11. Deseos incontrolados

«No pienso en otra cosa que en Sergio», escribí la noche del domingo. «No tengo en la cabeza otro pensamiento que no sea él. Cierro los ojos y veo su sonrisa, su mirada, sueño con sus besos…»

El trayecto a casa se me hizo interminable. Llovía y el tráfico era constante, mi madre decidió quedarse unos días más para estar con mi hermana, haciéndome prometer que la llamaría en caso de necesitarla. Ni Vicky ni Dani hablaron dos palabras durante el viaje, cosa que agradecí, y Alex iba ensimismado con la Nintendo. Yo apenas me había dirigido a ellos, solo lo imprescindible y para darles órdenes. No se atrevieron a desobedecerme ni a mostrarse impertinentes. Yo seguía muy enfadada y no tenía intención de olvidar tan pronto el desastroso fin de semana que me habían dado.

Cuando llegamos a casa estaba agotada. Le pedí a Vicky que encargara una pizza para cenar mientras me sumergía en un baño de espuma con la intención de relajarme. No sé cuánto tiempo estuve dentro de la bañera; mucho, pero no me apetecía moverme. Estaba con los ojos cerrados recordando los besos de Sergio cuando Vicky entró y me pasó el móvil.

—Mamá, te llaman.

Su voz no sonó con el tono de chulería con que se había dirigido a mi en los últimos días, todo lo contrario, me habló con tanta suavidad que me sorprendió.

—Es Sergio —añadió bajando los ojos.

Toda la tensión y nervios que había pasado se esfumaron de repente al escuchar su voz al otro lado de la línea.

Me llamaba para saber cómo me había ido, si había llegado bien y sin complicaciones, también para avisarme de que había surgido un imprevisto y tenía que viajar sustituyendo a Félix toda la semana, por lo que no nos veríamos hasta el sábado.

Confieso que me sentí decepcionada.

—¿Qué ha pasado para ese cambio de planes?

—Él tiene que atender otras cosas aquí de las que yo no suelo ocuparme.

—Pues teniendo en cuenta que habla mucho más que tú, sería mejor que fuera él —dije—, aunque si tienes que tratar con una mujer, tú eres mucho más… cómo diría yo… guapo, encantador, sexy… y muchas más cosas que no puedo decir por teléfono —añadí intentando bromear.

Le oí reírse.

—¿En serio me consideras todo eso? ¡Interesante!

—Humm… más o menos.

—Puedo decirte que no voy a tratar con ninguna mujer y te aseguro que estoy deseando verte.

—¿Me llamarás?

—Te llamaré todos los días. Y dime, ¿pensarás en mi un poquito?

—No pienso en otra cosa, Sergio —me sinceré.

No sé por qué me sentí triste, él debió advertirlo.

—Paula, ¿estás bien?

—Sí, sí… muy bien.

—¿De verdad?

—Sí, de verdad.

Me preguntó cómo me iba con los niños pero no quise lamentarme ni quejarme. Suspiré.

—Supongo que es cuestión de tiempo —dije sin creer yo misma lo que decía.

—Claro, Paula. Ya verás como todo se soluciona —afirmó convencido.

Se despidió con un beso, lo que me hizo sonreír. Cuando colgué me sentí mucho mejor a pesar de todo. Ya en la cama no dejé de darle vueltas a todo lo sucedido. Sentí como nunca la necesidad de tener a alguien a mi lado. En una palabra, de tener a Sergio Lambert en mi vida. Decidí que iba a luchar porque nuestra relación funcionara. No iba a permitir que el egoísmo adolescente de mis hijos estropeara lo que el destino parecía estar dispuesto a ofrecerme, quizás una relación estable, o una relación pasajera, ya me daba igual. Solo quería sentir sus besos, sus caricias… Deseaba tener sexo, ¿por qué no? Ya iba siendo hora, mi cuerpo me lo pedía a gritos… tanto que me excitaba pensándolo. Soñaba con volver a ser deseable, atractiva, seductora, sexy… ¿Dónde había quedado todo eso? No estaba muy segura, pero tenía que volver a descubrirlo.

Que Miguel llamara a los niños el viernes para que pasaran el sábado con él me lo puso fácil. Estaba entusiasmada con la idea de que estaría libre las suficientes horas como para estar sola con Sergio. Solos los dos. Ni me lo podía creer.

Miguel llegó a recogerlos a las doce. Subió. Apresuré a mis hijos para que no le hicieran esperar. Más que nada porque no tenía ganas de hablar con él.

—¿Cómo te va, Paula? —me preguntó entrando en el salón detrás de Mi.

—Bien —contesté sin mirarle.

—Me alegro.

No sé si se alegraba o no. Me importaba bien poco. Yo solo quería que se fuera de una vez.

—¿Estás saliendo con el tío ese con el que te vi el otro día?

Otro que lo llamaba «tío» con lo que me ofendía esa palabra dicha en ese tono.

Le miré y sonreí sarcástica.

