Capítulo IX
El Rey Twala
No creo necesario pasar a detallar todos los accidentes de nuestro viaje hasta Loo; duró dos días, y lo hicimos por el gran camino de Salomón que se dirige directamente al centro de la tierra de los kukuanos. Basta el decir que según nos internábamos en aquel país, aumentaban la riqueza de su suelo y el número de los kraales, rodeados siempre por una ancha faja de terrenos cultivados. Todos estaban edificados con arreglo a los mismos principios que observamos en el primero, y perfectamente guarnecidos. En la tierra de Kukuana, lo mismo que en Alemania, y en las tierras de los zulúes y de los masáis, todo hombre que puede llevar las armas es soldado; por consiguiente, la fuerza entera de la nación es hábil para la guerra, sea ofensiva o defensiva. Por el camino encontramos millares de guerreros que con rápido paso marchan a Loo para asistir a la gran revista y fiesta anuales, y por mi parte, aseguro que jamás había visto tantas tropas en movimiento. El segundo día de nuestro viaje, nos detuvimos a la puerta del sol, para descansar un rato sobre la cima de una eminencia que el camino cortaba, y desde aquel lugar distinguimos a Loo en medio de una fértil y preciosa llanura. Demasiado espaciosa para ser una población nativa, medía unas cinco millas de circunferencia, la rodeaban de cerca varios kraales que en las grandes ocasiones servían de cantones para los regimientos allí concentrados, y como dos millas al Norte de ella, se veía una curiosa colina en forma de herradura que estábamos destinados a conocer mejor.
Su situación era admirable; corría por su centro un río, tal vez el mismo que vimos desde el Sheba, y las dos porciones en que la dividía parecían estar en comunicación por varios puentes. A sesenta o setenta millas más allá en la dirección del camino, se levantaban de la llanura tres grandes montañas nevadas dispuestas como las puntas de un triángulo, y de aspecto completamente desemejante al de los picos del Sheba, pareciendo irregulares y casi a plomo en vez de suaves y redondeadas.
—Allí concluye el camino —dijo, Infadús, al vernos mirar hacia aquellos picachos que los kukuanos llaman las «Tres Brujas».
—¿Por qué termina allí? —le pregunté.
—¿Quién puede saberlo? —contestó encogiéndose de hombros— las montañas están llenas de cuevas y una profunda sima las separa. A ellas venían a buscar los hombres de las remotas edades aquello que les atraía a esta tierra, y en ellas está hoy la sepultura de nuestros reyes, en un paraje denominado la «Morada de la Muerte».
—¿Y qué era lo que venían a buscar?
—No lo sé. Mis señores que bajan de las estrellas, ¿acaso lo ignoran?
Nos dirigió una rápida mirada, por la que comprendimos sabía más de lo que nos había dicho.
—Sí, tienes razón, en las estrellas se saben muchas cosas, y para que te convenzas, te diré que los hombres de las antiguas edades venían a buscar en esas montañas piedras relucientes, bonitas baratijas y hierro amarillo.
—Sabio es mi señor —contestome fríamente— a su lado soy un niño y no puedo hablar de tales cosas con él. Debéis dirigiros a Gagaula la vieja, que reside cerca del rey y es sabia también, casi tanto o tanto como mi señor.
Al pronunciar esta última palabra se alejó. Tan pronto como estuvo a alguna distancia volvime a mis compañeros y señalando hacia las montañas dije:
—Allí están las minas de diamantes de Salomón.
Umbopa estaba con ellos, al parecer sumido en uno de aquellos momentos de abstracción tan comunes en él, sin embargo, oyó mis palabras y me dijo:
—Sí, Macumazahn, indudablemente allí están los diamantes, y los obtendréis, ya que los blancos son tan aficionados a esas fruslerías como al dinero.
—¿Cómo sabes eso, Umbopa? —preguntele con bastante acritud porque nada me agradaban sus misterios.
—Lo he soñado durante la noche. —Y sonriendo giró sobre los talones y se alejó de nosotros.
—¿Qué le pasa a nuestro bronceado amigo? Parece que sabe más de lo que dice. Y, a propósito, Quatermain, ¿ha podido él averiguar algo respecto, de… de mi hermano?
