Imposible era calcular cuántos había, porque no sabíamos el número de rimeros ocultos detrás del primero; pero en éste se descubrían por lo menos los extremos de cuatro a cinco centenares de primera calidad. El marfil allí amontonado era suficiente para hacer la fortuna del hombre más ambicioso. Tal vez, pensé yo, este mismo depósito proveyó al sabio Rey, con el material necesario a la construcción de «su gran trono de marfil» de aquel trono que no tuvo, ni ha tenido rival en reino alguno.
A la pared opuesta estaban también en rimero una veintena de arquillas de regular tamaño pintadas de rojo.
—Ahí están los diamantes —grité— traed la luz.
—Sir Enrique lo hizo así, acercándola a una de las superiores, cuya tapa, deteriorada por el tiempo, a pesar de lo seco de aquel lugar, estaba rota, probablemente por la mano de da Silvestre.
Introduje la mía por uno de los agujeros en ella abiertos y la retiré con un puñado, no de pedrería pero sí de monedas de oro, cortadas en forma que nunca habíamos visto y estampadas en ambas caras con caracteres al parecer hebreos.
—¡Ah! —exclamé volviendo las monedas a su sitio— a la postre no nos iremos con las manos vacías. Cada arquilla debía contener un par de millares de piezas y sumaban hasta dieciocho. Supongo que este dinero se destinaba al pago de los trabajadores y comerciantes.
—Bien —dijo Good— pienso que esto es cuanto hay; no veo diamantes, a menos que, el antiguo portugués los pusiese todos en ese saco.
—Busquen, mis señores, allí en donde está más obscuro, si quieren encontrar las piedras —dijo Gagaula, quien, por nuestras miradas, comprendió lo que decíamos—. Allí mis señores verán, en un rincón, tres cajas de piedra, dos selladas y una abierta.
Antes de traducir su aserción a sir Enrique, no pude menos de preguntarle ¿cómo sabía tales cosas, si nadie, después de da Silvestre, había entrado en aquel lugar?
—¡Ah! Macumazahn, el que siempre está alerta —contestome burlonamente— ¿vosotros los moradores de las estrellas, acaso no sabéis que hay ojos que ven a través de la roca?
—Curtis, busque en esa esquina —dije, indicándole el mismo sitio señalado por Gagaula.
—¡Hola!, muchachos, di con un escondrijo. ¡Santos Cielos!, miren aquí.
Corrimos hacia él y nos hallamos enfrente de un nicho abierto en la pared; en su fondo, pegados a ésta, se veían tres arquillas de piedra, cada una de dos pies cuadrados en la base y algo más de uno de altura. Dos estaban cubiertas con tapas de igual materia, la tercera tenía la suya a un lado.
—¡Mire! —repitió con voz enronquecida, paseando la lámpara por encima de la destapada arquilla. Clavamos en ella nuestros ojos y durante un momento, deslumbrados por los brillantes reflejos que los herían, no nos dimos cuenta de lo que veíamos. Pasada la primera impresión, acostumbrados a las ráfagas que en un principio nos cegaron, reconocimos que la arquilla estaba en sus tres cuartas partes cuajada de diamantes en bruto, casi todos de considerable tamaño. Me incliné y cogí algunos. Sí, no cabía duda, tenían al tacto la inequívoca suavidad del jabón.
Los dejé caer, exhalé un profundo suspiro de satisfacción y exclamé:
—¡Somos los hombres más ricos del mundo, Monte-Cristo a nuestro lado es un pobrete!
—Vamos a inundar el mercado con diamantes —añadió Good.
—Sí —observó sir Enrique— pero ante todo es preciso llevarlos a él.
Y mirándonos con el rostro pálido, y la linterna en alto sobre la fulgente pedrería, nos detuvimos indecisos, como si fuéramos malvados a punto de cometer un crimen y no, cual pensábamos, los hombres más afortunados de la creación.
—¡Hi!, ¡hi!, ¡hi! —prorrumpió Gagaula, a nuestras espaldas, saltando de un lado a otro como aciago vampiro. Ahí tenéis las piedras relucientes tan amadas por vosotros, hombres blancos, ahí tenéis tantas cuantas queráis; cogedlas, bañaos las manos en ellas, comedlas, ¡hi!, ¡hi!, bebedlas, ¡ah!, ¡ah! Sonome tan ridículo aquello de comer y beber diamantes, que rompí a reír ruidosamente, y a mi ejemplo, mis compañeros también, aunque sin conocer la causa. Permanecimos así, carcajada tras carcajada, enfrente de aquellas piedras preciosas, ya nuestras; piedras que miles de años hacía, pacientes mineros habían extraído del gran pozo, y, atesorado allí, para nosotros, el superintendente de Salomón, cuyo nombre, no sería difícil representaran los caracteres impresos en la amarillenta cera aún adherida a las tapas de las otras arquillas. Ni Salomón, ni David, ni da Silvestre, ni nadie lograron poseerlos. Nosotros los teníamos en nuestras manos. Sí, millones de libras en diamantes, y millares, en oro y marfil, esperando solamente a que los sacáramos de aquel lugar.
