9. El despertar de una ilusión

Sergio llegó puntual. Sandra, que no podía ocultar el gusto que le daba vernos juntos, se despidió en el portal con una sonrisa.

—Qué lo paséis bien —dijo con tono alegre.

Antes de ir al restaurante, él expresó su deseo de tomar una copa, pero yo prefería ir a cenar, no quería que la velada se alargara demasiado.

Sergio había reservado mesa en un conocido restaurante especializado en pescados y mariscos, decorado con sobriedad y buen gusto. Parecía todo muy cuidado, desde la vajilla hasta la mantelería, y con una espléndida vista al mar Cantábrico que lo hacía muy romántico. Pedimos ensalada de bogavante y lomo de merluza con salsa de ostras, acompañado de una botella de vino. Ninguno de los dos tomó postre.

—¿Café? —preguntó Sergio.

—Ya sabes que no puedo tomar café —le recordé—, no me deja dormir.

—Es cierto, pero tal vez otra cosa… ¿una copa?

Negué con la cabeza, pero luego acabé pidiendo una infusión.

La velada había sido estupenda. Habíamos vuelto a hablar de nuestros gustos y de nuestras vidas, tan ajenas y tan similares al mismo tiempo. Hablamos de los años de estudiantes. Me explicó que había estudiado en el colegio de los Jesuitas, donde permaneció hasta su ingreso en la Facultad de Derecho.

—Yo pasé de un colegio de monjas al instituto y fueron unos años fascinantes, tengo muy buenos recuerdos de aquella etapa.

—Humm… Apuesto a que tuviste muchos novios —afirmó sin perder la sonrisa.

—En absoluto, era muy tímida. Aparte de mi ex y un ligue de un verano, nada. Como ves no puedo presumir de un brillante curriculum en el terreno amoroso —dije con decepción.

—Y desde tu divorcio, ¿has salido con alguien?

—No —confesé—, aunque Sandra haya querido emparejarme con media comarca y parte del extranjero.

Nos quedamos callados unos instantes hasta que me preguntó sobre Vicky.

—¿Cómo le va con las clases de Derecho?

Me encogí de hombros.

—Creo que le interesan más los chicos que el Derecho.

Él se rio.

—Está en la edad.

—Sí, supongo.

Comentó que partiría de viaje al día siguiente y que estaría varios días fuera pero le gustaría llamarme en cuanto volviera para invitarme a salir. Asentí diciendo que me parecía estupendo.

Deslizó su brazo por encima de la mesa y tomó mi mano.

—¿Te apetecería salir conmigo?

Me sorprendí ante la pregunta.

—Eso estamos haciendo —contesté nerviosa a la vez que separaba la mano que tenía entrelazada entre sus dedos.

—No hablo de salir como amigos… hablo de salir en pareja —dijo.

No sabía qué responder. Me cogió de improviso. Traté de evadirme hablándole de que teníamos una amistad que no quería perder y no deseaba aspirar a más de momento.

Él se limitó a sonreír. Me miró con esa mirada lánguida y tierna.

—Me gustas mucho, Paula.

Me sonrojé como si fuera una cría.

—Tú también me gustas, Sergio. Pero…

Otro silencio que nos hizo mirarnos. Sus ojos azules parecían grises, como tristes.

—No es suficiente para empezar una relación. No estoy preparada para afrontar una nueva pareja, en realidad…

Ahora sí que estaba muy nerviosa, no sabía por dónde salir. Estaba a punto de soltar una de esas risas tontas que tanto me avergüenzan y que surgen cuando menos se desea.

—No quiero forzar las cosas —dije—. Y… —Me callé un segundo pero luego continué—: No quiero volver a sufrir.

—Yo nunca te haré daño, Paula.

Quería creerlo. Con esa mirada tan dulce y esa sonrisa tan tierna parecía imposible que pudiera hacer daño a alguien.

Fui capaz de pedirle que me diera tiempo.

