32

—No conozco a nadie como tú, capaz de venir a visitarme a medianoche como un ladrón. ¿Acaso te despertaste y, sin más ni más, pensaste que había vuelto? —preguntó Anna en tono jovial.

A Linda, perpleja, se le cayeron las llaves al suelo.

—No entiendo nada. ¿De verdad que eres tú?

—En persona.

—¿Se supone que debo estar contenta o aliviada?

Anna frunció el entrecejo.

—¿Y por qué habías de estar aliviada?

—No te imaginas lo preocupada que he estado.

Anna alzó los brazos, dándose por vencida.

—Me declaro culpable. ¿Quieres que te pida perdón o prefieres que te cuente lo ocurrido?

—No tienes que hacer ni lo uno ni lo otro. Basta con que estés aquí.

Las dos amigas entraron en la sala de estar. Pese a que a Linda, perpleja, le costaba creer que todo aquello fuese verdad y que Anna acabara de sentarse en la sala, alguna porción de su conciencia registró que el cuadrito de la mariposa seguía sin estar allí.

—He venido porque acabo de tener una discusión con mi padre y, como tú no estabas, pensé que podría dormir en tu sofá.

—Bien, puedes dormir en mi sofá, aunque ya haya vuelto.

—Estoy cansada. Cansada y enojada. Mi padre y yo somos como dos gallos que pelean en el gallinero. Como si no hubiese lugar para los dos, nos pisamos el terreno y empezamos a discutir. Lo cierto es que estábamos hablando de ti.

—¿De mí?

Linda extendió la mano para rozar el brazo desnudo de Anna. Su amiga llevaba un albornoz al que, por alguna razón, le habían cortado las mangas. La piel de Anna estaba fría. No le cabía la menor duda de que era Anna y no alguien que hubiese tomado prestado su cuerpo. La piel de Anna siempre estaba fría. Linda lo recordaba bien de la época en que, en varias ocasiones y con la sensación de acceder a territorio prohibido, se entretenían en jugar a los muertos. Linda siempre estaba caliente y sudaba; en cambio Anna estaba siempre fría. Tanto que, asustadas, terminaron por abandonar aquel juego. Linda recordaba que fue también la época en que resolvió la gran cuestión de la Muerte. ¿Qué primaba en ella, la atracción o el terror? Desde el día en que dejaron aquel juego, la muerte había sido para Linda algo que siempre acompañaba al ser humano, como un gas inodoro, extraño, amenazante, siempre presente.

—Tienes que comprender que he estado muy preocupada —reiteró Linda—. No es normal que desaparezcas y que no estés en casa cuando habíamos acordado vernos.

—Nada ha sido normal. Yo creí haber visto a mi padre, ¿lo recuerdas? Lo había visto a través de una ventana. Mi padre había vuelto.

La joven se interrumpió y se miró las manos. «Ha regresado en el mismo estado en que desapareció», constató Linda. «Está tranquila, ni rastro de desasosiego, todo es como antes. Sospecho que, los días que ha estado ausente, podrían eliminarse de su vida sin que se notase lo más mínimo».

—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber Linda.

—Pues que fui a buscarlo. Por supuesto que no había olvidado que teníamos una cita, pero, por una vez, fallé. Creí que lo comprenderías. Había visto a mi padre a través de la ventana de un hotel de Malmö. Y sentí que tenía que encontrarlo. Estaba tan nerviosa…, temblaba y no podía ni conducir, así que tomé el tren a Malmö y me lancé en su busca. No te imaginas lo que supuso deambular por las calles de la ciudad, buscándolo con todos mis sentidos alerta, convencida de que su olor, su voz, tenía que haber dejado rastro en algún lugar. Caminaba despacio, como si fuese un explorador solitario de una caballería que aguardaba en algún lugar, detrás de mí. Estaba convencida de que encontraría el camino correcto hacia mi meta: mi padre.

