Capítulo XIII

El ataque

Lentamente, sin la menor apariencia de apresuramiento o excitación, las tres columnas continuaron su avance. Al llegar a unas quinientas varas de nosotros, el cuerpo del centro hizo alto en el arranque de una de las laderas más fáciles y despejadas de la colina, para que las alas tuvieran tiempo de circunvalar nuestra posición, cuya figura, creo ya dijimos, era la de una herradura con su concavidad vuelta a Loo, a fin de que el triple asalto fuera simultáneo.

—¡Oh!, ¡un gátling aquí —exclamó Good al contemplar las apretadas falanges del enemigo— un gátling aquí y en veinte minutos limpiaría la llanura! Pero no lo tenemos, y es tonto suspirar por él. Sin embargo, ¿por qué no arriesga usted un disparo, Quatermain? Déjenos ver cuánto se puede usted acercar a aquel prójimo de elevada talla, jefe de un regimiento, si no me equivoco. Dos contra uno a que lo yerra, y un doblón de a cuatro, a la par, pagaderos con toda honestidad, si libramos bien de este trance, a que la bala no cae en diez varas a la redonda.

Quemado por sus palabras, cargué mi rifle y esperé hasta que el aludido individuo se separó unos diez pasos de su gente, acompañado por un ordenanza, para examinar nuestra posición; entonces, acostándome boca abajo en el suelo y apoyando mi arma en una roca, le apunté cuidadosamente. Como la mira sólo llegaba a trescientas cincuenta varas, calculando a ojo la caída de la trayectoria, dirigí la línea de puntería al centro de su cuello para que la bala lo hiriera en el pecho. Nuestro hombre permanecía inmóvil, circunstancia en extremo favorable para mí; pero, fuera a causa del viento o bien que mi blanco en realidad estaba a tiro muy largo, he aquí lo que ocurrió. Dándolo por cosa hecha en mi interior, apreté el disparador y cuando el humo se disipó, vi con tamaña contrariedad, que continuaba en pie sin injuria alguna, mientras que su ordenanza, a unos tres pasos a su izquierda, había rodado sobre la hierba, en apariencia muerto.

El jefe a quien dedicara mi caricia dio media vuelta y corrió desoladamente hacia su fuerza.

—¡Bravo, Quatermain! —gritó Good— buen susto le ha dado usted.

Me cegué de cólera, pues nada me molesta tanto como errar un blanco en público. Cuando uno tiene solamente una habilidad, pone todo su amor propio en conservar la reputación que por ella haya adquirido; así, pues, desesperado por mi fracaso, arriesgueme a una verdadera temeridad. Cubrí al citado jefe en su precipitado escape e hice fuego en un abrir y cerrar de ojos, con el segundo cañón de mi arma. El pobre diablo alzó los brazos y cayó de boca en el suelo. Esta vez había sido certero; y, lo digo como prueba de lo poco que nos ocupamos de los otros cuando nuestro orgullo o nombre están interesados en un asunto; fui lo bastante bruto para sentirme extremadamente complacido con aquel espectáculo.

Nuestros regimientos atronaron el espacio con sus alegres gritos al presenciar la hazaña de la magia de los hombres blancos, la cual tomaron por feliz augurio; mientras que el regimiento enemigo, acobardado por la pronta muerte de su jefe, retrocedió desordenadamente. Sir Enrique y Good empuñaron sus rifles y comenzaron a tirotear, el último diligentemente con un Winchester de repetición, sobre la densa masa que estaba a nuestro frente; yo también contribuí con uno o dos disparos más, logrando, como por la vista nos fue dable juzgar hacerles ocho o diez bajas antes de que se pusiera fuera del alcance de nuestro plomo.

En el mismo instante de suspender el fuego, una espantosa gritería retumbó a nuestra derecha, seguida de otra semejante a nuestra izquierda. Las dos alas del enemigo entraban en acción.

Al oírlo, el centro abrió un poco su formación y avanzó al paso de carga hacia la base de la colina, animándose con las notas de un canto guerrero.

