25. Emociones

Sigo intentado asimilar que Sergio ha desaparecido de mi vida para siempre, que no habrá vuelta atrás ni reconciliación alguna.

Intento aparentar que no me afecta, pero confieso que estoy cada vez más destrozada, que lo extraño y lo echo de menos, que daría cualquier cosa por tenerlo aquí, por sentir sus besos, sus caricias… Cuando aparece por la oficina procuro evitarlo pero cuando hablamos creo ver algo en sus ojos que me indica que está tan mal, tan amargado y tan desesperado como yo. He vuelto a la primera etapa, a las primeras semanas, lloro y no quiero hacerlo. Ya me levanto con los ojos irritados demasiadas veces. Es casi peor que el divorcio de mi ex.

Miguel, no quiero pensar en él, solo lo tolero porque es el padre de mis hijos, pero nada más… Me importa muy poco que se sienta solo o abatido. Para ser sincera, me importa una mierda. Sabe que Sergio ya no está conmigo, y en el fondo, aunque trate de disimularlo, se alegra. Cree que así volveré con él. Confía en que se me caerá la venda de los ojos y descubriré de pronto que sigue siendo el hombre de mi vida. Iluso.

—Yo fui tu gran amor. Tú siempre lo has dicho —me dijo hace poco.

—En efecto, lo fuiste… pero ahora no siento nada por ti.

—¿Nunca vas a perdonarme? —me reprendió.

Preferí no responderle nada. No tenía ánimos ni ganas de hablar con él. Es más, hasta le colgué el teléfono por no escuchar tanta tontería seguida.

Tenía que haberle dicho: «Miguel, ya ha pasado mucho tiempo. Todo está olvidado. No se trata de perdonar o no. Se trata de que ya no me interesas… ¿no puedes entenderlo?»

Y después, haber añadido que Sergio es el hombre al que amo; pero, ¿de qué me serviría? Él tampoco está a mi lado…

Será mejor que sonría y finja que todo va bien. Es por mi madre. Sé que sufre si me ve cabizbaja o decaída.

Cuando desperté esta mañana me dije otra vez que debía llamarle. A Sergio. Le llamaría al móvil y le diría que lo extrañaba, que necesitaba verlo, que… ¿Pero qué dices, Paula? Un poco de dignidad, por Dios. Es él quien te ha dejado, es él quien ha decidido romper con la relación, no tú… Despierta, Paula. Esto es la realidad, deja ya de soñar…

El otro día me derrumbé. Fue el domingo al levantarme. No había dormido nada. La cabeza me daba vueltas y el catarro no me dejaba respirar.

—Estoy fatal, mamá —confesé cuando aparecí por la cocina.

—¿Tienes fiebre? —preguntó ella preocupada.

Negué con la cabeza.

Miré por la ventana. Caía una lluvia ligera. Escuché a Dani y a Alex por el pasillo dando voces. Cuando entraron, me volví hacia ellos.

—Por favor —les dije con voz autoritaria—, no quiero peleas ni discusiones.

Creo que me he vuelto muy intolerante en estos últimos días. Me molesta el ruido, que hablen a voces y que discutan entre ellos. Sergio odiaba las discusiones, Sergio, Sergio… siempre Sergio…

—Mamá, ¿hoy puedo salir? —preguntó Dani.

—¿Has terminado los deberes?

—Todavía no.

—Pues ya sabes. Termina y luego hablamos.

No insistió. Ya sé que está detrás de otra chica, lo que no es un alivio, pero aun así…

No quiero ni acordarme del día que lo encontré apoyado en la barandilla de la playa con la dichosa Andrea, lengua con lengua… Es demasiado impacto para una madre que todavía cree que a su hijo adolescente solo le interesa jugar a los marcianitos en el ordenador, mucho peor y mucho más horroroso que cuando sucedió lo mismo con Vicky. Lo mucho que Sergio se rio de mi… ¿Sergio?, otra vez Sergio… Todo lo que pienso me lleva a él.

Ni Miguel ni él habían dado ninguna importancia a los escarceos amorosos de mi hijo. Cuando confesé mis miedos a mi ex con respecto a la «vampiresa» que acosaba a mi niño inocente, se desternilló.

—¿Te parece gracioso, Miguel? Solo es un chiquillo…

—Pues por eso mismo, no tienes por qué preocuparte…

—Ah, ¿no?

—Pues claro que no. Nuestro hijo está en plena ebullición hormonal. Déjalo tranquilo…

—Es imposible hablar contigo —le dije irritada—. ¿Cómo puedes decir algo así?

—Empiezo a creer que Vicky tiene razón, haces un melodrama de todo, Paula. Dani está en la edad.

—¿En la edad…?

