Capítulo X

La cacería de las brujas

Al llegar a nuestra choza, Infadús, obedeciendo a mi invitación entró con nosotros.

—Ahora, Infadús —le dije— deseamos hablar contigo.

—Pueden, mis señores, comenzar.

—Nos parece, Infadús, que el Rey Twala es cruel.

—Sí, lo es, mis señores. Toda esta tierra ¡ay!, clama contra sus crueldades. Aguardad a que llegue la noche y vosotros mismos veréis. En ella se hace la gran cacería de las brujas y muchos husmeados, como hechiceros, malvados o traidores morirán. Nadie tiene su vida segura. Si el Rey codicia el ganado de uno o desea su muerte o teme induzca al pueblo a rebelarse contra él, entonces Gagaula, a quien acabáis de ver, o cualquiera de las descubridoras de maleficios, enseñadas por ella, delatan a ese hombre como hechicero y se le mata acto continuo. Muchos estarán yertos o inertes antes de que la luna de esta noche comience a palidecer. Siempre ha sido así. Tal vez yo mismo no veré el sol de mañana. Si hasta hoy se ha respetado mi vida, ha sido, por mi habilidad en la guerra y por ser muy querido de mis soldados; sin embargo, no sé cuánto tiempo he de vivir, la muerte me acecha a todas horas. La tierra gime ante el sanguinario Twala; está cansada de él y de sus feroces costumbres.

—Y siendo así, ¿por qué el pueblo sufre su tiranía?, ¿por qué no se libra de él?

—¡Ah!, mis señores, es el Rey, y si fuera muerto, Scragga reinaría en su lugar, y las entrañas de Scragga, son aún más negras que las entrañas de su padre Twala. Si Scragga fuera Rey, doblaríamos la cabeza bajo un yugo mucho más duro y más cruel. Si Imotu no hubiera sido asesinado, o si su hijo Ignosi viviera, entonces sería otra cosa: desgraciadamente ambos murieron.

—¿Cómo sabéis que Ignosi ha muerto? —preguntó alguien con firme voz a nuestra espalda.

—Nos volvimos sorprendidos para ver quien nos hablaba. Era Umbopa.

—¿Qué queréis decir? —preguntole Infadús— ¿quién te ha dado permiso para hablar?

—Óyeme, Infadús, y te contaré una historia. Hace algunos años, el Rey Imotu, fue asesinado en este país y su esposa, huyó con su hijo Ignosi. ¿No es eso cierto?

—Sí, lo es.

—Se dijo que la madre y el hijo perecieron en las montañas. ¿No es así?

—Así es también.

—Pues bien, la suerte quiso que la madre y el hijo se salvaran. Atravesaron las montañas y conducidos por una tribu errante del desierto al otro lado de las arenas, llegaron a una tierra con agua, hierbas y árboles.

—¿Cómo sabes eso?

—Escúchame. Siguieron caminando meses y meses, hasta llegar a un país, cuyos habitantes, llamados amazulúes y pertenecientes a la raza kukuana, viven de la guerra; y entre ellos moraron mucho años, hasta que al fin la madre murió. Entonces el hijo, Ignosi, abandonó aquel lugar, fue a una comarca maravillosa, en donde habitan los blancos, y por largo tiempo permaneció entre ellos aprendiendo las ciencias de estos hombres.

—Es curiosa tu historia —dijo Infadús incrédulamente.

—Por muchos años vivió allí como criado y como soldado; pero guardando siempre en el corazón cuanto su madre le contara de su patria, buscando sin desmayar los medios de volver a ella y ver a su pueblo y el hogar de su padre, antes que la muerte terminara sus días. Largo tiempo vivió esperando; pero al fin llegó la hora, como sucede a todo el que sabe, y puede aguardar; supo de unos blancos que venían a esta Tierra desconocida y se unió a ellos. Cruzaron el abrasador desierto, pasaron por encima de la nieve de las montañas, y entrando en la tierra de los kukuanos te encontraron a ti, ¡oh, Infadús!

—Sin duda alguna, tú estás loco cuando hablas así —dijo asombrado el viejo militar.

—¿Tal piensas?, mira, yo te lo probaré, ¡oh!, hermano de mi padre.