Sostuvimos un fuego muy vivo contra él, en el que Ignosi tomaba parte, de cuando en cuando, con grave perjuicio de varios de los asaltadores, pero, como no podía menos de suceder, nuestras balas no hacían más efecto sobre la embestida de aquella enorme masa de hombres armados que el de unos cuantos guijarros, lanzados contra la embravecida ola que avanza sobre la playa.

Nada los detiene, llegan al pie de la colina, obligan a replegarse los puestos avanzados que teníamos allí entre las rocas, y comienzan a subir por su ladera con marcha más lenta, porque si bien nosotros no los hostilizábamos de un modo serio, en cambio venían repechando y no querían estar sofocados cuando llegáramos a las manos. Nuestra primera línea de defensa estaba a mitad de pendiente; la segunda, unas cincuenta varas más arriba y la tercera en el mismo borde de la meseta.

Acércanse a la primera lanzando su grito de guerra: ¡Twala! ¡Twala! ¡Chielé! ¡Chielé! (¡Twala! ¡Twala! ¡Matad! ¡Matad!). ¡Ignosi! ¡Ignosi! ¡Chielé! ¡Chielé! —les contestan los nuestros— comienzan las tolas o cuchillos arrojadizos a silbar de un lado a otro y casi enseguida, con horrible estruendo por el grito de los combatientes y el golpe de las armas, se dio principio a la batalla.

Terrible fue el choque de las enemigas líneas apretándose en todo su frente, ora cediendo aquí, ora forzando allá, enlazándose y retorciéndose como dos monstruosas e irritadas serpientes, lucharon por algún tiempo; los guerreros caían como las hojas de los árboles al soplar el cierzo del otoño; al fin, por la fuerza del número, pero siempre combatiendo, nuestros bravos soldados, obligados a retirarse de la primera posición, fueron replegándose lentamente hasta llegar a la segunda. En ésta se renovó el combate con verdadero furor; incontrastable era el empuje de los agresores; pero obstinada la resistencia que en ella los nuestros oponían, por lo que sólo cuando la dejaron marcada con charcos de sangre y rimeros de cadáveres, retrocedieron a la tercera, que a los veinte minutos de iniciada la encarnizada contienda, entraba en acción.

Al llegar a ella el enemigo estaba muy fatigado y además, muy debilitado por las numerosas bajas que había sufrido; así, pues, forzar aquella tercera muralla viva, erizada de lanzas, parecía cosa superior a sus fuerzas. Sin embargo, sostuvieron su arremetida con tal tesón, se batieron con tan salvaje valor, que, por algún tiempo, el resultado pareció dudoso. Sir Enrique, con los ojos chispeantes observaba el desesperado combate, y de repente, sin proferir una voz, partiendo como un rayo y seguido de Good, se lanzó en lo más recio de la pelea. Yo me limité a seguirle con la vista, desde el sitio en donde estaba.

Los soldados, al ver su arrogante figura aparecer en medio del combate, gritaron entusiasmados.

—¡Nanzia Incubu! ¡Nanzia Unkungunklovo! (¡Aquí está el elefante!). ¡Chielé! ¡Chielé!

Desde aquel instante la jornada quedó decidida. El enemigo, acosado a su vez, se vio obligado a retroceder, aunque haciéndolo pulgada por pulgada, y combatiendo heroicamente, hasta la base de la colina, desde donde emprendió la retirada hacia sus reservas, con alguna precipitación. En este momento, un mensajero nos vino a participar que nuestra izquierda también había triunfado, y ya comenzaba a congratularme, pues por el presente todo había concluido, cuando para nuestra consternación, vimos a los hombres de nuestra derecha retirándose desordenadamente hacia nosotros arrollados por multitud de guerreros enemigos sobre la misma meseta de la colina.

Ignosi estaba cerca de mí, de una rápida mirada se hizo cargo del estado de las cosas, y dio una voz de mando. Inmediatamente el regimiento de reserva, los Grises, que nos rodeaba, se puso sobre las armas.

