Capítulo III
Umbopa entra a servirnos
Para subir desde el Cabo hasta Durbán se emplean cuatro o cinco días, según la velocidad del buque y el tiempo que se encuentre durante la travesía. A veces, cuando el desembarque se hace difícil en Londres del Este, en donde aún no se ha terminado el grandioso puerto de que tanto se habla y tanto dinero consume, es preciso hacer una demora de veinticuatro horas, antes que las lanchas puedan salir a verificar la descarga, pero en esta ocasión, nada tuvimos que aguardar. No habiendo rompientes en la barra, los remolcadores vinieron al momento con sus largas hileras de feos lanchones, en los cuales los efectos fueron acumulados con estruendo; sin tener en cuenta lo que fueran, trasbordábaseles rudamente, tratándose del mismo modo a un bulto de porcelanas que a una paca de lienzo. Vi allí hacerse añicos una caja con cuatro docenas de botellas de champaña, la que corrió humeante y espumosa por el fondo del asqueroso lanchón. Era un sensible despilfarro y así, evidentemente lo pensaron los kafires que en él estaban, pues encontraron un par de botellas intactas, rompiéronles los cuellos y apuraron su contenido sin dar lugar al espumoso licor de desprenderse de sus gases, los que, dilatándoseles en el estómago, les hizo sentir como si se hincharan, por lo que se echaron a rodar por el fondo del lanchón gritando que el buen licor estaba «tagati» (encantado). Les hablé desde el buque, diciéndoles que aquella bebida era la medicina más enérgica de los blancos, y que debían contarse entre los muertos, oído lo cual, marcháronse para tierra llenos de terror: seguro estoy, que desde esa fecha no se han atrevido ni siquiera a oler esta clase de vino.
Durante la travesía a Natal, reflexionaba yo sobre la proposición que sir Enrique me había hecho, y pasaron uno o dos días sin que mencionáramos tal asunto, por más que les refería muchos episodios de caza, todos verdaderos, pues dicho sea de paso, no creo necesario imaginarse aventuras, cuando tantas cosas curiosas ocurren y llegan al conocimiento de un cazador de profesión.
Por fin, una hermosa tarde de enero, que es nuestro mes más cálido, navegábamos a lo largo de la costa de Natal, esperando alcanzar la Punta de Durbán para la puesta del sol. Es una costa preciosa la que desde Londres del Este veníamos siguiendo, en ella se ven rojas colinas de arena y anchas capas de brillante verde, interrumpidas por los kraales de los kafires y bordeadas por una cinta de espumoso mar que se rompe en preciosas cascadas al chocar contra las rocas. Poco antes de llegar a Durbán el paisaje toma un aspecto peculiar: obsérvase profundos barrancos, abiertos por las lluvias desde tiempo inmemorial, por el fondo de los cuales corren bulliciosos torrentes, y contrasta con el verde obscuro de los montes de arbustos que el mismo Hacedor plantara, el verde más claro de los campos de farináceas y azúcar de caña, mientras se destaca aquí o allá una casita blanca, que refresca la brisa de un plácido mar y da cierta vida a la escena. A mi parecer, por grandioso que sea un paisaje, necesita de la presencia del hombre para ser completo: tal vez pensaré así por haber vivido mucho tiempo en lugares desiertos, y, como es consiguiente, sé apreciar el valor de la civilización, por más que espante la caza. No dudo que el Edén era bello antes que el hombre hubiera sido creado, pero siempre he creído fue mucho más bello el día que Eva comenzó a pasearse por él. Mas, volviendo a nuestra historia, habíamos calculado mal, y el sol tenía traspuesto el horizonte, largo rato hacía, cuando echamos el ancla a la altura de la Punta, y oímos el cañonazo que nos advertía la presencia del Correo Inglés en el puerto. Era demasiado tarde para pasar la barra, así es que bajamos descansadamente a comer, después de haber visto alejarse el bote salvavidas que llevaba la correspondencia. Cuando volvimos a la cubierta, la luna brillaba con tal esplendor, que hacía palidecer las rápidas y grandes llamaradas del faro. Venía de la costa una agradable brisa, embalsamada con suaves y aromáticos olores, que siempre me hacen recordar los cantos religiosos y a los misioneros. Centenares de luces lanzaban sus fulgores a través de las ventanas de las casas en la Berea. Desde un hermoso bergantín, fondeado cerca de nosotros, llegaba el canto con que los marineros acompañaban la maniobra de levar el ancla y disponerse para aprovechar el viento. Era una noche preciosa, una de esas noches que sólo se encuentran en el África austral, y que envolvía en un manto de paz a todos los seres, así como la luna envolvía en un manto de plata a todas las cosas. Hasta un enorme perro de presa, perteneciente a un pasajero, hubo de ceder a su dulcísima influencia, y abandonando sus deseos de entablar íntimas relaciones con un mono que venía en una jaula situada hacia proa, roncaba tranquilamente a la entrada de la cámara, soñando, sin duda, que había, concluido con él y feliz en su sueño.
