7. Encuentros y desencuentros

Decidí hacer algo con mi pelo y pedí cita en la peluquería de la que soy clienta desde hace veinte años. Meses después del divorcio había tenido la mala suerte de encontrarme con la nueva pareja de Miguel. Desconocía que Sonia compartiera, aparte de los mismos gustos en hombres, también a mi peluquero. Intenté evitarla y me dirigí directamente a él.

—Tengo prisa, Ricky —había dicho.

—Mujer, siempre corriendo… Espera un momento, enseguida te atendemos. Cinco minutos…

—Bien.

Me senté y tomé una revista que abrí a la mitad. Sonia se acercó, se sentó a mi lado con toda la tranquilidad del mundo y tuvo la desfachatez de hablarme como si fuéramos viejas conocidas.

—Hola, Paula. ¿Qué tal?

La miré e intenté ser civilizada, no perder la compostura y ser educada, pero el único pensamiento que me venía a la cabeza era: esta es la «zorra» que me ha robado a mi marido.

No pude evitar la angustia y, nerviosa, me levanté. Fui a la recepción.

—Lo siento. No puedo quedarme. Me ha surgido un problema —dije—. Dame hora para otro día.

—¿Mañana o pasado? —preguntó la joven con desgana al tiempo que abría la agenda.

—Mañana mismo. A esta hora, si puede ser…

—Sí, vale. Mañana a las tres…

Me fui apresurada ante la mirada sorprendida de Ricky, que venía hacia mi, seguro que para decirme que era mi turno. Nunca más volví a encontrarme con ella y desconozco si fue solo una casualidad. Cuando le expliqué a Sandra lo sucedido, se quedó pasmada.

—Hay una peluquería en cada esquina y ahora decide ir a la misma que yo —dije con rabia—, no me digas que no es para morirse.

—Pues sí. Menuda faena.

—Ya ni a la peluquería puedo ir tranquila.

—Vete a otra, será por sitios adonde ir…

—Ni hablar. Ya se ha quedado con mi marido, ahora no voy a permitir que se quede con mi peluquero.

Estaba pensando en ese incidente cuando Ricky se acercó. Es más bien rubio, y ahora lleva perilla. Como es lógico, cambia de peinado, de corte de pelo y de tono de cabello, como de camisa. No oculta su condición homosexual y le encanta que sus clientas le hagan confidencias sobre sus vidas. Más de una vez llegué a la conclusión de que hay muchas mujeres que pasan por la peluquería no solo a peinarse, también a desahogar todas sus penas. Ricky tiene una paciencia infinita, las escucha, las anima y hasta les da buenos consejos. Todas lo adoran. Yo aparte de hablarle de cosas banales, o de mis hijos cuando me pregunta por ellos, no le cuento mi vida. No porque no confíe en él, más bien porque si no fui capaz ni de hablar con el terapeuta, con Ricky, por muy encantador que sea, mucho menos. Conoce a Vicky y a mi madre, que también le visitan de vez en cuando, y creo que todo lo que sabe de mi vida privada es porque mi madre se lo ha contado, aunque ante mi siempre se ha mostrado muy discreto.

—Hola, Paulita, preciosa. ¿Cómo estás?

—Bien. Gracias, y…

—Ya lo sé —dijo interrumpiendo—, tienes prisa, como siempre.

Sonreí y asentí con la cabeza.

—Exacto, Ricky. Has acertado.

Mi corta melena lisa pasó a un cabello cortado en capas con flequillo despuntado dándole un toque desenfadado y juvenil con el que me sentí muy favorecida.

Tanto Sandra como los niños alabaron mi nuevo look. También mi madre.

—Estás guapísima, hija. ¿A qué se ha debido ese cambio?

—Estaba cansada de verme siempre igual.

—Pues has hecho muy bien, mamá —afirmó Vicky—. Pareces más joven.

—Gracias.