Sin pérdida de tiempo volvió a dar otra voz de mando, que repitieron todos los oficiales, y sin saber cómo ni cuando, y contra toda mi voluntad, me encontré envuelto y arrastrado en una furiosa carga sobre el enemigo que nos invadía. Guareciéndome de la mejor manera con el gigantesco cuerpo de Ignosi, corrí en busca de la muerte como si fuera tras cosa de mi mayor agrado. Uno o dos minutos después (el tiempo me parecía sumamente corto), nos abríamos paso entre los grupos en derrota de nuestra derecha, quienes empezaron a reorganizarse a nuestra retaguardia, y enseguida, en verdad no sé lo que pasó. Todo cuanto puedo recordar es el temeroso y continuado estruendo del choque de los escudos y la aparición de un tremendo bruto que con los ojos casi saliéndosele de las órbitas, ya preparada la sangrienta lanza venía disparado sobre mí. Pero, y de ello me vanaglorio, rayé a la altura de lo crítico de una situación, en la cual muchos hubieran fracasado, y para siempre. Comprendiendo que si no esquivaba el golpe, mal lo habría de pasar, al abalanzárseme la horrenda aparición me eché a tierra en sus mismas barbas con tal maestría que, hiriendo en vago, vino al suelo de cabeza, sobre mi propia persona, arrastrado por el impulso de su acometida. Antes de que pudiera levantarse lo hacía yo, apaciguándolo por la espalda con mi revólver.

Casi a raíz de este lance, alguien me hizo morder el polvo y no recuerdo más del conflicto.

Cuando volví en mí, me encontré al lado del cono que antes cité, y vi a Good de rodillas a mi lado con una calabaza media de agua en las manos.

—¿Cómo se siente usted, viejo camarada? —me preguntó ansiosamente.

Me puse de pie y moví todos mis miembros antes de contestar.

—Muy bien gracias.

—¡Gracias a Dios!, cuando vi como lo traían se me heló el corazón; creí me lo habían despachado.

—No por ahora, muchacho. Supongo todo ha sido un golpe en la cabeza, que me puso fuera de combate. Y ¿el enemigo?

—Ha sido rechazado en toda la línea; pero las bajas son enormes; nosotros contamos dos mil entre muertos y heridos, y las de los contrarios no deben bajar de tres mil. Mirad, ahí tenéis un triste espectáculo, —y señaló al interminable convoy de heridos que avanzaba hacia nosotros, al lugar en donde se había improvisado el hospital de sangre.

Cada infeliz era conducido por cuatro hombres en un coy de cuero, con los que están bien provistos las fuerzas kukuanas; y tan pronto como llegaban, iban dejando sus malheridas cargas en manos de los físicos, que numeraban a diez por regimiento. Estos se posesionaban inmediatamente de los pacientes, examinaban sus heridas y si no eran mortales, los atendían con todo el esmero que las circunstancias permitían; pero si el estado del herido no daba esperanza de salvación, hacían una cosa horrible, e indudablemente una verdadera obra de misericordia. Uno de los cirujanos, so pretexto de reconocimiento, rápida y cautelosamente abría con afilada lanceta una arteria al enfermo, quien, uno o dos minutos después, espiraba tranquilamente. Muchas veces se practicó dicha operación en aquel día, y por lo general, con la mayor parte de los que habían sido heridos en el cuerpo, pues el destrozo producido en las carnes por la anchísima moharra de las lanzas kukuanas, no dejaba esperanza de restablecimiento. Casi siempre los desahuciados estaban ya sin sentido, y cuando no, el lancetazo de gracia se daba con tan veloz y hábil mano, que pasaba desapercibido para el que lo recibía. El espectáculo, no obstante su filantropía, era en extremo repugnante y uno que nos apresuramos a evitar: en verdad, no recuerdo cosa alguna que me haya conmovido tanto como el ver a aquellos valientes terminar así, por la ensangrentada cuchilla de los médicos, sus insufribles dolores; a no ser en otra ocasión, cuando después de un combate vi a unos guerreros swazis enterrando vivos a sus heridos de muerte.

Huyendo vista tan desagradable, nos encaminamos al lado del cuartel general más lejano de allí, y nos encontramos con sir Enrique, quien aún estaba armado con su hacha de combate, tinta en sangre, Ignosi, Infadús y uno o dos jefes reunidos en consejo.