»Yo soy Ignosi, el legítimo Rey de los kukuanos.

Al pronunciar estas palabras dejó caer con un ligero movimiento su «moocha» o lienzo que ceñía a su cintura y quedó desnudo ante nosotros.

—Mira, ¿qué es esto? —y señaló a una gran serpiente azul grabada indeleblemente en la piel, alrededor de la cintura, cuya cola desaparecía entre sus ardientes mandíbulas, precisamente por encima de la unión de sus caderas.

Infadús vio la señal, abrió desmesuradamente los ojos, y, cayendo de rodillas, murmuró:

¡Kum!, ¡kum!, es el hijo de mi hermano, es el Rey.

—¿No te lo había dicho ya, tío? Levántate; no soy todavía el Rey, pero con tu auxilio y con el auxilio de estos bravos blancos, mis amigos, lo seré. Mas la vieja Gagaula tiene razón: la sangre se verterá a torrentes y con ella, se mezclará la suya, porque sus palabras mataron a mi padre y expulsaron a mi madre de su hogar. Y ahora, Infadús, decídete. ¿Quieres darme tu mano, y ser el primero de los míos? ¿Quieres participar de los peligros que me esperan y ayudarme a aniquilar a ese tirano, a ese asesino, o te niegas a ello? Elige.

El viejo veterano llevó la mano a la cabeza y meditó un corto instante. Después se levantó y acercándose a Umbopa, o mejor dicho a Ignosi, se arrodilló y le cogió la mano.

—Ignosi, Rey legítimo de los kukuanos, con mi mano en tus manos, prometo servirte hasta la muerte. Cuando eras un pequeñuelo te saltaba sobre mis rodillas, hoy mi envejecido brazo luchará por ti y por la libertad.

—Bien está, Infadús, si triunfamos, tú serás el hombre más grande de nuestra nación, después del Rey. Si perezco, morirás; eso es todo, y la muerte no debe estar ya muy distante de ti. Levántate, querido tío.

—Y vosotros, blancos, ¿me negaréis vuestro poderoso auxilio? ¿Qué podré ofreceros? Las piedras relucientes. Si venzo y las encuentro, tendréis tantas cuantas podáis llevaros del país. ¿Os basta eso? Traduje sus palabras y sir Enrique replicó:

—Dígale que mal conoce al caballero inglés. La riqueza es un bien y si la suerte la pone a su paso se apoderará de ella; pero jamás se vende por valor alguno. Ahora, refiriéndome a mí, digo lo siguiente: Umbopa ha merecido siempre mi estimación y en cuanto de mi voluntad dependa, estaré a su lado en esta tentativa. Muy agradable para mí será, por otra parte, el ver de ajustar cuentas con ese sanguinario Twala. ¿Qué piensan ustedes, Good y Quatermain?

—Bien —contestó Good, adoptando el lenguaje hiperbólico de los kukuanos— puede usted decirle que un poco de zafarrancho limpia la cala del corazón y, en cuanto a mí concierne, siento plaza bajo su enseña, soy su grumete. Mi única condición es que me devuelva los pantalones.

Traduje ambas respuestas:

—Gracias, amigos míos; y tú, Macumazahn, viejo cazador, aún más listo que un búfalo herido ¿estás también conmigo?

Pensé por un momento y me rasque la cabeza. Umbopa o Ignosi —le contesté—, a mi no me gustan las revoluciones. Soy hombre pacífico con algo de cobarde, (aquí Umbopa se sonrió) pero por otro lado no quiero abandonar a mis amigos. Has estado siempre a nuestro lado como todo un hombre y ahora yo me pondré al tuyo. Pero piensa que soy un traficante y he de ganarme el sustento; así pues, acepto la oferta de los diamantes, dado caso que llegáramos alguna vez a estar en circunstancias de aprovecharnos de ella. Además, nosotros hemos venido como sabes, buscando, al hermano de Incubu (sir Enrique). Es necesario que nos ayude a encontrarle.

—Haré esto inmediatamente. Atiende Infadús, por la señal de la serpiente en derredor de mi cintura, dime la verdad. ¿Sabes si algún blanco ha puesto el pie dentro de esta tierra?