»Tardé varias horas en recorrer la distancia que separaba la estación del hotel ante el que lo había visto. Cuando entré en el vestíbulo, vi que una señora muy obesa dormitaba en el sillón. Me puse furiosa. Me había quitado el sitio; no podía concebir que alguien se sentase en aquel sillón desde el que yo había visto a mi padre y él me había visto a mí. De modo que me acerqué y desperté a la señora, que roncaba. La mujer se sobresaltó. Le dije que tenía que irse porque no tardarían en cambiar los muebles por otros. Ella obedeció. Aún no consigo explicarme cómo pudo creer que yo perteneciese al personal del hotel, enfundada como iba en un impermeable mojado y con el pelo húmedo y revuelto. Me senté, pues, en el sillón y me puse a mirar por la ventana. Pero ni rastro de mi padre. Sin embargo, pensé que, si me quedaba allí el tiempo suficiente, él volvería a pasar.

Anna se interrumpió para ir al baño. A lo lejos se oía la tormenta. Al cabo de unos minutos, la joven regresó dispuesta a continuar:

—De modo que me quedé allí sentada. Cuando las recepcionistas empezaron a observarme con suspicacia, pedí una habitación en la que, no obstante, intentaba pasar el menor tiempo posible. Para ocultar que lo único que hacía era esperar allí sentada a que alguien apareciese al otro lado de la ventana, compré un diario y fingí que anotaba cosas en él de vez en cuando. El segundo día, la señora obesa volvió al hotel. Supongo que estuvo espiándome y pensó que me había descubierto. Le había robado su asiento aduciendo la excusa de que iban a cambiar los muebles. Y eso fue lo que me espetó, precisamente: «Me has robado el sitio». Estaba tan indignada que temí que perdiese el equilibrio y se cayese. Pensé que a nadie se le ocurre mentir diciendo que está sentado en un lugar con la esperanza de ver a un padre que lleva desaparecido más de veinte años; uno puede mentir sobre casi todo, pero no sobre algo así. Y la mujer me creyó. No había el menor indicio de duda en su expresión. Así que se sentó en otro sillón y me aseguró que le encantaría hacerme compañía mientras esperaba. Fue terrible. No paraba de hablar y me contó que su marido participaba en un encuentro sobre sombreros de caballero. Puedes reírte. Desde luego, a mí no me hizo la menor gracia, porque es tal y como te lo cuento: me describió con todo lujo de detalles cómo un puñado de hombres anodinos se reunían en una angosta sala de conferencias para llegar a un acuerdo acerca del tipo de sombrero por el que apostarían para la siguiente temporada. La mujer no cesaba de parlotear, como si oficiara una delirante misa dedicada a un desconocido dios de los sombreros. Me entraron ganas de estrangularla allí mismo. Pero, al final, sus palabras parecían pasar por encima de mí como un olor al que uno deja de prestar atención. Después vino a recogerla su marido. Estaba tan gordo como ella, y llevaba un sombrero de ala ancha, seguramente muy caro. La mujer y yo ni siquiera nos habíamos presentado. Y cuando estaba a punto de marcharse, le dijo a su marido: «Esta joven señorita está esperando a su padre. Lleva mucho tiempo esperándolo». «¿Cuánto tiempo?», preguntó entonces el marido mientras se quitaba el hermoso sombrero. «Casi veinticinco años», respondió ella. El hombre me miró, pensativo y como intentando clasificarme, pero, ante todo, lleno de respeto. Por un instante, el vestíbulo del hotel, con sus superficies brillantes y frías, con aquel olor a detergente demasiado concentrado, se convirtió en un templo. Entonces, el hombre me dijo: «Uno no puede esperar demasiado tiempo». Dicho esto, volvió a encasquetarse el sombrero y los dos salieron del hotel. Pensé que todo aquello había sido absurdo y, por eso mismo, perfectamente verosímil.