Por fin terminó nuestro acometimiento de risa y cesaron las carcajadas.
—Abrid las otras, hombres blancos, graznó, que no dijo Gagaula, en ellas hay de seguro más. ¡Saciad vuestro apetito, blancos señores!
Obediente a la indicación, tiré de las tapas de las restantes arquillas, después de romper, lo que me supo a sacrilegio, los sellos que las aseguraban.
¡Bravo!, también llenas y hasta el tope, por lo menos la segunda; no en balde el mal aventurado fidalgo henchía pellejos de cabrito con el contenido de ellas. La tercera holgaba en sus tres cuartas partes, pero en la del fondo se hacinaban piedras escogidas; la menor de veinte quilates, y algunas como huevos de paloma. Varios de estos solitarios, sin embargo tenían, según observamos, acercándolos a la luz aguas amarillas, que disminuían su mérito.
Y mientras tanto, lo que no observamos fue la horrible mirada de odio con que nos favoreció la perversa vieja, al deslizarse, arrastrándose como un reptil, fuera de la recámara del tesoro y pasillo que a ella conducía.
¡Escuchad! Resonando en la abovedada galería llegan a nosotros atropellados gritos de espanto que nos hielan la sangre. ¡Es la voz de Foulata!
—¡Oh, Bougwan!, ¡ven!, ¡ayúdame!, ¡la roca está bajando!
—¡Suelta, muchacha! ¡Toma!
—¡Socorro! ¡Socorro!, ¡me ha dado una puñalada!
Al oír los últimos alaridos, corríamos a todo escape por el pasillo y he aquí el cuadro que la luz de la lámpara iluminó. La enorme roca que cierra la entrada descendía lentamente y sólo distaba tres pies del piso. Cerca de ella luchaban Gagaula y Foulata. La sangre de ésta bañaba su cuerpo y corría por sus piernas; pero aún la valiente joven agarraba a la bruja endemoniada que se revolvía furiosa, como un gato montés. ¡Ah!, ¡al fin se liberta de las manos que la aprisionan! Foulata cae, y Gagaula, echándose al suelo, gatea hacía afuera por el decreciente espacio que deja libre la enorme y pesada piedra. Está bajo ella, avanza y…
¡Oh, Dios!, ¡le falta tiempo!, ¡es demasiado tarde! La descendente mole la sujeta, la oprime y ella grita desesperada, presa de terror. Y baja más y más, y sus treinta toneladas prensan y comprimen las secas carnes de la vieja contra la roca inferior. Chilla, como jamás he oído chillar; rechinan, crújenle los huesos y con un repugnante estallido, con un horroroso «crach», cae la maciza compuerta y cierra herméticamente la salida, en el mismo instante en que llegábamos junto a ella.
Todo ocurrió en cuatro segundos.
Entonces acudimos a Foulata. La pobre muchacha había sido herida en el pecho y a primera vista conocí que le restaban pocos instantes de vida.
—¡Ah! ¡Bougwan, me muero! —exclamó débilmente la preciosa criatura. Ella, Gagaula, salió, yo no la sentí, estaba medio desmayada… y la puerta empezó a bajar; entonces volvió y miró hacia adentro… yo la vi entrar; y la cogí, no la dejé escapar y me hirió, y me muero, Bougwan.
—¡Oh, Foulata! ¡Oh, Dios! —exclamó Good acongojado, estrechándola en sus brazos y cubriéndola de besos.
—¿Bougwan —preguntó la joven después de un corto silencio—, Macumazahn está aquí?, se ha puesto tan obscuro que ya no puedo ver.
—Aquí estoy, Foulata.
—Macumazahn, habla por mí, te lo ruego, porque Bougwan no puede entenderme, y quisiera, antes de callar para siempre, decirle unas palabras.
—Dilas, Foulata, que yo se las repetiré.
—Di a Bougwan, mi Señor, que… le amo, y muero dichosa, porque le amo sin esperanzas, que el sol no se aviene con la noche, ni el blancor con la negrura.
»Dile que muchas veces he sentido como si en mi pecho anidara un pajarillo, que algún día, tendiendo las alas volaría de él, para entonar sus gorjeos; aún ahora, ahora que no puedo levantar mi mano… y mi cabeza se enfría, no me parece que mi corazón va a morir; hay tanto amor en él que viviría mil años sin jamás envejecer. Dile que en la nueva existencia que me aguarda, quizá le encontraré en las estrellas, que… en todas le buscaré, aunque todavía, allá sea yo negra… y él sea blanco. Dile… no, Macumazahn, no le digas nada más sino que le amo… ¡Oh! Bougwan apriétame contra ti, no siento tus brazos… ¡ah!, ¡ah!
—¡Muerta!, ¡muerta! —exclamó Good sollozando, mientras las lágrimas corrían por su honrada cara.
—No sé por qué se toma la pena de entristecerse tanto, mi buen amigo —dijo sir Enrique.
—¡Eh!, ¿qué quiere usted decir?
