Capítulo VI
¡Agua! ¡Agua!
Dos horas más tarde, a las cuatro de la madrugada, desperté. Tan pronto como mi fatigado cuerpo hubo satisfecho su necesidad de descanso, el martirio de la sed, volviéndome a la realidad, me arrancó de las cristalinas y frescas aguas de un arroyo, que bajo verde y tupido ramaje se deslizaba, y donde, en mi sueño, me bañaba, para traerme a la memoria, en medio del árido desierto, las palabras fatídicas de Umbopa: «Si no encontramos agua, moriremos todos antes que aparezca la luna de mañana». Ningún ser humano podía vivir largo tiempo sin agua en aquella seca y ardorosa atmósfera. Sentome y me froté el polvoriento rostro con mis secas y ásperas manos. Tenía los labios y párpados adheridos completamente, y sólo después de friccionármelos por algún tiempo y hacer un esfuerzo, logré separarlos. El alba se aproximaba, pero ni uno de esos vagos resplandores que la preceden, rompía la lobreguez de aquel aire cuya espesa y calurosa obscuridad nos es imposible describir. Todos los demás dormían. Poco a poco la luz fue haciéndose más intensa, y cuando su claridad me permitió leer, saqué de mis bolsillos un pequeño volumen de las Leyendas de Ingoldsby que traía conmigo, y me puse a leer la «Corneja de Reims». Cuando llegué al pasaje, en donde:
Alegre un chicuelo, su cántaro lleva
rebosando el agua más clara y más fresca
que manan las fuentes de Reims a Namur.
Materialmente me saboreé, o mejor dicho, traté de saborearme mis cuarteados labios. La simple idea de agua me enloquecía. Si aquel cántaro hubiera estado a mi alcance, me habría arrojado como un loco frenético sobre él y zambullido mi rostro en su fresca agua y bebido con avidez, hasta agotarla toda, mientras que el aterrorizado niño huía de mí, sin saber cómo ni por dónde había aparecido aquel ennegrecido cazador de enmarañado cabello, obscuros ojos y pequeña estatura… Este pensamiento me pareció tan chistoso, que prorrumpí a reír o mejor a lanzar carcajadas que despertaron a mis compañeros. Hoy creo que, debilitado por la falta de alimento, el cansancio y la sed, caí en un momentáneo estado de excitación que daba vida a las quimeras de mi mente.
Sir Enrique y Good se sentaron, frotáronse los curtidos rostros y, a duras penas, pudieron apartar los bien pegados párpados y labios. Tan pronto como todos estuvimos despiertos, comenzamos a discutir la situación, que era muy grave. No contábamos con una gota de agua; en vano volvimos y sacudimos nuestras cantimploras, estaban tan secas como la arena que hollábamos. Good, que era el portador de la botella de aguardiente, la sacó del sitio donde la guardaba y la miró con avidez; pero sir Enrique se la quitó enseguida, porque aquel fuerte licor sólo hubiera precipitado el fin.
—Si no encontramos agua, pereceremos —dijo.
—Si no nos engaña el mapa del viejo fidalgo, debe haberla en estas cercanías —observó; pero ningún efecto produjeron mis palabras, era muy poca o ninguna la fe que nos inspiraba la veracidad de aquel itinerario. La luz continuaba aumentando gradualmente; y, mientras nosotros sentados y pálidos nos mirábamos en silencio, observó al hotentote Ventvögel, quien poniéndose de pie empezó a andar con los ojos clavados en el suelo y de repente, se detuvo, lanzando una exclamación gutural, al mismo tiempo que señalaba a la tierra.
—¿Qué pasa? —exclamamos todos, levantándonos simultáneamente y dirigiéndonos apresuradamente hacia él, que inmóvil continuaba con su brazo y dedo apuntando al mismo lugar.
—Bueno, es una pequeña mancha de grama bastante fresca, y ¿qué hay con eso? —pregunté yo.
—La grama no crece lejos del agua —me contestó en holandés.
—Tienes razón, lo había olvidado: y bendito sea Dios que así lo dispuso.
Este pequeño descubrimiento nos dio nueva vida: maravilloso es como, en una situación desesperada, se agarra uno a la más débil esperanza y se reanima y tranquiliza con ella. Cuando las tinieblas nos rodean, un rayo de luz, por insignificante que sea, alienta a nuestro espíritu y nos anima a marchar.