—Nada absolutamente, ha preguntado a todos los que han hecho amistad con él, y le han respondido que nunca, hasta ahora, se había visto a un blanco en el país.
—¿Cree usted que pueda haber llegado hasta aquí?, —preguntó Good— nosotros lo hemos podido realizar milagrosamente ¿y lo conseguiría él, de igual manera, sin el auxilio del mapa?
—No lo sé —contestó sir Enrique, con entristecido acento— pero sea como sea, algo me dice que lo encontraré.
En este momento el sol lanzó su rayo postrero desde el lejano horizonte y la noche, tendiendo rápida su manto sombrío, sumió la tierra en completa obscuridad, pues, según creo haber dicho, en estas latitudes el crepúsculo no existe, y la noche sucede al día, tan violenta y repentinamente como el sueño a la vigilia, como la muerte a la vida. A poco de quedar en completas tinieblas, aparecieron en el Oriente suaves y vagas tintas, que creciendo gradualmente en intensidad, se derramaron por la bóveda del cielo y, por último, inundaron la tierra en dulce y misteriosa refulgencia, al asomar la luna su creciente y argentado disco.
Las estrellas, un momento hacía vivas y centelleantes, palidecían más y más a medida que serena y majestuosa se alzaba entre ellas la casta reina de la noche, así como palidecen hasta desvanecerse las hazañas de los héroes de la espada, en presencia de los grandes hechos de los héroes del amor, los bienhechores de la humanidad. Absortos, con el corazón palpitante, contemplábamos la grandiosidad de un espectáculo, del que apenas teníamos conciencia y por consiguiente imposible nos sería describir.
Lector, mi vida ha sido dura, penosa; pocas cosas me la han hecho agradable y una de ellas es el haber presenciado aquella salida de la luna en la tierra de Kukuana. Nuestro amigo, el político Infadús, vino a arrancarnos de nuestra meditación.
—Si mis señores lo quieren, podemos continuar la jornada para Loo, en donde una cabaña dispuesta a recibirlos los espera. La luna alumbra el camino y no hay temor de que podamos tropezar y caer.
Asentimos y una hora después estábamos en las afueras de la población, que rodeada por millares de hogueras nos parecía interminable; Good, siempre afecto a maliciosas bromas, la bautizó, por este motivo, con el nombre de la «Indefinible Loo». A la sazón, que llegábamos a un ancho y profundo foso, franqueado por un puente levadizo, detúvonos al áspero ¡alto!, del centinela y el ruido de las armas de la fuerza que guardaba aquella entrada. Infadús dio una seña, que no me fue posible entender, y contestándosele con un saludo, se nos permitió el paso, encontrándonos en la calle central de la inmensa y hermosa ciudad. A la media hora de desfilar por ella, entre dos líneas inacabables de chozas, Infadús hizo alto a la entrada de un grupo de éstas, que se alzaban en derredor de un patio cuidadosamente arenado, informándonos de que aquel era nuestro pobre alojamiento.
Entramos en él y hallamos que se había destinado una choza para cada uno de nosotros. Eran mucho mejores que las que hasta entonces habíamos visto, y en todas se encontraba un cómodo lecho formado por pieles curtidas, tendidas sobre blandos colchones de hierbas aromáticas. Tenían dispuesta nuestra comida, y tan pronto como nos hubimos lavado en anchas vasijas de agua, varias jóvenes de hermosa presencia se acercaron a nosotros con carnes asadas y harinas, esmeradamente servidas en platos de madera que nos presentaron haciendo respetuosas reverencias.
Comimos y bebimos a nuestro placer y, colocadas todas las camas en la misma choza por nuestro mandato, precaución que hizo sonreír a las amables y graciosas jóvenes, nos echamos a dormir, cansados de lo largo de la jornada.
Alto brillaba el sol, cuando al despertarnos, descubrimos a nuestras sirvientas, que de pie, silenciosas y ajenas a falsos rubores, aguardaban para ayudarnos a «vestir», según se les había ordenado.
—Vestirse gruñó más bien que murmuró el enfadado Good —poco trabajo y tiempo cuesta esto cuando se anda en camiseta y botas. ¡Tenga la bondad de pedirles mis pantalones!
