Capítulo VIII
En la tierra de los kukuanos
Toda aquella tarde marchamos por el magnífico camino, que se dirigía hacia el Noroeste, que desde el principio de la marcha observábamos la comitiva, estos constantemente a unos cien pasos delante de nosotros. Rompiendo el silencio, con Infadús y Scragga a nuestro lado y entablé con Infadús la siguiente plática:
—Infadús, ¿quién hizo este camino?
—Este camino, señor, fue construido en remotos tiempos, nadie sabe cuándo ni cómo, ignorándolo la misma Gagaula, cuya vida cuenta muchas generaciones. Nadie entre nosotros es lo suficientemente viejo para haber presenciado su construcción, ni nadie hay ahora que pueda hacer obras iguales a ésta; pero el rey la conserva, no consintiendo que la hierba eche raíces en su blanco pavimento.
—¿Y qué mano dibujó los signos sobre los muros de la cueva por donde pasa? —volví a preguntar, refiriéndome a los relieves, al parecer egipcios, que habíamos visto.
—Señor, la misma mano que abrió en la roca este camino, trazó aquellos signos maravillosos. No sabemos quien los hizo.
—¿Cuándo vino el pueblo kukuano a estas comarcas?
—Nuestra raza, señor, abandonando las grandes tierras que hay allá lejos —y apuntaba hacia el Norte— bajó a estas llanuras, arrollándolo todo cual impetuoso torrente, hace diez mil miles de lunas. Esas altas montañas cubiertas de nieve —y señaló a las heladas cumbres— testigo de nuestros horribles sufrimientos, contuvieron su empuje, según cuentan viejas tradiciones que de generación en generación han llegado hasta nuestros oídos, y dice Gagaula, la sabia, la hechicera. Detenidos por esa infranqueable barrera, y viendo que este país era muy bello y rico, decidieron establecerse aquí, donde creciendo en fuerza y poderío, son sus hijos tan numerosos como las arenas del mar, y hoy, a la voz de Twala, el rey, sus regimientos, cubren con sus plumeros la llanura en todo cuanto la vista de un hombre puede abarcar.
—Y si vuestra tierra está encerrada entre montañas que nadie puede atravesar, ¿dónde está el enemigo que vuestros regimientos deben combatir?
—Os equivocáis, señor, nuestro país, es completamente abierto hacia allá —volviendo a indicar al Norte— y de cuando en cuando, nubes de guerreros de una tierra desconocida, lo invaden para morir a nuestras manos. Como la tercera parte de la vida de un hombre habrá que tuvimos una terrible guerra. Muchos millares de los nuestros perecieron en ella, pero destruimos a todos los que venían a devorarnos. Después no nos han vuelto a atacar.
—¿Vuestros guerreros, por consiguiente, deben aburrirse del forzado reposo de sus lanzas?
—Señor, apenas destruimos al pueblo que como manada de lobos cayó sobre nosotros, tuvimos otra guerra, pero fue una guerra civil, de perro contra perro.
—¿Cómo así?
—El rey, mi hermano por parte de padre, señor, tenía un hermano gemelo llamado Imotu. Es costumbre entre nosotros, cuando tal suceso ocurre, matar al más débil de los dos recién nacidos; pero la madre del rey no lo hizo así, y llevada de la pena que esto le causaba, ocultó al que debía morir, al que hoy es Twala, el rey.
—Bueno, ¿y qué?
—Kafa, nuestro padre, señor, murió cuando ya éramos hombres, y mi hermano Imotu, reconocido y proclamado como su sucesor, comenzó a reinar, teniendo algún tiempo después un hijo en su esposa favorita.