Fue inútil. Al parecer a mi me encanta ver problemas donde no los hay. Que mi hijo no tuviera aún dieciséis años y se entretuviera en besar y sabe Dios qué más cosas con una chica dos años mayor que él, no era ningún problema, ni un motivo de preocupación… tendría que haber hecho una fiesta para celebrarlo. Qué insensatez.

Reconozco que a veces pienso si me estaré pasando. ¿Me preocupo demasiado, como dice Miguel? ¿Veo problemas donde no los hay? Me gustaría ser más despreocupada y tomarme las cosas más a la ligera, pero aunque lo intento no siempre lo consigo, sobre todo cuando se refiere a mis hijos. ¿Somos todas las madres así? Creo que la gran mayoría caemos en el error de no dejar que se equivoquen por sí mismos, y nuestro exceso de protección se convierte en conflicto.

—¿Desayunas? —preguntó mi madre.

—¿Eh? No, no me apetece.

—Pero, Paula, tienes que comer algo. Mira cómo estás…

Preferí salir de la cocina antes que discutir. Regresé a mi habitación y encendí el portátil. Deseaba encontrar un mensaje suyo en mi correo electrónico. Ansiosa, abrí y cerré los ojos. Por favor, dije casi suplicando, por favor… Nada. Solo mensajes de Sandra, los típicos PPS que me envía para levantarme el ánimo. Sentí tanta rabia que los mandé directamente a elementos eliminados, sin abrir… yo no necesito PPS, lo único que quiero es a Sergio.

Todo mejorará. Es cuestión de tiempo. Lo sé, pero odio que me lo digan. Mi madre también me lo recuerda constantemente.

—Es una lástima. Tal vez si hablaras con él…

No, no quiero dar lástima. Y tampoco que me diga lo que tengo que hacer.

—Vale, mamá.

No sé por qué dije eso, no pretendía ofenderla, pero lo hice. Lo vi en su gesto.

—Solo quiero verte feliz —murmuró sin mirarme.

«¿Feliz? ¿Alguien es del todo feliz?», me pregunté. ¿Lo es ella? No, sé que no. Se siente sola desde hace muchos años. Aunque tenga amigas con las que va a jugar al parchís, al cine o a tomar café alguna tarde. Aunque esté horas con mis hijos o vaya a pasar un par de semanas con mi hermana, extraña la presencia de mi padre, y según envejece creo que lo echa más de menos que antes. No lo dice, no se queja, pero es así. Por eso prefiere estar en mi casa y quedarse a dormir por las noches.

Feliz está Vicky con Álvaro. ¡Qué broma! mi hija enamoradísima del sobrino de mi ex pareja… ¿Ahora Sergio es mi otro ex? Estoy llena de ex. Casi me da la risa. Los llamaré ex uno y ex dos, para aclararme…

—No entiendo tu actitud —me reprochó mi madre.

—¿Qué actitud?

—Sergio decide romper contigo así sin explicaciones y no te molestas en averiguar por qué…

—Últimamente no nos iba bien… Discutíamos demasiado.

—Excusas… —dijo sin mirarme—. Eso no son razones para romper una relación, tú lo sabes —se calló y me miró nerviosa, pareció tomar aire para hacerme la pregunta definitiva—. ¿Otra mujer?

La miré inquieta. Negué con la cabeza.

—No. Estoy segura.

—¿Ah, sí? ¿Por qué estás tan segura?

No, no lo estoy. Lo supongo pero no lo estoy. Sergio no es de ese tipo de hombres, no es como Miguel. «Déjame, no me atosigues», estuve a punto de decirle, pero me callé.

Sin duda mi madre me estaba echando a mí la culpa. Adoraba a Sergio, se había encariñado con él. Ahora quería saberlo todo, yo sabía por qué, por la necesidad obvia de buscar un culpable, una justificación, una excusa, algo que la complaciera, como para decir: «mi pobre hija», y añadir, después: «ese cabrón». Con Miguel fue más fácil, estaba todo a la vista; con Sergio no era así, y eso la atormentaba, creo que incluso mucho más que a mí.

—Ha pasado bastante tiempo… Tal vez recapacite —dijo cruzándose de brazos y mirándome. Se sentó al otro lado del sofá y continuó —lo vuestro no es un enamoramiento de jovencitos. Lo vuestro iba en serio, Paula. Muy en serio. ¡Qué manera de estropearlo!

—¿De qué estás hablando? ¿Acaso me culpas?

—Sergio es un buen hombre. Deberías hacer algo…

Me levanté y fui a darme una ducha. No quería seguir con aquella conversación. Soy fuerte. Siempre lo he sido. Aunque a veces me derrumbe, vuelvo a levantarme. Si superé lo de Miguel superaré lo de Sergio.