—¿Qué pasa, Miguel? ¿Acaso te importa?

Los chicos entraron ya preparados y no llegó a responderme. No sé por qué me dio la impresión de que le molestaba y deseaba indagar. «Lo tendría fácil si preguntara a los niños», pensé. No me quería ni imaginar lo que serían capaces de decir después de lo ocurrido en el fin de semana. A saber… pero seguro que nada bueno.

Con el móvil en la mano me pregunté si debía de llamarlo o no. Tal vez debiera esperar a que lo hiciera él. Caminé de un lado a otro del pasillo sin decidirme durante unos minutos hasta que por fin marqué el número. Me respondió enseguida y no sé por qué me puse tan nerviosa. Hasta me tembló la voz.

—Tengo todo el día libre —le dije después de saludarlo y preguntarle cómo le había ido.

Ahora esperaba impaciente que dijera: ¿Voy?¿Vienes?

—¿Qué hacemos? —preguntó.

«¿Cómo?», dije para mi misma. «Por Dios, Sergio, reacciona. Quiero sexo, ¿es que no lo ves?», estuve a punto de decirle.

—¿Quedamos? —me atreví a sugerir.

—Sí.

—Vale. ¿Quieres que vaya o vienes tú? —dije al fin viendo que no se decidía.

—Ven.

—Estupendo. Estaré ahí en media hora.

Cuando colgué, sonreí. Tenía razón Sandra, estaba visto que era yo la que tenía que lanzarme. No me reconocí a mi misma. ¿Tan desesperada estaba? Oh, no, por Dios, espero que no piense que soy una mujer al borde de la cuarentena hambrienta de sexo y lujuria… me moría de vergüenza solo con la idea de que pudiera dar esa imagen.

Media hora después estaba llamando al timbre de su apartamento.

El sexo con Sergio es hummmm… Tengo que admitir que me sorprendió. Detrás de su timidez, de su ternura, se esconde un Sergio desconocido, apasionado, excitante, divertido, sexy…

Él vestía una camisa azul oscura remangada hasta los codos y un pantalón vaquero claro. Parecía que acababa de lavarse o de afeitarse. Percibí el olor a jabón o espuma de afeitar, quizás a loción de after shave o colonia, no lo sé con exactitud. Me besó con suavidad en los labios y nos abrazamos.

Me ayudó a quitarme el abrigo, que colgó en una percha y colocó en un pequeño armario que había en el hall.

—Ven —dijo—. Te enseñaré mi guarida.

Me cogió de la mano y recorrimos su apartamento. Es pequeño pero muy acogedor, muy luminoso, con grandes ventanales que dan a la playa. Estaba observando la bonita vista al mar cuando él se acercó. Me besó despacio en la boca y luego por el cuello.

Me sentí turbada y me estremecí temblando con el contacto de sus labios en mi piel.

—No puedo creer que estemos por fin los dos solos —murmuró.

Siguió besándome y yo lo deseé de tal forma que ni me reconocía. Le cogí las manos y las coloqué sobre mi blusa. Quería que me tocara, deseaba sentir sus dedos desnudándome, tal y como me lo había imaginado tantas veces…

—Ven —dijo sofocado.

Ya en la habitación desabrochó los botones uno por uno, despacio, sin dejar de mirarme en un silencio extraño, sensual, excitante… acarició mis senos por encima del sujetador, que quitó con una mano, para continuar beso a beso hasta meterse el pezón en la boca, primero uno, luego el otro. Yo estaba tan excitada que solté un gemido. Volvía a sentirme deseable y eso me emocionó.

—Sergio… —susurré.

Era la primera vez que me iba a la cama con un hombre que no era mi exmarido. Al contrario de lo que había pensado, no sentí pudor ni vergüenza. Dejé que deslizara sus manos por debajo de la falda y acariciara mis muslos mientras yo me agarraba a su cabello. Me encanta su pelo, oscuro, fuerte… hundir mis manos en su cabeza y revolverlo con mis dedos.

Tumbada de espaldas en la cama vi cómo se quitaba la camisa y el pantalón quedándose con un bóxer de color claro que marcaba su fuerte erección. Se inclinó sobre mi y mientras me besaba deslizó su mano hasta mi pubis, que acarició hasta hacerme gemir. Después descendió con su lengua hasta el ombligo donde se paró, se incorporó y fue deslizando las braguitas tan lentamente que creí que no aguantaría ni un segundo más.

—Sigue —supliqué—. No te pares.

Con sus dedos volvió a acariciarme entre los muslos y luego sentí el contacto de sus labios y su lengua donde había puesto sus dedos.

Me excité tanto que casi perdí el control. Tiré de su pelo con suavidad para hacerle ver que quería que entrara en mi, deseaba sentirlo dentro…

—Paula —me susurró al oído con decepción—. No tengo ni un solo preservativo.

Sonreí.

—No importa. Tranquilo.

Yo no podía quedarme embarazada. Hasta ese momento no me di cuenta de que nunca se lo había dicho.