»Permanecí en el sillón durante cuarenta y ocho horas. De vez en cuando, subía a mi habitación para dormir un rato. Había allí unas botellitas de licor y bolsas de cacahuetes. Creo que, durante aquellas horas, no comí ni bebí otra cosa. Después empecé a pensar que tal vez mi padre no tenía la menor intención de volver a pasar ante aquella ventana, de modo que me fui del hotel, aunque conservé la habitación. Mi búsqueda no seguía ningún plan. Caminé por los parques, por los canales, por los muelles del puerto. Mi padre se marchó un día para buscar una libertad que Henrietta y yo no podíamos brindarle, por eso pensé que debía buscarlo en lugares abiertos. En varias ocasiones creí haberlo reencontrado. Me mareaba y me veía obligada a apoyarme en la fachada de una casa o en un árbol. Pero no era él, siempre era otra persona, y, al pensar en eso, toda la añoranza que había sufrido durante años se transformó de repente en ira. Allí estaba yo, echándolo de menos, mientras él seguía humillándome, apareciendo primero para luego volver a marcharse. Ni que decir tiene que empecé a dudar. ¿Cómo podía estar tan segura de que era él? De hecho, todo indicaba lo contrario. Recorrí todos los parques de Malmö. No paraba de llover, y yo me debatía entre la duda y la certeza absoluta de que fue a él a quien vi. Los dos últimos días dormí durante el día y, por la noche, salía a buscarlo. Varias veces creí vislumbrarlo entre las sombras. La última noche fui al parque Pilsdammsparken. Eran las tres de la madrugada y un grito surgió de mi garganta: “¡Papá!, ¿dónde estás?”. Pero nadie contestó. Permanecí en el parque hasta el amanecer. Ya no me cupo la menor duda: acababa de superar la prueba definitiva con respecto a mi padre. Me había adentrado en la bruma de la ilusión de que, contra todo pronóstico, él se presentaría ante mí; pero volví a salir a la luz con la convicción de que mi padre no existía. Bueno, tal vez sí, tal vez no esté muerto. Pero para mí, a partir de ahora, no sería más que un espejismo al que yo, de vez en cuando, podría recurrir para soñar. Mi padre había dejado de ser una persona viva, alguien a quien esperar, alguien con quien enfadarse siquiera. Por fin había desaparecido por completo. Todo cambió para mí esa mañana en aquel parque. Durante veinticuatro años deseé que no hubiese desaparecido. Ahora, después de creer que había vuelto, comprendí que se había marchado para no volver nunca más.

La tormenta avanzaba hacia el oeste. Anna enmudeció y volvió a mirarse los dedos. A Linda se le ocurrió pensar que tal vez se los contase para comprobar que no le faltaba ninguno. Trató de imaginar cómo habría sido su vida si su padre hubiera desaparecido. Pero no podía concebirlo. Él estaría siempre ahí, como una gran sombra agazapada, unas veces cálida, otras fría; una sombra que la rondaba siempre, observando sus movimientos. De repente, le sobrevino la duda de si no habría cometido el mayor error de su vida al seguir los pasos de su padre y hacerse policía. «Terminará hundiéndome con su amabilidad, su comprensión y todo ese amor, que debería entregar a otra mujer en lugar de a su hija». No obstante, desechó aquellos pensamientos convencida de que estaba siendo injusta no sólo con su padre, sino también consigo misma.

Anna alzó la mirada.

—Bueno, ya pasó todo —concluyó—. Mi padre ha quedado como un reflejo en el cristal de una ventana. No está, y no vendrá nunca. Así que puedo retomar mis estudios. Pero dejemos de hablar de mí. Siento haberte tenido preocupada.

Linda se preguntó si sabía algo del asesinato de Birgitta Medberg. Aquélla era, en efecto, una pregunta para la que aún no tenía respuesta: ¿qué relación unía a Anna con Birgitta Medberg? ¿Y con Vigsten, el músico de Copenhague? ¿Figuraría el nombre de Torgeir Langaas en alguno de sus diarios? «Debería haberlos leído todos», se lamentó Linda. «No hay mayor diferencia entre leer una página de un libro secreto y leer mil. Es como romper uno de aquellos sellos que mi padre se empecinaba en poner a los regalos de Navidad cuando yo era niña. Si rompías sólo uno, todo estaba perdido».

Algo la atormentaba aún; un resquicio de la angustia pasada persistía en su interior. Sin embargo, optó por dejar las preguntas para después.

—Fui a ver a tu madre —comentó—. No parecía preocupada. Yo deduje que sabía dónde estabas, pero que no quería contármelo.