El enfriamiento ha ido apoderándose de todo mi ser hasta el punto de que el domingo ya no pude levantarme de la cama. Estaba ardiendo de fiebre. Me vendría bien para descansar, para pasar unos días sin pisar la oficina, taparme con las mantas hasta la nariz y dormir, dormir las veinticuatro horas del día.

Me ha dado un apuro tremendo que Álvaro haya traído a su padre para que me diagnostique lo que ya suponía: una fuerte bronquitis.

—No tenías que haberte molestado, Álvaro.

—No es molestia. Después de todo vamos a acabar siendo consuegros —dijo sonriendo.

Su hijo y Vicky se miraron sonrientes, entusiasmados, supongo, ante el pronóstico tan evidente de su futuro.

Álvaro me recetó antibióticos para ocho días.

—Enseguida estarás como nueva —afirmó desde la puerta de la habitación.

Sonreí y volví a darle las gracias.

Es una persona encantadora. No sé cómo congenia con lidia.

—No come nada —oí decir a mi madre—, nada de nada…

Metí la cabeza debajo de la almohada. ¡Qué manera de exagerar! Y luego Vicky habla de mi…

—¿Ves, mamá? ¿A qué no ha sido para tanto?

Abrí los ojos y vi a mi hija al lado de la cama. Me incorporé y miré alrededor para asegurarme de que Álvaro, su novio, no estaba. Se dio cuenta.

—Tranquila, mamá. Se ha ido con su padre.

—Os dije que no lo avisarais… —le reproché—. ¿Cómo se te ocurre?

—¿Eh?

—No quiero deberles nada —aclaré.

—Vaya, mamá. Que no estés con Sergio no quiere decir que no puedas tratar con el resto de la familia.

—Ahora te caen genial, ¿verdad? Pues te recuerdo que hasta hace poco no los podías ni ver…

—A Álvaro sí, mamá, siempre me ha caído muy bien. Igual que Sergio…

No dije nada. Prefería no sacar a relucir detalles del pasado. Me tapé con las mantas y le di la espalda.

—Voy a la farmacia a comprarte esto —la oí decir—, ¿te parece bien? —añadió con retintín.

No contesté.

—Mamá…

—Sí, sí, vete.

Yo sería el centro de comentarios en casa de los Lambert. Podía imaginarme la escena. Álvaro padre hablaría de mi bronquitis y de cómo había hecho el favor de hacerme una visita médica por petición de Álvaro hijo y de Vicky. Podía ver la escena como si fuera una película. Su esposa Lidia, siempre tan estirada, lanzaría un suspiro ambiguo. Félix sonreiría perversamente pensando si su cuñado, en su condición de médico, habría auscultado mi piel desnuda. Mercedes pondría de verdad gesto de preocupación y preguntaría por mi estado de salud. Y Sergio… ¿Le importaría? ¿Se preocuparía? ¿Intentaría llamarme? Cogí el móvil que estaba sobre la mesita y lo encendí. Lo volví a colocar en el mismo sitio y me acurruqué bajo las sábanas. Me quedé mirando hacia la ventana. El teléfono no sonó y acabé durmiéndome a causa de la fiebre.

Estuve horas y horas bajo un letargo casi comatoso hasta que los antibióticos me hicieron el suficiente efecto como para hacer desaparecer el dolor de garganta, la tos, el frío y la fiebre, pero no consiguieron que me volviera el apetito. Todo lo contrario.

El primer día en que el termómetro no pasó de treinta y seis y medio me levanté escuchando las protestas de mi madre y me pasé más horas en el sofá que en la cama. El segundo día me sentí con más fuerzas y con más ánimo como para empezar a comer algo, y el tercer día no aguanté más acostada y me levanté para desayunar ya en la cocina. Era sábado. Mis hijos irían a comer con su padre, que pasaría a recogerlos a las doce y media.

Menos mal que no subió. Los esperó en el portal. No tenía ninguna gana de verlo, y mucho menos de hablar con él.

A las cuatro y media mi madre me dijo que, si no me importaba, deseaba ir a visitar a una amiga suya que estaba en el hospital.

—Puedes irte tranquila, mamá. Estoy bien —aseguré—. Estoy muchísimo mejor, ya son tres días sin fiebre. El lunes volveré a trabajar.

—Pero si te encuentras mal, me llamas.

—Que sí, mamá. No te preocupes.

Me dejó sola, algo que agradecí. Me metí en la ducha, me lavé el pelo, desterré el pijama y busqué ropa en el armario. Me vestí con unos vaqueros desteñidos de hace mil años con los que me siento muy cómoda y el jersey azul de Sergio, que sigue en mi poder. Me queda enorme pero me gusta ponérmelo, me hace recordarle y puedo percibir hasta su aroma. Puede que sea masoquista, empiezo a creerlo. Cada vez que Vicky me lo veía encima me miraba espantada, lo mismo que mi madre, pero ninguna de las dos decía nada.