Estábamos recogiendo después de la cena cuando me enteré de que Vicky y su novio habían roto. Todo fue porque mi madre le preguntó por él.

—¿Cómo está tu novio?

—¿Qué novio?

—Ese Jorge o como se llame…

—Jorge no es mi novio. Hemos roto…

Me volví y la miré sorprendida. Pensé que bromeaba y yo intenté seguirle el juego diciendo que me alegraba mucho, pero ella se ofendió.

—Claro —contestó con rabia—. Tú no lo podías ni ver.

Dejé el plato en el lavavajillas y la miré.

—¿Estás hablando en serio?

—Sí, lo hemos dejado.

—¿Desde cuándo?

No me contestó. Salió de la cocina.

Mi madre me reprochó que la hubiera hecho enfadar.

—¿Yo? ¿Pero qué he dicho? —pregunté protestando.

—Le has dado a entender que te alegras…

—Solo estaba bromeando, no tenía ni la menor idea de nada.

—Al menos no parece muy afectada.

—Ya.

Cuando intenté hablar con Vicky más tarde, fue inútil. No quiso explicarme nada. Daría algo para que fuéramos tan amigas como antes. No sé en qué me equivoco y me gustaría saberlo, porque sea lo que sea, seguro que la culpa será mía, eso sin dudarlo.

—No seas pesada, mamá. Ya te dije que estoy bien, déjame —dijo moviendo el brazo y apartándome.

—Bien. Como quieras, pero me gustaría que confiaras más en mi, que habláramos…

—Mira que eres pesada —me dijo—. Estoy bien, mamá. ¿Qué parte no entiendes? Jorge me importa una mierda, ¿vale? —añadió con tono de enfado.

—Vale, vale. Tampoco hace falta ponerse así.

—Pues déjame en paz.

Luego dice que soy yo la que tiene mal genio, y si alguna vez se lo he comentado me contesta que lo habrá heredado de mi. Luego me sonríe y se queda tan tranquila.

Félix nos hizo llegar por su secretaria unas invitaciones para la recepción que tenía previsto celebrar el sábado. La empresa estaba funcionando muy bien y querían conmemorar el décimo aniversario de su apertura.

—Estos Lambert están siempre celebrando algo, mucho les gustan las fiestas —comentó Sandra después de leer la invitación—. Qué poco tienen que hacer…

—Eso seguro que es cosa de Félix, con lo que le gusta lucirse —contesté mientras miraba las tarjetas.

Se rio.

—Pues no sé qué tiene que lucir. Si se tratase de Sergio lo entendería, pero él…

Le comenté que Félix salía cada mes con una distinta. Todas mucho más jóvenes que él, y por supuesto muchísimo más guapas.

—Pues no sé qué le verán.

—Yo tampoco.

—Será una fiera en la cama…

Me reí con ganas.

—¿Tú crees? No me lo parece —contesté volviendo la vista a la pantalla del ordenador.

—Podías liarte con él y averiguarlo…

—Sí, en eso estaba yo pensando, en liarme con Félix Lambert… Vamos, es que tiene un sex appeal que me trae loca… —afirmé muerta de risa.

—Algo tendrá…

—¿Dinero? ¿Posición?

—No es para tanto. Les va bien pero tampoco se les caen los millones de los bolsillos… tiene que ser otra cosa.

Me encogí de hombros.

—Ni idea… o puede que tengas razón y sea un semental. Sí, será eso…

—¿Y Sergio? ¿Cómo será? ¿Lo has pensado?

—Humm… No… bueno sí… supongo que será… con ese físico, solo puede ser un amante estupendo.

—Confiesa, lo has convertido en el centro de tus fantasías eróticas…

—Ja-ja… A ti te lo voy a decir —contesté sonriendo.

—Si no hace falta que me lo digas. Lo sé —afirmó muy segura.

—La verdad es que no tengo tiempo ni para tener fantasías eróticas, Sandra. Ni para eso. Ya no recuerdo lo que es el sexo… y es terrible, ¿no crees?