Nosotros todos —es decir, sir Enrique Curtis, el capitán Good y yo— fuimos a sentarnos a popa y estuvimos callados un rato.
—Y bien, señor Quatermain —dijo sir Enrique, rompiendo el silencio— ¿ha reflexionado usted sobre mi proposición?
—Sí —continuó el capitán Good— ¿qué piensa usted de ella, señor Quatermain? Espero que usted nos dará el placer de acompañarnos hasta las Minas de Salomón o hasta donde se haya internado el caballero que usted conoce por Neville.
Me levanté y me puse a limpiar mi pipa. No tenía aún formada mi decisión y necesitaba un momento más para completarla. Antes que el encendido tabaco tocara el agua, estaba ya resuelta, ese corto instante fue precisamente el que me decidió. Así suele ocurrir cuando se ha estado preocupado largo tiempo con una cosa.
—Sí, caballeros —les contesté, volviéndome a sentar— iré, y, con su permiso, les diré por qué y con qué condiciones: ocupémonos primero de éstas, que son:
»1.° Usted pagará todos los gastos, y el marfil o cualquiera especie de objetos de valor que podamos adquirir, se dividirán por partes iguales entre el capitán Good y yo.
»2.° Pido 500 libras por mis servicios durante la expedición, los que se me pagarán antes de que la emprendamos, comprometiéndome, por mi parte, a servirle lealmente hasta que usted mismo decida abandonar la empresa, o hasta que el éxito la corone, o un desastre la termine.
»3.° Que usted, antes que partamos, firme un documento obligándose, caso de que yo muera o quede inútil, a pagar a mi hijo Enrique, estudiante de medicina en el Hospital de Guy, Londres, la suma de 200 libras anuales, por espacio de cinco años, pues para ese plazo ya debe estar en condiciones de atender a su subsistencia. He aquí cuanto pido, lo que supongo va usted a calificar de demasiado excesivo.
—No —contestó sir Enrique— las acepto gustosamente. Estoy determinado a ejecutar mis designios, y pagaría más que eso por sus auxilios, sobre todo si considero los conocimientos especiales que usted posee.
—Muy bien. Y ahora que estamos de acuerdo respecto a las condiciones, voy a dar las razones que han decidido mi resolución. Ante todo, caballeros, he estado observando a ustedes durante los pocos días que hace nos conocemos, y, esperando no lo tomen a impertinencia, diré que ambos me han agradado y no dudo hemos de marchar acordes por toda clase de camino. Esto es ya algo, cuando se tiene en perspectiva un viaje tan largo como el que nos espera. En cuanto a éste, lisa y llanamente diré a ustedes, sir Enrique y capitán Good, que no creo probable salgamos vivos de él, si tratamos de cruzar las montañas de Sulimán. ¿Cuál fue la suerte del antiguo fidalgo da Silvestre hace trescientos años? ¿Cuál la de su descendiente veintidós años atrás? ¿Cuál, probablemente ha sido la de su hermano de usted? Lo afirmo con franqueza, caballeros, ¡creo que la muerte de ellos es la que nos espera a nosotros!