Así lo hice, pero me contestaron que estas sagradas reliquias, estaban en poder del rey, quien nos vería aquella tarde. Entonces les mandé que nos dejaran solos, lo que hicieron con cierto asombro y bastante contrariadas, procediendo acto continuo a hacernos el mejor tocado, que las circunstancias nos permitían. Good la emprendió con el lado derecho de la cara, que se rasuró admirablemente, no consintiéndole que por concepto alguno atentase, como de buena gana lo hubiera hecho, contra la crecida barba que ornaba su lado izquierdo. En cuanto a nosotros nos contentamos con un buen lavado, y peinarnos el cabello. Las rubias guedejas de sir Enrique casi caían sobre sus hombros, asemejándole más que nunca a un antiguo dinamarqués, mientras que mis entrecanas greñas medían una pulgada, media más allá del límite que por lo general acostumbraba conceder a su crecimiento.
Concluíamos de fumar nuestra pipa después del almuerzo, cuando apareció Infadús en persona a participarnos que Twala, el rey, estaba dispuesto para recibirnos, si teníamos a bien acudir inmediatamente a su presencia.
Le contestamos preferíamos esperar hasta que el sol estuviese más alto, pues aún nos sentíamos cansados de nuestro largo viaje; porque nada es tan conveniente como el no manifestar el más mínimo apresuramiento cuando se trata con gentes por civilizar, siempre prontas a confundir los actos de la política con las manifestaciones del miedo y del servilismo. Por consiguiente, y aunque por nuestra parte deseábamos ver a Twala tanto como Twala pudiera desear el vernos, nos sentamos y con toda calma nos pusimos a arreglar los presentes que nuestras pobres circunstancias nos permitían hacer; consistían éstos en el Winchester que con algunas municiones destinábamos para Su Majestad y sartas de cuentas que pensábamos distribuir entre sus mujeres y cortesanos. Ya habíamos dado algunas a Infadús y Scragga, quienes manifestaron mucho contento al recibirlas y nos dijeron que nunca habían visto cosa semejante. Pasada una hora larga y terminados todos estos preparativos, dijimos a Infadús que estábamos dispuestos a seguirle, y guiados por él, emprendimos la marcha hacia la corte, acompañados de Umbopa que llevaba el rifle y las cuentas de nuestro regalo.
Después de andar unas cuatrocientas varas llegamos a una cerca parecida a la que rodeaba las chozas en donde se nos había alojado; pero como cincuenta veces mayor y encerrando en un espacio de terreno que por lo menos sumaba de seis a siete acres. Adosadas a esta cerca se levantaban en fila un sinnúmero de chozas, que eran las habitaciones de las mujeres del rey, y diametralmente opuesta a la puerta de entrada y aislada, una muy grande en donde residía Su Majestad. Todo el resto del terreno estaba despejado o, mejor dicho, hubiera estado despejado a no aglomerarse en él compañía tras compañía siete u ocho mil guerreros que al parecer formaban en parada. Inmóviles como estatuas, ondeantes los amplios penachos, relucientes los hierros de sus temibles lanzas y marcialmente cogidos los férreos escudos forrados de piel, presentaban un conjunto imponente del que imposible me sería dar una idea.
El frente de la gran choza estaba completamente desembarazado y en él se veían unos taburetes.
A una señal de Infadús ocupamos tres de ellos, Umbopa se colocó de pie detrás de nosotros y nuestro introductor fue a situarse a la puerta de la choza. Así aguardamos unos diez minutos, en medio del más sepulcral silencio y blanco de las convergentes miradas de ocho mil hombres. Sin duda alguna aquello era en cierto modo una prueba terrible para nuestros nervios, pero dominándolos la resistimos con tanta sangre fría como pudimos.
Al fin abriose la puerta de la cabaña y un hombre de gigantesca talla, con una magnífica piel de tigre echada por encima de los hombros, salió de ella, seguido por el joven Scragga y algo que nos pareció ser un viejísimo mono envuelto en una capa lanuda. El primero se sentó en un taburete, Scragga se situó a sus espaldas y el repugnante mono, arrastrándose a gatas, llegó a la sombra que arrojaba la choza, en donde se agachó a semejanza de un perro.