Entretanto Ventvögel, levantando su grande y achatada nariz, giraba lentamente sobre sí mismo, y, semejante a un perro que olfatea por la perdida pista, aspiraba con todos sus pulmones aquel aire caliente. De pronto dijo:
—Huelo agua.
Al oírle, nuestro júbilo fue grande, porque todos sabíamos que estos salvajes poseen un finísimo olfato.
En este instante, el sol, surgiendo radiante del horizonte, hizo aparecer ante nosotros un paisaje tan majestuoso que, atónitos en su contemplación, olvidamos por algunos minutos los tormentos de nuestra sed.
Enfrente, y como a cuarenta o cincuenta millas erguíanse soberbios los pechos del Sheba, que, semejantes a dos inmensos conos de bruñida plata, reflejaban con vivísimo fulgor los tempranos rayos del naciente astro; mientras que por cada uno de sus lados y maciza cual colosal muralla, iba a perderse en el horizonte la elevada cordillera de Sulimán. Hoy que tranquilo y con la memoria llena por su recuerdo, trato de describir la grandiosa belleza de aquel espectáculo, fáltanme palabras para el concepto y conceptos para su sublimidad. Allá, en los lindes del desierto, precisamente ante nosotros, alzábanse, cual vigilantes atalayas, dos enormes montañas, que seguro estoy no tienen otra parecida en toda el África, ni en el mundo entero; medían unos quince mil pies de altura y separábalas un espacio de unas doce millas, en el centro del cual se unían sus encrespadas laderas. Desde el lugar en que nos encotrábamos, las veíamos elevarse airosas de la llanura, suaves y redondas como los pechos de una virgen, para ir a terminar en dos picos perfectamente cónicos y cubiertos de nieve, que se hundían en las nubes.
El desfiladero en que venían a unirse sus encontradas laderas, parecía muy escarpado y a varios miles de pies sobre el nivel del suelo; a sus opuestos lados, en cuanto la vista descubría, observábase en la cordillera la misma rápida, y uniforme pendiente, interrumpida, de trecho en trecho, por eminencias terminadas en mesetas, parecidas a las afamadas de la ciudad del Cabo, que, entre paréntesis son de una formación muy común en el África.
Imposible me es describir el cuadro que se extendía ante nuestra vista. Sí puedo decir que nos produjo tal impresión la solemne majestad de aquellos gigantescos volcanes —porque sin duda alguna lo son— ya apagados, que suspensos, creo que ni siquiera respirábamos. Durante cierto tiempo, los rayos de la mañana se quedaron en los nevados picos y en las redondeadas y obscuras masas que los sostenían; pero poco a poco y como queriendo ocultar de nuestros curiosos ojos la grandiosidad de aquel espectáculo, extrañas neblinas y nubes comenzaron a agruparse en su derredor hasta cubrirlas con un tupido velo, al través del cual sólo podíamos entrever sus enormes y bien cortadas siluetas. Por lo general, como más tarde descubrimos, estaban siempre envueltas en densas nieblas que, indudablemente no nos habían permitido antes verlos con tanta claridad.
Apenas las montañas habían desaparecido bajo su vaporosa vestidura, cuando nuestra sed reaparecía con sus insoportables tormentos.
A pesar de la afirmación de Ventvögel, por más que buscamos, no descubrimos agua ni la menor traza de ella; en todo cuanto la vista dominaba, sólo se percibía el árido y seco arenal, y los raquíticos karus. Dimos la vuelta a la colina, examinando con ansiedad sus alrededores, pero siempre con el mismo resultado, ni una gota de agua, nada, nada que indicase la existencia de una poza, charco o manantial.
—Eres un estúpido, no hay ninguna agua —dije coléricamente a Ventvögel.
Este volvió, levantando su horrible nariz, a olfatear el aire, y contestome:
—La huelo, señor, la husmeo en el aire.
—Sí, en las nubes y cuando caiga, de aquí a dos meses, vendrá a refrescar nuestros huesos.
Sir Enrique se cogió pensativamente la barba y sugirió:
—¡Tal vez se encuentre en la cima de esa colina!
—¡Diablo!, ¿a quién se le puede ocurrir tal cosa?, ¡agua en la cima de una colina! —exclamó Good.