«¿Soy virgen de nuevo?», me pregunté, porque a pesar de la excitación, de que estaba loca por tenerlo dentro, sentí un fuerte resquemor cuando me penetró, y de mi boca salió un quejido.

—¿Te he hecho daño? —preguntó preocupado.

—Hace tanto tiempo… —susurré.

Me besó.

Se movió despacio, con mucha delicadeza, hasta que empecé a sentir deliciosas sensaciones por todo mi cuerpo.

¿Desde cuándo no había tenido sexo con un hombre? Ni lo recordaba…

Me hizo vibrar, temblar, gemir, pronunciar su nombre… luego aumentó el ritmo haciéndome sentir un orgasmo tan intenso que me sacudió entera y poco me faltó para gritar.

Hummm… solo recordarlo me excita, me sonrojo y me rio sola.

Lo hicimos otra vez más antes de que nuestro cuerpo hambriento reclamara que lo alimentáramos. Decidimos pedir la comida a un restaurante italiano, ninguno de los dos quería moverse de casa.

Envuelta en un albornoz de Sergio, aspirando su aroma de Armani, me arreglé en el cuarto de baño. Cuando llegué a la cocina él preparaba una ensalada.

—¿En qué puedo ayudarte, Sergio? —pregunté.

—En nada. Eres mi invitada.

—No puedo creer que también sepas cocinar —exclamé viendo la buena pinta que tenía la ensalada.

—Sé hacer muy pocas cosas…

Sonreí.

—¿A qué hora tienes que volver a casa? —me preguntó.

—No hay prisa. No volverán hasta la noche, después de cenar.

—¿Tenemos toda la tarde para nosotros solos?

Suspiré.

—Eso creo…

Disfruté de la compañía de Sergio segundo a segundo. Hicimos el amor hasta quedar agotados y desfallecidos. Dormimos un rato abrazados, nos hicimos confidencias, nos reímos, nos duchamos juntos…

Echados sobre la cama le besaba recorriendo su cuello y su rostro palmo a palmo. Me fijé en que tenía una pequeña cicatriz en la frente, casi invisible. La toqué con mi dedo.

—¿Cómo te la hiciste? —le pregunté con curiosidad.

Sonrió.

—Me caí de la bicicleta cuando era pequeño. ¿Y tú tienes alguna cicatriz?

—La de la cesárea.

—Esa no cuenta. Déjame ver…

Me apartó la ropa de la cama y se dedicó a contemplar mi cuerpo desnudo hasta que me quejé de frío.

—Aquí —dijo señalando mi rodilla.

Es verdad, tengo una cicatriz en la rodilla izquierda de una caída cuando era niña. Aparte de esa no tengo más. Nunca fui muy marimacho. No me gustaban los juegos arriesgados ni subirme a las alturas. Intentaba por todos los medios no partirme ningún hueso ni que me llevaran a poner puntos como a muchas de mis amigas e incluso a mi hermana, que era muy aficionada a caerse de la bicicleta o de cualquier sitio al que hubiese trepado dando numerosos sustos a mis padres, que salían corriendo para urgencias con ella en brazos.

Me besó en la rodilla y siguió ascendiendo lamiendo con su lengua.

—No —susurré—. No puedo más.

—¿En serio? —preguntó—. Deja que lo dude.

Me reí.

—Ya verás como sí puedes… —dijo hundiendo su rostro entre mis piernas.

Me volvió loca con su lengua. Literalmente me derretí. Ya no recordaba lo maravilloso que podía ser el sexo. Tampoco podía suponer que Sergio fuera tan buen amante. Acabó por conquistarme del todo.

Yo no había tenido más sexo que con Miguel. Con él dejé de ser virgen a los diecinueve años. No fue en el Renault Cinco, donde nos habíamos besado y acariciado hasta la saciedad. Yo no deseaba que mi primera vez fuera en un coche, no me parecía nada romántico ni nada serio. Un compañero de Miguel le dejó las llaves de un apartamento que compartía con otros estudiantes durante un fin de semana. Ahí nos pasamos horas. Recuerdo que estábamos en junio, a últimos de curso, y mentí a mi madre diciéndole que pasaría el día estudiando en casa de una amiga.

No sentí nada especial. No fue horrible, como algunas decían, ni maravilloso, como afirmaban otras. No sentí un dolor inmenso ni tampoco un exquisito placer. No me produjo ningún remordimiento ni ningún trauma. Me encargué de tomar la píldora como todas las demás y continuamos deleitándonos con el placer del sexo en cuanto tuvimos ocasión. Por supuesto fuimos mejorando, y disfrutamos mucho más una vez casados.