Cuando este niño tenía tres años de edad, precisamente al final de la gran guerra que antes os he citado, se presentó una espantosa hambre, consecuencia de aquella, pues por largo tiempo había impedido la siembra y recolección de los frutos, y el pueblo, exaltado por el terrible azote parecía encolerizado león dispuesto a desgarrar la primera presa que cayese bajo su poder. Entonces, aprovechando el instante en que la hambrienta multitud, medio rebelada, murmuraba de su rey, Gagaula, la mujer sabia y terrible, la que nunca muere, gritó a los amotinados: «El rey Imotu no es vuestro rey»; entrando enseguida en una choza, sacó de ella a Twala, a quien había guardado oculto desde su nacimiento, y arrancándole el «moocha» o ceñidor que cubría su cintura, mostró al pueblo kukuano la marca de la sagrada serpiente en derredor de su talle, con la cual se señala, al hijo primogénito del rey a poco de nacer, y volvió a exclamar con robusto acento: «¡Ved aquí vuestro rey, a quien he salvado para vosotros!».
El pueblo, ignorando la verdad y arrastrado por el hambre, que le obscurecía la razón, exclamó: ¡El Rey! ¡El Rey!, pero yo sabía que todo era una impostura; nuestro hermano Imotu era el mayor de los gemelos, y por consiguiente el verdadero rey. Creció el tumulto y estaba en su apogeo cuando éste, que se encontraba herido y muy enfermo en su cabaña, salió de ella apoyándose en el brazo de su esposa, andando lenta y penosamente, y seguido de su pequeño Ignosi (el relámpago).
—¿Qué significa este alboroto? —preguntó. ¿Por qué gritáis: ¡El Rey! ¡El Rey!?, entonces Twala, su propio hermano, el que había nacido en la misma hora y de la misma mujer, corrió a él, y asiéndolo por el cabello le atravesó el corazón con su cuchillo. El pueblo, voluble por naturaleza y dispuesto siempre a rendir sus homenajes al sol que se levanta, aplaudió estrepitosamente, vociferando: ¡Twala es rey! ¡Viva Twala! ¡Ahora, todos sabemos que Twala es rey!
—¿Y cuál fue la suerte de la esposa de Imotu y de su hijo Ignosi? ¿También Twala los mató?
—No, mi señor. Cuando ella vio que su amo y esposo había sido muerto, cogió a su hijo, y dando un grito terrible, huyó de allí. Dos días mas tarde se acercó a un kraal impulsada por el hambre, y nadie quiso darle un trago de leche o alimento alguno; su esposo el rey había muerto, era una infortunada, y los hombres odian el infortunio; sin embargo, a la caída de la noche, una muchacha, casi una niña, salió en su busca y le llevó algo que comer; ella bendijo a la compasiva niña y se dirigió con su hijo hacia las montañas antes que el sol apareciera sobre el horizonte, en donde deben haber perecido, después nadie desde entonces ha vuelto a ver a ella ni al pequeño Ignosi.
¿De manera que si ese Ignosi hubiera vivido, él sería el verdadero rey del pueblo kukuano?
—Así sería, mi temido señor, la serpiente sagrada rodea su cintura. Si vive, es nuestro rey, pero ¡ay!, largo tiempo hace que ha muerto.
En este instante llegamos a la vista de una aldea compuesta de numerosas chozas, rodeada por una empalizada que defendía un ancho y profundo foso.
—¿Veis ese kraal, señor? Pues en ese mismo fue en donde se vio por la última vez a la esposa e hijo de Imotu, y en él vamos a dormir esta noche, si es que acaso —añadió con cierto acento de duda— duermen mis señores en este mundo.
—Cuando estamos entre los kukuanos, amigo Infadús, hacemos exactamente lo mismo que los kukuanos hacen —le dije con majestuoso acento, y volviéndome de pronto para hablar a Good, quien, muy mal humorado y ocupado completamente en impedir que la brisa de la tarde jugase con el ruedo de su camiseta, caminaba detrás de nosotros, encontreme de manos a boca con Umbopa, que casi venía pisándome los talones y evidentemente había oído con el mayor interés mi conversación con Infadús. Su rostro mostraba la más curiosa expresión, y sugería la idea del hombre que lucha por traer a la memoria el recuerdo de algo, que cual vaga o indeterminada sombra, aparece y desaparece en las densas brumas del pasado.