—Sin embargo, veámoslo —dije yo, y comencé a ascender a gatas, sin ninguna esperanza, y precedido por Umbopa, la arenosa pendiente de aquella eminencia. Al llegar a la cumbre, éste se detuvo como si se hubiera petrificado, y gritó con toda su voz:
—¡Nanzia, Manzie! (Aquí hay agua).
Nos abalanzamos hacia él, y, en efecto, encontramos sobre la misma cúspide, y en un hueco profundo o grieta, un charco de agua. No nos ocupamos de pensar cómo podía hallarse allí, ni nos detuvo su obscuro color y desagradable apariencia. Era agua, o por lo menos una buena imitación de ella, y esto nos bastaba. De un salto nos pusimos en sus orillas, y echándonos boca abajo, hundimos nuestros labios en el repugnante líquido, sorbiéndolo como si hubiera sido el néctar de los dioses. ¡Sabe el Cielo cuánto bebimos! Apagada nuestra sed, nos quitamos nuestras ropas y sumergimos en él nuestros cuerpos, para absorber la humedad a través de la tostada piel. Aquellos que, tranquilos en sus hogares, les basta abrir una llave para tener toda el agua que desean, no pueden comprender las delicias que experimentamos al revolcarnos en aquel sucio y tibio charco. Pasado un rato, salimos de él, bien frescos, en realidad, atacamos nuestra provisión de carne seca, que apenas habíamos probado durante las últimas veinticuatro horas, y cada uno concluyó con su ración. Encendimos nuestras pipas, nos tendimos a la orilla del mil veces bendito charco, y protegidos por la sombra de sus empinados bordes, dormimos profundamente hasta el mediodía.
Toda la tarde permanecimos cerca de él, dando gracias a nuestras estrellas, por habernos guiado hasta allí, sin olvidarnos de hacerlo también a los manes de da Silvestre, que con tan admirable precisión lo señaló sobre un pedazo de su camisa. Cuando ya satisfechos la sed, el hambre y el sueño, pudimos pensar en otras cosas, nos quedamos asombrados al considerar el tiempo que esta poza había durado, sólo nos lo explicábamos, suponiendo la alimentaba algún manantial que debía existir a gran profundidad bajo la arena.
A la salida de la luna, rebosando de agua tanto nosotros como nuestras cantimploras, volvimos a ponernos en camino, y, mucho más animados, ganamos veinticinco millas aproximadamente. Casi no es necesario decir que no encontramos más agua, pero tuvimos la fortuna de hallar unos altos hormigueros que, al día siguiente, prestaron un poco de sombra a nuestro sueño. Cuando el sol apareció sobre el horizonte, y, aunque por breves momentos, rompió y disolvió las misteriosas nieblas que envolvían a la cordillera de Sulimán y a sus dos majestuosos picos, ahora a unas veinte millas de distancia, parecía que estos, más grandiosos que nunca, se alzaban hasta las nubes por encima de nuestras cabezas. A la caída de la tarde proseguimos nuestra marcha, y, a la mañana siguiente, nos encontramos sobre las eminencias más bajas de la base del pecho izquierdo del Sheba, al cual nos habíamos dirigido constantemente. Para este tiempo teníamos consumida toda el agua con que llenamos las cantimploras, y de nuevo sufríamos el martirio de la sed, sin otro medio para librarnos de él, que el de ascender la montaña hasta alcanzar sus elevadas nieves. Después de descansar una hora o dos, impulsados hacia ellas por nuestra abrasadora sed, empezamos a subir penosamente por sus faldas de calcinada lava, pues, según vimos, la inmensa base de la montaña, estaba compuesta de capas de esta substancia, vomitadas en épocas muy remotas.
Las once serían, cuando desfallecidos por completo, nos sentíamos sin fuerzas ni ánimo para continuar nuestra ascensión. Caminábamos por encima de un suelo de lava que, si bien no tan dura y áspera como la de otros lugares, por ejemplo, la de la isla de la Ascensión, era lo bastante para herirnos, si no destrozarnos los pies; esto venía a colmar las miserias de nuestra situación, contribuyendo poderosamente al desastroso fin que, sin remedio alguno, parecía esperarnos. Cuesta arriba, a unos cuantos centenares de varas, se levantaban de la superficie unos grandes trozos de lava y nos encaminábamos a ellos para reposar a su sombra.