Hice una pausa para observar el efecto de mis palabras. El capitán Good dejó ver cierta inquietud, pero sir Enrique, sin que su rostro denotara la menor impresión, dijo:
—Es preciso que hagamos nuestra prueba.
—Quizás ustedes se pregunten —continué— ¿cómo es que, pensando así, yo, que soy algo prudente, pues ya se lo he advertido, me comprometo en tal empresa? Hay dos razones. Primero: soy fatalista, creo que mi hora está escrita, que no está en mi mano el adelantarla o atrasarla y si debo morir en las montañas de Sulimán, forzoso me será ir a ellas, para en ellas morir. El Dios Todopoderoso, bien sabe lo que me guarda, así es que no debo preocuparme por tal cosa. Segundo: soy pobre. Hace cerca de cuarenta años me dedico a la caza y al comercio sin haber logrado otro fruto que cubrir mis necesidades. Ahora bien, no dudo que ustedes saben que la vida media de un cazador de elefantes es de cuatro a cinco años, a contar desde el momento en que entra en el oficio, de donde se deduce que yo he sobrevivido a siete generaciones de mis compañeros, y, por consiguiente, debo creer que mi hora no puede estar muy lejos. Dicho esto, si la muerte me sorprendiera en el curso ordinario de mis ocupaciones, pagadas mis deudas, nada sobraría a mi hijo Enrique para sostenerse en tanto adquiría una profesión, mientras que hoy nada se lo impedirá, pues tiene lo que necesita por espacio de cinco años. Helo aquí todo en cuatro palabras.
—Señor Quatermain —dijo sir Enrique, quien me había estado oyendo con la mayor atención— los motivos que le obligan a aceptar una empresa, que según su opinión, ha de terminar desastrosamente, le honran en extremo. El tiempo y los sucesos decidirán si usted tiene o no razón; pero téngala o no, le advierto que estoy dispuesto a llevarla hasta el fin agradable o desagradable que nos aguarde. Sólo sí, espero que, caso que hayamos de perder la piel, nos consolemos antes con un poco de tiroteo, ¿no es así, Good?
—¡Sí, sí!, los tres estamos acostumbrados a afrontar los peligros, y a tener, de varios modos, nuestras vidas en nuestras manos, así, pues, no hay que pensar ahora en retroceder; y voto porque inmediatamente bajemos a la cantina y consultemos el cielo, para traernos buena suerte. —Lo que hicimos a través del fondo de nuestros vasos.
Desembarcamos al día siguiente, conduciendo a sir Enrique y al capitán Good a la pequeña cabaña que poseo en la Berea y que llamo mi casa. Compónese esta de tres habitaciones y una cocina, con paredes de adobe y cubierta de zinc, pero tiene un buen jardín, en donde crecen los mejores «loquat» que yo sepa, y unos tiernos y preciosos mangos que prometen mucho regalo del guardián de los jardines botánicos. Cuida de este jardín uno de mis viejos cazadores, llamado Jacobo, a quien un búfalo, de una coz rompió un muslo, de tal manera, que no volverá a cazar; pero puede aterrar y atender a las plantas, pues es griquo de nacimiento, lo que nunca se lograría de un zulú: la jardinería es un arte pacífico y las artes de tal clase no entran en su cuenta.
Sir Enrique y Good durmieron en una tienda que se levantó en mi pequeño bosque de naranjos al final del jardín (porque no había habitación para ellos en la casa), el cual, con el perfume de las flores y la vista de las frutas verdes y doradas, pues las tres se ven reunidas en un árbol en Durbán, era un sitio muy agradable.
Volviendo a nuestra historia, pues si así no lo hago voy a cansaros antes que lleguemos a las montañas de Sulimán, resuelto a marchar me dedique a hacer los preparativos necesarios para la expedición. En primer lugar se legalizó la obligación de sir Enrique en beneficio de mi hijo, lo que no dejó de presentar dificultades siendo sir Enrique extranjero y estando las propiedades gravadas al otro lado del mar, mediante doscientos pesos —precio que me pareció excesivo, por no decir otra cosa— que nos cobró un abogado. Enseguida obtuve la orden a mi favor por las 500 libras convenidas: y pagado ese tributo a mis instintos de precaución, compré un carro y un precioso tiro de bueyes en obsequio de sir Enrique. El carro era de veintidós pies de largo, con ejes de hierro, muy resistente y ligero, y todo de madera dura y amarga.