—Algo muy agradable que te vuelve loca, que te hace suspirar, gemir, gritar —dijo haciendo una mueca divertida—. ¿Eso te suena?

—Ligeramente…

—Ahora imagínate todo eso con Sergio. ¿Cómo lo ves?

—Humm… no sé si llamarle —dije bromeando.

—Sí. Dile que busque un hueco en su agenda, que te mueres por un polvo con él…

—¿Así de directa? ¿Es así ahora?

—No sé, pregúntale a Vicky.

Reconozco que no me gustó su insinuación.

—¿A Vicky? No creo yo que Vicky…

—Paula, no seas ingenua. Estamos en el dos mil seis. Baja de la nube. Los jóvenes de ahora no pierden el tiempo. ¿No anda con ese Jorge o como se llame?

—No, lo han dejado. Gracias al cielo. No me agradaba mucho ese chico.

—Ah… no lo sabía.

—Pues sí, pero no parece muy afectada.

—¿Vamos a ir a la fiestecita?

—Como quieras, Sandra. Pero yo voy si vas tú. Sola, ni hablar.

—Entonces, supongo que sí. Esta vez iré con Raúl. Y contigo, claro…

—De acuerdo. Dejaré a mi madre de canguro.

Sandra se fue hacia la puerta y antes de que saliera, le pregunté:

—¿Tú crees que Vicky…?

Se volvió hacia mi y sonrió.

—Qué no, mujer. Para qué te diría yo nada —dijo mientras cerraba.

Me quedé unos segundos pensativa. ¿Habría llegado Vicky a acostarse con Jorge? Puede que se lo preguntara… pero no, mejor no. Prefería seguir en la ignorancia. Suspirando volví la vista a la pantalla y seguí trabajando.

Acababa de salir de la ducha cuando Alex entró sin llamar quejándose de que su hermano no le dejaba usar el ordenador.

—Mamá, Dani no me deja el ordenador. Dile que me deje, por fa…

Le dije que fuera a decírselo de mi parte.

Salió, pero antes de que terminara de secarme con la toalla, volvió lloriqueando.

—Mamá, ve tú.

Suspiré.

—No seas pesado, Alejandro. Estoy ocupada. Ahora no puedo ir —dije envuelta en la toalla—. Díselo a la abuela.

Siguió protestando afirmando que a la abuela no le hacía ningún caso y me rogó que fuera yo.

—Pues espera, cuando acabe iré…

—No, ahora —contestó enfurruñado.

—He dicho que ahora no —le cogí por el brazo y le hice salir. Luego cerré con el pestillo para que no volviera a entrar.

Le escuché protestar pero no me inmuté hasta que empezó a dar patadas a la puerta.

—Ah, eso sí que no —dije en voz alta abriendo de nuevo.

Me miró. Sabe muy bien cuándo hablo en serio. Retrocedió unos pasos.

—Sal de aquí ahora mismo y no me hagas perder la paciencia.

De mala gana obedeció.

«¿Por qué no me habré quedado soltera?», pensé cuando volví a encerrarme en el baño.

Miré el reloj. Tenía que darme prisa si no quería hacer esperar a Sandra y a Raúl, que pasarían en menos de una hora a buscarme.

Cuando por fin aparecí por el salón ya preparada, reparé en el gesto enfadado de mi hijo pequeño, que me miraba.

—¿No te ha dejado tu hermano el ordenador? —pregunté.

Negó con la cabeza.

—Anda, ven… —dije compasiva.

Nos dirigimos a la salita donde Dani seguía pegado a la pantalla. Le pedí que le dejara utilizarlo un poco.

—Ahora estoy yo —contestó sin mirarme.

—Llevas ahí sentado todo el día, así que ahora le toca a él. Por favor, obedece.

—No quiero.

