50

El alba, que se presentó con un triste tono grisáceo, avanzaba despaciosa. La venda que cubría los ojos de Linda dejaba entrar algo de luz. Comprendió que aquella larga noche empezaba a tocar a su fin. Pero ¿qué ocurriría ahora? El más hondo silencio reinaba a su alrededor. Por extraño que pudiese parecer, su estómago no parecía resentido. Fue una idea absurda que saltó en su interior como un vigilante diminuto cuando el poderoso brazo de Torgeir Langaas se cernió sobre ella. El vigilante gritó: Antes de que acabes conmigo, antes de que me liquides, tengo que ir al baño. Y si no hay baño aquí, en el bosque, déjame un minuto de intimidad. Me pondré en cuclillas en la arena, siempre llevo algo de papel higiénico en el bolsillo y después cubriré la mierda con arena, como un gato.

Pero, naturalmente, ella no dijo en voz alta nada de aquello. Había sentido la respiración de Torgeir Langaas, que le enfocó su linterna en los ojos. Después, el hombre le dio un empellón, le puso la venda en los ojos y la amarró con fuerza. Linda se golpeó la cabeza contra la puerta del coche cuando él la obligó a entrar. El miedo que experimentaba era tan desmedido que sólo podía compararse con el que sintió el día en que, a punto de dejarse caer desde aquel puente, vivió el sorprendente instante de comprender que ya no deseaba morir. No oía nada, salvo el viento y el bramido del mar.

¿Estaría Torgeir Langaas aún junto al coche? No lo sabía. Y tampoco cuánto tiempo había pasado cuando se abrieron las puertas delanteras. Sin embargo, sí pudo adivinar, por los movimientos del vehículo, que eran dos las personas que se sentaban en él, una al volante y la otra en el asiento contiguo. El coche salió a empellones, el conductor lo llevaba sin cuidado, nervioso, o quizá con prisa.

Intentó determinar adónde se dirigían. Salieron a la carretera asfaltada y torcieron a la izquierda, en dirección a Ystad. Le pareció incluso que atravesaban la ciudad pero, en algún punto del camino hacia Malmö, se perdió en el mapa que había estado trazando para sus adentros. El coche cambió de dirección varias veces, dejaron el asfalto por la gravilla y de nuevo volvieron al asfalto. El coche se detuvo, pero no se abrieron las puertas. Seguía imperando el más absoluto silencio. Fue incapaz de calcular cuánto tiempo estuvo allí sentada, pero la espera terminó cuando el gris amanecer se abría paso por entre los resquicios de la venda.

De repente, el silencio se quebró cuando se abrieron las puertas, alguien la sacó del coche de un tirón y empezó a conducirla por un camino, al principio de asfalto, luego de arena. La hicieron subir una escalera de piedra con cuatro peldaños de forma desigual, de lo que dedujo que se trataba de una escalera antigua. Después, quedó envuelta en un frío intenso, hueco. Comprendió enseguida que se encontraba en una iglesia. El pánico, que se había adormecido durante la larga espera, la atenazó de nuevo con toda su intensidad. Y en su mente se pintó aquello que, sin haberlo visto, le habían descrito: Harriet Bolson, estrangulada ante un altar con una soga.

Los pasos resonaban en el suelo de piedra. Una puerta se abrió y Linda tropezó con un bordillo. Entonces le quitaron la venda. La luz gris la cegó ligeramente antes de que pudiese distinguir la espalda de Torgeir Langaas, que salió y cerró la puerta tras de sí. Una lámpara iluminaba la sala, que era una sacristía en cuyas paredes colgaban óleos que retrataban a severos sacerdotes de tiempos pasados. Había ventanas, todas con los postigos cerrados. Linda echó una ojeada a su alrededor por si veía alguna puerta que diese a unos servicios, pero no era así. Su estómago y sus intestinos seguían tranquilos, pero estallaría si no podía ir a orinar pronto. Sobre una mesa había unas ánforas estrechas y alargadas. Pensó que Dios la perdonaría y utilizó una de ellas como orinal. Miró el reloj. Eran las siete menos cuarto del sábado 8 de septiembre. Sobre el tejado de la iglesia se oía el motor de un avión que iba a aterrizar en algún lugar cercano.