Mientras tanto, descendíamos con paso rápido hacia la ondulante llanura. Las montañas que habíamos cruzado se alzaban altivas a nuestras espaldas, y los picos del Sheba aparecían modestamente envueltos en vaporosa neblina. A medida que nos internábamos en aquel país, crecían los encantos de su paisaje. La vegetación exuberante, pero no tropical, el sol resplandeciente y tibio, pero jamás abrasador, y la brisa suave y embalsamada por las fragantes plantas que enverdecían los repechos de las colinas, convertían esta tierra desconocida en una especie de paraíso terrenal. Nunca he visto un suelo tan privilegiado en belleza, riqueza natural y clima. El Transvaal es un precioso país, pero no vale nada comparado con Kukuana.
Al emprender la marcha, Infadús había despachado un correo para el kraal, que entre paréntesis pertenecía a su mando militar, dando aviso de nuestra llegada. El correo había partido a la carrera con extraordinaria velocidad, la que, según me dijo Infadús, sostendría en todo el camino, estando como estaban muy acostumbrados a este violento ejercicio que practicaban mucho los de su nación.
Cuando distinguimos el kraal nos apercibimos del resultado de este mensaje. Estábamos a dos millas de dicho lugar cuando vimos salir por sus puertas, compañía tras compañía, una numerosa tropa que se dirigió a nuestro encuentro.
Sir Enrique me cogió por un brazo y me observó que parecía íbamos a encontrarnos con una recepción, nada de nuestro agrado. Algo en su tono atrajo la atención de Infadús, que dijo apresuradamente:
—Nada teman mis señores, en mi pecho no habita la perfidia. Ese regimiento está bajo mi mando y, obedeciendo a mis órdenes, viene a rendiros los honores que merecéis.
Contestele con un tranquilo movimiento de cabeza, por más que en mi interior nada tranquilo me sentía.
A media milla de las puertas del kraal, arrancaba del camino en muy suave pendiente, un despejado campo, y en él se situaron las compañías. Espléndido espectáculo presentaban los trescientos hombres que contaba cada una con sus brillantes lanzas y ondulantes penachos, al desfilar para ir a establecerse en los puestos que les correspondían.
Al llegar nosotros al citado lugar, doce compañías estaban ya alineadas a lo largo del camino, presentando una fuerza efectiva de tres mil seiscientos hombres.
Seguimos avanzando y cuando estuvimos cerca de la primera compañía pudimos contemplar, llenos de asombro, el conjunto más espléndido de hombres que jamás yo haya visto. Todos eran veteranos, como de cuarenta años de edad, y ninguno medía menos de seis pies de estatura. Llevaban en la cabeza grandes plumeros negros, ceñían la cintura y la pierna derecha por debajo de la rodilla con una serie de rodajas blancas, hechas de cola de buey, y tenían en la mano izquierda, escudos redondos, próximamente de veinte pulgadas de diámetro. Estos escudos eran muy curiosos: estaban formados por una plancha de hierro y forrados con una piel de buey tan blanca como la leche. Las armas ofensivas de estos soldados eran tan sencillas como terribles; consistían en una lanza, con moharra de doble filo, de seis pulgadas de anchura en su parte mayor y asta de madera, y tres grandes cuchillos, cada uno de peso de dos libras. Las lanzas no eran armas arrojadizas, como el «bangwan» o azagaya de combate de los zulúes, sólo se emplea en las luchas cuerpo a cuerpo, y las heridas que causa son horribles. Llevaban los cuchillos, uno en la especie de cinturón que ya he descrito y otros dos en el reverso del escudo. Estos cuchillos, llamados tolas entre ellos, hacen las veces de las azagayas arrojadizas de los zulúes. Un guerrero kukuano puede lanzarlos con notable destreza a cincuenta varas de distancia, y en los combates acostumbran, al cargar sobre el enemigo, arrojárselos en disparo general, antes de cerrar con él.