Le miré sorprendida. En ese momento sonó el timbre. Seguro que era Sandra. Estarían aparcados en doble fila. Observé a Alex que, con cara compungida, estaba a punto de echarse a llorar, y no me lo pensé dos veces. Fui hacia Dani y, cogiéndolo fuertemente de una oreja, lo levanté de la silla.

—Ayyyyyyy —protestó.

—Ahora le dejas a él —dije enfadada mientras lo arrastraba a la habitación.

En ese momento mi madre me avisó de que Sandra me esperaba abajo.

—Haz los deberes —ordené a Dani—, y no le des guerra a la abuela.

Odio tener que tomar parte por uno o por otro, prefiero que arreglen solos sus diferencias, sobre todo si son los mayores, pero cuando se trata de los otros dos, Alex me puede. Dani abusa de que le lleva cinco años y Alejandro sale siempre perdiendo con él. Puede que alguna vez sea injusta, pero como hermana pequeña que he sido, puedo ponerme en la piel de mi hijo y saber lo que siente.

Aunque mi hermana y yo nos llevábamos más bien que mal, teníamos nuestras peleas y discusiones. Mientras las dos fuimos niñas supongo que yo era la que ganaba porque le hacían ceder a ella por ser mayor, pero no duró mucho tiempo. De un día para otro ella ya era una señorita y yo una niña con calcetines a la que nadie hacía caso. Maribel podía mandar sobre mi y darme órdenes sin que mis padres hicieran nada para impedirlo. Me echaba de su cuarto y de nada me servía protestar. mi reinado de mimos se terminó de la noche a la mañana con respecto a la relación con mi hermana; en otros aspectos seguí siendo la reina de la casa.

Llegamos de los últimos. Al entrar al enorme salón tan concurrido de gente, me dije que sería imposible acercarse a Sergio en toda la noche. No tardé en divisarlo, venía hacia nosotros con una enorme sonrisa, y creo que me sentí tan tonta que hasta me subió el color a las mejillas. Menos mal que podía achacarlo al enorme calor que hacía allí dentro.

Nos saludó y Sandra le presentó a Raúl. Se dijeron encantado, mucho gusto… lo típico.

Luego se giró hacia mi.

—¿Qué tal, Paula?

—Bien, Sergio. ¿Y tú?

—Muy bien. Veo que has cambiado de look —añadió sin perder la sonrisa.

—Ah… sí.

—Pues estás preciosa.

Sonreí agradecida y, cómo no, Sandra prosiguió con los piropos.

—¿A qué sí, Sergio? Le queda fenomenal, está guapísima.

La hubiera estrangulado allí mismo.

Como anfitriones que eran, Félix y Sergio atendían a todo el mundo. Yo al lado de Sandra y de Raúl saludé a gente que conocía, algunos empresarios que trabajaban con nosotras. Alguien, no recuerdo quién, me presentó a Cario, un apuesto italiano de aspecto impecable, alto, rubio y de ojos azules, con el que emprendí una conversación sobre viajes. Le calculé una edad similar a la mía y me agradó comprobar que el italiano no tenía ningún interés en hablar con nadie más que conmigo.

—Yo soy Paula —le dije en algún momento—. Paula Iglesias Sanz, y estoy divorciada.

Sonrió con una expresión amistosa y alegre.

—Ya me lo has dicho, preciosa.

Me di cuenta de que había bebido demasiado. ¿Por qué le había dicho que estaba divorciada? «Oh, qué vergüenza», pensé. ¿Acaso estaba insinuándome? Busqué a Sandra con la mirada. Hablaba sin parar con Raúl y otros hombres que no conocía. Aproveché para ir al baño.

Me incliné sobre el lavabo y me miré los ojos. ¿Estoy ligando? Sinceramente no lo sabía. No era de ningún modo mi intención. Respiré hondo y miré el reloj. No sabía hasta cuándo se alargaría la fiesta, pero no pensaba beber una copa más.

Cario se dirigió hacia mi en cuanto me vio, con disimulo me pasó el brazo por encima de los hombros. Con la excusa de acercarme a la mesa para coger un canapé me escabullí por un segundo pero el italiano se puso a mi lado enseguida.