Se maldijo por haber perdido el móvil durante la noche. Allí, en la sacristía, no había ningún teléfono: rebuscó entre armarios y cajones, sin resultado. Después, fue comprobando las ventanas, cuyas hojas pudo abrir; no así los postigos, que estaban bien bloqueados. Volvió a rebuscar por toda la sacristía con la esperanza de encontrar alguna herramienta, pero fue en vano.

Entonces se abrió la puerta y entró un hombre. Linda lo reconoció enseguida. Estaba más delgado que en las fotografías que Anna le había mostrado, las que había guardado en sus cajones durante años. El hombre vestía de traje, con camisa azul marino abrochada hasta el cuello. Llevaba el cabello peinado hacia atrás y tan largo que le cubría la nuca. Los ojos eran de color azul claro, igual que los de Anna. Ahora se veía con más claridad el gran parecido que Anna tenía con su padre. Él se detuvo en la sombra que la pared proyectaba junto a la puerta y la miró con una sonrisa.

—No has de tener miedo —aseguró amable al tiempo que se le acercaba con los brazos extendidos, como si quisiera mostrarle que no iba armado y que no pretendía agredirla.

En ese momento, al ver los brazos extendidos y las manos abiertas, una sospecha terrible cruzó la mente de Linda: Anna llevaba un arma en el bolsillo del abrigo. Por eso fue a la comisaría. Para matarme. Pero no fue capaz. Esta sola idea le produjo un temblor tal en las rodillas que a punto estuvo de caer. Erik Westin extendió la mano y le ayudó a sentarse.

—No has de tener miedo —reiteró el hombre—. Lamento haberte hecho esperar en el coche, y con los ojos vendados. Y también lo lamento, pero me veo obligado a retenerte aquí unas horas más; después, podrás marcharte.

—¿Dónde estoy?

—Ése es un dato que no puedo revelarte. Lo importante es que no te asustes y que respondas a una pregunta.

El tono de su voz seguía siendo afable y la sonrisa parecía sincera, lo que desconcertaba a Linda.

—Tengo que saber cuánto sabes tú —pidió Erik Westin.

—¿Sobre qué?

Él la observaba aún sonriente.

—No ha sido muy buena esa respuesta —dijo el hombre muy despacio—. Podría formular la pregunta de un modo más transparente, pero no tengo por qué, puesto que sabes perfectamente a qué me refiero. Anoche seguiste a Anna hasta una casa situada junto al mar.

Linda se decidió sobre la marcha. «La mayor parte de lo que le diga tiene que ser verdad, de lo contrario sabrá que le miento. No hay otra alternativa», se dijo mientras se sonaba la nariz para darse algo más de tiempo.

—En realidad, no llegué hasta ninguna casa. Encontré un coche aparcado en el bosque, pero es cierto que iba buscando a Anna.

Aunque el hombre parecía ausente, Linda intuyó que estaba sopesando su respuesta. Ahora reconoció su voz. Era, en efecto, el que había estado predicando ante aquella congregación invisible en la casa de la playa. Aunque su voz y todo su ser emanaban una gran paz, no debía olvidar lo que le había oído decir durante la noche.

Volvió a mirarla a los ojos.

—Así que no llegaste hasta una casa, ¿no es así?

—No.

—¿Por qué saliste tras Anna?

«No más mentiras», se advirtió Linda.

—Estoy preocupada por Zebran.

—¿Y quién es Zebran?

Ahora era él quien mentía, y ella tenía que fingir que no lo había notado.

—Es una amiga común que ha desaparecido.

—¿Y por qué había de saber Anna dónde se encuentra?

—Anna ha estado tan tensa últimamente…

Él asintió.

—Es posible que estés diciendo la verdad —admitió—. Llegado el momento, sabré si es así. —Se levantó, sin apartar sus ojos de los de ella—. ¿Tú crees en Dios?

«No», se dijo Linda, «pero yo sé la respuesta que deseas oír».

—Creo en Dios.

—Bien. Pronto sabremos cuál es el valor de tu fe —auguró el hombre—. Tal y como dice la Biblia: «Pronto quedarán exterminados nuestros enemigos y a todos ellos los consumirá el fuego». —Se acercó a la puerta y la abrió, antes de dirigirse a Linda de nuevo—: Ya no tendrás que estar sola más tiempo.