Nada interrumpió el profundo silencio que allí reinaba. Nuestro hércules, al cabo de un corto momento, dejó escurrir la piel que llevaba en los hombros, y se irguió, ofreciendo a nuestra vista una figura verdaderamente alarmante. Era la de un hombre enorme con el aspecto más repulsivo que se puede imaginar. Belfudos los labios, grande y aplastada la nariz, siniestra la mirada de su único ojo (pues el otro estaba reemplazado por su asquerosa y vacía cavidad), salíanle al rostro la crueldad y el sensualismo de un carácter endurecido y depravado. Llevaba en la cabeza un precioso penacho de plumas blancas de avestruz, cubría su cuerpo una reluciente cota de malla y ceñía la cintura y nacimiento de la pantorrilla con los usuales adornos de rabo blanco de buey. Armada su diestra con disforme lanza, rodeábale el cuello un aro o collar de oro y, atado a su frente, ostentaba un magnífico diamante sin tallado ni pulimento alguno.
Aún continuó el silencio, pero por breves momentos, pues aquel coloso, que desde el primer instante conocimos era el rey, levantó su terrible lanzón e inmediatamente ocho mil lanzas se alzaron centelleantes por encima de aquella multitud de cabezas, y de ocho mil gargantas salió uniforme y sonoro el kum o saludo real. Tres veces y con cortos intervalos se repitió igual movimiento y aclamación, y en cada una aquel ruido, sólo comparable a las notas más bajas del trueno, hizo retemblar el suelo.
—Humíllate, ¡oh pueblo! —profirió una voz discordante y chillona que parecía salir del mono que se arrebujaba en la sombra— ¡es el rey!
—¡Es el rey! —clamaron estentoreamente ocho mil gargantas.
—Humíllate, ¡oh pueblo!, es el rey.
Siguiose otro momento de silencio, de absoluto silencio, que fue interrumpido por el sonoro choque de un escudo al herir el endurecido pavimento de piedra apisonada. Un soldado a nuestra izquierda había dejado caer el suyo.
Twala, volviendo el rostro, clavó la mirada de su helado ojo en el lugar donde se escuchó el ruido, y con voz de trueno, gritó:
—Ven aquí, tú.
Un joven de agradable apariencia, salió de las filas y fue a colocarse delante de su Señor.
—¿Eres tú quien has dejado caer el escudo, perro imbécil? ¿Has querido sonrojarme en presencia de los extranjeros, hijos de las estrellas? ¡Habla! ¿Qué tienes que decir? —Vimos al infeliz palidecer a pesar de su bronceado color.
—Ha sido una casualidad, ¡oh hijo de la vaca negra! —murmuró con desmayado acento.
—Entonces, paga por tu casualidad. Me has avergonzado y vas a morir.
—Manda, soy el siervo del rey —fue su abyecta contestación.
—¡Scragga! —rugió en vez de gritar, con ronco acento el rey— déjame ver cómo manejas tu lanza. Mátame a ese miserable perro.
Scragga, dio unos cuantos pasos al frente, con una repugnante expresión de complacencia y afianzó su lanza.
La pobre víctima se cubrió los ojos con las manos. Nosotros estábamos materialmente petrificados por el horror que nos inspiraba aquella escena. Dos veces balanceó el arma para darle impulso a la tercera, retirando el brazo todo lo posible, despidió la lanzada que, ¡ah, Dios mío!, hiriéndole en el mismo centro del pecho, lo traspasó de parte a parte. Como un pie de la ensangrentada moharra apareció por la espalda del soldado, que levantó las manos y rodó muerto a los pies de su verdugo. Algo semejante a un murmullo se alzó de las apretadas filas; pero, alejándose de las primeras hacia las últimas, gradualmente se desvaneció hasta desaparecer completamente. La tragedia estaba consumada; el ensangrentado cadáver yacía allí entre nuestros atónitos ojos, y aún no nos dábamos cuenta de lo que había ocurrido. Sir Enrique, de un salto, se puso de pie, dejando escapar un enérgico juramento; pero dominado por lo imponente del silencio que todos guardaban, volvió a ocupar su asiento.
—Ha sido un buen bote de lanza —dijo el rey— llevad eso de aquí.
Cuatro hombres salieron de las filas y levantando el cadáver de la víctima de aquel cobarde asesinato, se retiraron con él.