Estuve entretenida escribiendo en el ordenador y revisando el correo electrónico hasta que empezó a dolerme otra vez la cabeza y decidí acostarme en el sofá. Me cubrí con una manta de cuadros que mi madre había sacado del trastero o sabe Dios de dónde porque ni recordaba que fuera mía, y encendí la tele. No había mucho que ver. Bajé el volumen y al final me quedé dormida sin darme cuenta.

El teléfono me despertó de la medio siesta. Estiré el brazo por encima de la manta para coger el móvil y respondí sin pararme a mirar quién llamaba.

—Paula —dijo—, necesito verte.

—Se… Sergio —titubeé al pronunciar su nombre mientras me despojaba de la manta y me ponía en pie—.Pero… ¿ahora?

—¿Es un mal momento? Estoy muy cerca…

—Eh… no… bueno… no sé… yo…

—Por favor, Paula. No puedo seguir así, tenemos que hablar.

—Sí… sí, de acuerdo —dije al fin.

Fui al baño a lavarme la cara y despejarme un poco, mi aspecto era horrible.

La fiebre de los días anteriores había dejado huella en mi rostro, pálido y ojeroso. Sonó el timbre de la puerta. ¿Pero ya estaba aquí? Había dicho cerca. «Y tan cerca», pensé. ¿En el portal, quizá? ¿En el vestíbulo? ¿En el ascensor? Ni siquiera me daba tiempo a cambiarme de ropa. Suspiré. «No puede ser él», murmuré dirigiéndome al hall. Observé por la mirilla. Sí, sí, era él… El corazón empezó a latirme con fuerza. Y qué guapo estaba… podría haber estado contemplándolo durante horas. Parecía inquieto, mirando a todos lados, ansioso porque apareciera de una vez. Nerviosa, abrí. Vi una mirada melancólica y una expresión de asombro en sus ojos azules clavados en los míos. No sé si fue mi aspecto lo que le dio lástima o la nostalgia de reconocer su jersey, pero parecía que estaba a punto de echarse a llorar.

—Paula, ¿qué te pasa? ¿Estás bien? —susurró.

Asentí con la cabeza y le indiqué que entrara.

—He estado con bronquitis, pero ya estoy mejor… Y sí, estoy bien —contesté sin mirarlo—, solo resfriada. ¿No lo sabías?

—No… yo…

«Vaya», pensé. «O su cuñado ha sido muy discreto o él no ha aparecido por casa de su madre en la última semana».

Lo conduje hasta el salón.

—¿Quie… quieres un café?

—No, gracias. No te preocupes. ¿Estás sola?

—Sí. Sola…

Nos quedamos en silencio y me di cuenta de que se sentía incómodo.

—¿De verdad que no quieres café? —pregunté nerviosa—. Lo acabo de hacer y…

No era cierto. Llevaba horas hecho, no sé por qué tuve que mentir en algo tan estúpido.

—Está bien, como quieras.

Me siguió hasta la cocina. El café estaba aún caliente, ya que no había apagado la cafetera. Bien podía pasar por recién hecho. Abrí el armario para coger una taza y saqué la leche de la nevera mientras él me observaba. Esa actitud suya me estaba poniendo más nerviosa aún, tanto que casi se me cae el azucarero al suelo. Sabía que no le gustaba la leche fría como a mi, así que la templé en el microondas.

—¿Te ayudo? —sugirió.

—No, no, gracias. Tú ponte cómodo —dije por decir algo.

Así lo hizo. Se sentó en una de las sillas y seguimos en silencio durante un minuto, lo que tardé en poner la taza sobre la mesa. Luego me volví para coger la jarra de la cafetera y le serví.

—¿Tú no quieres? —preguntó al ver que no me había puesto ni una gota.

—Es muy tarde. Ya sabes que no me deja dormir. ¿Quieres un poco de bizcocho? mi madre lo ha hecho esta mañana…

—No, no te molestes.

Me quedé mirando cómo echaba el azúcar en la taza y sonreí. Se me llenaron los ojos de lágrimas porque vino a mi mente el recuerdo de la primera vez que habíamos estado juntos compartiendo un poco de nuestro tiempo, sentados en aquella mesa de mármol junto a la ventana en el antiguo café del centro.

Él también me miró.

—¿Estás llorando? —preguntó preocupado.

—Oh, no… claro que no… es el catarro —dije como excusa.

Me levanté, cogí un clínex del paquete que había dejado sobre la encimera de granito y me sequé los ojos. Me volví. Estaba de pie, a mi lado.

—Paula… —dijo.

Se acercó a mí e intentó abrazarme, pero lo aparté.

—No, por favor, Sergio. Déjame…

Se apartó. Vi su gesto contrariado.