Entonces entró Zebran y, detrás de ella, Anna. La puerta se cerró tras Erik Westin y se oyó el ruido que hizo una llave al girar en la cerradura. Linda clavó una mirada atónita en Zebran; después, miró a Anna.

—¿Qué se supone que estás haciendo?

—Lo que ha de hacerse.

La voz de Anna sonaba firme, aunque forzada y hostil.

—Está loca —sentenció Zebran, que se había dejado caer en una silla—. Totalmente loca.

—Sólo aquel que asesina a un niño inocente está loco. Es un crimen que debe castigarse.

Zebran saltó de la silla y agarró el brazo de Linda.

—Está loca —reiteró a gritos—. Dice que debo recibir un castigo porque aborté una vez.

—Déjame hablar con Anna —propuso Linda.

—¡No se puede hablar con un loco! —volvió a gritar Zebran.

—Bueno, yo no creo que esté loca —rechazó Linda tan sosegada como pudo.

Se colocó frente a Anna y la miró a los ojos al tiempo que intentaba desesperadamente ordenar sus pensamientos. ¿Por qué habría dejado Erik Westin a Anna con ellas en la misma habitación? ¿Habría un plan detrás del plan, un plan que escapaba a su entendimiento?

—No querrás decir que tienes algo que ver con todo esto, ¿verdad? —preguntó Linda.

—Mi padre ha vuelto. Y me ha infundido una esperanza que daba por perdida.

—¿Qué clase de esperanza?

—Que la vida tiene sentido, que Dios nos ha otorgado un sentido.

«Eso no es verdad», se dijo Linda, pues veía en los ojos de Anna lo mismo que en los de Zebran: el miedo. Anna se había vuelto un poco para tener la puerta a la vista. «Teme que se abra la puerta. Su padre la aterra».

—¿Con qué te amenaza? —preguntó en voz baja, casi en un susurro.

—Él no me amenaza.

Anna también había empezado a susurrar. «Y eso sólo puede significar que me está prestando oídos», concluyó Linda, segura ya de que eso le brindaba una oportunidad.

—Mientes, Anna. Piensa que si dejas de mentir, las tres podríamos salir de ésta.

—No estoy mintiendo.

Disponían de poco tiempo, de modo que decidió no ponerse a discutir con Anna. Si su amiga se negaba a responder o si lo hacía con una mentira, no le quedaría más remedio que seguir adelante.

—Tú puedes creer en lo que quieras, pero no puedes hacerte cómplice de asesinato. ¿No te das cuenta de lo que estás haciendo?

—Mi padre ha vuelto por mí. Nos espera una gran misión.

—Ya sé cuál es la misión de la que hablas. ¿De verdad quieres que siga muriendo gente, que sigan quemando iglesias?

Linda vio que Anna estaba a punto de venirse abajo; debía aprovecharlo y continuar.

—Y si ejecutan a Zebran, la imagen del rostro de su hijo no te abandonará nunca, como una acusación de la que nunca te verás libre. ¿Es eso lo que quieres?

En ese momento, se oyó el ruido de una llave al girar en la cerradura. Linda se asustó. Ya era demasiado tarde.

Pero un segundo antes de que la puerta se abriese, Anna se metió la mano en el bolsillo y le pasó un móvil a Linda. Erik Westin apareció en la puerta.

—¿Te has despedido? —preguntó.

—Sí, me he despedido —respondió Anna.

Erik Westin le rozó la frente con la yema de sus dedos y, después, se volvió a Zebran y a Linda.

—Aún queda un rato —anunció—. Poco más de una hora.

Zebran se lanzó de repente contra la puerta. Linda la agarró, la obligó a sentarse y la mantuvo así hasta que se hubo calmado.

—Tengo un teléfono —le susurró Linda para tranquilizarla—. Saldremos de ésta, con tal de que te quedes ahí sentada y te armes de paciencia.

—Van a matarme.

Linda le cubrió la boca con la mano.

—Si quieres que lo consiga, debes ayudarme guardando silencio.