—Ninguno ¡oh! Ignosi.

—¿Si se hubiera visto a un blanco o tenido noticias de él, lo habrías sabido tú?

—Sin duda alguna lo habría sabido.

—Tú lo oyes, Incubu —dijo Ignosi volviéndose a sir Enrique— él no ha venido a este país.

—Bien, bien —contestó éste suspirando—. ¡Allá descansa!, no logró llegar hasta aquí. ¡Pobre compañero, pobre hermano mío! Todo ha sido inútil. ¡Hágase la voluntad de Dios! Ahora ocupémonos del proyecto —exclamó deseoso de cortar tan penosa conversación—. Bueno, muy bueno es ser Rey por derecho divino, Ignosi; pero ¿de qué medio te piensas valer para ser Rey en realidad?

—Aún no lo sé. ¿Infadús, tienes algún plan?

—Ignosi, hijo del rayo, esta noche se verifica la gran danza y la cacería de las brujas. Muchos verán acusados y perecerán, y mucho otros con el corazón lleno de pena y angustia, rebosarán de cólera por las inhumanidades del Rey Twala. Cuando la danza haya concluido, hablaré con varios de los grandes jefes, quienes a su vez, si los atraigo a nuestro bando, arrastrarán sus regimientos. En un principio los tantearé con cautela, vista su disposición los traeré a este sitio para que se convenzan de que eres nuestro legítimo Rey, y espero que al sol de mañana veinte mil lanzas brillarán bajo tu mando. Y ahora permite que me retire, debo pensar y prepararme. Después de la danza volveré, si vivo o vivimos todos aún, a reunirme contigo aquí, y nos pondremos de acuerdo. Por lo menos tendremos guerra.

En este instante, el aviso de la llegada de unos mensajeros del Rey interrumpió nuestra conferencia. Nos acercamos a la puerta de la choza y dimos orden para que los introdujeran a nuestra presencia; así se hizo y aparecieron tres hombres conduciendo cada uno una reluciente cota de malla y una magnífica hacha de combate.

—Regalos de mi señor el Rey a los hombres blancos de las estrellas —exclamó un heraldo que venía con ellos.

—Damos gracias al Rey —contesté— retiraos.

Los mensajeros se fueron y nosotros nos pusimos a examinar las cotas con extremo interés. Era el mejor trabajo de malla que viera en mi vida. El tejido era muy fino, cada cota plegada formaba un bulto tan pequeño que podía abarcarse por completo entre ambas manos.

—Infadús, ¿hacéis estas cosas en el país? —pregunté— son de muchísimo mérito.

—No, mi señor, las heredamos de nuestros antepasados. No sabemos cómo se hacen y ya quedan muy pocas. Nadie, exceptuando a los de real sangre, puede usarlas. Son preciosos talismanes que ninguna lanza traspasa. Quien se cubre con uno de ellos va casi a salvo a la batalla. El Rey está muy contento o muy temeroso. Si no, jamás os las hubiera enviado. Ponéoslas esta noche, mis señores.

Pasamos el resto del día descansando tranquilamente y hablando de la situación, que atraía todo nuestro interés. Por fin desapareció el sol en su ocaso, millares de fogatas resplandecieron en los cantones ocupados por la tropa, y, envueltos en las tinieblas de la noche, e interrumpiendo el silencio con el acompasado ruido de sus pasos y el choque de las armas, desfilaron los regimientos para los respectivos puestos que debían ocupar durante la gran danza. Hacia las ocho de la noche apareció la luna en todo su esplendor, y contemplábamos su majestuoso ascenso, cuando llegó Infadús en traje de guerra y con una escolta de veinte hombres para acompañarnos al lugar en donde se iba a verificar. Como nos había recomendado, teníamos debajo de nuestras usuales ropas las cotas de malla, regalo del Rey, las que nos llenaron de admiración por su ligereza y flexibilidad. Estas cotas de acero hechas para hombres de gran estatura, colgaban algo flojas en derredor del cuerpo de Good y del mío; pero se ajustaban al de sir Enrique como el guante a la mano. Nos pusimos los revólveres a la cintura y armándonos con las hachas de combate, que el Rey nos enviara, partimos.