—¡Gracias al Cielo que lo trae por aquí! Quatermain, no puedo entender bien lo que Ignosi quiere hacer. Paréceme que, aunque hemos rechazado el ataque, Twala está recibiendo refuerzos de importancia y muestra intenciones de cercarnos para rendirnos por hambre.

—Eso es muy serio.

—Sí, especialmente atendiendo que, según Infadús, se nos concluye el agua.

—Mi señor, así es, el pequeño manantial con que contamos no da suficiente agua para nuestros numerosos guerreros, y ya casi se ha agotado. Antes de la noche todos estaremos sedientos. Óyeme, Macumazahn. Tú eres sabio, y no dudo habrás asistido a muchas batallas en la tierra de donde vienes, ¡si por acaso se guerrea en las estrellas! Aconséjanos ahora, ¿qué debemos hacer? Twala ha llenado con nuevos guerreros los huecos que abrimos en sus filas; pero ha recibido una lección; el halcón creyó sorprender a la garza y nuestro pico le ha desgarrado el pecho; no volverá a caer sobre nosotros. También por nuestro lado estamos muy desangrados, y él aguardará a que nos muramos; nos ceñirá con sus fuerzas, así como una boa se retuerce en el cuerpo de un toro, y hará la guerra sin pelea, limitándose a esperar.

—Continúa.

—Careciendo de agua, escaso de vituallas, no tenemos más remedio, Macumazahn, que elegir uno de estos tres partidos: concluir aquí como hambriento león en su caverna, o, abriéndonos paso a viva fuerza, encaminarnos hacia el Norte, o —y al decirlo se puso de pie y señaló a las nutridas masas enemigas— arremeter derechos al mismo corazón de Twala. Incubu, el temible guerrero, pues hoy, ante mis propios ojos, se ha batido como búfalo acorralado, y los soldados de Twala caían bajo su hacha como las mieses bajo el granizo; Incubu, dice «carguemos»; pero el Elefante siempre está pronto a cargar. Ahora, ¿qué opinas tú, Macumazahn, tú, zorro viejo y astuto, que tantas artes tienes y muerdes al enemigo a tu salvo y por detrás? Ignosi, el rey, decidirá, pues el rey manda en la guerra: pero déjanos antes oír tu parecer, ¡oh Macumazahn!, y el parecer de aquel, el del ojo transparente.

—¿Qué piensas tú, Ignosi? —pregunté.

—No, padre —contestome nuestro ex-sirviente— habla tú; yo soy un niño al lado de tu sabiduría y debo escuchar tus palabras.

Después de consultar unos minutos con Good y sir Enrique, les manifesté mi opinión. Atendiendo, principalmente, a la falta de agua, opté por el tercer partido, aconsejando la mayor celeridad en su ejecución, pues de lo contrario corríamos riesgo de que nuestra gente se enfriara, y su valor, a la vista del poderoso ejército de Twala «se derritiera como la grasa en el fuego», o aún peor, que algunos de los capitanes, desesperando de vencer, desertaran de nosotros, o, por una traición, nos pusieran en las manos de nuestro adversario.

Este parecer recibió unánime aprobación; indudablemente los kukuanos daban a mis expresiones un valor que nunca, antes ni después, tuvieron ni han tenido entre los míos. Pero, según observara Infadús, la resolución de lo que se hubiera de hacer estaba al arbitrio de Ignosi, quien desde el momento en que fue reconocido como legítimo rey, pudo ejercer los casi ilimitados derechos de la soberanía, incluyendo, naturalmente, los de mando absoluto del ejército; por consiguiente, todos los ojos se volvieron a él.

Al fin, después de un momento de profunda meditación, habló de esta manera:

—Incubu, Macumazahn y Bougwan, bravos blancos y amigos míos; Infadús, mi tío, y jefes; mi decisión ya está tomada. Hoy mismo atacaré a Twala, y la suerte decidirá de mi fortuna y de mi vida; ¡ay!, de mi vida y de las vuestras también. Escuchad: voy a atacarle así. ¿Veis cómo la colina se encorva por sus extremos, semejante a la luna nueva, y cómo la llanura, cual verde lengua, pasando entre sus cuernos, avanza hacia nosotros?