—Tómate el tiempo que quieras, Paula. Te estaré esperando…

Apoyé la cabeza en las manos y luego le miré.

Él sonrió y fue un alivio para mi.

Decidí cambiar de tema y le pregunté por su curioso apellido. Me explicó que era de origen inglés pero que su bisabuelo era francés. Siendo muy joven había emigrado a Argentina para pocos años después trasladarse a México. Allí formó una familia con Mercedes León, una española que ansiaba volver a su país de origen, y con ella se instaló en Madrid años después.

—Como ves, Paula, a veces el amor cambia el destino de las personas. Si mis bisabuelos no se hubieran conocido, tal vez yo no estaría ahora aquí. Seguramente él hubiera regresado a Francia o tal vez se hubiera quedado para siempre en América. ¡Quién sabe!

—Son cosas del destino.

Él sonrió.

—¿Crees que estaba en nuestro destino conocernos? —preguntó bromeando.

—Seguro que sí, Sergio —contesté riéndome—. Seguro que sí.

Poco después me dejó en el portal. Nos despedimos con un beso, pero no sé cuál de los dos calculó mal. Me besó tan cerca de la boca que llegó a rozarme los labios. Noté que me ruborizaba y me sentí idiota.

—Te llamaré cuando regrese —dijo.

Asentí con la cabeza. Abrí la puerta y me dirigí al ascensor. Me sentía como una quinceañera con su primer beso. En realidad me sentí ridícula. «Por Dios, Paula, me dije, eres una mujer adulta», pero estaba excitada como una adolescente drogada de hormonas, creo que por eso fui incapaz de mirar atrás para decirle adiós.

En los primeros tiempos después de la separación hubiera querido dormir días enteros. Solo me apetecía meterme en la cama, cerrar los ojos y olvidarme del mundo. Nunca lo conseguí. El sueño era como un enemigo voraz que se alejaba junto a Miguel, como si fueran aliados en una guerra injusta y cruel donde yo siempre perdía. Solo el agotamiento y el cansancio me hacían desfallecer. La oscuridad de la noche a la que jamás había temido me atrapaba en un insomnio desgarrador y la mente no dejaba de pensar, torturándome, martirizándome… preguntándome por qué Dios me había castigado de esa manera, destruyendo a mi familia. El tiempo había mitigado los desvelos tanto como el sufrimiento, había conseguido dormir noches enteras, había podido hablar de nuevo con Miguel sin que los ojos se me llenaran de lágrimas o mi voz se ahogara. Había resurgido de las cenizas hasta el punto de que verme al lado de otro hombre me había despertado una ilusión.

Ya en la cama, poco después de despedirme de Sergio, fui consciente de que estaba entrando en mi vida sin que hiciera nada para evitarlo. Me asustaba la idea, pero al mismo tiempo me atraía. Deseaba sentirlo cerca.

Cerré los ojos y lo imaginé besándome, acariciándome, desnudándome… me dejé arrastrar por una gran excitación que me envolvió de arriba a abajo hasta que mi cuerpo se sacudió de placer ahogando un gemido sobre la almohada. Estaba deseando volver a verlo porque la idea de tenerlo cerca me entusiasmaba. Me dormí pensando en él y no desperté en toda la noche.

Estaba pensando en Sergio cuando sonó el teléfono de mi mesa. Una voz inconfundible me hizo sonreír, porque ahora ya lo reconocía.

—¿Ya has salido a comer?

—Sergio. ¿Cuándo has vuelto?

—Hace un par de horas. Dime, ¿has comido?

—No, aún no.

Miré el reloj, eran casi las dos.

—Te paso a recoger en unos minutos, estoy aquí cerca. ¿Te apetece?

«¿Qué si me apetece?», pensé. «Me muero por verte».

En el baño me arreglé el pelo y me puse carmín en los labios bajo la mirada inquisidora de Sandra, que sonreía.

