4. Encuentro fortuito

Miguel había quedado en pasar a recogerlos a las doce. Hacía más de un mes que no los veía, y cuando apareció tras la puerta, ninguno de los tres mostró mucho entusiasmo ante la idea de pasar el día con él. Solo Alejandro se despidió dándome un beso, los mayores, ni me miraron. Vicky porque estaba enfadada y Dani porque pasa por esa edad en que se avergüenza de demostrar los afectos.

—¿A qué hora los piensas traer? —pregunté.

—No sé, ya te llamaré.

—Yo a las cuatro me voy, he quedado con Jorge —aclaró Vicky.

—No vengas tarde…

No contestó, se dirigió al ascensor seguida de sus hermanos.

—Te llamaré, Paula.

Asentí con la cabeza y cerré la puerta. Tuve la misma sensación de siempre, una honda tristeza y una gran añoranza.

¿Por qué, Miguel, por qué tuviste que dejarme?

No, me dije, nada de autocompasión. No es el momento. Cuando me dan esos ataques de nostalgia, busco cosas que hacer para no pensar. Lo primero que hice fue poner música en la radio y me entretuve en ordenar la ropa de los armarios. ¡Qué aburrido me parecía cuando en mis años adolescentes mi madre me obligaba a hacer lo mismo en mi cuarto!

—Esta habitación parece una leonera —solía decir. Detestaba oírlo pero hoy en día, me sorprendo a mi misma repitiéndoselo a mis hijos, al final utilizamos los mismos cánones con los que nos han educado toda la vida.

Pasé el resto de la mañana sola y después de comer decidí ir de compras y dar una vuelta. Me puse unos vaqueros, una chaqueta azul encima de la blusa rosa clara y unos zapatos planos, deseaba caminar lo más posible, ir por el paseo marítimo, y luego acercarme hasta el centro y entretenerme toda la tarde.

Después de una larga caminata, acabé en las calles más céntricas de la ciudad. Me paré en varios escaparates, pero como la mayoría de los sitios estaban llenos a rebosar, no me apeteció entrar. Solo me compré una barra de labios y un tarro de crema hidratante en la perfumería. Cuando ya me disponía a irme a casa, me fijé en un cartel que anunciaba una exposición de pintura. Pensé que era una buena idea entrar y pasar unos minutos observando los cuadros.

Miraba con atención uno de ellos cuando una voz habló a mis espaldas:

—¿Te gusta la pintura?

Me volví sorprendida preguntándome quién sería. Unos ojos claros, azules, en contraste con el cabello oscuro, facciones viriles y una bonita sonrisa, me hizo sonreír.

—Sergio…

—Hola…

Creo que hasta me sonrojé por la sorpresa.

Era guapo, guapísimo… tenía un atractivo encantador.

—¿Qué haces por aquí? —preguntó.

Me encogí de hombros.

—Estaba dando un paseo y se me ocurrió entrar, ¿y tu?

—El pintor que expone es amigo mío… ¿Estás sola?

—Sí…

—¿Puedo acompañarte?

—Claro…

Seguimos el recorrido por la sala sin hablarnos, confieso que miraba los cuadros sin enterarme de lo que veía. Estaba nerviosa y me horrorizaba el hecho de que él pudiera percibirlo. Calculé su estatura, contando que yo medía un metro sesenta y siete y no llevaba tacones, imaginé que llegaba al metro ochenta. No es un «cachas», es delgado, de hombros estrechos, sin grandes músculos. «Elegante», pensé. Con el vaquero oscuro, la camisa color salmón y la americana azul marino parecía un artista de Hollywood. Cuando terminamos de ver todos los cuadros, nos dirigimos a la salida.

—¿Te apetece tomar un café? —preguntó él.

—Vale. ¿Por qué no?

Sonrió y creo que yo también…

Entramos en un café cercano. Nos sentamos en una mesa que había libre junto a la ventana. Cogí la carta y le eché un vistazo mientras llegaba el camarero. Noté que me observaba. Levanté la vista. Sonrió.