—Bueno, la verdad es que a ella no le conté que creí haber visto a mi padre.

Linda recordó lo que le había dicho Henrietta: que Anna siempre creía haber visto a su padre. «¿Quién está mintiendo?». Decidió que, por el momento, aquella cuestión carecía de importancia.

—Por cierto, ayer fui a ver a mi madre —le contó Linda—. Se me ocurrió darle una sorpresa. Y desde luego que lo fue.

—¡Vaya! ¿Se alegró de verte?

—Pues no mucho. Me la encontré desnuda en la cocina a plena luz del día, bebiendo directamente de la botella.

—¿Y tú no sabías que tenía problemas con el alcohol?

—En realidad, aún no sé si los tiene o no. Supongo que cualquiera puede tomarse unos tragos a mediodía alguna vez.

—Supongo que sí —convino Anna—. Bueno, yo creo que necesito dormir un poco. Voy a prepararte el sofá.

—No, déjalo, me voy a casa. Ahora que sé que estás bien, puedo dormir tranquilamente en mi cama. Aunque lo más probable es que, por la mañana, mi padre y yo nos enzarcemos en otra discusión.

Linda se levantó y se encaminó al vestíbulo. Anna se quedó en el umbral de la puerta de la sala de estar. La tormenta había pasado de largo.

—Acabo de caer en la cuenta de que no te he contado el final del viaje —observó Anna—. Lo que sucedió esa mañana, cuando decidí que mi padre no volvería jamás y que la persona a la que vi era otro hombre. Resulta que me dirigí a la estación para tomar el tren de regreso a Ystad. Mientras esperaba, me tomé un café y, de repente, alguien se sentó a mi mesa. No puedes figurarte quién.

—Pues no… No puede ser… ¿La mujer obesa del hotel?

—Exacto. Su marido estaba a unos metros, vigilando un baúl anticuado. Recuerdo que pensé que seguramente contenía misteriosos sombreros que pronto estarían de moda. Su gruesa esposa estaba sudorosa y llevaba las mejillas encendidas por el calor. Cuando lo miré, el hombre se quitó el sombrero. Era como si ellos dos y yo formásemos parte de una conspiración secreta. La mujer se inclinó hacia mí y me preguntó si lo había encontrado. Al principio, no comprendí a quién se refería. Estaba cansada y acababa de deshacerme de la figura de mi padre: lo había introducido en el cañón y había disparado apuntando hacia el olvido. Pero no quise entristecerla, así que le dije que sí, que lo había encontrado y que todo había ido bien. Se le llenaron los ojos de lágrimas, ¿sabes? Después, se levantó y me preguntó: «¿Puedo contárselo a mi marido? Volvemos a casa hoy mismo, a Halmstad. Nosotros recordaremos toda la vida el haber conocido a una joven que reencontró a su padre después de tantos años». La mujer fue hasta donde estaban su marido y el baúl. Los vi hablando de algo, pero no oí lo que decían, claro. Y ya estaba a punto de levantarme para ir al andén cuando la mujer volvió a la mesa. «Ni siquiera sé cómo te llamas», me dijo. «Anna», le contesté. Después me marché sin mirar atrás. Y eso es todo. Y ahora, tú estás aquí…

—Sí, y volveré mañana —prometió Linda—. Y haremos lo que no pudimos hacer la semana pasada.

Acordaron que se verían hacia las doce del mediodía. Linda le devolvió las llaves del coche.

—Lo tomé prestado. Para buscarte. Mañana te llenaré el depósito.

—No, no es necesario. No deberías pagar por haberte preocupado por mí.

Linda se marchó a casa. Lloviznaba, pero no había ni rastro de la tormenta y el viento había cesado. Sentía el perfume de la lluvia en el asfalto. Linda se detuvo y respiró hondo para que el aire llenase sus pulmones. «Todo está bien», se tranquilizó. «Yo estaba equivocada: no había pasado nada».

Aquel pequeño resquicio de inquietud había desaparecido. Aunque no del todo. Pensó en lo que le había dicho Anna: «… pero no era él; siempre era otra persona».