No era completamente nuevo, habiendo hecho un viaje de ida y vuelta a los Criaderos o Campos de Diamantes; pero en mi opinión esto lo hacía más aceptable, probando que sus maderas estaban bien sazonadas, puesto que si un carro tiene alguna parte débil o su madera es verde, en el primer viaje salta a la vista. No tenía cubierto más que unos doce pies de su extremo posterior, siendo lo que aquí llamamos «carros de medio toldo»; y dejaba todo el frente completamente libre para los efectos que en él se hubieran de colocar. En la parte que el toldo protegía, había un lecho de piel, bastante para dos personas, armeros para colocar los rifles y otras pequeñas comodidades. Costó 125 libras lo que me pareció bien barato. Luego, sin perder tiempo, adquirí el tiro compuesto de veinte bueyes veteranos del Zulú, que hacía un año o dos me tenían enamorado: bastan dieciséis para un tiro, pero compré cuatro más para llevarlos en reserva. Estos bueyes del Zulú son pequeños y ligeros, su tamaño es como la mitad del buey africano que se emplea en los transportes de mercancías, pero pueden vivir fácilmente en lugares donde los segundos morirían de hambre, y, con una carga ligera, hacen cómodamente cinco millas diarias, siendo más rápidos y duros de pezuña que los indicados. Además, todos ellos eran «veteranos», es decir, habían transitado por toda el África austral, y por consiguiente, estaban a prueba contra las malas aguas, que a menudo destruyen tiros enteros cuando se cambia de pastos; como también contra el «muermo», especie de pulmonía fulminante y mortal, muy común en este país, pues todos habían sido inoculados contra dicha enfermedad.
Esta operación se practica haciendo una incisión en la cola del animal e introduciendo en ella un pedazo del pulmón lesionado de otro, que haya muerto de dicha enfermedad. El resultado es que al buey se le declara ésta en una forma benigna y pierde la cola, que por lo general se les desprende como a un pie de su nacimiento, quedando completamente a cubierto de sus futuros ataques. Parece cruel privar a estos animales de sus colas, especialmente en un país donde tanto abundan las moscas; pero más vale hacer el sacrificio de este aditamento y salvar al buey que no perder ambos, buey y cola a la par, puesto que una cola, sin su correspondiente buey, sólo puede servir para sacudir el polvo. Y no dudo que a la vista, extraño será marchar tras de veinte rabones, en lugar de veinte rabudos, como si la Naturaleza, cometiendo un pequeño error, hubiera ornado con los rígidos y cortos rabos de una partida de perros de presa, las rabadillas de otras de bueyes.
Enseguida pasamos a ocuparnos de las provisiones y medicinas que necesitábamos, lo que exige especial cuidado, porque es preciso evitar cargar demasiado el carro, y al mismo tiempo es indispensable llevar todo cuanto es absolutamente necesario. Afortunadamente, Good, que en su juventud había hecho un curso de medicina y cirugía, viajaba con espléndido botiquín y cartera de instrumentos, y conservaba, más o menos bien en su memoria cuanto en aquella época aprendiera: verdad es que no poseía título alguno; pero como vimos después, sabía mucho más que otros, autorizados para escribir un «doctor en medicina» antes o enseguida de sus nombres. Durante nuestra permanencia en Durbán operó a un kafir, cortándole el dedo grueso de un pie, con tal limpieza, que daba gusto verle. Pero quedó sumamente confuso cuando el kafir, que había estado observando tranquilamente la operación, le pidió que le pusiese otro, advirtiéndole que uno «blanco» le vendría muy bien.
Terminados estos preliminares quedaban por ultimar dos puntos muy importantes, a saber: armas y criados.
Respecto a las primeras, no puedo hacer cosa mejor que copiar la nota de las que elegimos entre las muchas que sir Enrique traía de Inglaterra, y las que yo tenía; nota que conservo en mi cartera.