—Si deseas alargar la sobremesa, lo entenderé…

La miré de reojo.

—Estaré aquí a las tres y media, como siempre.

—Yo… bueno… solo era una sugerencia.

—Ja, ja…

Bajé la escalera con calma aunque me moría de impaciencia por encontrarme con él.

Cuando lo divisé en el portal con la vista clavada en mi, sonreí. Aunque hubiera querido evitarlo, no pude. Fue una sonrisa espontánea que delataba la enorme satisfacción que me producía volver a verle.

A punto estuve de lanzar un suspiro. Vestía de modo informal, con un pantalón oscuro, camisa azul pálida y una cazadora de cuero marrón. Se acercó hasta el primer escalón justo cuando yo puse el pie en él.

—Sergio —murmuré.

Esta vez me besó en los labios. Fue un beso suave, casi de amigo, pero que me encantó.

—¿Me has echado de menos? —preguntó mientras me pasaba el brazo por encima de los hombros.

Le puse una gran sonrisa pero no contesté. No me salían las palabras.

Sí, le había echado de menos, tanto que todos los días me preguntaba cuándo regresaría para poder estar con él de nuevo.

Casi nunca me ha agradado encontrarme con mi exmarido, por eso cuando coincidí con él en la puerta del restaurante, sentí una sensación de orgullo por motivos obvios, Miguel nunca me había visto acompañada de otro hombre y mucho menos de uno tan atractivo como Sergio.

—Hola, Paula —dijo él.

Estaba junto a un viejo amigo que también conocía.

—Hola.

—Me alegro de verte, Paula —dijo Manuel—. Estás tan espléndida como siempre —añadió mirándome de arriba abajo—. ¿Cómo te va?

—Perdonad, pero tenemos prisa —contesté—. Vamos, Sergio.

Entramos en el comedor y elegimos una mesa junto a la ventana. Le comenté que acabábamos de ver a mi ex.

—Así que es tu ex marido…

—Sí, es el fantoche de mi ex…

—Veo que te gustan los rubios —afirmó divertido refiriéndose al pelo claro de Miguel.

—Cuando lo conocí me pareció un príncipe azul, pero acabó por convertirse en un sapo.

Él soltó una risita.

Miguel, acompañado de Sonia y otra pareja más, se sentó en una mesa cercana desde donde nos divisó enseguida. Ya sonriendo saludó con la mano moviendo los dedos en el aire.

Sergio se giró y los observó.

—¿No me digas que esa rubia es su mujer?

—¿Quién has dicho?

—La rubia…

—Sí… bueno, no están casados. Es su amiga, su pareja, novia… Llámalo como quieras.

—¿En serio? —preguntó sorprendido.

—¿En serio, qué…?

—¿Me estás diciendo que te dejó a ti por ella?

—Ya ves…

Sergio movió la cabeza de un lado a otro.

—Prefiero callarme la opinión sobre tu ex. Dejarte a ti por ella…

Sonreí.

—Teniendo en cuenta que es mucho más joven que yo, mona, y apuesto que espléndida en la cama, ¿qué más crees que puede pedir Don Miguel Beltrán Miranda?

—Ah…

—Él es así…

—¿Quieres decirme que tú no eres buena en la cama? —preguntó él bajando la voz.

Me sorprendió su pregunta y me reí.

—Humm… Pues no lo sé… —contesté sin saber muy bien lo que decía.

El camarero se acercó a la mesa para anotar los pedidos, lo que interrumpió la conversación.

—¿Qué? —pregunté al ver que no me quitaba los ojos de encima.

—¿Te he dicho que estás preciosa?

Me pareció encantador. No solo era atractivo, galante, espléndido… También era dulce, tierno, atento. Sabía tratarme con afecto. Pensé que no podía dejar escapar a un hombre así, sería idiota si lo permitiera.

—Te he traído un regalo.

Le miré sorprendida. Sí me había fijado que llevaba una bolsa en la mano con la firma de Harrods, pero no se me ocurrió pensar que fuera para mi.