Cada compañía, perfectamente alineada, parecía estar compuesta de estatuas de bronce; tal era la inmovilidad y silencio con que esperaban en su posición de firmes, hasta que comenzábamos a pasar por delante de ellos. En este momento y a una señal de sus capitanes que, distinguidos por una zamarra de piel de leopardo, formaban al frente y dentro de sus respectivas fuerzas, todas las lanzas se alzaban a un tiempo y trescientas gargantas confundían en un solo y estentóreo grito el «kum» con que saludan a sus reyes. Cuando rebasábamos la línea que cada una cubría cambiando de frente, venía a formar a nuestras espaldas, siguiéndonos en la marcha hacia el kraal, y en breve todo el regimiento «Gris» (llamado así por el color de sus escudos) los triarios del pueblo kukuano, hacían vibrar el suelo bajo el golpe vigoroso de su uniforme paso.
Por fin, desviándonos del gran camino de Salomón llegamos al ancho foso que circundaba al kraal; por lo menos medía una milla de longitud y como desde lejos advirtiera, servía de defensa a una resistente palanquera de gruesos troncos.
Este foso estaba salvado en la puerta de la plaza por un puente levadizo algo primitivo, y al acercarnos a ella, su guardia lo dejó caer para franquearnos la entrada. El kraal estaba muy bien dispuesto; atravesábalo por el centro, de un extremo a otro, una espaciosa avenida, cortada en ángulo recto por varias calles transversales, de modo que las chozas se agrupaban en manzanas cuadradas, correspondiendo cada una a una sola compañía. Las chozas eran de forma cónica y, a la usanza de los zulúes, estaban fabricadas con paredes de bien tejidos zarzos y buenos techos de hierba, pero, como aquellas, no carecían de puertas, teniéndolas bastante grandes para que se pudiese entrar sin necesidad de bajarse. Eran, además, mucho mayores y las rodeaba una galería de seis pies de ancho, con piso de arena perfectamente apisonado. A lo largo de la avenida, atraídas por la curiosidad, se aglomeraban centenares de mujeres que, para ser africanas, tenían un aspecto en extremo agradable. Altas y graciosas, con el cabello corto, pero más bien crespo que envedijado, ofrecían ejemplos muy frecuentes de facciones aguileñas, sin que las afeara el grueso y abultado labio que distingue a la mayoría de las razas de aquella parte del mundo. Sobre todo, lo que más nos llamó la atención, fue el aire digno y reposado con que nos observaban, dando con ello evidente prueba de tan buena educación, dentro de sus costumbres, como la que distingue a las damas más avezadas a la vida del buen tono; y difiriendo mucho en este particular de las zulúes y de las masáis que habitan al Este de Zanzíbar.
La curiosidad las había traído hasta aquel lugar, pero ni una palabra, ni una contracción del rostro, nada, en fin, vimos en ellas a medida que cansados pasábamos por su frente, que pudiera hacer conocer la impresión que producíamos. Ni aun cuando Infadús les señalaba con disimulado ademán, la maravilla de las preciosas piernas blancas del pobre Good, dejaban reflejar en la mirada, la intensa admiración que sin duda alguna debían de despertar en sus espíritus. Fijaban los negros ojos sobre sus alabastrinas formas y nada más, pero esto era ya demasiado para el modesto marino.
Cuando llegamos al centro del kraal, Infadús se detuvo a la puerta de una espaciosa cabaña, rodeada a cierta distancia por otras más reducidas.
—Entrad, hijos de las estrellas, entrad y dignaos descansar un poco bajo nuestro humilde techo. En breve os traerán algunos alimentos para que el hambre no haga holgar los ceñidores que oprimen vuestras cinturas: alguna leche, alguna miel, una o dos terneras, y varios corderos; no lo mucho que yo quisiera, pero, al fin, lo escaso que puedo brindaros.