—Te preguntarás por qué…

Lo interrumpí.

—¿Preguntarme? —exclamé irritada.

—Sí… bueno… no te di ninguna razón. No sé qué estarás pensando…

—Dijiste, esta relación no funciona —pronuncié con énfasis y soniquete burlón.

—Sí, lo sé. Eso no significa nada.

—Exacto, Sergio. No significa nada —repetí. —Lo siento.

Le miré a los ojos. Su mirada era triste. Tan triste como la mía. Tal vez se merecía que le hiciera reproches, uno detrás de otro, pero no fui capaz. Solo deseaba entender, así que confesé:

—Llevo más de tres meses torturándome, Sergio. Intentado averiguar qué hice mal, qué fue lo que te apartó de mí, en qué me equivoqué esta vez… No me diste ni un motivo, ni una palabra. ¿Fueron los niños? ¿Pasó algo de lo que yo no me haya enterado?

—No, no, ellos no tuvieron nada que ver, te lo aseguro.

—¿Entonces? ¿Fue de un día para otro? ¿Decidiste alejarte sin más, sin explicaciones? —Tragué saliva—. ¿Por aquel baile con el dichoso francés?

—No. Claro que no…

Se quedó callado. Me armé de valor y me atreví a preguntarle.

—¿Estás con otra?

Me miró extrañado.

—Por Dios, Paula, no.

Aunque fue un alivio escuchar sus palabras, no pude contener las lágrimas.

—Paula, no llores.

—No, perdona. No sé qué me pasa, lloro por cualquier cosa.

Quiso abrazarme de nuevo pero volví a apartarlo.

—Miguel… —me dijo.

Lo miré sin comprender.

—¿Miguel?

—Miguel siempre se ha interpuesto entre los dos. Decías que no te importaba, pero nunca hiciste nada para que se alejara…

—¿Alejarlo? Pero… ¿qué estás diciendo? Miguel es el padre de mis hijos.

Sonrió, creo que irónicamente.

—La excusa perfecta…

—¿Eh? —le miré atónita—. ¿De qué hablas?

—El padre de tus hijos, de acuerdo. Pero ha hecho lo imposible por entrometerse. Te lo dije, no quisiste hacerme caso… Al final él ha salido ganando…

No entendía nada de lo que me estaba diciendo. ¿Ganando? ¿Ganando qué? Estaba aturdida, ya no sé si por el catarro, los antibióticos o sus palabras.

—Sergio, no entiendo nada de lo que me dices.

Volvió a sonreír.

—Es igual. Déjalo —dijo moviendo una mano en el aire.

—No, no lo es. ¿Quieres hablar claro? —mi tono fue algo brusco, lo reconozco, pero me atormentaba el no saber qué pasaba por su mente.

Quería saber qué le confundía y le hacía ver o imaginar cosas incomprensibles para mí.

—Bien. Te lo diré. Me estuviste utilizando para darle celos a tu exmarido. Al final, como te dije antes, él salió ganando. Pues bien, lo acepto, pero tenía que decírtelo, por eso he venido…

Creí que todo me daba vueltas y que la voz salía de un sueño, de mi imaginación… Era tan absurdo, tan irreal…

—¿Có… cómo puedes decir eso, Sergio? No, no te reconozco… tú… tú no eres así… No puedo crees que te hayas montado esa película tú solo.

—¿Yo solo? —repitió burlándose—. Vamos, Paula. Lo vi con mis propios ojos, vi cómo te besaba y tú no hiciste nada por apartarlo… no lo niegues.

Ahora sí que estaba atónita. Rebobiné en mi cabeza e intenté hacer memoria. Sí, me había besado, mejor dicho, había intentado besarme en más de una ocasión, pero siempre lo había apartado bruscamente, perpleja y ofendida, enfadada… ¿Y Sergio me había visto? ¿Cuándo?

—Y luego, todo el juego que te traías con él.

—¿Quééééé?

—Fuisteis a comer los dos solos. Cuando Sandra me dijo que estabais en el bar, quise darte una sorpresa, pero la sorpresa me la llevé yo. Estabais junto al coche, despidiéndoos, creo, no lo sé… pero vi cómo te besaba y tú no hiciste nada. ¿Qué querías que pensara? «Está conmigo pero se besa por los rincones con su ex marido, qué bien, brindemos por ello» —dijo sarcástico.

Negué con la cabeza de un lado a otro.

—No fue así —murmuré.

—¿No es verdad? Dime que no es verdad, que me lo estoy inventando.

Me enfurecí.