—¿Qué vas a tomar? —preguntó.

—No sé.

Llegó el camarero. Él pidió un café solo y yo, que no me había decidido por nada en concreto, opté por uno con leche.

—La verdad es que no sé por qué he pedido café —dije de pronto—, me altera el sueño. ¿A ti no? Volvió a sonreír.

—No. Siempre tomo uno después de cenar y no me afecta para nada.

—Yo hace mucho que abandoné el café después de las seis de la tarde.

Miró el reloj.

—Pues esta vez te has olvidado de controlar la hora. Son casi las ocho.

—¿Tan tarde? ¡Cómo pasa el tiempo!

El camarero no tardó en servirnos. Sergio pagó la cuenta en ese mismo instante. Observé cómo echaba azúcar en la taza. Me gustaron sus manos, con dedos largos y finos, uñas cortas. Eran manos blancas, como el resto de su piel. Me cautivaron también sus ojos, su sonrisa, su voz tan masculina…

—Me encantan este tipo de cafés antiguos —dijo él.

Asentí con la cabeza.

—Sí, a mi también me gustan.

Se produjo un silencio. Los dos nos miramos sin saber qué decir. Me dio la impresión de que era un hombre tímido, o al menos daba esa apariencia.

—¿Hace mucho que tenéis la asesoría? —preguntó.

Le dije que llevábamos casi once años.

—Bastante tiempo…

—Sí. Sandra y yo nos llevamos muy bien —dije bromeando—. Somos muy distintas pero nos entendemos. Laboralmente, quiero decir…

Volvió a sonreír. Tiene una sonrisa encantadora que hubiera contemplado horas y horas sin cansarme.

—Creo que ha sonado mi móvil —dije.

Rebusqué en el bolso y conseguí encontrar el teléfono. El número de mi ex iluminaba la pantalla. Atendí la llamada. Miguel dijo que llevaría a los niños a cenar una pizza para dejarlos en casa sobre las once de la noche.

—Me parece perfecto. Hasta luego, Miguel.

Me volví hacia Sergio, que seguía observándome sonriente.

—Mi ex, hoy tiene a los niños. Ya sabes… cada quince días… aunque bueno, en este caso llevaba más de un mes sin verlos…

Me arrepentí de haber hecho ese comentario. Seguro que no le importaba para nada mi vida.

—¿Cuántos hijos tienes, Paula? —preguntó.

—Tres. Como ves he superado la media nacional —contesté.

Los dos nos reímos.

—¿Y tú? ¿Tienes hijos?

Negó con la cabeza.

—No estaba en los planes de mi ex tenerlos…

—Ah…

No pregunté más. Él tampoco parecía querer seguir hablando del tema. Había girado la cabeza y tenía la vista fija en la ventana.

Después volvió a mirarme y sonrió de nuevo. Terminamos de tomar el café en silencio.

—Hace mucho calor aquí. ¿Quieres que vayamos a dar un paseo?

—Sí, como quieras.

Casi lo agradecí, el ambiente cargado y el humo me estaban asfixiando.

—¿Vamos hacia la playa? —preguntó.

—Vale, de acuerdo…

El paseo marítimo es uno de los sitios más abarrotados de la ciudad, sobre todo para pasear. Un recorrido paralelo a la playa, el lugar preferido de los ciudadanos no solo por el ambiente agradable o las preciosas vistas, también por la omnipresencia eterna del mar.

Llegamos a una de las escaleras que daba acceso a la arena cercana a la antigua iglesia, y fuimos andando despacio, uno al lado de otro, sin decirnos nada. Yo no sabía de qué hablar. Comprobé que no se parecía nada a Félix. Eran distintos en el físico y en el carácter. «No tienen nada en común aparte del apellido», pensé durante un momento.

Me paré a observar desde la barandilla el bonito atardecer, con un mar embravecido que castigaba las rocas.