Zebran obedeció. Linda temblaba de tal manera que marcó mal el número por dos veces. La señal de llamada sonaba una y otra vez, sin que su padre contestase. A punto ya de colgar, alguien descolgó el teléfono. Era su padre, que, al oír la voz de Linda, empezó a vociferar. ¿Dónde se había metido? ¿No comprendía lo preocupados que estaban todos?

—No tenemos tiempo —musitó ella—. Escúchame.

—¿Dónde estás?

—Cállate y escucha.

Linda le contó todo lo sucedido desde que salió de la comisaría después de haberle dejado una nota sobre la mesa del escritorio. Él la interrumpió.

—Pues yo no he visto ninguna nota, y eso que he estado allí toda la noche esperando a que llamases.

—Entonces, se habrá perdido. Pero escucha, no hay tiempo.

Kurt notó que Linda estaba a punto de echarse a llorar, de modo que no volvió a interrumpirla. Ella pudo contárselo todo. Oía la pesada respiración de su padre, como si cada nuevo dato que ella le daba suscitase en él una compleja pregunta para la que debía hallar respuesta o que le obligase a tomar una decisión crucial.

—¿Es cierto todo eso? —preguntó él.

—Totalmente. Oí todo lo que decían.

—En otras palabras, que están completamente locos —concluyó enfurecido.

—No. Se trata de algo muy distinto. Creen en lo que hacen, para ellos no es una locura.

—Ya, bueno. Sea como sea, daremos la alarma en todas las sedes episcopales —replicó crispado—. Creo que tenemos quince catedrales en el país.

—Ellos hablaban de trece —advirtió Linda—. Trece torres. La decimotercera será la última, y su caída significará el comienzo del gran proceso de purificación. Pero no me preguntes qué proceso es ése.

—A ver, entonces, ¿no sabes dónde estás?

—No. Estoy casi segura de que atravesamos Ystad, por las rotondas. Y no es posible que viajásemos tanto como para llegar a Malmö.

—¿En qué dirección, pues? ¿Norte, sur…?

—No lo sé.

—¿Notaste alguna otra cosa mientras ibais en el coche?

—Los pisos de la carretera variaban: asfalto, gravilla, a veces auténticos caminos de cabras.

—¿Sabes si pasasteis algún puente?

Linda hizo memoria.

—No lo creo.

—¿Algún sonido?

Enseguida cayó en la cuenta. Los aviones. Los había oído varias veces.

—Sí, he estado oyendo motores de avión. Uno sonaba bastante cerca.

—¿A qué te refieres?

—A que sonaba como si estuviese a punto de aterrizar o como si acabase de despegar.

—Espera un instante —rogó su padre antes de gritar algo alejado del auricular.

—Vamos a mirar en un mapa —le dijo cuando regresó al teléfono—. Y ahora, ¿se oye algún avión?

—No.

—¿Dirías que sonaban como aviones grandes o pequeños?

—Sonaban como un jet. Como aviones grandes.

—Pues tiene que ser Sturup.

Linda oía papeleo y cómo su padre le pedía a alguien que llamase a la torre de control de Sturup.

—Bien, ya tenemos un mapa. ¿Oyes algo ahora?

—¿Quieres decir algún avión? No, nada.

—¿Podrías describir con más detalle en qué posición te encuentras tú en relación con el sonido de los aviones?

—Las torres, ¿están situadas al este o al oeste de las iglesias?

—¿Y cómo quieres que lo sepa yo?

El inspector llamó a Martinson, que le dio la respuesta.

—La torre está al oeste y el coro al este. Tiene algo que ver con la resurrección.

—Pues los aviones venían del sur. Si yo me sitúo mirando al este, los aviones venían desde el sur y volaban con rumbo norte. O quizá noroeste. Volaban casi justo encima de la iglesia.

Se oían rumores y crujido de papeles al otro lado de la línea telefónica. Linda sentía caer de su rostro las gotas de sudor. Zebran tenía la mirada perdida; se balanceaba apática con la cabeza entre las dos manos. Su padre volvió al auricular.

—Bien, ahora vas a hablar con un controlador aéreo de Sturup que se llama Janne Lundwall. Yo estaré escuchando vuestra conversación y es posible que os interrumpa. ¿Me has entendido?

—Sí, claro, no soy estúpida. Pero tenéis que datos prisa.

Kurt Wallander respondió con voz trémula.