Al llegar al extenso kraal, donde el Rey nos recibió por la mañana, lo encontramos materialmente rodeado de una muralla humana; unos veinte mil hombres formados por regimientos, se apretaban en el interior y a lo largo de la cerca que lo limitaba. Los regimientos a su vez se subdividían en compañías y éstas dejaban entre sí, estrechos intervalos por donde las descubridoras de maleficios pudieran circular fácilmente. Imposible es concebir cosa más imponente que la vista de aquella vasta, silenciosa y ordenada asamblea de hombres armados.

La luna enviaba torrentes de luz que se quebraban en el bosque de sus alzadas lanzas, de sus ondeantes plumeros, cayendo de lleno sobre sus atléticas formas y redondos escudos de diferentes colores. A cualquier lado adonde volviéramos la vista descubríamos fila tras fila de bronceados rostros, cubiertos por línea tras línea de bruñidas moharras.

—¿Seguramente —pregunté a Infadús— el ejército entero se encuentra aquí?

—No, Macumazahn, sólo su tercera parte. Esta es la que asiste anualmente a la danza; otra tercera ocupa posiciones en las afueras de la población para el caso en que haya algún disturbio al comenzar la matanza, y la restante de diez mil hombres para guarnecer los puestos avanzados de Loo, distribuyendo los sobrantes entre los demás kraales del país. Como ves, este pueblo es grande y poderoso.

—Guardan un silencio sombrío —observó Good.

—¿Qué dice Bougwan? —inquirió Infadús.

Traduje sus palabras, y añadió con tétrico acento:

—Aquellos sobre cuyas cabezas la muerte cierne sus heladas alas, callan, mi señor, callan profundamente.

—¿Se matará a muchos?

—A muchísimos.

—Parece —dije a mis compañeros— vamos a asistir a una horrorosa función, en la que no se economizará la sangre humana.

Sir Enrique se inmutó y Good dijo que deseaba verse lejos de aquel lugar.

—Decidme, Infadús, ¿corremos nosotros riesgo?

—No lo sé, mis señores, espero que no, pero no manifestéis temor. Si no morís esta noche, todo tal vez irá bien. Los soldados murmuran contra el Rey.

Mientras hablábamos, continuamos avanzando hacia el despejado centro en cuyo medio, se veían varios taburetes y, al acercarnos a estos, descubrimos otro grupo de personas que desde la choza real se dirigían al mismo sitio.

—El Rey Twala, su hijo Scragga, la vieja Gagaula y ved detrás de ellos a los matadores —dijo Infadús señalando a una docena de hombres de gigantesca estatura y salvaje aspecto, armados con una lanza en una mano y una pesada maza en la otra.

El Rey se sentó en el taburete del centro, Gagaula se acurrucó en el suelo a sus pies y los otros se colocaron a su espalda.

—Salud, blancos señores —exclamó el primero al vernos llegar— sentaos y no perdáis un tiempo precioso; la noche es demasiado corta para los altos hechos que en ella se han de realizar. Venís a buena hora y presenciaréis un espectáculo sublime. Mirad en vuestro derredor, blancos señores, mirad en vuestro derredor y decidme: ¿pueden las estrellas mostraros un cuadro semejante a éste? E inspeccionando los regimientos uno por uno con su maligno ojo —añadió— ved, ved como tiemblan temerosos, todos los que ocultan su maldad en lo más hondo del corazón, al encontrarse bajo la mano de la justicia del Cielo.

—¡Principiad!, ¡principiad! —gritó Gagaula con su desagradable voz; las hienas están hambrientas y aúllan por falta de carne. ¡Principiad!, ¡principiad!

Murió el desapacible acento de la vieja y por corto instante reinó un silencio sepulcral, tanto más imponente cuanto era presagio de una horrible escena.

El Rey levantó su lanza; a esta señal veinte mil pies se alzaron repentinamente como si pertenecieran a un mismo cuerpo y asentáronse con fuerza en la tierra, produciendo una especie de estampido. Tres veces se repitió este movimiento y todas tres el suelo retembló. Entonces en un lejano punto de aquel compacto círculo de hombres, una voz solitaria y lastimera entonó un canto cuya letra más o menos venía a decir:

—¿Qué es lo que aguarda el hombre nacido de mujer?