Era un osito de peluche, vestido con una camiseta verde con la firma comercial.

—Sergio, es precioso. No tenías por qué… muchas gracias —dije emocionada—. Me encanta.

—Solo es un detalle. ¿Te gusta?

—Me encanta —volví a repetir—. Muchas gracias. No sé qué decir…

—No digas nada, con que te guste es bastante.

Después de tomar el postre y el café, Sergio se dirigió a los lavabos. Me puse a mirar por la ventana. A los pocos segundos una voz me hizo volver la cabeza.

—Hola, Paula.

Era Miguel, que se sentó frente a mi en el sitio que había ocupado Sergio. No pude evitar poner una mueca de desagrado. Pero él no se inmutó.

—¿Y los niños? —preguntó.

—Están bien, como siempre.

Me dijo que los llamaría este sábado, a lo que respondí que hiciera lo que quisiera. Sonia no nos quitaba ojo, seguro que no le estaba gustando la idea de verle conmigo.

—Veo que estás muy bien acompañada… ¿Los niños están comiendo solos?

Le miré con rabia.

—No te hagas el gracioso, Miguel. Sabes perfectamente que comen en el colegio, y Vicky hoy también se queda en la facultad. Además, a ti no tengo porqué darte explicaciones…

—¿Es un amigo o algo más?

Era lo que me faltaba por oír.

—¿A ti qué coño te importa? —le increpé.

Miguel sonrió al tiempo que cogió el osito que estaba sobre la mesa.

—Qué tierno… —exclamó burlándose—. De Londres nada menos… Te has vuelto muy infantil…

Se lo arrebaté de las manos, enfadada.

—Mejor será que vuelvas a tu mesa. Tu amiga no deja de mirarnos.

Se levantó de la silla justo cuando Sergio se acercaba. Lejos de presentárselo cogí el bolso y la chaqueta y nos dirigimos a la salida.

No sé si Sergio me hubiera besado al despedirse porque cuando llegamos al edificio donde se encuentra mi oficina, le sonó el móvil y tuvo que atender la llamada. Parecía importante.

—Tengo que irme, Paula —me dijo—. Ya te llamo.

Se alejó con paso apresurado. Sinceramente me decepcionó que no me besara. Aun así estaba feliz, tenía ilusión, algo que se había acentuado con el pequeño detalle del osito que acababa de poner sobre la mesa del despacho.

—¿No es monísimo? —pregunté a Sandra.

—¿No vas a llevarlo a casa?

Negué con la cabeza.

—Ni hablar. Sé lo que sucederá si lo llevo a casa. Vicky va a querer ponerlo en su cuarto, y Alejandro para no ser menos, también. Entonces llegará Dani afirmando que eso es de chicas y llamará «nenaza» o cosas peores a su hermano, que responderá chillando y yo estaré en medio de los tres, preguntándome por qué demonios no me he quedado soltera de por vida.

Sandra se reía al escucharme. Luego le expliqué cómo habíamos encontrado a Miguel y todo lo que me había dicho.

—No sé de qué te extrañas, siempre ha sido un cabrón, Paula.

No le contesté, puede que tuviera razón, pero yo me había enamorado de él y era el padre de mis hijos. Suspiré y me quedé meditando ante la idea de invitar a Sergio a casa para que mi familia lo conociera. En realidad llevaba días dándole vueltas en mi cabeza, y acabé por comentárselo a Sandra.

—¿En serio? —preguntó con cara de susto.

—Me apetece.

Puso una sonrisa maliciosa que conozco muy bien.

—Esto ya empieza a sonar a campanas de boda —dijo riéndose—. Me gusta, me gusta…

Estuve unos segundos más pensando en ello, por fin me decidí. Le invitaría el domingo a comer a casa. Satisfecha y con gran alegría me dispuse a continuar con mi trabajo.