Cuando los alcanzamos, quedamos sorprendidos si es que en nuestro desfallecimiento cabía el sorprendernos, al encontrarnos con un terraplén o escalón, que ocultaba su volcánico suelo, bajo una tupida capa de fresca vegetación. Era evidente que la lava detenida allí y descompuesta por la acción de la humedad, se había convertido en tierra fértil y reproducido las semillas que los pájaros dejaron caer sobre su superficie. Pero tal hallazgo nos interesó muy poco, pues uno no puede alimentarse sólo con hierbas, a semejanza de Nabucodonosor, lo que, por otro lado, requiere una especial permisión de la Providencia o unos órganos digestivos apropiados al efecto. Por consiguiente, desalentados y quejumbrosos nos sentamos al pie de las rocas, y, por mi parte, bien arrepentido de haberme aventurado en tan loca expedición. Mientras permanecíamos sentados, Umbopa se levantó, y, tambaleándose, se dirigió hacia aquella mancha de verdura, en donde a los pocos minutos, lleno de sorpresa, le vi gritar y danzar como un extravagante, olvidado completamente de su habitual y digna gravedad, a la par que agitaba por encima de su cabeza algo verdoso que tenía entre las manos. A gatas y con toda la celeridad que nuestros cansados miembros permitían, nos aproximamos a él, creyendo había encontrado agua.
—¿Qué diablos es eso, animal? —le grité en Zulú.
—Agua y comida, Macumazahn —y volvió a agitar el verdoso objeto.
Entonces pude ver lo que tenía en sus manos. Era un melón. Habíamos dado con un melonar silvestre, cuyas frutas, maduras hasta pasarse, se contaban por millares.
—¡Melones! —grité a Good, que me seguía de cerca, y casi en el mismo instante le vi clavar su dentadura postiza en la corteza de uno.
Creo que mejor que comer, devoramos seis cada uno antes de llegar a satisfacernos, y aunque dichas frutas eran bastante malas, jamás cosa alguna nos supo mejor.
Pero el melón no es fruta que mate el apetito, y por consiguiente, una vez apagada nuestra sed con su jugosa pulpa y puesto a enfriar un buen número, por el simple proceso de partirlos por la mitad y dejar evaporar parte de su jugo al calor del sol, comenzamos a sentirnos hambrientos en demasía. Aún nos restaba alguna carne seca, pero a más de comenzar a resistirse nuestros estómagos, debíamos economizarla, porque no sabíamos cuándo nos sería dable reponer nuestras provisiones. Precisamente, en este instante acaeció un feliz incidente. Miraba al desierto y vi volando hacia nosotros, una bandada de unos diez pájaros de gran tamaño.
—Tíreles, señor, tíreles —me dijo con voz muy baja el hotentote, al mismo tiempo que se echaba boca abajo en el suelo, ejemplo que todos seguimos.
A poco me cercioré de que eran unas avutardas y, que según su vuelo, debían pasar a unas cincuenta varas por encima de mi cabeza. Tomé uno de los rifles Winchester, esperé a que estuvieran próximamente sobre nosotros y entonces, de un solo salto me puse de pie. Las avutardas, asustadas con mi aparición, se arremolinaron, formando un grupo bastante compacto, como esperaba había de suceder, al centro del cual mandé, sin dilación alguna, dos balas, que quiso nuestra suerte hiciera caer una hermosa ave, por lo menos de veinte libras. Media hora más tarde se asaba en una pequeña hoguera alimentada con los tallos y hojarasca secos del melonar, y, nos preparábamos para regalarnos con una comida como, hacía una semana, no la habíamos hecho.
Aquella noche, alumbrados por la luna y cargando con tantos melones cuantos nos fue posible, continuamos la marcha. A medida que nos elevábamos, la atmósfera se enfriaba más y más, con gran satisfacción por nuestra parte, y al amanecer, si no nos equivocamos, distábamos doce millas de la línea de las nieves. Los melones abundaban por estos sitios; así desapareció el temor que la carencia de agua nos inspiraba; además, sabíamos que pronto tendríamos toda la nieve que quisiéramos; pero la pendiente se iba haciendo muy rápida, y a duras penas progresábamos una milla por hora. Aquella noche consumimos nuestra última ración de carne seca. Hasta entonces no habíamos encontrado en la montaña, ser alguno animado, excepto las aludidas avutardas, y por otro lado, no se veía la más insignificante corriente de agua, lo cual nos parecía inexplicable, dada la gran masa de nieves que cubría la cercana cúspide, y que debía fundirse de cuando en cuando. Pero, después averiguamos, obedeciendo a ciertas causas, que está fuera de mis alcances el explicar, las aguas producidas por el deshielo, dando vueltas y revueltas, corrían hacia la llanura por la vertiente Norte de la montaña.