Sonora vibró en el espacio la respuesta de la vasta asamblea, que contestó a una con esta siniestra palabra:

¡Morir!

Gradualmente entonaron aquel canto compañía tras compañía, hasta que por fin el ejército entero allí acumulado formó un monstruoso coro. Imposible me fue ya entender la letra, sin embargo, pude comprender representaban todas las fases de las pasiones, temores y alegrías del hombre. Ora la cadencia semejaba a la de una dulce cantinela de amor, ya a un majestuoso aire guerrero, y por último a una lúgubre canción de muerte, terminada repentinamente por un espantoso alarido que helaba la sangre con su tétrica resonancia. De nuevo reinó un fatídico silencio, interrumpió a una señal del Rey, por el ruido de las rápidas pisadas de extrañas y pavorosas figuras, que destacándose de la callada masa de los guerreros, corrieron hacia nosotros. Al acercársenos vimos eran mujeres, en su mayor parte de avanzada edad: adornaban el cano y desgreñado cabello con multitud de pequeñas vejigas que caían hacia atrás, tenían pintada la rugosa cara con rayas blancas y amarillas, de sus encorvadas espaldas colgaban distintas pieles de culebra, y en derredor de sus cinturas chocaban ruidosamente numerosas rodajas de hueso humano. Cada una tenía en su descarnada mano una especie de horquilla. En total eran diez, cuando llegaron enfrente de nosotros se detuvieron, y una señalando con su horquilla a la agachada Gagaula gritó:

—Madre, anciana madre, aquí nos tienes.

—¡Bueno!, ¡bueno!, ¡bueno! —gritó atipladamente aquel decrépito monstruo—. ¿Tenéis perspicaces los ojos, Isanusis, (brujas) vosotras, las que veis en los sitios más recónditos?

—Madre, los tenemos perspicaces.

—¡Bueno!, ¡bueno!, ¡bueno! ¿Tenéis vuestros oídos bien abiertos, Isanusis, vosotras que oís las palabras que la lengua calla?

Madre, los tenemos bien abiertos.

—¡Bueno!, ¡bueno!, ¡bueno! ¿Tenéis vuestros sentidos bien despiertos, Isanusis?, ¿podéis husmear la sangre y purgar la tierra de los malvados que maquinan daño contra el Rey o contra sus semejantes? ¿Estáis dispuestas a hacer la «justicia del Cielo» vosotras a quienes he enseñado, las que han comido del pan de mi sabiduría y bebido del agua de mi magia?

—Madre, lo estamos.

—¡Entonces comenzad!, no os detengáis mas, buitres míos, ved a los matadores, señalando al repugnante grupo de los verdugos; haced que sus lanzas no estén ociosas; los hombres blancos de lejano país esperan con impaciencia. ¡Comenzad!

Dando un aullido salvaje, disolviose el grupo de brujas, las que se desparramaron en todos sentidos, y se dirigieron, haciendo grande ruido con los sonajeros de hueso que llevaban en la cintura, hacia la muralla humana que nos rodeaba. Imposible era seguir los movimientos de todas, así pues, nos limitamos a observar a la Isanusi más cercana a nosotros. Cuando estuvo a pocos pasos de la fila de guerreros, hizo, alto y empezó a bailar con desordenada furia, dando vueltas y revueltas con increíble rapidez y vociferando a la par expresiones como éstas: ¡Husmeo al maldito! ¡Cerca, cerca está el envenenador de su madre! ¡Oigo los pensamientos del que desea daño a su Rey!

Más y más apresuró la vertiginosa celeridad de sus movimientos, hasta caer en tal frenesí que, como una poseída, arrojaba espumarajos por entre las contraídas mandíbulas, saltábansele los ojos y le temblaban las carnes. De repente quedose inmóvil y tendiéndose en el suelo como un tigre cuando va a arrojarse sobre su presa, comenzó a arrastrarse cautelosamente, con la horquilla extendida, hacia los soldados que tenía enfrente. Nos pareció que al acercárseles, desvaneciéndose completamente el estoicismo de éstos, retrocedían aterrorizados. En cuanto a nosotros seguíamos sus menores movimientos dominados por una invencible fascinación. Mientras tanto se aproximaba siempre arrastrándose, deteniéndose a veces y señalándolos con su horquilla como si fuera ya a abalanzarse sobre ellos, hasta quedar a dos pasos de la fila.