—Lo sé. Pero no podemos hacer nada si no sabemos dónde estáis.

Janne Lundwall se puso al teléfono.

—Bueno, bueno. Veamos si podemos adivinar dónde estás —dijo el hombre en tono jovial—. ¿Se oye algún avión en este momento?

Linda se preguntó qué le habría dicho su padre a aquel controlador aéreo que, con aquel tono tan animado, no hacía sino acentuar su angustia.

—No oigo nada.

—Verás, esperamos la entrada de un aparato de la KLM dentro de cinco minutos. En cuanto lo oigas, avisas.

Los minutos pasaban con una parsimonia infinita pero, por fin, oyó el débil ronroneo del motor de un avión que se aproximaba.

—Ya lo oigo.

—¿Estás mirando al este?

—Sí. El avión viene por la derecha.

—Exacto. En cuanto esté justo sobre tu cabeza o exactamente delante de ti, avisas.

En ese momento, se oyó un ruido procedente del otro lado de la puerta. Linda cortó la comunicación, apagó el móvil y se lo guardó en el bolsillo. Era Torgeir Langaas, que entró y se quedó mirándolas sin decir nada. Después, se marchó sin haber pronunciado una sola palabra. Zebran seguía encogida en su rincón. Cuando el hombre se marchó y la puerta estuvo cerrada, Linda cayó en la cuenta de que, naturalmente, el avión ya había pasado.

Volvió a marcar el número de su padre, que respondió enojado. «Está tan asustado como yo», constató Linda. «Igual de asustado. Y tiene tan poca idea como yo misma de dónde me encuentro. Podemos hablar, pero no encontrarnos».

—¿Qué ha pasado?

—Alguien entró en la sala. Torgeir Langaas. Tuve que apagar el móvil.

—¡Dios santo! Bueno, sigue hablando con Lundwall.

El siguiente avión aterrizaría dentro de cuatro minutos. Según Janne Lundwall, era un vuelo chárter procedente de Las Palmas, que traía catorce horas de retraso.

—Un montón de pasajeros serios y mosqueados están a punto de aterrizar —aseguró Lundwall satisfecho—. A veces es estupendo eso de estar totalmente aislado en la torre de control, la verdad. ¿Oyes algo?

Linda les dijo que empezaba a oír el avión.

—Bien, pues igual que antes. Avísame cuando lo oigas sobre tu cabeza o delante de ti.

El avión se acercaba, y el móvil empezó a pitar. Linda miró la pantalla y comprobó que la batería estaba casi agotada.

—El móvil está a punto de morirse —advirtió la joven.

—¡Tenemos que saber dónde estás! —gritó su padre.

«Demasiado tarde», pensó Linda mientras hablaba con el móvil y lo maldecía y le rogaba que le concediese unos segundos más. El avión estaba ya muy próximo, el móvil seguía pitando. Linda avisó cuando oyó el rugido del avión encima de su cabeza.

—Bien, pues ya te tenemos bien localizada —declaró Janne Lundwall—. Sólo una pregunta más…

Linda nunca supo qué quería preguntarle Lundwall. El móvil se apagó y lo escondió en uno de los armarios en los que colgaban sotanas y otras vestiduras talares. ¿Habría sido aquello suficiente para que pudiesen identificar la iglesia? Lo único que podía hacer era no perder la esperanza. Zebran la miró.

—Todo se arreglará —la tranquilizó Linda—. Ya saben dónde estamos.

Zebran no respondió. Con la mirada vidriosa, se aferró a la muñeca de Linda con tal fuerza que le clavó las uñas hasta hacerle sangre. «Las dos estamos aterradas», resolvió. «Pero al menos yo debo fingir que no lo estoy. Tengo que conseguir que Zebran mantenga la calma. Si sufre un acceso de pánico, quizá se acorte el plazo de espera. Pero, de espera ¿de qué?». Linda no tenía la menor idea. No obstante, si Anna le había contado a su padre que Zebran había abortado una vez, y si el aborto había sido la causa de la muerte de Harriet Bolson en la iglesia de Frennestad, era evidente lo que iba a ocurrir.

—Todo se arreglará —le susurró—. Ya están en camino.