—Sí, sí es verdad. Me besó, me aprisionó contra el coche. Me cogió de improviso y no me dio tiempo a reaccionar… así que sacaste conclusiones. ¡Perfecto, Sergio! Tal vez si te hubieras fijado y no te hubieras dejado llevar por tus celos estúpidos, podrías haber visto el empujón que le di cuando me soltó, y lo mucho que me enfurecí con él. Pero claro, era mucho mejor pensar que te estaba siendo infiel o te estaba utilizando… ¡Tanto orgullo! —le grité—. Fui a comer con él porque teníamos que hablar de Dani, de su hijo… por eso. Pero si te lo dije, Sergio… ¡Oh, Dios!… te lo dije —repetí—, te dije que necesitaba hablar con él, que no podía pasar de esa semana. Dani iba fatal en el colegio, andaba con aquella chica…

—Pero…

Lo miré. Estaba petrificado y yo rompí a llorar sin consuelo.

—Nunca te utilicé para dar celos a Miguel —continué entre lágrimas—. Me sorprende que digas algo así. Intentó besarme muchas veces, y llegó a hacerlo, aquella no fue la primera, no lo niego. Pero de lo que tú hayas podido ver a lo que fue en realidad, hay un abismo,

Sergio. No tengo nada con él ni nunca lo tendré.

Caminé hacia el salón y me dejé caer sobre la butaca. Me incliné sobre las rodillas al tiempo que me cubría la cara con las manos.

«No, no puede ser…», susurré casi para mi. «Esto es una pesadilla». Me temblaban los dedos por la angustia.

Sentí cómo él me cogía las manos y me las apartaba del rostro. Alcé la barbilla y lo miré. Estaba de rodillas observándome con tristeza. Negué con la cabeza.

—No, Sergio —dije—, aquí nadie ha ganado nada. En tal caso, yo he perdido… porque te he perdido a ti.

No pude evitar que las lágrimas volvieran a mis ojos. Sergio se acercó a mí y besó mis mejillas con lentitud. Luego acercó sus labios a los míos rozándolos con suavidad.

—No, no llores. No quiero hacerte llorar, por favor.

Me sentía desarmada. Desfallecida. Agotada… Pero necesitaba sus besos. No quería otra cosa que sus besos. Me aferré a su cuello. No quería soltarlo.

—También sé que has estado saliendo con alguien… —susurró.

—¿Ehhh? ¿Quién ha dicho eso? —pregunté sorprendida.

—Vicky me lo dijo el otro día. Nos encontramos en una cafetería y charlamos.

No tenía la menor idea de que se hubieran visto, mi hija no había dicho ni una palabra. La iba a matar en cuanto la tuviera delante. ¿Por qué habría dicho algo así? Sí se había enterado de mi salida con Nacho a cenar, pero en ningún momento comentamos nada sobre él.

—No es cierto. ¿Vicky ha dicho eso? No, no es verdad.

—Está bien.

—Fui a cenar una noche con un amigo de la asesoría. Pero no salgo con él, créeme —dije con angustia.

—Tranquila, Paula. Te creo.

Me besó de nuevo varias veces.

—He sido un estúpido —afirmó entre beso y beso—, y un verdadero idiota.

Asentí con la cabeza.

—Un gilipollas —siguió diciendo volviéndome a besar—, un inmaduro…

Me hizo sonreír y él sonrió también al tiempo que nos poníamos en pie.

—Lo siento —dijo—, lo siento mucho, Paula. No confié en ti… yo… estoy tan avergonzado… No, no puedo vivir sin ti.

Lo abracé y busqué su boca. Lo había extrañado tanto en las últimas semanas. Me parecía casi un sueño que pudiera sentir de nuevo sus labios, su aroma, su tacto…

—Humm —murmuré—, creo que te voy a pegar todos mis virus…

—No me importa —contestó—, puedes pegarme todo lo que quieras.

—¿A qué hora regresan lo chicos? —preguntó en voz baja, como si alguien pudiera escucharle.

—Están con Miguel. Vendrán para cenar…

Sonrió.

—¿Eso quiere decir que puedo seguir besándote?

Me enterneció su pregunta y asentí con la cabeza.

—Ven —le dije cogiéndole de la mano—, en la cama estaremos más cómodos.

La cama estaba deshecha y revuelta pero creo que a ninguno de los dos nos importó.

—Cuánto te he echado de menos —murmuré abrazándolo con fuerza.

Me empecé a reír sin poder evitarlo. Me miró sonriente y sin comprender nada.

—¿Qué? —dijo.

—Estoy horrible, ni siquiera un poco sexy —dije contemplándome ante el espejo. Con aquel jersey enorme y los vaqueros desteñidos parecía cualquier cosa menos yo. Siempre he sido coqueta y verme así me desconcertó.

Me enlazó por la cintura y me hizo caer sobre la cama. Nos besamos como dos adolescentes que acaban de descubrir el placer de compartir sus lenguas.