Sergio apareció de pronto.

—Ya veo que conoces a Cario —dijo.

Sonrió.

—¡Sergio! —exclamó.

Luego empezó a halagar todo lo que le gustaba de la fiesta, afirmando que lo mejor eran las mujeres bonitas.

—Como esta belleza que tengo a mi lado —dijo mirándome.

Sonreí complacida.

—Paula, no le hagas mucho caso —replicó Sergio—, siempre dice lo mismo a todas las mujeres cuando pretende ligar. Seguro que ya lo está intentando contigo… pero ¿sabes? tiene una novia preciosa que se llama Vanessa y que seguro le está buscando.

Le miré desconcertada. En ese momento Raúl y Sandra se acercaron.

—Vanessa solo es una amiga, Paula —me dijo Cario sonriendo—. Qué nombre más bonito… me gusta… tanto como tú.

Sergio insistió en mencionar a la tal Vanessa.

—Vamos, te está buscando —dijo convencido tirando del brazo del italiano.

Pero Cario no pretendía mover ni un músculo y protestó.

Al final logró convencerlo y se lo llevó al otro lado de la sala donde se pararon a hablar con un grupo de personas. No pude apreciar si estaba con alguna chica en especial pues allí había varias mujeres.

Me entró la risa cuando Sandra me dijo en voz baja que Sergio se había puesto celoso del romano.

Sergio no tardó en volver.

—Os estáis divirtiendo, por lo que veo —dijo sonriéndome.

—Mucho —contesté—. Para una vez que un hombre parecía interesando en mi, vas tú y me lo espantas —añadí divertida intentando bromear.

Le sonreí pero creo que no supo interpretar mi sonrisa.

Se disculpó y me dijo que si quería iba de nuevo en su busca. Miré a Sandra que estaba a punto de desternillarse. Tuve que contenerme.

—¿Te lo vuelvo a traer? —insistió Sergio.

Parecía molesto o eso es lo que percibí en su gesto y en su voz. Yo no quería reírme pero estaba un poco achispada por tanta copa.

—Voy por un refresco —dije confusa sonriendo.

Me alejé y cuando volví la vista ya no estaba. No se acercó a mi el resto de la noche, y confieso que yo tampoco hice nada por estar con él.

Cuando por fin decidimos irnos era ya bastante tarde. Aunque no había vuelto a beber ni una gota de alcohol, me sentía un poco aturdida. Nos despedimos de Félix y de Sergio. Ya quedaban pocas personas en la sala.

Él estaba serio, no parecía estar muy alegre.

—Hasta pronto, Sergio —le dije con amabilidad.

—Adiós, Paula.

Ya en el coche, Sandra se dedicó a comentar lo mucho que se había divertido.

—Reconozco que estos Lambert tienen algo —dijo—. Tienen mucha clase… ¿no te parece, Paula?

—Humm… no sé… Pero espero que tengan algo más que clase —contesté riéndome—, por lo menos Sergio.

Sandra también empezó a reírse con ganas.

Raúl nos miraba muy serio.

—¿Se puede saber cuántas copas habéis bebido?

—No seas aburrido, cariño —protestó Sandra.

Hacen una pareja curiosa. No pueden ser más distintos. Sandra es habladora, extrovertida, ruidosa… Raúl es todo lo contario, serio, callado, tímido… Tampoco físicamente tienen mucho que ver, Sandra es de pelo castaño, delgada, unos cuantos centímetros más baja que yo, aunque no lo aparenta porque siempre va subida a unos inmensos tacones. Dice que es porque se siente diminuta al lado de Raúl, que pasa del metro noventa.

Él es más moreno, con grandes entradas y de complexión fuerte. Hacen una pareja extraña, pero tal vez por eso se complementen.