Linda no supo determinar cuánto tiempo estuvieron esperando. Media hora, quizá más. Después, se oyó como un trueno que venía de ninguna parte. Era la puerta, que se abrió con violencia y dio paso a cinco hombres: tres de ellos agarraron a Zebran y los otros dos a Linda, y las sacaron de la sacristía. Todo sucedió tan deprisa que a Linda ni se le ocurrió ofrecer resistencia. Los brazos que la sujetaban eran recios. Zebran profirió un aullido prolongado. En la iglesia esperaban Erik y Torgeir Langaas. En el primer banco había sentadas dos mujeres y otro hombre. Anna también estaba allí, pero sentada algo más atrás. Linda intentaba que sus miradas se cruzasen, pero el rostro de Anna era como una máscara petrificada. ¿O tal vez llevase en verdad una máscara? Linda no podía verlo con claridad. Las personas que estaban sentadas en el primer banco sostenían en sus manos algo parecido a máscaras blancas.

Linda quedó paralizada de terror cuando vio la soga que Erik Westin tenía en la mano. «Va a matar a Zebran», auguró desesperada. «La matará a ella y luego me matará a mí, puesto que voy a ser testigo de lo que suceda y sé demasiado». Zebran luchaba por liberarse como un animal atrapado.

Y, en aquel momento, se oyó de pronto un estruendo, como si las paredes se viniesen abajo. El portón de la iglesia se abrió de golpe, y cuatro de las ventanas de coloreadas vidrieras se quebraron a ambos lados de la iglesia. Linda oyó una voz que gritaba por un megáfono: era su padre, ningún otro, su padre, que rugía como si desconfiase de la capacidad del megáfono para aumentar el volumen de su voz. Y el más profundo silencio reinó en la iglesia.

Erik Westin se estremeció. Agarró a Anna y la puso ante sí, usándola como escudo. Ella intentaba zafarse de su zarpa. Erik le gritó que se calmase, pero ella no obedecía. De modo que la arrastró hasta la puerta de la iglesia. Ella volvió a intentar desembarazarse de él. Y estalló un disparo. Anna se estremeció y se desplomó al suelo. Erik Westin tenía el arma en la mano. El hombre clavó una mirada incrédula en el cuerpo de su hija. Después, se precipitó al exterior de la iglesia. Nadie se atrevió a detenerlo.

El padre de Linda, junto con un crecido número de policías armados, a la mayoría de los cuales Linda no conocía, entraron en tromba en la iglesia por las puertas laterales. Torgeir Langaas empezó a disparar. Linda arrastró a Zebran por entre dos hileras de bancos y las dos se arrojaron al suelo. Los disparos seguían. Linda no podía ver lo que ocurría. Después, todo quedó en silencio. Oyó la voz de Martinson que gritaba que un hombre había escapado por la puerta. «Seguro que es Torgeir Langaas», adivinó Linda.

De pronto, notó una mano sobre su hombro y se sobresaltó; tal vez incluso gritase sin darse cuenta. Pero era su padre.

—Tenéis que salir de aquí —afirmó el padre.

—¿Qué ha pasado con Anna?

Kurt Wallander no respondió y Linda comprendió que había muerto. Corrieron agachadas hacia la salida. En la distancia, vieron desaparecer por la carretera el coche de color azul oscuro. Dos coches de policía lo perseguían. Linda y Zebran se sentaron en el suelo, al otro lado del muro de la iglesia.

—Ya pasó todo —declaró Linda.

—Te equivocas —negó Zebran—. Tendré que vivir con esto el resto de mis días. Siempre sentiré la presión de algo que me aprieta la garganta.

De repente, volvieron a oír disparos, primero uno, después otros dos. Linda y Zebran se encogieron detrás del muro. Se oían voces, órdenes, coches que partían a toda velocidad con las sirenas aullando. Después, silencio.

Linda le dijo a Zebran que permaneciese sentada. Ella se levantó con mucho cuidado y miró por encima del muro. Había muchos policías alrededor de la iglesia, pero todos estaban quietos y en silencio. Linda pensó que era como mirar un cuadro. Entonces vio a su padre y se acercó hasta donde él se encontraba. Estaba pálido y la agarró del brazo con fuerza.

—Los dos han escapado —se lamentó—. Tanto Westin como Langaas. Tenemos que atraparlos.