—Mi jersey —dijo sonriendo mientras lo levantaba junto a la camiseta que tenía debajo dejando al descubierto parte de mi vientre.

Colocó su mano estirada cubriéndome el ombligo y me acarició. Me estremecí.

Luego la apartó y posó sus labios en el mismo lugar besándome con suavidad, haciéndome temblar de arriba abajo.

Le revolví el cabello con los dedos.

—Me gusta tu pelo.

Se lo había dicho un millón de veces. Alzó la cabeza y sonrió.

—Abrázame… —le dije.

Me abrazó y permanecimos así en silencio durante un largo tiempo. Solo quería sentirlo cerca.

Escuché el ruido de la puerta y los pasos de mi madre por el pasillo. Sergio fue a incorporarse pero no le dejé, tiré de él haciéndolo caer sobre mí.

—Chsst —susurré poniendo mi dedo sobre sus labios.

Sonreí.

—Paula…

La voz de mi madre estaba al otro lado de la puerta. No estaba cerrada del todo. Pareció dudar si abrirla o no.

—Estoy aquí, mamá —dije alzando la voz.

Abrió.

—Oh… perdón —afirmó apurada.

—Tranquila, mamá —contesté sonriendo.

Sergio se puso de pie y fue a hacia ella con una sonrisa. La besó en la mejilla.

—Sergio, hijo, ¡qué alegría!

Se alegraba de verdad. No había más que verla.

—¿Te quedarás a cenar, verdad?

No le dejó contestar. Salió a toda prisa de la habitación, cerrando la puerta. No tuve más remedio que reírme.

Y si a mi madre le agradó volver a ver a Sergio, Alejandro estaba radiante de alegría. También Vicky se alegró. Y hasta Dani lo saludó con una gran sonrisa.

Ya habíamos terminado de cenar. Dani y Alex ya se habían ido a mi habitación a ver la tele y nosotros cuatro continuábamos sentados a la mesa mientras Sergio tomaba el café.

—Mamá —dijo Vicky—, tengo que decirte algo.

La miré. No me agradaba ese tono misterioso. Casi me daba miedo oírla. ¿En qué nuevo lío se habría metido ahora?

—No tiene nada que ver conmigo —aclaró.

Me quedé más tranquila.

—Es papá.

—¿Qué le pasa?

—Va a casarse con Sonia. Parece que han vuelto.

—Me alegro —afirmé—. Me alegro de verdad.

Fui sincera. No le deseaba ningún mal. Todo lo contrario. Vicky pareció sorprendida. ¿Acaso pensaba que a estas alturas me iba a importar? No me importaba lo más mínimo.

—Y tanto tú como tus hermanos tendréis que respetar la decisión de tu padre.

—Sí, mamá. Claro…

No sé si lo dijo convencida o no. Se levantó y salió del salón, mi madre la siguió dejándonos solos.

—¿Te alegras de verdad? —preguntó Sergio mirándome.

—Sí, Sergio, y mucho… Miguel no sirve para estar solo. Creo que es lo mejor que puede hacer. Ojalá le salga bien.

Me cogió la mano y se la llevó a los labios. Besó mis dedos.

—Yo también quiero casarme —dijo sonriendo.

—¿Ah, sí?

Pensé que estaba bromeando.

—¿Y quién es la afortunada?

Sonrió.

—Una mujer preciosa, de bello pelo rojizo y ojos verdes que se llama Paula.

Me reí y él me besó.

—Hablo en serio. Quiero casarme contigo.

Su mirada tierna me conmovió.

—Sergio, cariño…

Lo abracé. No podía amarlo más. Me sentía tan feliz que tuve que contenerme para no llorar.

Dos horas después decidió irse. Habíamos estado viendo una película en el DVD y después nos habíamos entretenido en besarnos como dos adolescentes sobre el sofá, escondidos de todo el mundo. Lo acompañé hasta la puerta. Vicky había salido y mi madre ya se había ido a dormir, lo mismo que los niños. Me dolía pensar que íbamos a separarnos unas horas, no quería que se fuera…

—No te vayas —le dije cerrando la puerta y tirando de él.

Me miró.

—Quédate.

—No tengo ropa… estoy con…

—No te preocupes, te dejo mi jersey —dije sonriendo.

Nos fuimos besando por el pasillo hasta llegar a la habitación. Empecé a desabotonarle la camisa.

—Ya veo que no tienes fiebre —me susurró al oído.

—Te equivocas —dije—. Tengo fiebre, pero de otra clase.

Me dio un beso largo y ardiente.

—Cuánto te he echado de menos —murmuré.

Nos dejamos caer sobre la cama. Hicimos el amor con ansia y deseo primero, como queriendo recuperar el tiempo perdido. Después con calma, sin prisa, hasta que, agotada, me dormí entre sus brazos.