—Tapen las manchas de sangre, ¡tápenlas bien! —gritó la voz chillona de aquel indefinible ser, tan semejante a un asqueroso mono— ¡las palabras del rey han sido pronunciadas!, ¡la justicia del rey está ya hecha!
Inmediatamente, una muchacha con un jarro de cal apareció por detrás de la choza, y vertiéndola sobre las enrojecidas señales, las borró de nuestra vista.
Mientras tanto, sir Enrique saltaba de cólera y difícil en verdad nos fue contenerle.
—Por el Cielo, estese tranquilo —le dije en voz baja— nuestras vidas dependen de ello.
Accedió, y por un esfuerzo de voluntad reconquistó su perdida impasibilidad.
Twala continuó silencioso hasta que los rastros de la tragedia desaparecieron bajo una capa de cal; entonces se dirigió a nosotros.
—Hombres blancos, que venís no sé de dónde ni para qué, ¡salud!
—Salud, Twala, rey de los kukuanos —contesté.
—Blancos, ¿de dónde sois, y qué buscáis?
—Somos de las estrellas. Venimos a ver esta tierra.
—De muy lejos llegáis para ver cosa bien pequeña —y señalando a Umbopa— ¿ese también viene de las estrellas?
—También ha bajado de ellas; hombres de tu mismo color viven al otro lado de los cielos; pero no me preguntes más por cosas que son demasiado elevadas para ti, Twala, rey de los kukuanos.
—Altiva es tu voz, hijo de las estrellas —replicó con un tono que bien poco me agradó—. Recuerda que las estrellas están muy distantes, mientras que tú con los tuyos os encontráis aquí, al alcance de mi mano. ¿No temes haga con vosotros como hice con aquel cuyo cuerpo retiraron ha poco?
Lancé una carcajada, aunque maldito el deseo que de reírme tenía.
—¡Oh, rey! Ten cuidado, anda con cautela, por encima de ascuas, no vayas a quemarte los pies; no juegues con los filos de tu lanza, si no quieres cortarte las manos. Toca uno solo de nuestros cabellos y caerás como herido por el rayo. ¿Acaso esos —señalando Infadús y Scragga (este malvado a la sazón limpiaba tranquilamente su enrojecida arma)— no te han dicho qué clase de hombres tienes ante ti? ¿Has visto seres semejantes a nosotros alguna vez? —y tendí el brazo hacia Good, bien seguro de que jamás sus ojos habían tropezado con alguien, cuyo aspecto se pareciera en lo más mínimo al de nuestro camarada.
—Nunca en verdad.
—¿No te han dicho cómo herimos de muerte desde lejos?
—Sí, me lo han dicho, pero no lo creo. Mostrádmelo ahora. Mátame un hombre de aquellos —señalando a los que estaban formados al lado opuesto del kraal— y entonces te creeré.
—No, sólo derramamos la sangre de un hombre cuando así lo exige un justo castigo; pero si quieres verlo, manda a tus criados hagan entrar un buey por la puerta del kraal, y antes que se haya apartado veinte pasos de ella, lo verás caer muerto a nuestra mano.
—No —replicó riéndose— mátame a un hombre y daré fe a tus palabras.
—Sea, ¡oh rey!, como lo pides —contesté con frialdad— levántate, cruza por esta parte despejada y antes que tu planta alcance la puerta, habrás dejado de existir; y si así no lo quieres, envía a tu hijo Scragga (a quien en aquel momento hubiera tomado con placer por blanco de mi rifle). Al oír mi proposición el joven perverso, dejando escapar un aullido, de un salto desapareció en la choza. Twala frunció majestuosamente el ceño. La idea no le agradaba.
—Traed un buey —mandó al cabo de un corto silencio.
Dos hombres partieron inmediatamente a la carrera.
—Ahora, sir Enrique, dispare usted, quiero que estos brutos sepan no soy yo el único mago entre nosotros.
Sir Enrique tomó su rifle y lo preparó.
—Espero hacer un buen blanco.
—Es preciso que lo haga. Si falla con el primer cañón, fuego con el segundo. Alza para 150 varas, y aguarde a que el animal presente el costado.
Después de un momento de espera, descubrimos un buey que corría directamente hacia la puerta del kraal, pronto la atravesó, y asustado por el gentío allí apiñado, se detuvo, volviose de lado y mugió.