—La vemos —contesté.

—Bien, ahora es el medio día, y los hombres comen o descansan de la fatiga de la batalla. Cuando el sol haya caminado un poco hacia su ocaso, conduce tu regimiento ¡oh mi tío!, seguido de otro cualquiera a esa verde lengua. Ocurrirá que, al verlo ahí Twala, lanzará sobre él su fuerza entera para anonadarlo. Pero el lugar es estrecho y sólo uno a uno podrán atacarte sus regimientos, y uno a uno los irás destruyendo en presencia de su ejército, que tendrá clavados los ojos en una lucha como jamás la ha visto viviente alguno. Contigo irá mi amigo Incubu, para que, cuando su hacha relampaguee, en la primera fila de los Grises, se le desfallezca el corazón a Twala. Yo iré detrás de ti con el sabio Macumazahn y el segundo regimiento; así pues, si acaso vosotros perecéis, como puede acontecer, aún habrá un rey sobre el campo por quien luchar y morir.

—¡Muy bien!, ¡oh rey! —exclamó Infadús con la mayor calma, como si no se tratara de destinar su regimiento a una segunda y completa destrucción. Lo cierto es que estos kukuanos son unos hombres extraordinarios. La muerte no les causa el más mínimo temor cuando la arrostran en el cumplimiento de sus deberes.

—Y mientras los ojos de los soldados de Twala están fijos en el combate —continuó Ignosi— ¡atended bien!, un tercio de los hombres que nos quedan (unos seis mil), desfilando ocultamente por detrás del cuerno derecho de la colina, caerán sobre su flanco izquierdo, y otro tercio, marchando de igual manera por detrás del cuerno izquierdo, caerán sobre su flanco derecho. Cuando yo vea que mis alas envuelven a Twala por ambos flancos, cargaré sobre su frente, y si la suerte nos protege, la jornada será nuestra, y antes que la noche nos esconda entre sus sombras, descansaremos tranquilos en Loo. Ahora, comamos algo y preparémonos. Tú, Infadús, da las órdenes para que mi plan se lleve a ejecución. Espera, mi blanco amigo Bougwan, marchará con el ala derecha, su ojo transparente enardecerá el valor de los soldados.

Las disposiciones tan lacónicamente dictadas para la batalla, se llevaron a cabo con una rapidez que hablaba muy alto en favor de la organización militar de los kukuanos. Apenas pasó una hora cuando ya todos los hombres habían recibido y devorado sus raciones, las tres divisiones estaban formadas, el plan de ataque debidamente explicado a los caudillos, y la fuerza entera, que en la actualidad se componía de unos dieciocho mil hombres, excepto una guardia para custodia de los heridos, pronta a entrar en acción.

En este momento se nos acercó Good, y tendiendo las manos a sir Enrique y a mí, nos dijo:

—Adiós, camaradas. Parto con el ala derecha, conforme las órdenes recibidas; así pues, vengo a despedirme de ustedes por si acaso no nos volvemos a ver.

Nos apretamos las manos, y no sin dejar traslucir tanta conmoción cuanta un inglés acostumbra a dar a conocer.

—El lance es bien grave —dijo sir Enrique con su gruesa voz algo alterada— y confieso que en manera alguna espero ver el sol de mañana. Según se me alcanza, los Grises, con quienes voy a marchar, tienen que batirse hasta morir, para dar tiempo que las alas verifiquen su evolución y sorprendan a Twala por los flancos.

—¡Bueno, sea así!, ¡en todo caso caeremos como bravos! Adiós, mi viejo amigo. ¡Dios lo proteja! Espero librará bien y pondrá sus manos sobre los diamantes; si no me equivoco, siga mi consejo: ¡no se enrede más en negocios de pretendientes!

Enseguida Good volvió a estrecharnos las manos y se alejó. Infadús vino a buscar a sir Enrique y lo condujo al frente de los Grises, mientras yo, turbado por tristes presentimientos, partí con Ignosi a mi puesto, en el segundo regimiento o reserva del centro.