Ahora intento recordar cómo era nuestra sexualidad en los últimos tiempos, antes de su marcha. Creo que al final solo era sexo, sin más. No estoy segura de que hubiera complicidad y delirio, puede que en ocasiones sí y en otras no. Tal vez se convirtió en una rutina que había que cumplir y que, dicho sea de paso, cumplíamos cada vez menos. No estoy muy segura tampoco. Nunca me había quejado de las artes amatorias de Miguel, pero después de nacer Alejandro sí noté la falta de caricias, besos… Como si lo único que le importara fuera el acto en sí. Muchas veces había pensado más en él o solo en sí mismo, eso también lo había notado.

Me pregunto si cuando estaba con Sonia pensaba o hablaban de mi… ¿Le comentaría cómo era nuestra vida íntima? Tal vez se quejaba o se lamentaba… y por eso ella estaba tan dispuesta a complacerlo. Yo no creo que nos fuera mal del todo. No sé si dejó de desearme mucho antes o si cuando lo hacía conmigo se imaginaba que estaba con ella. Me hubiera gustado saberlo.

El sexo con Sergio había sido distinto. Tal vez porque hacía tanto tiempo que no estaba con un hombre que lo viví de diferente forma. Sergio se había esforzado por complacerme al máximo, y vaya si lo había logrado.

Me sentí tan relajada que me deje llevar y los orgasmos habían sido increíbles.

Fui feliz durante las horas que viví en su apartamento. Es más, no deseaba irme. Quería permanecer a su lado toda la noche, todo el día siguiente, el fin de semana entero… Pensar que poco después tenía que volver a la realidad de mi casa, mis hijos y el encuentro con Miguel, me hacía desear que el tiempo se detuviera en ese mismo instante en que Sergio me besaba para despedirse de mi, al lado del portal.

Sin embargo lo convencí para que subiera. Al principio no quería. Pienso que tenía miedo por mis hijos, aunque no me dijo el motivo. Yo deseaba con toda el alma que Miguel lo encontrara sentado en el sofá, demostrándole que él ya no me hacía ninguna falta y tenía a un hombre fantástico a mi lado.

Tal y como me imaginé, el rostro de Miguel cambió de color cuando vio a Sergio. Esta vez se lo presenté. Se saludaron con cordialidad aunque sin mucho entusiasmo, e incluso me pareció notar una especie de tensión flotando en el aire.

Después de que se saludaran, se despidió de los chicos y se encaminó hacia la puerta. Lo acompañé.

—¿Qué tal los niños? ¿Se han portado bien? —pregunté por decir algo.

—Sí —contestó sin mirarme—. Vicky se fue después de comer. ¿No la has visto? Dijo que vendría a estudiar un rato antes de salir.

Ignoré su pregunta. A él no le importaba nada si yo había estado en casa o no. Le sonreí.

—Adiós, Miguel.

—Adiós.

Cerré la puerta satisfecha. Cuando volví al salón, Alex le enseñaba a Sergio un videojuego nuevo y una camiseta de fútbol que su padre le había comprado.

—Mira, mamá —me dijo—. Es guay…

—Sí, ya lo veo. Venga, ahora a la cama.

Vi su gesto enfurruñado.

—Ni siquiera lo has mirado.

En ese momento me di cuenta de que mi otro hijo, Daniel, no estaba en el salón. Me imaginé que se había ido a la habitación. Fui con la intención de poder intercambiar al menos alguna palabra con él, ya que no había dicho ni una sola desde que había llegado con su padre.

—Mira todo lo que me ha comprado papá —me dijo cuando me vio.

—A ver… ufff… Se ha gastado medio sueldo.

Se rio. —

Ya… ¿A que mola? —preguntó mostrándome un MP3 nuevo.

—Pero si ya tienes uno.

—No funciona bien. Y además, este es mucho mejor…

—Dani, espero que entiendas que el dinero no es la solución para todo en esta vida. Hay cosas mucho más importantes, ¿lo sabes?

No lo dije por molestarle. Me salió tal y como lo pensaba y sigo pensando.

Puso un gesto de desagrado.

—¿Por qué te parece mal? —preguntó con rabia—. ¡No es nada malo que nos haga un regalo!

—No, no es nada malo, pero necesitas otras cosas de tu padre, Dani. No solo regalos.

No me respondió.

—De todos modos si lo ha querido así, me parece bien —dije tratando de arreglarlo.

—Ya —contestó como si no me creyera—, seguro… y vete, que quiero acostarme.

—Está bien. Buenas noches.

Intentar darle un beso es inútil. Se cree muy mayor para que su madre le demuestre afecto, aunque sea en privado. Me esquiva y me dice: «Déjame que no soy ningún bebé», por lo que ya no me atrevo ni a probar. Aun así me acerqué a él, y me soltó un bufido alejándose de mí.

«Qué difícil es todo con este niño», pensé malhumorada. Volví al salón donde Alejandro mantenía una conversación con Sergio sobre baloncesto que me hizo sonreír.

—Venga, Alex. No seas pesado y vete a la cama.

Él, a diferencia de su hermano, sí se dejó besar. También me abrazó con fuerza. No quería soltarse, casi tuve que llevarlo a rastras hasta la habitación. A pesar de que ha hecho nueve años el siete de septiembre, sigue deseando mis mimos, lo que me hace muy feliz.