—Gracias, Infadús, ahora deja que descansemos de nuestro fatigoso viaje por las regiones de los aires.
Enseguida entramos en la cabaña que encontramos convenientemente preparada para nuestro alojamiento. Varias camas de pieles curtidas nos ofrecían un lecho como hacía tiempo no teníamos, y vasijas llenas de agua limpia nos invitaban a librarnos del polvo de la jornada.
Apenas nos habíamos hecho cargo del local cuando oímos unos gritos afuera y yendo a la puerta vimos una hilera de damiselas que nos traían leche, harinas cocidas y un jarro de miel. Detrás de éstas varios mozos conducían una gorda ternera.
Recibimos el presente y uno de los jóvenes, desenvainando su cuchillo, degolló al animal, que en diez minutos estuvo desollado y descuartizado. Separada la mejor carne para nosotros, distribuí la restante, en nuestro nombre, a los guerreros que nos rodeaban, quienes se alejaron con ella para repartirse la dádiva de los blancos.
Umbopa, ayudado por una joven de extraordinaria belleza, comenzó a preparar nuestra comida, cociendo la carne que nos reservamos, en una gran marmita de barro, al calor de una pequeña hoguera que hizo fuera de la cabaña, y cuando ya iba a estar a punto, enviamos una invitación a Infadús, para que con Scragga viniera a comer con nosotros.
Aceptaron, y a poco, sentados en unos de los banquillos, que había en la cabaña, porque, los kukuanos no acostumbran a sentarse en cuclillas como los zulúes, nos ayudaban a concluir con nuestra comida. El viejo militar, Infadús, nos trató con suma amabilidad y cortesía, pero nos pareció que el joven nos miraba con algún recelo. En un principio había sido, como todos los que le acompañaban, completamente subyugado por nuestro color y nuestras facultades mágicas; pero creo que al descubrir que comíamos, bebíamos y dormíamos como cualquier otro mortal, su temor comenzó a ceder dejando lugar a malévolas sospechas y peores intenciones, que nos tenían poco menos que sobre ascuas.
Durante la comida, sir Enrique quiso que yo tratara de averiguar si nuestros comensales sabían algo de su hermano; si le habían visto o habían oído hablar de él; pero después de pensarlo, creí prudente dejar para más tarde esa investigación.
Terminada la comida cargamos nuestras pipas y las encendimos, cosa que dejó atónitos a Infadús y a Scragga, prueba evidente de que los kukuanos desconocen tan deliciosa costumbre. La planta crece abundantemente en su suelo; pero a igual de los zulúes sólo la emplean para hacer rapé y la desconocieron por completo bajo el nuevo aspecto con que se les presentaba.
Pregunté a Infadús cuándo proseguiríamos el viaje, y con placer oí que todo estaba preparado para ponernos en camino a la mañana siguiente; habiendo, al efecto, despachado ya varios correos al rey Twala, avisándole nuestra próxima llegada. Según entendí, éste se hallaba en la residencia principal, denominada Loo, disponiéndose para la gran fiesta que anualmente se celebra en la primera semana de junio, a la que concurren todos los regimientos, excepto los que quedan de guarnición en las principales kraales del país, para formar en parada delante del rey; y en la cual se lleva a efecto la gran «cacería de las brujas».
Debíamos partir al amanecer, acompañados por Infadús, quien esperaba que, si no nos detenía un accidente o algún río crecido, llegaríamos a Loo durante la noche del segundo día.
Cuando nos hubieron participado todos estos informes, se retiraron dándonos las buenas noches; y, habiendo convenido en establecer un turno de vigilancia, tres de nosotros echados sobre las pieles comenzaron a gozar el dulce sueño del fatigado caminante, mientras que el cuarto estaba alerta contra una posible traición.