Ni yo misma sabía por qué había tomado esa decisión cuando jamás habían invitado a ningún amigo a casa. Nuestros amigos, antes del divorcio, eran de los dos, y como la mayoría eran matrimonios casi todos conocidos de Miguel, desaparecieron de mi entorno como por arte de magia. A ninguno de ellos le apetecía compartir una charla o una cerveza con una mujer sola, abandonada y con tres hijos. Lo único que no dejaron de hacer fue saludarme, todo un logro, pensaba yo cuando me los cruzaba. Y nada de pararse a hablar ni unos segundos tampoco, porque si en cierta ocasión alguno lo hizo, se le notó incómodo y con deseos de irse con rapidez, como si yo, aparte de ser la exmujer de Miguel, fuera también la culpable de que ya no estuviéramos juntos.

Después de que Sergio aceptara mi invitación tuve que decírselo a mis hijos, que en un primer momento me miraron como si acabara de anunciarles que un extraterrestre fuera a compartir mesa con nosotros el domingo.

—Solo os pido que os comportéis y seáis educados. Nada de peleas ni discusiones entre vosotros —les dije—. ¿Está claro?

—A mi no me mires —afirmó Vicky—. Díselo a ellos. Y yo advertiría a tu novio de cómo son estos dos —dijo burlándose.

¿Novio? Muy propio de mi hija sacar conclusiones sin tener ni idea.

—Vicky, no es mi novio. Solo es un amigo —le aclaré.

Demasiado tarde para explicárselo. Sonrió y me guiñó el ojo convencida.

—Vale, mamá. Tu chico, tu pareja, como quieras llamarlo. ¡Qué bien! Estoy deseando conocerle.

Dani no parecía tener el mismo sentimiento que su hermana ya que dio media vuelta y salió del salón sin decir una palabra y Alex se sentó en la butaca dispuesto a seguir jugando con la maquinita demostrando, como era lógico, que le traía sin cuidado.

Al día siguiente mi madre me puso una gran sonrisa cuando se enteró.

—Cuando lo invitas a tu casa para que conozca a tus hijos será por algo, ¿verdad?

—Solo es un buen amigo, mamá.

—Pero sí yo me alegro, Paula. Ojalá encontraras a un hombre decente que te quiera y te haga feliz.

—Mamá.

Imposible razonar con ella. Ya dio por hecho que Sergio y yo éramos más que amigos. Empezó a atosigarme con preguntas sobre él a las que yo contestaba de mala gana, o simplemente afirmaba desconocer, o me encogía de hombros. Y luego el bombardeo sobre las recetas culinarias que podrían gustarle, por eso de quedar bien y no darle una mala impresión. Por supuesto pensaba ayudarme, ya que si yo no cocino mal, tengo que confesar que ella es una experta.

—Mamá, no me agobies. No he invitado al rey de Inglaterra —le dije cansada de oírla—. Y come de todo.

En realidad no sabía si Sergio comía de todo pero me imaginaba que al igual que yo y los niños de nuestra generación, diríamos que no a muy pocas cosas, nada que ver con los de ahora, e incluyo a los míos, que suelen protestar en cuanto ven algo de color verde sobre el plato. Y eso que yo no me puedo quejar gracias a que en el comedor del colegio han aprendido a digerir de casi todo, aparte de las clásicas patatas fritas o pasta italiana, que por lo general devoran.

Al final la dejé elegir a ella porque todas mis opciones no parecían convencerla.

—¿Pondrás primero un aperitivo? —preguntó.

—Sí, mamá.

—Bien.

Hizo una enorme lista de cosas que debíamos comprar. La miré perpleja. Parecía que teníamos la nevera y la despensa vacías.

—Mamá, por mucho apetito que tenga Sergio, te aseguro que no se va a comer y beber todo esto.

—Vale más que sobre que no que falte, Paula. Y déjame a mi, sé lo que hago…

Suspiré.

—Sí, mamá. Te dejo, te dejo…