Llegué a casa con el único deseo de meterme en la cama y dormir. Me pareció ver luz debajo de la puerta del salón. Fui hasta allí pensando que se habían olvidado de apagar la lámpara, pues no se oía ruido alguno.

Dani dormía en el sofá, en pijama y con la tele casi sin volumen. Lo desperté de inmediato.

—Daniel, ¿se puede saber qué haces aquí? Son casi las cuatro…

Abrió los ojos y me miró asustado.

—¿Estás viendo la tele a estas horas? —pregunté girándome hacia la pantalla encendida.

Una escena de una pareja que aparecía completamente desnuda practicando un sexo muy explícito fue lo que vieron mis ojos. Apagué con rapidez.

—Vamos, vete a la cama ahora mismo, por favor —le ordené sin mirarlo.

Obedeció.

—¡Dios Mio! Lo que me faltaba. Tengo un hijo adolescente que empieza a interesarse por el sexo —exclamé en voz baja.

Después de desmaquillarme y ponerme el pijama me metí entre las sábanas. No tardé ni dos segundos en quedarme dormida. Estaba agotada.

Al día siguiente hablé con Dani. No me escandalizaba porque tuviera ciertas curiosidades propias de la edad, pero no creía que viendo ese tipo de películas se instruyera mucho.

—Eso es solo sexo; no tiene nada que ver con el amor entre una pareja. ¿Me escuchas? Hay una diferencia muy grande entre una cosa y otra.

Me confesó que muchos de sus compañeros aprovechaban la ausencia de sus padres para ver ese ciclo de películas de adultos que emitían los sábados, algunos incluso con la complicidad de los hermanos mayores. Por lo visto era el tema más comentado en los recreos de los lunes. Cuando su abuela y su hermano se fueron a la cama, pensó que era su oportunidad, yo no estaba y Vicky se quedaba esa noche en casa de una amiga.

—¿Entiendes lo que quiero explicarte?

—Sí… —susurró bajando los ojos.

—Bien.

—No llegué a ver nada… me quedé dormido…

No sé si se excusaba o estaba protestando.

—Pues mejor así…

Salí del cuarto. Pensé que aun estando en el siglo XXI, en donde el sexo aparecía por todos lados sin ningún decoro, la existencia de clases de sexualidad en los colegios, y de las charlas que había mantenido con mi hijo, al final siempre ocurría lo mismo, la curiosidad de un adolescente sería insaciable por muchos siglos que pasaran y muchos tabúes que se rompieran.

Los teléfonos no dejaron de sonar, y las visitas continuas nos habían hecho la mañana inacabable y atrasado el trabajo.

—No me pases más llamadas —le dije a Verónica—, por favor, que tengo un papeleo enorme encima de la mesa y no acabaré nunca.

Cerré la puerta del despacho y casi me entra el pánico viendo todos los impresos del modelo trescientos que tenía que tener listos para el día siguiente, pues acababa el plazo de presentación. Sandra estaba igual que yo o peor, así que no podía contar con su ayuda.

Habíamos pensando en bajar a comer al bar de la esquina o incluso pedir una pizza, aunque nos decidimos por lo primero.

—Por lo menos despejaremos un poco la cabeza —había dicho Sandra.

—Vale. A las tres entonces.

El teléfono sonó diez minutos después y descolgué con rabia.

—He dicho que nada de llamadas, Verónica. Son las dos y media y está cerrado al público —protesté.

—Lo sé, Paula, pero ha insistido mucho. Es Sergio Lambert.

Inconscientemente sonreí.

—Está bien. Pásamelo.

—Hola —dijo él—. Creo que estás muy ocupada.

—Estoy que me subo por las paredes. No te imaginas todo lo que tengo que tener terminado para mañana.

—Vaya, yo pensaba invitarte a comer.

Volví a sonreír mientras garabateaba con el lápiz en el block de notas.

—He quedado en bajar a comer con Sandra al bar de la esquina. Hoy no tenemos tiempo de deleitarnos con placeres culinarios.