«Tres grandes fusiles cargados por la recámara, de los que se usan en las cacerías de elefantes, cada uno de peso de quince libras y con cargas de once dracmas de pólvora». Dos de ellos eran de una reputada fábrica de Londres; pero ignoro quién hizo el mío, que no estaba tan perfectamente concluido, aunque lo he usado en varias excursiones y muerto muchos elefantes con él, portándose siempre como un arma superior y en la que se puede ciegamente confiar.
«Tres carabinas de dos cañones, calibre de media pulgada, construidos para cargas de seis dracmas» armas muy suaves y excelentes para la caza de animales de medio tamaño, como los antílopes y otros; y también para combate, especialmente en campo abierto y con balas medio ahuecadas.
«Una escopeta de Keeper, Núm. 12, de dos cañones, fuego central» que nos prestó grandes servicios cuando tuvimos que cazar para la marmita.
«Tres rifles de repetición Winchester (no carabinas), para repuesto».
«Tres revólveres de Colt, con cartuchos del mayor modelo».
En esto consistía todo nuestro armamento y el lector sin duda observará, que las armas de cada clase eran del mismo calibre y hechura, de suerte que sus cartuchos podían cambiarse sin inconveniente alguno, cosa muy importante. No me disculpo por ser tan minucioso aquí, pues todo cazador debe saber cuan vital es proveerse debidamente de armas y municiones para el éxito de una expedición.
Ahora ocupémonos de los hombres que debían acompañarnos: después de pensarlo bien, decidimos limitar su número a cinco, a saber: un carretero, un guía y tres criados.
Conseguí, sin mucha molestia, a los dos primeros: eran zulúes, y se llamaban, respectivamente, Goza y Tom; pero los criados no ofrecían igual facilidad; debían merecer toda nuestra confianza por su fidelidad y valor, puesto que, en expediciones de esta naturaleza, nuestras vidas podían depender de su conducta. Al fin logré encontrar dos: un hotentote llamado Ventvögel (pájaro del viento), y un pequeño zulú, cuyo nombre era Khiva, y presentaba la ventaja de hablar perfectamente el inglés. Yo conocía a Ventvögel, era uno de los mejores rastreadores que he encontrado y fuerte como una encina. Nada lo cansaba, pero tenía una falta, muy común entre los de su raza, la bebida. Cuando estaba a su alcance una botella de aguardiente no se podía contar con él, mas como nosotros nos dirigíamos a regiones donde no se encuentra una taberna, su pequeña debilidad no era cosa de temer.
Obtenidos estos dos hombres, fueron vanas todas mis tentativas para hallar otro que conviniera a mis deseos; así determinamos partir sin él, confiando en que nuestra buena suerte nos lo depararía mientras nos internábamos en el país. Pero la tarde de la víspera del día marcado para nuestra partida, el zulú Khiva me informó que un hombre deseaba verme. Terminada la comida, pues en aquel instante estábamos a la mesa, le dije que lo condujera al comedor. A poco entró un hombre como de treinta años de edad, de elevada estatura, gallarda presencia, y de color demasiado claro para ser zulú, el que, levantando su nudoso bastón, a guisa de saludo, fue a ponerse en cuclillas en una esquina, donde permaneció silencioso. No hice caso de él durante un rato, pues apresurarse a hablar a un zulú, da lugar a que éste crea es uno persona de poco valor o consideración. Observé, no obstante, que era un «keshla» (hombre de cintillo), es decir, que ceñía alrededor de su cabeza un anillo negro hecho con el cabello y cierta clase de goma pulimentada con grasa, distinción que sólo usan los zulúes al llegar a cierta edad o dignidad. También me pareció que su cara no me era desconocida.
—Y bien —dije, después de un rato— ¿cuál es tu nombre?
—Umbopa —me contestó, con voz tranquila y sonora.
—Yo he visto tu cara antes.
—Sí, el «inkosi» (jefe) vio mi cara en «Isandhluana» el día antes de la batalla.