Conseguí que Vicky me explicara por qué había comentado a Sergio que yo salía con alguien.

—Fue una estrategia, mamá.

—¿Cómo?

—Tenías que haber visto la cara que puso cuando se lo solté. Y además no te quejes, porque dio resultado.

—¿Qué dio resultado?

—Ay, mamá. No te enteras de nada… se lo dije para que reaccionara. ¿Qué crees que hice yo con Álvaro? Le hice creer que salía con otro y al día siguiente me estaba suplicando que volviera con él. Así que me debes una…

Me reí y la abracé.

—Pues si ha sido así, gracias, cariño. Gracias de verdad.

En las vacaciones de Semana Santa, Sergio se instaló en casa. El domingo anterior los dos visitamos a su madre que, al igual que la mía, se alegró de volver a verme al lado de su hijo.

—Paula, querida, me hace feliz que estéis de nuevo juntos. Sé lo mucho que te quiere.

Le sonreí.

No tardaron en llegar Félix, Lidia y su marido. Me sonrieron y saludaron con afecto. Lidia parece que al final ha aceptado que su hijo Álvaro no tiene ninguna intención de separarse de Vicky.

Y tal como pronostiqué en su día, bastaba con que se opusiera para que los chicos tomaran más interés. Siempre ha sido así, desde los siglos de los siglos. Tal vez si no le hubiera dado ninguna importancia, todo hubiera terminado como un enamoramiento pasajero sin más. Al contrario de lidia, con la manía que le ha tenido a mi hija desde el primer día que se enteró de que salían juntos, a mi siempre me ha gustado su hijo, es un buen chico, y está coladito por Vicky, solo hay que ver cómo la mira para darse cuenta de que le falta el aire si no la tiene a su lado. Espero que les dure, aunque son tan jóvenes que a saber las vueltas que les puede dar la vida aún.

—¿Qué tal tu bronquitis? —me preguntó Álvaro, tan amable como siempre.

—No queda ni rastro —le dije sonriendo—, y muchas gracias —añadí.

Cuando Sergio habló de que no habíamos descartado la posibilidad de casarnos quizás después del verano, vi una sonrisa sincera en todos ellos.

—Pero eso hay que celebrarlo —afirmó Félix con entusiasmo saliendo del salón.

Enseguida apareció con unas botellas de cava mientras que Lidia sacaba copas del aparador. Brindamos felices, y luego Sergio me besó ante todos. Parece ridículo, pero me sonrojé.

—Prueba superada —me dijo Sergio al oído—. Los Lambert te adoran.

Me reí.

—Ya me adoraban antes —bromeé.

A excepción del enfrentamiento que había tenido con Lidia por culpa de Vicky, siempre me había sentido bien en esa familia. A Félix hay que aceptarlo tal como es, no es mal tipo, solo un poco fanfarrón y vanidoso, y Mercedes es un encanto de mujer. A Lidia hay que entenderla como madre de un solo hijo al que tenía como centro de su universo. Y lo de compartirlo con otra mujer no entraba en sus planes cuando mi hija entró en su vida. Después de lo que yo sentí al ver a Dani tan entusiasmado con su chica, creo que puedo entenderla…

Me fui feliz tras la velada pasada con la familia Lambert.

—¿Sabes de qué me estoy acordando? —me preguntó Sergio en el garaje al bajar del coche.

—No…

—De la primera vez que estuve en el pueblo con vosotros, en aquel desastroso fin de semana…

—No fue tan terrible. Recuerdo que me besaste por primera vez con auténtica pasión, y creo que me enamoré de ti entonces…

Me miró con esa mirada tierna que me derrite.

—¡Qué mentirosa eres! Ya estabas loca por mí desde mucho antes… desde la primera vez que nos vimos en tu oficina…

Me reí.

—¿Sí? Eso fue lo que te ocurrió a ti, no mientas.

Me besó.

—No sabes cuánto te quiero, Paula.

—Y yo, cariño.

Cuando llegamos a casa, Vicky y Álvaro veían la tele sentados en el sofá.

—¿Has estudiado algo para el examen de mañana, Vicky? —pregunté.

—Sí, mamá. No seas plomazo. He estado estudiando. ¿A que sí, Álvaro?

Él asintió sonriendo. Claro, qué iba a decir.

—Seguro… —afirmé dudándolo.

—No los atosigues, cariño —me dijo Sergio al llegar a la habitación—. Déjalos tranquilos.

Me senté sobre la cama y lo miré. Sentí tanta ternura, tanta admiración, que me emocioné.

—Gracias, Sergio.

—¿Gracias? ¿Gracias por qué, Paula?

Me levanté y lo abracé.

—Por existir… —susurré.

Sonrió. Luego me besó.

—Yo también te quiero.