Hubo un silencio, pero luego Sergio siguió hablando.

—¿Os importa que os acompañe? Odio comer solo.

—Odias cenar solo, comer… ¿qué más cosas odias hacer solo? —pregunté carcajeándome—. ¿O no se puede decir?

Le escuché reír.

—Humm… está bien. Te esperamos. No tardes.

—De acuerdo. Enseguida estoy ahí.

Colgué, miré el reloj y solté el lápiz. Pensaba pintarme los labios y arreglarme un poco el pelo, qué menos…

—Yo sobro —protestó Sandra—. Pero no te preocupes, me quedo aquí y pediré una pizza o comida china.

—¿Comida china?… —pregunté riéndome—. Esto no es una película americana, Sandra.

—Pero yo no pinto nada con vosotros —exclamó.

Tiré de ella agarrándola por el brazo.

—No digas tonterías. Coge la gabardina y vamos, que estará a punto de llegar.

—Ya veo que te has pintado los labios —dijo burlándose—. Humm… bueno, por mi no te cortes, puedes besarlo si quieres…

Sonreí.

—¿Con lengua o sin lengua? —pregunté bromeando.

—Eso ya a vuestro gusto… yo no me meto…

Sonó el timbre de la puerta.

—Ya está ahí.

Le encontré guapísimo. No solo le quedaba bien la corbata, el traje, la gabardina… mirara por donde lo mirara estaba para perder el sentido.

La comida resultó estupenda. Pedimos el menú del día y bebimos vino de la casa mezclado con gaseosa. Hablamos de cosas sin importancia, y tanto Sandra como yo nos quejamos de todo el trabajo que teníamos pendiente aún. Sergio hablaba poco, mientras que nosotras, como es nuestra costumbre, nos interrumpíamos a menudo, algo que a él parecía divertirle mucho.

Cuando Sandra fue al baño y nos quedamos a solas, Sergio habló de la noche del sábado y del incidente con Cario.

—El otro día creo que me comporté como un idiota, Paula. Lo siento.

Le miré sin comprender.

—¿El otro día?

—Cuando estabas hablando con Cario. Es que yo… Verás, Cario es un tipo que…

—Oh, olvídalo, Sergio. En realidad no me importaba nada el italiano, creo que además bebí demasiado y no estoy acostumbrada… espero no haber dicho nada de lo que me tenga que arrepentir —añadí con gesto de preocupación.

Él sonrió.

—Claro que no. No te preocupes.

No tuvimos tiempo para la sobremesa así que nos despedimos y volvimos a la oficina. Pensé que había sido un gusto poder compartir esos tres cuartos de hora junto a él. Cada vez entendía menos que estuviera libre y sin compromiso.

—Es timidísimo, Paula —me aclaró Sandra—. Se le nota. Vas a tener que atacar tú.

—¿Yo? Yo también soy muy tímida, te lo recuerdo.

—Pero menos que él. Si apenas habló; eso sí, no dejó de mirarte —se rio.

—Cuánta imaginación tienes, Sandra. Y si no habló fue porque no le dejamos —aclaré riéndome.

—Creo que le acojonamos entre las dos —se burló.

Nos estábamos desternillando de risa cuando sonó el móvil. Era Vicky.

—Mamá, ¿puedo quedarme a dormir en casa de Lucía esta noche? Ella no tiene clase mañana.

—Pero tú sí.

—¿Y qué? —preguntó enfadada—. No pasará nada porque no vaya un día.

—Quiero que estés en casa a las nueve y ayudes a tu abuela. Yo no sé a la hora que voy a salir de aquí. Y no quiero que faltes a clase sin motivo… además tendrás que estudiar.

—¿A las nueve? Ni hablar, mamá. He quedado… hasta las diez y media nada.

—No. A las nueve y media, entonces.

—Venga, mamá… a las diez y media. Por fa…

—A las diez, ni un minuto más. ¿Me oyes, Vicky?

—Está bien. A las diez.