Entonces dando un chillido, de un salto se puso de pie y tocó con su ahorquillada vara a un alto guerrero. Inmediatamente los dos camaradas que formaban a su lado, agarraron por los brazos al infeliz condenado y lo condujeron ante el Rey.

El desgraciado no hizo resistencia, pero apenas podía andar, tenía paralizadas sus piernas y sus dedos, que habían dejado caer la lanza, estaban tan flexibles como los de un cadáver aún caliente.

Saliéronle al encuentro dos de los odiosos ejecutores y al llegar junto a él, volviéronse al Rey en demanda de órdenes.

—¡Matad! —dijo éste.

—¡Matad! —gritó chillonamente Gagaula.

—¡Matad! —repitió Scragga con una bárbara sonrisa de placer.

Antes que las palabras hubieran concluido de ser pronunciadas, la horrible sentencia se había realizado. Uno de los verdugos enterró el hierro de su lanza en el corazón de su víctima y el otro de una terrible mazada esparció sus sesos por el suelo.

—Uno —dijo tranquilamente el Rey, mientras arrastraban el cadáver algunos pasos a un lado.

Apenas lo habían hecho, cuando trajeron a otro infeliz, como buey a matadero. En esta ocasión pudimos comprender por la zamarra de piel de leopardo, que el condenado era una persona de alta jerarquía. Otra vez se escucharon las fatídicas palabras, y un nuevo cadáver rodó por tierra.

—Dos —contó el Rey.

Y así continuó aquella inhumana matanza, hasta que unos cien cuerpos estuvieron amontonados a nuestras espaldas. Mucho he oído contar de las sangrientas funciones de los circos romanos; pero, por más crueles que se las describa, nunca pudieron ser tan espantosas como aquella hecatombe humana. Además, dichos espectáculos contribuían a la diversión del público, y aquí todos estaban expuestos, lo que estoy seguro pondría a prueba el nervio del más experimentado amante de sensaciones fuertes, a trocar su puesto de espectador por el muy pasivo de condenado.

Una vez nos levantamos, y pedimos a Twala detuviera aquella carnicería, pero nos replicó con áspera entonación.

—Sentaos, dejad que la ley siga su curso, blancos. Esos perros miserables son encantadores y malvados, justo es que mueran.

Próximamente a las diez y media hubo un momento de pausa; las cazadoras de hechiceros se reunieron, aparentemente cansadas de su sangrienta tarea y pensamos que aquello había llegado a su término. Pero nos equivocábamos, pues llenos de sorpresa, vimos a la vieja Gagaula levantarse y sosteniéndose con un bastón, avanzar insegura hacia el centro del despejado espacio. Daba grima el ver a esta decrépita criatura con su repugnante cabeza de buitre y el tembloroso cuerpo encorvado por el peso de los años, ir recuperando progresivamente las perdidas fuerzas hasta llegar a arrebatarse, en desenfrenados movimientos, tan vivos, tan rápidos como los de sus maléficas discípulas. Corrió de un lado para otro, girando con frenesí y animándose con su propio y desagradable canto, hasta que deteniéndose repentinamente se abalanzó a un arrogante jefe que estaba al frente de un regimiento y lo tocó con su vara. Una dolorosa exclamación se escapó de las filas de aquel cuerpo, que evidentemente mandaba; pero como siempre, dos de sus individuos saliendo de ellas lo cogieron por los brazos, y lo condujeron al lugar en donde debía morir. Después supimos que aquel hombre era primo del Rey y uno de los más importantes por su riqueza y su graduación.

Fue muerto y Twala contó ciento tres. En seguida Gagaula continuando sus endiabladas cabriolas fue poco a poco aproximándose a nosotros.

—¡Que me cuelguen si no trata de hacernos una mala jugada! —exclamó Good horrorizado.

—¡Qué disparate! —contestó sir Enrique.

Por mi parte, al ver a aquella vieja furia en continuas contorsiones acercándosenos más y más, sentí que la sangre se me helaba y echando una ojeada a los cadáveres hacinados a mi espalda, se me erizó el cabello.