—Quiero decir que pronto estará usted en posición de reunirse con ella. ¿Hombre, no ve que estamos enterrados vivos?
Hasta que sir Enrique pronunció estas palabras, no me di cuenta, preocupado con la agonía de la pobre Foulata, de los horrores de nuestra situación. Ahora los veía en su espantosa realidad. La pesada roca había caído, y a no dudar, para siempre; porque la única persona que conocía su secreto yacía aplastada bajo su enorme masa.
Por algunos minutos, permanecimos inmóviles y aterrorizados, junto al cadáver de Foulata. Nuestra energía parecía habernos abandonado. En el primer momento, la idea del lento y miserable fin que nos aguardaba, materialmente nos anonadó. Ahora lo comprendíamos todo, la malvada Gagaula, desde un principio, nos había preparado este lazo. Su espíritu infernal se gozaba con la asechanza que llevaba a perecer de hambre y de sed a los tres hombres blancos, a quienes odiaba mortalmente, en presencia del tesoro que ambicionaban poseer. Ahora también comprendíamos el inhumano sentido de sus escarnios al decirnos que comiéramos y bebiéramos diamantes. Quizás alguien trató de hacer la misma jugada al antiguo fidalgo, cuando abandonó en su huída el saco de pedrería.
—El abatimiento no nos sacará del paso —dijo broncamente sir Enrique, la lámpara pronto se extinguirá y, mientras dure, veamos, si podemos dar con el resorte de la puerta.
De un brinco nos encontrábamos junto a ella y, pasando de extrema inercia a arrebatada actividad, comenzamos a tentar, chapoteando en un charco de sangre medio coagulada, arriba, abajo, a diestro y siniestro, la inmensa piedra que nos interceptaba el paso, y los muros del pasillo, sin que descubriéramos un solo punto que cediera a la presión o resalto que alentara la pesquisa.
—Es inútil —dije desanimado— no se puede abrir desde el interior, a ser así, Gagaula no se hubiera arriesgado a intentar su escape por debajo de la piedra. ¡Maldita sea!
—En todo caso —dijo sir Enrique, soltando una carcajada— su castigo no se hizo esperar; su agonía ha sido tan espantosa como la que aquí nos preparó. Nada podemos hacer en este sitio, volvámonos a la recámara del tesoro.
Nos dirigimos hacia ella, y a nuestro paso, distinguí la cesta con provisiones que la pobre Foulata había traído. La recogí y llevé al mil veces maldito camarín, que iba a ser nuestro patíbulo y sepulcro. Después volvimos al pasillo, silenciosamente alzamos el cadáver de Foulata y lo condujimos al citado lugar, tendiéndolo en el suelo cerca de las arcas de monedas. Enseguida nos sentamos, apoyando las espaldas en las tres cajas de piedra, depósitos de incalculables tesoros.
—Dividamos las provisiones —dijo sir Enrique— de modo que nos dure el mayor tiempo posible.
Hecho esto, resultaron cuatro raciones homeopáticas por boca, apenas lo suficiente para sostenernos un par de días. Además de la carne seca, teníamos dos calabazas con agua, cada una de un cuartillo.
—Y ahora —continuó nuestro compañero— comamos y bebamos.
Tomamos un pequeño pedazo de carne y un trago de agua. Escaso o ninguno, como fácilmente se comprende, era nuestro apetito; pero estábamos muy débiles y aquellos bocados nos hicieron mucho bien. Reanimados por esta parca comida, nos levantamos, examinamos minuciosamente nuestro calabozo, con la vaga esperanza de hallar una salida, y golpeamos sus paredes y piso. Nada, nada que menoscabara su macicez. Así era de esperarse en un sitio donde se amontonaban tantas riquezas.
La lámpara comenzó a vacilar. La grasa que la alimentaba casi se había consumido.
—¿Quatermain —preguntome sir Enrique—, qué hora es?, ¿va bien su reloj?
Lo saqué del bolsillo y lo miré. Eran las seis de la tarde.
—Infadús no nos abandonará, observé. Al ver que no regresamos esta noche vendrá a buscarnos mañana.
—Y nos buscará en vano. No conoce el secreto de la entrada, ni siquiera dónde ésta se encuentra. Ayer todo viviente lo ignoraba, excepto Gagaula. Hoy nadie lo sabe. El ejército entero de Kukuana sería impotente para romper esos cinco pies de granito. Amigos míos, no veo otro recurso que el de resignarnos con la voluntad del Todopoderoso que así lo dispuso. El correr ansiosos en pos de tesoros ha sido la perdición de muchos, nosotros aumentaremos su número.
Nuestra lámpara se extinguía, su llama oscilaba ligera en derredor del enrojecido pabilo.
De repente una viva llamarada iluminó la estancia, en todos sus detalles; los rimeros de marfil, las arcas de oro y a sus pies el cuerpo de la infeliz Foulata, el saco de diamantes, el deslumbrador centelleo de la pedrería y los pálidos rostros de tres hombres, condenados a perecer de hambre. Después volvió a abatirse y expiró.