Sergio y yo nos quedamos solos en el salón. Me volvió a besar en los labios una y otra vez. Me froté contra él mientras le besaba el cuello y sentí sus manos en mis senos sobre la blusa. Sin embargo, fui consciente de que no era el momento ni el lugar apropiados. Los chicos podían aparecer por la puerta y Vicky no tardaría en llegar.

—No, Sergio, aquí no.

—Humm… estoy loco por ti —dijo.

Me encantó oírlo.

—Yo también… —confesé—. Y después de lo de hoy, mucho más —añadí bromeando.

Sonrió.

Vicky apareció poco después. Volvía más temprano que otras veces.

—Hola —dijo desde el pasillo—, ¿hay alguien?

«¿A qué vendría eso?», me pregunté. ¿Cómo no iba a ver nadie a esas horas? ¿Acaso no veía la luz?

—Estoy aquí, Vicky —respondí mirando a Sergio, que sonrió.

Mi hija entró y puso una mueca de disgusto al vernos.

—Vienes muy temprano… —dije.

Se encogió de hombros.

—Estoy cansada —afirmó sin mirarme.

—¿Sabes que mañana cumple dieciocho años, Sergio?

—Vaya, Vicky. Felicidades.

—Gracias —contestó sin ganas.

—Bien, es mejor que me vaya. Es muy tarde —dijo Sergio poniéndose de pie—. Adiós, Vicky.

Ella hizo un gesto moviendo la cabeza pero no contestó.

Le acompañé hasta la puerta.

—¿Y ahora qué vas a hacer? —preguntó.

Le aseguré que dormir, pues me sentía agotada.

—¿Pensarás en mí? —preguntó poniéndome una miradita tierna.

—Humm… —Me besó en los labios.

—Mañana…

—Mañana tengo que ir a buscar a mi madre a la estación y además vendrá Sandra… y… bueno, también puedes venir a tomar un trozo de tarta.

—No sé. Mejor no… no sea que fastidie la fiesta a tus hijos —dijo bromeando.

—Como quieras.

Me volvió a besar.

—Buenas noches, preciosa.

Esperé a verlo abrir la puerta del ascensor. Luego cerré con llave. Desde que Miguel no vivía en casa me había acostumbrado a cerrar del todo.

Entré en el salón. Vicky estaba en la butaca mirando la tele.

—¿Qué tal te ha ido el día? —pregunté.

Se encogió de hombros. No parecía que tuviera ganas de hablar.

—¿Te pasa algo?

—Te llamé esta tarde.

Eso sí que no lo esperaba. Me cogió desprevenida. Hasta me sonrojé, como si me hubiera pillado haciendo algo malo.

—¿Cuándo? —acerté a decir.

—A las cuatro. Cuando volví a casa. Me pareció raro que no estuvieras —dijo mirándome a los ojos como queriendo indagar—. Y que no hubieras comido aquí…

—¿Eh…? Fui a comer con Sergio —contesté.

Había tardado en responder nerviosa por su pregunta. Me miró con descaro.

—Ya…

—¿Qué tal con papá? —pregunté tratando de desviar la conversación.

—¿Follas con él? —dijo de pronto.

Me dejó helada y la miré perpleja.

—¿Eh? Vicky, por favor —dije tratando de no enfadarme—, pero…

—Vale, ¿te acuestas con él, entonces? Si te suena mejor así…

Me indigné.

—Basta, Vicky.

—O sea que sí… —afirmó con chulería—. Genial, mamá.

Se levantó de la butaca y se dirigió a la puerta.

—Vicky, ven. Hablemos… —dije más calmada.

No sé qué pensaba decirle pero no quería dejarlo así. No me hizo caso. Me fui tras ella por el pasillo. Yo seguía atónita sin saber reaccionar.

—No me dejes con la palabra en la boca, Vicky.

Se volvió, puso una mueca y luego me miró con total incomprensión.

—No tengo nada de qué hablar, mamá, y estoy cansada, ¿vale?

Me cerró la puerta en las narices como tantísimas otras veces. Podía haber entrado pero no quería un enfrentamiento. No quería más disgustos ni más riñas. No deseaba estropear el día. Aunque ya me lo había fastidiado con esa salida de tono. ¿Follas con él…? ¿Pero cómo mi hija tenía la desfachatez de preguntarme algo así? ¿Por qué se lo había permitido? Si yo le hubiera dicho algo así a mi madre me hubiera abofeteado sin contemplaciones… ¿Qué habría dicho Miguel si Vicky se lo hubiera preguntado a él? Pero a su padre no se hubiera atrevido a hablarle de ese modo, eso seguro.