A la sazón comenzó a inquietarnos la carencia de alimento. Nos habíamos librado de morir de sed, pero parecía que sólo había sucedido así para fenecer de hambre. Y ahora creo más oportuno copiar las notas de mi cartera, con relación a los sucesos que ocurrieron durante los tres días subsiguientes.
21 de mayo.- Partimos a las once de la mañana, llevando algunos melones, con una temperatura bastante fresca para viajar de día. Avanzamos penosamente toda la jornada sin encontrar nuevos melonares; sin duda dejamos a nuestras espaldas la zona en que se producen. No hemos visto especie alguna de caza. Hacemos alto a la puesta del sol, sin haber comido absolutamente nada hace muchas horas. El frío nos ha molestado bastante durante la noche.
22.- A la salida del sol, aunque nos sentimos débiles y extenuados, volvimos a emprender la marcha. Cinco millas es cuanto hemos podido adelantar en todo el día; encontramos varios montones de nieve, que es lo único que hemos comido. Acampamos, para pasar la noche, en el borde de una dilatada meseta. El frío es terrible. Bebimos un poco de aguardiente y envolviéndonos en las mantas, nos acostamos muy apretados unos contra otros, a fin de conservar el calor. El cansancio y el hambre nos hacen sufrir horriblemente. Temí que Ventvögel hubiera muerto durante la noche.
23.- Tan pronto como los rayos del sol comenzaron a calentar y logramos desentumecer nuestras medio heladas piernas, continuamos la penosa marcha. Estamos en una situación espantosa, y temo que, si no hallamos hoy comida, este día será el último de nuestra jornada. Nos queda muy poco aguardiente. Sir Enrique, Good y Umbopa, resisten admirablemente, pero el pobre Ventvögel se siente muy mal. Como sucede en general con los hotentotes, el frío le mata. Las angustias del hambre, no son tan graves como cierto entorpecimiento que siente en el estómago. Hemos llegado a la pendientísima cresta o muralla de lava que une las dos montañas, y el paisaje no puede ser más imponente. A nuestras espaldas, el abrasado desierto tiende su inmensa superficie hasta perderse en el horizonte, y delante de nuestra vista, milla tras milla, se dilata la deslumbrante llanura de nieve endurecida, perfectamente uniforme, alzándose insensiblemente hacia el centro, para enlazarse con el pico de la montaña, que midiendo varias millas en la circunferencia de su base, se levanta verticalmente a cuatro mil pies de elevación. Nada, ningún ser vivo, al alcance de nuestra mirada. Dios nos proteja, temo que nuestra última hora ha llegado ya.
Y ahora cierro mi cartera, tanto por no ser su lectura muy interesante, cuanto porque lo que sigue exige una relación minuciosa y exacta.
Todo aquel día (23 de mayo), subimos penosa y lentamente por la nevada cuesta. Extraño espectáculo hacíamos, sin duda, al arrastrar los doloridos pies por la deslumbrante llanura, agobiados por el peso de los objetos que llevábamos y volviendo a todas partes los hambrientos ojos, lo que, entre paréntesis, era completamente inútil, pues nada había allí que pudiera servirnos de alimento. Adelantamos siete millas durante el día, y poco antes de la puesta del sol, llegamos al mismo pie del pico del pecho izquierdo de Sheba, que parecía un gigantesco cono de endurecida nieve. No obstante lo precario de nuestro estado, hubimos de sentirnos impresionados por la sublime belleza de aquel espectáculo, que el sol, desde su ocaso, realzaba hasta lo maravilloso, vistiéndolo con grandes jirones de grana, y circundando su porción más elevada con una fulgente y majestuosa aureola.
—Debemos estar próximos a la cueva que cita el antiguo caballero —murmuró Good con apagado acento.
—Sí —le contesté— si es que tal cueva existe.
—Adelante, Quatermain —dijo sir Enrique— no hable usted así, tengo completa fe en el fidalgo, ¡acordaos del agua! Pronto encontraremos ese lugar.
—Si no lo descubrimos antes que obscurezca, no hay salvación posible para nosotros, es todo cuanto tengo que decir —fue mi consoladora réplica.