Lo interrumpió alguien que le tendía un móvil. Él escuchó y se lo devolvió al agente sin decir una palabra.

—Un coche cargado de dinamita acaba de penetrar en la catedral de Lund. Ha hecho saltar las cadenas de hierro que había entre los pilares y se ha estrellado contra la torre oeste. En este momento, reina allí el caos más absoluto. Nadie sabe cuántos muertos hay. Pero parece que hemos logrado evitar los ataques contra las otras catedrales. Tenemos a veinte detenidos, hasta el momento.

—¿Por qué hacen esto? —preguntó Linda.

Él reflexionó largo rato, antes de contestar:

—Porque creían en Dios y lo amaban profundamente —respondió su padre—. Pero yo no creo que ese amor fuese correspondido.

Ambos volvieron a guardar silencio.

—¿Ha sido difícil dar con nuestro paradero? —quiso saber Linda—. En Escania hay muchas iglesias.

—En realidad, no tanto —aseguró el padre—. Lundwall, el controlador, nos dio la localización casi exacta de dónde te encontrabas. Teníamos dos iglesias entre las que elegir. Antes de proceder, miramos por una ventana.

Un nuevo silencio. Linda sabía que los dos estaban pensando lo mismo. ¿Qué habría ocurrido si ella no hubiese podido guiarlos correctamente?

—¿De quién era el móvil? —preguntó su padre.

—De Anna. Al final, cambió de idea.

Fueron caminando hasta el lugar donde se encontraba Zebran. Un coche negro apareció y se llevó a Anna.

—Yo no creo que le disparase a propósito. Creo que el arma se le disparó sin querer.

—Lo atraparemos —aseguró su padre—. Y entonces lo sabremos.

Zebran se levantó. Tenía tanto frío que temblaba casi entre convulsiones.

—Iré con ella —afirmó Linda—. Sé que he hecho casi todo mal.

—Bueno, estaré más tranquilo cuando te vea de uniforme y sepa que estás segura en un coche de policía que da vueltas y vueltas patrullando las calles de Ystad —observó su padre.

—Mi móvil está entre las dunas, en Sandhammaren.

—Enviaremos a alguien para que te llame. Quién sabe, tal vez la arena empiece a hablar.

Svartman, que estaba junto a su coche, abrió la puerta trasera y sacó una manta con la que cubrió a Zebran. Ella se arrebujó en el interior del coche, en un rincón.

—Me quedaré con ella —reiteró Linda.

—¿Cómo estás? —le preguntó Svartman.

—No lo sé. Lo único de lo que estoy segura es de que el lunes empiezo a trabajar.

—Déjalo para dentro de una semana —propuso su padre—. Tampoco hay tanta prisa.

Linda se sentó en el coche, y se marcharon de allí. Cuando partían, un avión sobrevoló sus cabezas camino del aeropuerto. Linda contempló el paisaje. Era como si el lodo de color marrón grisáceo absorbiese su mirada y le trajese el sueño que tanto necesitaba, más que ninguna otra cosa. Después, volvería a lo que se había convertido en una larga espera para poder empezar a trabajar. Pero ese nuevo plazo sería más corto. No tardaría ya mucho en poder arrojar el uniforme invisible. Pensó que debería preguntarle a Svartman si él creía que lograrían atrapar a Erik Westin y a Torgeir Langaas. Pero no dijo nada. En aquel momento, no deseaba saber nada en absoluto.

Después, no en aquel momento. Las heladas, el otoño y el invierno; ya tendría tiempo para pensar. Apoyó la cabeza sobre el hombro de Zebran y cerró los ojos. De repente, vio ante sí el rostro de Erik Westin en el último instante, cuando Anna se desplomó, muy despacio, sobre el suelo. Ahora comprendía la desesperación y la soledad infinita que se habían pintado en el rostro de Erik Westin. Eran las de un hombre que lo había perdido todo.

Volvió a observar el paisaje. El rostro de Erik Westin fue hundiéndose paulatinamente en el lodo gris.

Cuando el coche se detuvo en la calle de Mariagatan, Zebran ya llevaba un rato dormida. Linda la despertó con mimo.

—Ya hemos llegado, Zebran —le dijo—. Hemos llegado y estamos a salvo.