En mi habitación, sentada sobre la cama, me invadió una profunda tristeza. ¿Por qué me sentía tan culpable? ¿Acaso no tenía derecho a tener un poco de felicidad? ¿Por qué los hijos se volvían tan irracionales con los sentimientos de una madre? Ya sé que ellos hubieran preferido que su padre y yo estuviéramos juntos. Lo sé. Yo tampoco deseaba que nuestro matrimonio acabara ni que se destruyera nuestra familia. Pero yo no lo busqué. Sin embargo todo parecía volverse contra mí, como si fuera la más ruin y egoísta de este mundo y solo buscase mi propia felicidad dejando a un lado a mis hijos. ¿Por eso era el castigo? ¿Por qué me sentía atraída por un hombre que no era su padre?

Vagué por la habitación dando vueltas como sonámbula tratando de aclarar mis pensamientos. Luego rebusqué el móvil en el bolso y comprobé las llamadas. Sí, tenía una de Vicky, pero había dejado el teléfono en modo de silencio.

¿Me había despreocupado demasiado al dejarlo así? Ni siquiera me había molestado en mirar si alguien me había llamado en todas las horas que estuve con Sergio. Eso me hizo sentirme más culpable aún. Si les hubiera pasado algo grave a mis hijos, a mi madre… yo no me hubiera enterado porque además estaba ilocalizable. No sabían nada sobre Sergio, ni su número de teléfono, ni su dirección… ¿Cómo me hubieran localizado? Traté de calmarme. No había pasado nada. ¿A qué venían esos remordimientos? No había hecho nada malo. Solo había tratado de poner unas horas de felicidad en mi vida. ¿Acaso no tenía derecho a ello? Acabé vencida por el sueño de puro cansancio ya no solo físico, también emocional.

La que sí se alegró de que hubiera dejado la castidad aparcada a un lado de mi vida, fue Sandra, que el mismo domingo, cuando apareció por casa para darle el regalo de cumpleaños a Vicky, se enteró de todo, pues no dudé en explicarle mis escarceos sexuales con Sergio. Un poco más y se pone a dar saltos de alegría como si le hubiera tocado la lotería con un premio millonario.

—Paulaaaa… ¡¡No sabes cuánto me alegro!! —exclamó lanzando una risita nerviosa.

—No hace falta que armes tanto escándalo —la reprendí riéndome.

—Dime que aparte del físico que tiene es buen amante… y ya me muero.

Sonreí.

—No quiero que te mueras, pero sí lo es… Humm… es… maravilloso.

—Lo sabía. Estaba segura. Tiene toda la pinta…

Luego le confié lo sucedido con Vicky. Se quedó tan perpleja como yo.

—Tú no le hagas caso, Paula. A estas edades ya sabes cómo son.

—Sea como sea, hizo que me sintiera fatal.

—Pues no tienes por qué. Es una chiquilla, no sabe lo que dice. No te disgustes. Se le pasará. Puede que esté celosa. A saber qué les pasa por la mente a estos adolescentes. Seguro que no quiso hacerte daño y no pensaba en serio lo que decía.

—Ya —dije no muy convencida.

Si la semana empezó mal no puede acabar peor. Hoy he ido a recoger el boletín de notas al colegio de mis hijos. Tenía una entrevista con la tutora de Dani a las dos y cuarto y he tenido que salir de la oficina corriendo para llegar a tiempo. Al menos esta profesora no me ha citado a las ocho de la noche como otros años.

Se llama Mari Flor. Estará cerca de jubilarse. Lleva el pelo corto y canoso, y es alta y corpulenta. Me sonrió en cuanto me vio y me saludó con amabilidad.

—Lamento decirle que lo que va a oír no le va a gustar nada —me dijo indicándome que tomara asiento.

Las notas de Dani son desastrosas. Y en efecto, todo lo que me dijo no me agradó en absoluto. Mi hijo no presta atención en clase, no se esfuerza lo más mínimo, y pasa de todo. Eso sí, no es de los gamberros ni se mete en líos.

—No entiendo cómo no me ha llamado antes —le dije—. Si lo hubiera sabido…

Me sonrió, y lo que me dijo después me dejó pasmada.

—Le envié una nota hace dos semanas.

La miré confusa. Dani no me había dado ninguna nota.

—¿Una nota? Yo no he recibido nada…

Volvió a sonreír.

—Lo suponía. Al ver que no me llamaba para acordar una cita, me lo imaginé, No entendía por qué no me había avisado al ver que no respondía y así se lo hice saber.

—Siempre queda la duda de si los padres pasan y prefieren olvidar el tema… por eso decidí esperar.

¿Hay padres que pasan? Me resultaba imposible de creer, pero ella me lo confirmó.

—No suele ser la mayoría, pero alguno hay, no se crea.

Me dio unos consejos con respecto a Dani y le pedí por favor que me llamara personalmente por teléfono cuando tuviera algo que comunicarme, aunque fuera al trabajo.

—Descuide. La mantendré informada.

No me molesté en ir a casa a comer. Me tomé una cerveza y un plato combinado en el bar de la esquina con Sandra. Estábamos a tope de trabajo.

—Qué cara traes —me dijo cuando me acerqué a la mesa donde estaba—. ¿Tan mal te ha ido?