—Ahora —murmuré.
Oyose la explosión y el buey, herido por las costillas, cayó de espaldas agitando las patas en el estertor de la agonía. La bala explosiva había cumplido bien con su misión y un apagado ¡ah!, se escapó a la atónita asamblea.
Volvime con calma.
—¿He mentido, rey?
—No, blanco, decías la verdad —contestó con acento algo inseguro.
—Tú lo has visto. Ahora, óyeme Twala; no venimos de guerra, sí de paz. Como prueba te daré este palo hueco, (le mostré el Winchester), él te permitirá matar como nosotros matamos; pero le pondré un solo encanto, y es que no lo podrás emplear contra hombre, pues si tal hicieras, te matará a ti mismo. Espera, te enseñaré su poder. Manda a uno que clave su lanza por el regatón en el suelo, a cuarenta pasos de mí, y presentándome el plano de su hierro. A los pocos segundos estaba dispuesta.
—Ahora mira, voy a romper esa arma. Apunté cuidadosamente y disparé. La bala dio en el centro de la moharra, haciéndola saltar en pedazos.
Otra exclamación de asombro salió del numeroso concurso.
—Ahora, Twala, toma (presentándole el rifle) este tubo mágico, más tarde te lo enseñaré a usar; pero ¡ay de ti!, si tratas de emplear el talismán de las estrellas en daño de los hombres de la tierra.
Se lo entregué y lo tomó con cierto temor, poniéndolo inmediatamente en el suelo a sus pies.
Mientras hacía esto, observé que la repugnante criatura, viva imagen de un mono decrépito, abandonando la sombra de la choza, se acercaba a gatas hacia el Rey. Cuando llegó a su lado, se levantó y dejando caer la piel que ocultaba su cabeza, reveló a nuestra vista la cara más repulsiva que es posible imaginar. En apariencia era la de una mujer de avanzadísima edad, tan contraída y plegada, que no excedía en tamaño a la de un niño de un año, y sólo se componía de una serie de arrugas amarillentas y profundas. Sumida en una de ellas aparecía una negra hendidura correspondiente a la boca, bajo la cual encorvábase la barbilla hacia arriba hasta rematar en punta. Apenas se encontraba un rastro de nariz, en lo que indudablemente se hubiera creído una antiquísima momia, a no brillar por debajo de blancas, enmarañadas cejas y en sus hondas cavidades dos ojos grandes, negros, llenos aún de vida y de inteligencia. En cuanto a su cráneo, calvo en absoluto, cubríalo una piel amarilla, rugosa y movible como la de la cabeza de la cobra.
El deforme ser, dueño de tan espantoso semblante, cuya sola vista nos produjo un escalofrío de horror, permaneció inmóvil por un instante; de repente separó de su cuerpo una descarnada garra, que mano no era, armada con uñas de media pulgada, la plantó sobre el hombro de Twala y comenzó a hablar con una voz chillona y penetrante.
—Escucha, ¡oh Rey! Escucha ¡oh pueblo! Escuchad ¡oh montañas, llanuras y ríos, patria de la raza kukuana! Escuchad ¡oh Cielos y sol! ¡Lluvias, tormentas y neblinas! ¡Escuchad todo, cuanto vive y debe morir! ¡Todo cuanto ha muerto y volverá a vivir, y vivirá para morir otra vez! ¡Escuchad, el espíritu de la vida se ha apoderado de mí y voy a profetizar!, ¡a profetizar!, ¡a profetizar!
Las palabras murieron en sus labios con un timbre quejumbroso, y el terror se apoderó de cuantos la escuchaban, sin exceptuarnos nosotros mismos. Aquella vieja era un ser terrible.
—¡Sangre!, ¡sangre!, ¡sangre!, ríos de sangre; sangre por todas partes. Yo la veo, la huelo, la saboreo ¡ah!, ¡qué bien sabe!, corre roja por encima le los campos, cae en espesa lluvia desde los cielos.
—¡Pisadas!, ¡pisadas!, ¡pisadas! El pie del blanco que llega desde muy lejos hiere el suelo. El suelo se conmueve bajo su planta. La tierra tiembla ante su señor.