Me sentí observada y me volví. Sergio sonrió. No pude evitar sonrojarme y, nerviosa, me eché un mechón de pelo hacia atrás desviando la vista.

—Te invito a cenar —dijo.

—No quisiera llegar muy tarde a casa —afirmé excusándome.

—No acepto un no por respuesta —dijo sin perder la sonrisa—. Y además odio cenar solo.

Creo que sonreí aunque no estoy muy segura.

—Es que… no sé…

Estaba deseando seguir con él por más tiempo, pero me había parecido muy precipitado aceptar a la primera propuesta, por eso me hice de rogar un poco. Volví a excusarme y él siguió insistiendo.

—Por favor… me gustaría mucho.

—En ese caso no me queda más remedio que ir —dije.

—Tampoco quiero comprometerte… solo si quieres.

Me miró de una forma que confieso que estuve a punto de derretirme

—Iré encantada —contesté.

Cuando me confirmó que estaba divorciado desde hacía un año, y solo, sin pareja, casi no pude creerlo, me parecía imposible.

Descubrí que teníamos muchas cosas en común, leíamos el mismo tipo de libros, escuchábamos la misma música, adorábamos las películas intimistas y el cine inglés, el arte, el mar, viajar… Tantas cosas que incluso me pareció que había encontrado a mi alma gemela. Ni con Miguel había congeniado tanto.

Sergio me explicó que había estudiado Derecho para agradar a sus padres aunque nunca había ejercido. Dejó la carrera a la mitad para irse detrás de una belleza sueca con la que vivió un tiempo en Estocolmo. Regresó cuando se agotó la pasión de la pareja y comprendió que había idealizado su historia de amor, porque lo de «contigo pan y cebolla», en la vida real no funcionaba. Volvió a la universidad y acabó la carrera.

Le hablé de Vicky, que también estaba matriculada en Derecho y a punto de empezar las clases.

—Una futura abogada…

—Eso pretende. Hasta ahora ha estudiado muy bien, así que no creo que le cueste mucho, eso si no cambia…

—A los dieciocho ya es difícil que cambie… Bueno, no sé, si conoce a algún sueco de repente… —dijo divertido.

Me reí y le comenté que aunque no era sueco, sí salía con un chico.

—¿Y tus otros hijos?

—Tienen catorce y nueve años. Están en el colegio.

—No te aburrirás con ellos —comentó riéndose.

—Pues no, la verdad —respondí riéndome—. No tengo tiempo para aburrirme.

Miré el reloj.

Me pareció que era ya muy tarde y le dije que tenía que irme. Insistió en acompañarme, aunque le comenté que estaba cerca de casa y que no hacía falta, pero no hizo caso y fuimos hasta el portal donde nos despedimos.

—Gracias por la cena, Sergio.

—De nada, ha sido un placer.

No sé porqué nos quedamos en silencio unos segundos. Se acercó tanto que por un momento llegué a creer que iba a besarme, pero no, solo sonrió.

—Espero verte pronto —dijo.

—Sí —afirmé abriendo la puerta con la llave.

Me volví hacía él.

—Adiós, Sergio.

—Hasta otro día, Paula.

«Seré tonta», pensé mientras caminaba hacia el ascensor. «Creer que iba a besarme… sin duda he visto demasiadas películas».

Mucho más tarde, cuando ya en la cama apagué la luz para intentar dormir, me sentí sola. Hacía mucho que me sentía sola, a veces lo llevaba con resignación pero otras me desesperaba.

Suspiré. Me había agradado estar con Sergio, por un momento me imaginé cómo sería si fuera su pareja, pero enseguida rechacé la idea. Una mujer de casi cuarenta años y con tres hijos no era atractiva para nadie y menos para un hombre como él.

Escuché llegar a Vicky. Miré la hora en el despertador. Llegaba tarde, como casi siempre. Estuve a punto de levantarme e ir a hablar con ella, pero no me apeteció moverme. Tampoco eran horas de discutir. Lo dejaría para el día siguiente.