—Tu ahijado ha suspendido cuatro asignaturas, y las más importantes…

—Es el primer trimestre, seguro que lo recuperará de aquí a final de curso.

—Más le vale —contesté resignada—. Pero eso no es lo peor…

Le relaté todo lo de la nota. Se quedó atónita.

—Vaya… —exclamó—, con la cara de inocente que tiene…

—Pues ya ves.

Dani nunca ha sacado las calificaciones brillantes de Vicky, pero es por pura vagancia. Se molesta lo mínimo y hasta ahora ha ido tirando. Parece que eso ya no le vale y tendrá que tomárselo más en serio. Y que no me haya dado la nota de la profesora… me parecía el colmo. En cuanto lo pillara se iba a acordar. Iba a estar castigado de por vida.

Con quien no contaba era con Miguel. Ni por asomo se me ocurrió que pudiera pasar a verme por la oficina. A las cuatro y media en punto apareció por la puerta de mi despacho. Yo estaba atareadísima y me sorprendió verlo allí.

—Miguel —dije—, ¿tú por aquí?

Se quejó de la cara que, al parecer, Sandra había puesto al verlo.

—Podías decirle a tu amiga que disimule un poco.

—Mi amiga no disimula porque te conoce demasiado bien. Y a mi me parece perfecto que no disimule —repliqué.

Después siguió diciéndome que necesitaba hablar conmigo de algo importante. Me pareció muy extraño y le miré intrigada.

—Bien, te escucho. Pero te advierto que estoy a tope de trabajo. No tengo mucho tiempo…

—Verás… no sé como empezar…

Dejé de mirar la pantalla del ordenador y volví la vista hacia él.

—¿Qué pasa?

Me explicó que había estado meditando mucho en los últimos días y que había llegado a varias conclusiones, una de ellas, y la más importante, es que no aprobaba la educación que les estaba dando a nuestros hijos.

Le miré incrédula.

—Si es una broma, Miguel, no estoy para…

Me interrumpió diciendo que no estaba bromeando, que hablaba muy en serio.

—Por favor, deja de decir bobadas.

—No son bobadas.

—¿Pero… cómo te atreves? ¿Vas a venir tú a darme clases de cómo debo educar a mis hijos, Miguel? No me hagas reír… ¿A eso has venido? Pues puedes irte. No estoy dispuesta, ni quiero, escucharte —dije tajante.

Se quedó callado un instante pero luego continuó. De pronto empezó a hablarme de Sergio.

—El sábado cuando estuve con los niños conversamos y… no creo que sea bueno para ellos que tengas a ese novio tuyo metido en casa y te comportes como una…

Se calló.

Yo no salía de mi asombro.

—¿Cómo qué, Miguel? Vamos, dilo… no te cortes.

Se levantó y dio varios pasos dirigiéndose a la ventana. Luego retrocedió.

—No les gusta nada ese Sergio… me lo han dicho. Ni el rollo que te traes con él. Hasta le invitaste al pueblo sin decírselo. Ya veo que vas muy rápido. ¿Has contado con ellos? Te recuerdo que viven contigo en la que fue nuestra casa. No vives sola…

Yo estaba atónita. ¿Cómo se atrevía? No pensaba callarme ni aguantar esa cantidad de sandeces que me estaba diciendo.

—¿Cómo te atreves? Te fuiste de casa babeando por una mujer mucho más joven que tú, sin importarte para nada tus hijos, ni lo que sufrieron o pasaron por tu culpa, y ahora vienes a decirme que no debo ver al hombre con quien me siento feliz… ¿Pero qué te has creído? Sales dos días con los niños y los llenas de regalos como si el dinero lo fuera todo… y te presentas aquí como si tuvieras el derecho a decirme lo que debo hacer con mi vida… ¡Es increíble!

Fui hacia el bolso y saqué el boletín de notas de Dani.

—¿Por qué no te preocupas de esto? —pregunté furiosa tirándoselas a la cara.

Las miró con atención y luego las dejó encima de la mesa.

—Puede que esto sea el resultado de la situación que está viviendo.

Negué con la cabeza.

—Situaciones peores han vivido, y no por mi culpa precisamente, así que no te atrevas a decirme nada más.

Me miró con rabia.

Era el colmo. Mucho más de lo que estaba dispuesta a aguantar.

—Vete, Miguel, por favor, vete.

—A mi me trae sin cuidado que veas a ese tipo o no… pero no creo que delante de los niños…

—¡Que te vayas, Miguel! —le dije con brusquedad. Cuando salió por la puerta no pude contenerme y rompí a llorar.

¿Cómo podía tener tanta cara y tan poca vergüenza?

A Dani no lo he visto aún. Con el cuento de que tienen varios días de fiesta en el colegio y que mañana ya no tienen clase, le había dado permiso para quedarse a dormir en casa de su amigo Héctor. Cuando le llamé para ver por dónde andaba me respondió con voz tímida. Sabía que había ido a recoger las notas. Yo solo le dije que teníamos mucho de qué hablar. Se quedó en silencio durante unos segundos.