Entonces lo recordé. Yo era uno de los guías de Lord Chelmsford en esa desgraciada guerra del Zulú, y tuve la buena fortuna de dejar el campo, hecho cargo de unos carros, el día antes de la batalla. Mientras aguardaba se recogiera el ganado, entablé conversación con este hombre, que tenía un mando subalterno entre los auxiliares nativos y, no olvido, me expresó sus temores respecto a la seguridad del campo. Yo le mandé en aquella ocasión que se callara, y dejase tales asuntos para mejores cabezas, pero después hube de pensar mucho en sus palabras.
—Lo recuerdo —le dije— ¿qué quieres?
—He oído, «Macumazahn» (este es mi nombre kafir y significa el que siempre vela) que va a una gran expedición hacia el Norte, al interior, con los jefes blancos del otro lado del mar. ¿Es eso cierto?
—Sí.
—He oído que va al río de Lukanga, a distancia de una luna más allá del país de Manica. ¿También es eso cierto, «Macumazahn»?
—¿A qué nos preguntas adónde vamos? ¿Qué te importa a ti? —le contesté algo receloso, pues los lugares a que pensábamos dirigirnos, era un secreto que a nadie habíamos revelado.
—Ojalá, hombres blancos, que así sea, porque si pensáis realmente viajar hasta tan lejos, yo viajaría con ustedes. —Había cierto aire de dignidad en la manera de hablar de aquel hombre, y, especialmente, en el empleo de las palabras. «Ojalá, hombres blancos» en lugar de «Ojalá Inkosis» (jefes), que me llamó fuertemente la atención.
—¡Tú no hablas, como debes! —le dije— tus palabras son imprudentes. Esa no es la manera de entendernos. Dinos, ¿cuál es tu nombre, dónde está tu kraal, para que sepamos con quién tenemos que tratar?
—Mi nombre es Umbopa. Soy zulú, mas no de su pueblo. Mi tribu habita lejos, hacia el Norte; quedó allí cuando los zulúes bajaron hacia aquí «hace mil años», mucho antes de que Chaka reinase en el Zululandia. Yo no tengo kraal. He vivido errante durante muchos años. Cuando niño vine desde el Norte al Zululandia. Fui el criado de Cetywayo en el regimiento de Nkomabakosi. Huí del Zululandia y vine a Natal porque quería conocer las costumbres y artes del hombre blanco. Entonces serví en la guerra contra Cetywayo, y desde esa fecha he estado trabajando en Natal. Ahora ya estoy cansado, y quisiera volver al Norte. Aquí no estoy en mi centro. No quiero dinero, pero soy valiente y merecedor del puesto que ocupe en vuestro carro y de mi ración. He terminado.
Encontrábame bien perplejo con este hombre por su manera de expresarse. Era evidente que en el fondo decía la verdad; pero se apartaba del modo de ser de los zulúes y desconfié de su oferta de servirnos sin paga. No sabiendo qué decidir, traduje sus palabras a sir Enrique y Good, pidiéndoles su parecer. Sir Enrique me dijo que le invitara a ponerse de pie. Hízolo Umbopa, dejando al mismo tiempo deslizar el largo capote militar que vestía, exhibiendo desnudo todo su cuerpo, apenas cubierto por la estrecha tela que rodeaba su cintura, y un collar hecho de garras de león que llevaba en el cuello. Indudablemente era una arrogante figura, nunca vi un nativo más hermoso. Medía unos seis pies tres pulgadas de estatura, siendo ancho en proporción y perfectamente formado. Su piel casi no pasaba de un trigueño pronunciado, exceptuando varias cicatrices profundas y negras, producida por viejas heridas de azagaya. Sir Enrique se dirigió hacia él y fijó la vista en su cara inteligente y altiva.
—¡Qué buen par hacen los dos!, ¿no es así? —observó Good— tan alto y robusto es el uno como el otro.
—Me agrada tu apariencia, Umbopa, y te tomo para mi servicio —dijo sir Enrique en inglés.
Umbopa lo comprendió, contestó en su dialecto:
—Está bien, y lanzando una mirada a la alta estatura y poderoso pecho de aquel hombre blanco, añadió: «Ambos somos hombres, usted y yo».