Por espacio de unos diez minutos marchamos silenciosamente, de repente, Umbopa, quien caminaba a mi lado envuelto en su manta, y con un ancho cinturón de cuero, tan ceñido alrededor del estómago, para disminuir su hambre como decía él, que su cintura parecía la de una elegante señorita, me agarró fuertemente por el brazo, y señalando hacia el arranque de la falda del pico, exclamó:
¡Allí! Allí está la cueva.
Seguí con la vista la dirección que me indicaba y percibí, a unas doscientas yardas de nosotros, una pequeña mancha negra que parecía ser producida por un agujero en la nieve. Nos dirigimos tan rápidamente como posible nos era, hacia ella, y, en efecto, descubrimos un agujero que servía de boca a una cueva, la misma, sin duda, descrita por da Silvestre. Apenas habíamos llegado a la entrada de aquel providencial asilo, quedamos sumidos en densa obscuridad; el sol acababa de hundirse en el horizonte, y sabido es que en esas latitudes el crepúsculo tiene poquísima duración. Nos deslizamos a gatas dentro de la cueva, que no parecía ser muy grande, y después de bebernos nuestro último resto de aguardiente, escasamente un trago para cada uno, nos acostamos, apiñándonos lo más apretadamente posible para conservar el calor, o intentamos buscar en el sueño alivio a nuestros sufrimientos; pero el frío era demasiado intenso para permitirnos ese descanso; seguro estoy de que el termómetro en aquella gran altitud, hubiera descendido a catorce o quince grados por debajo del punto de congelación, y lo que esto significaba para nosotros, extenuados por la fatiga, la falta de alimento y el insufrible calor del desierto, el lector puede imaginarlo mejor que yo describirlo. Baste el decir que estuvimos a punto de morir helados. Sentados, hora tras hora, contamos las de aquella larga y horrorosa noche; el implacable frío nos cercaba por todos lados, ora helándonos los dedos, ora los pies, y a veces el rostro; en vano nos estrechábamos unos contra otros, en vano nos apretábamos más y más; nuestros miserables y demacrados cuerpos parecían haber perdido ya todo su calor. De rato en rato, uno de nosotros caía en un intranquilo sueño, de corta duración, lo que hoy considero una fortuna, pues si alguno se hubiera dormido por más largo tiempo, tal vez no hubiese vuelto a despertar.
Sólo nuestra fuerza de voluntad pudo salvarnos, haciéndonos sobrevivir a todas las torturas de aquella noche. No estaba muy lejana el alba, cuando el hotentote Ventvögel, cuyos dientes no habían cesado de chocar produciendo un continuo castañeteo, exhaló un profundo suspiro, después del cual guardó un silencio absoluto. Al pronto no paré mi atención en tal cosa, creyendo se había quedado dormido, pero su espalda, que se apoyaba contra la mía, enfriándose rápidamente, llegó a hacerme sentir la misma impresión del hielo.
Por fin las tinieblas empezaron a desaparecer; suaves rayos difundían por doquiera su indecisa luz, aumentando gradualmente en intensidad, hasta que convertidas en esplendentes haces al asomarse el sol, cruzaron veloces por encima del desierto, para derramar su claridad sobre el triste grupo de unos cuantos hombres medio helados, en derredor de un cadáver: el de Ventvögel, que duro como una roca, estaba en la misma posición en que la muerte le sorprendiera. Infeliz, ya no me extrañó la excesiva frialdad de su espalda. Horrorizados, pues generalmente causa este raro efecto la compañía de un cadáver, nos apartamos de él, que continuó sentado y con los brazos fuertemente ceñidos alrededor de las rodillas.
Para esta hora el sol inundaba de luz la entrada de la gruta, y sus fríos rayos (pues allí perdían todo su calor), disipaban la sombría obscuridad, que dentro de ella apenas debía ser interrumpida. De repente, alguien dejó escapar una exclamación de terror, y volviéndome hacia el fondo de la cueva, vi a un hombre sentado, con la cabeza inclinada sobre el pecho y caídos los largos brazos; a poco me convencí de que era un cadáver, y para mayor asombro, el cadáver de un europeo.
Los demás también lo vieron, y como el espectáculo era demasiado fuerte, para nuestros destemplados nervios, nos arrastramos presurosos, con la celeridad que nuestros medio helados miembros permitían, fuera de aquella pavorosa tumba.