»La sangre embriaga, la roja sangre fascina; la nariz se dilata al olfatearla; nada hay como el olor de la que tibia aún, salta de la herida. Los leones vendrán a lamerla y rugirán, los buitres mojarán en ella sus alas y arrojarán estridentes chillidos de alegría.
»¡Soy vieja! ¡Muy vieja! Mucha sangre he visto. ¡Ah!, ¡ah!, pero antes que muera la veré correr a torrentes y seré feliz. ¿Qué edad tengo yo? ¿Lo sabéis, acaso? Vuestros padres me conocieron; también vuestros abuelos y los padres de vuestros abuelos… He visto al blanco y sé lo que quiere… Soy vieja, pero las montañas son aún más viejas que yo… Decidme, ¿quién hizo el gran camino? Decidme, ¿quién trazó los signos sobre las rocas? ¿Quién, decidme, levantó los tres silenciosos, allá a lo lejos, (y lo dirigía hacia las tres escabrosas montañas que habíamos visto la noche anterior) los que miran por encima del profundo pozo?
»Vosotros no lo sabéis, pero yo lo sé. Fueron unos hombres blancos que existieron antes que vosotros vivierais, que volverán a existir cuando ya no viváis; y vendrán otra vez, y os destruirán y os devorarán. ¡Sí!, ¡sí!, ¡sí! Y ¿a qué vinieron aquellos blancos, los terribles, los conocedores de la magia y de todo saber, los fuertes, los incansables? ¿Qué piedra es esa que brilla ¡oh Rey!, en tu frente? ¿Qué manos tejieron esa tela de hierro que cubre tu pecho? Vosotros lo ignoráis, pero yo lo sé… ¡Yo, la vieja, la sabia, la Isanusi!, (la bruja o hechicera). Y, volviendo hacia nosotros la repugnante cabeza, continuó:
»¿Qué buscáis vosotros, blancos de las estrellas?… ¡ah!, sí, ¡de las estrellas! ¿Vais tras uno que se os ha perdido? No le encontraréis aquí. Aquí no está. Nunca, hace siglos y siglos, el pie de un blanco ha pisado esta tierra; nunca, excepto una vez y ese la dejó, sólo para morir. Vosotros venís por las piedras que brillan: yo lo sé… yo lo sé; las hallaréis cuando la sangre esté seca; pero ¿volveréis a la tierra de donde venís, u os quedaréis aquí, para hacerme compañía? ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!
»Y tú, tú el de la piel obscura, el de la orgullosa apariencia (dirigiendo su seco dedo, hacia Umbopa) ¿quién eres, di, y qué buscas? No las piedras que relumbran, no el metal amarillo que brilla; eso lo dejas tú, “para los blancos, hijos de las estrellas”. Paréceme que te conozco; paréceme que percibo el olor de la sangre que corre por tus venas. ¡Desnuda tu cintura!…
Al gritar con salvaje e imperioso acento estas tres últimas palabras, aquel ente extraordinario fue presa de horribles convulsiones, y rodó por el suelo, espumosa la boca, con un ataque de epilepsia, siendo inmediatamente conducida a la choza del Rey.
Éste, tembloroso, se puso de pie e hizo un movimiento con la mano. A dicha señal, los regimientos comenzaron a desfilar, y en diez minutos, nosotros, él y algunos de los de su servicio, quedamos completamente solos en aquel vasto circuito.
—Blancos, tiéntame la idea de mataros. Gagaula ha pronunciado frases muy extrañas. ¿Qué decís a esto?
Solté una carcajada.
—Ten cuidado ¡oh Rey!, que nosotros no somos fáciles de matar. Tú has visto la suerte del buey ¿quieres acaso tener igual fin?
—No es prudente amenazar a un Rey —dijo frunciendo el ceño.
—No amenazamos, decimos la verdad. Trata ¡oh Rey!, de matarnos y así lo verás.
El gigantesco Monarca, se llevó la mano a la frente y, después de una corta pausa nos despidió.
—Idos en paz. Esta noche es la gran danza. Vosotros la veréis. No temáis vaya a tenderos un lazo. Mañana decidiré.
—Como quieras, ¡oh Rey! —le contesté con afectada indiferencia, y levantándonos regresamos a nuestro kraal, acompañado por Infadús.