—Vale —dijo y colgó.

No he vuelto a mencionar el nombre de Sergio en casa ni hablado de él con Vicky. Ahora la mayor parte de los días no nos coincide el horario y solo nos vemos a la hora de la cena; y en el desayuno, que como suele ir a mil por hora para no perder el autobús, apenas cruzamos dos palabras. Supongo que me nota seria. Lo estoy, no puedo negarlo.

Sergio y yo habíamos comido juntos el lunes y el martes. No quise decirle nada de lo sucedido con ella. No deseaba preocuparle, además yo misma quería olvidarme de lo que me había dicho. Pasamos una velada agradable y perdí la cuenta de las veces que nos besamos. Por otro lado, la semana ha sido estresante de trabajo. No ha habido un día que haya podido salir a la hora normal de la oficina. Se acerca la Navidad y tenemos muchísimo por hacer antes de las fiestas. ¡Navidad! Qué poco me gusta. Y solo faltan unos días…

Hoy Sergio ha salido de viaje. Se pasa la vida en aviones y aeropuertos. No lo veré hasta el lunes. Se me va a hacer eterno…

Después de que Miguel se fuera de la oficina no me dio tiempo para pensar. Me serené y dejé de llorar enseguida porque tenía varias citas concertadas con varios empresarios que no tardaron en llegar. Tuve que hacer un esfuerzo y atenderles con una sonrisa y olvidarme de él.

Cuanto más lo pienso más furiosa me pongo. ¡Que venga a darme clases de moralidad semejante cretino, es lo único que me faltaba! Es que no quiero ni verlo delante. ¡Qué cabrón!

El martes nos iremos al pueblo a pasar allí las fiestas. Desde que nos divorciamos no quiero pasarlas en casa. Regreso siempre el dos de enero y luego Sandra se toma unos días en febrero para irse con Raúl a esquiar. A cambio ella se queda ahora al frente de la oficina.

No me gusta mucho la Navidad. De niña sí, la recuerdo con alegría, pero según pasan los años, se va haciendo triste. Empiezan a faltar seres queridos y aparece la inevitable nostalgia. Eso nos pasa a todos, me imagino. Mientras los niños eran pequeños y Miguel estaba en casa, nos dividíamos pasando la Nochebuena y Navidad con mi familia, y la Nochevieja y el Año nuevo con la suya. Desde que se fue no me quedó más remedio que limitarme a la mía. Por eso me gusta más ir al pueblo, me sirve para evadirme y no recordar. Si estuviera aquí, lo llevaría mucho peor.

Dani me aseguró que se había olvidado de darme la nota y que cuando se acordó ya la había perdido. ¡Qué cara más dura! ¿A quién pensaba engañar? Le pregunté por qué no me lo había dicho de palabra entonces… Ahí lo pillé porque no supo cómo responder, aunque luego volvió a decir que también se había olvidado.

—Mira, Dani, no te creo ni una palabra. No inventes. Estás castigado y ni te atrevas a protestar.

—Pero es Navidad…

—Me da igual —contesté.

Pensará que como es Navidad tengo que pasarlo por alto como si fuera una película de Disney.

Por una vez desde mi divorcio serán algo distintas estas fiestas, tengo a alguien a quien extrañar: a Sergio.

Me doy cuenta de que cada día que pasa necesito saber más de él. Cuando veo su nombre iluminado en la pantalla del móvil, me pongo nerviosa y contesto encerrándome en la habitación para que no me oigan hablar. A veces me sale esa risita tonta propia de una adolescente y me siento ridícula, pero no puedo evitarlo. Ahora mismo daría algo por tenerlo aquí, a mi lado. No sé que pasará, y si lo nuestro llegará a alguna parte. No quiero preocuparme tampoco. En este momento me siento muy bien con él.

Ayer tuve el valor de preguntarle a Vicky sí habían hablado de Sergio y de mi con su padre.

Me miró perpleja. Seguro que no esperaba esa pregunta. Se quedó callada unos instantes como si estuviera pensando qué responder.

—Nos preguntó qué nos parecía… —confesó.

—Fantástico —afirmé sarcástica—. Me puedo imaginar vuestras respuestas. Seguro que genial, ¿verdad?

No contestó.

—Estupendo —dije—, os parece maravilloso que tu padre esté con Sonia. Sin embargo, os molesta que yo pueda salir con Sergio…

Me miró y torció el gesto.

—Hay una diferencia, mamá —dijo.

—¿Ah, sí? ¿Cuál?

—A Sonia no tenemos que aguantarla. A Sergio, sí.

No pude responder. Me volví nerviosa y salí de la cocina. Jamás me hubiera imaginado semejante respuesta. Qué cruel e injusto me parecía. Sergio no les había hecho nada. ¡Cómo podía decir algo así!

—Oh, Dios Mío —exclamé—, dame paciencia.