Mientras tanto Gagaula, encorvado el cuerpo, con los ojos casi fuera de sus órbitas, y fosforescentes, continuaba girando rápida, y acortando más y más la distancia.

Ya no cabía duda, era a nosotros a quienes se dirigía; y todos los ojos de aquella inmensa asamblea seguían sus movimientos con marcada ansiedad. Al fin se detuvo y nos señaló con su vara.

—¿A quién tocará? —se preguntó a sí mismo sir Enrique.

En un momento salimos de dudas, pues la horrible vieja de un salto se colocó enfrente de Ignosi, alias Umbopa, y le tocó en el hombro, gritando con chillona y horripilante voz:

—¡Lo he husmeado! ¡Matadle!, ¡matadle!, está lleno de maldad; ¡matad a ese extranjero, antes de que por su causa corran torrentes de sangre!, ¡oh Rey!, hazle morir.

Hubo una pequeña pausa que me apresuré a aprovechar.

—¡Oh Rey! —exclamé levantándome de mi asiento—. Este hombre es el criado de tus huéspedes, es su perro; cualquiera que derrame la sangre de él, derrama la nuestra. Por la ley sagrada de la hospitalidad reclamo tu protección para nuestro criado.

—Gagaula la madre de la sabiduría pide su muerte, blancos, y morirá.

—No, no morirá, el que trate de tocarle, ese sí, que morirá.

—¡Cogedle! —gritó furioso Twala a sus verdugos, que le rodeaban enrojecidos hasta los ojos con la sangre de sus víctimas.

Al mandato de su amo, avanzaron hacia nosotros y a los pocos pasos se detuvieron indecisos. Ignosi por su parte, habíase puesto en guardia con su lanza, resuelto a vender bien cara la vida.

—Atrás, perros —les grité yo, cubriendo a Twala con mi revolver— si es que queréis ver el día de mañana. Tocad un solo cabello de su cabeza y mato a vuestro Rey. Sir Enrique y Good también sacaron los suyos, apuntando el primero al verdugo que venía a la cabeza de sus compañeros y continuaba acercándose para ejecutar la sentencia; y Good a Gagaula, lo que hizo con cierto aire de satisfacción.

Twala dejó traslucir un movimiento de sobresalto al ver el cañón de mi arma dirigido a su pecho.

—¿Y bien, Twala, en qué quedamos? —le pregunté.

—Guardad vuestros tubos mágicos, me lo habéis suplicado en nombre de la hospitalidad y por esa razón, no por temor a lo que podáis hacer, le concedo la vida. Idos en paz.

—Bien está —le contesté con indiferencia— nos hallamos hartos de carnicería y queremos dormir. ¿Ha terminado la gran danza?

—Ha, terminado —respondió Twala mal humorado—. Arrojad esos perros, —señalando los cadáveres—, a las hienas y a los buitres, —y dada esta orden levantó su lanza.

Al instante los regimientos comenzaron a desfilar silenciosamente por la puerta del kraal, y a poco sólo quedó ocupado por un destacamento encargado de arrastrar lejos de allí los cadáveres de aquellos que habían sido sacrificados.

Entonces nos pusimos de pie y haciendo una reverencia a Su Majestad, que apenas se dignó devolvernos, partimos para nuestro kraal.

—Bien —dijo sir Enrique al sentarnos después que hiciéramos luz, bien, en realidad me encuentro algo indispuesto.

—Si alguna duda hubiera tenido en ayudar a Umbopa a destronar a ese maldito —exclamó Good— por mi nombre ya habría desaparecido. Hice cuanto pude para permanecer tranquilo mientras se efectuaba esa horrible carnicería. Traté de tener cerrados los ojos, pero los abría precisamente en el peor momento. Me extraña no haber visto a Infadús. Umbopa, amigo mío, bien puede estarnos agradecido; vuestra piel anduvo muy próxima de obtener su correspondiente ojal.

—Estoy agradecido, Bougwan, y jamás lo olvidaré. En cuanto a Infadús no tardará en llegar. Esperemos.

Así, pues, encendimos nuestras pipas y aguardamos.