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Poco después de las nueve de la noche del 21 de agosto de 2001, el viento empezó a soplar. Las olas encrespaban la superficie del lago de Marebosjön, que se extendía en una hondonada del valle al sur de Romeleåsen. El hombre que aguardaba al abrigo de las sombras, junto a la orilla, alzó la mano para comprobar de dónde venía el viento. Soplaba casi directamente del sur, se dijo satisfecho, de modo que había elegido el lugar adecuado para echar el alimento que atraería a los animales a los que tenía pensado sacrificar en breve.
Se sentó en una piedra sobre la que había extendido un jersey para no enfriarse. La luna estaba en cuarto menguante. La capa de nubes que cubría el cielo no dejaba pasar la menor claridad. «“Las tinieblas de la anguila"», recordó, «así lo llamaba mi amigo sueco de la niñez. En la oscuridad del mes de agosto, las anguilas comienzan a vagar de un lugar a otro. Y entonces chocan contra las estacas y van cayendo en la red. La trampa se cierra».
Prestó atención a los ruidos que poblaban la oscuridad. Su fino oído percibió un coche que pasaba a lo lejos. Por lo demás, todo estaba en silencio. Sacó la linterna y la enfocó sobre la orilla y sobre la superficie del agua. Comprobó que ya empezaban a acercarse. Entrevió dos manchas blanquecinas sobre la negrura de las aguas, unas manchas que no tardarían en multiplicarse y crecer.
Apagó la linterna y apeló a su mente, a la que había entrenado hasta convertirla en un colaborador fiel y sumiso, para averiguar qué hora sería. «Las nueve y tres minutos», se respondió. Después levantó el brazo. Las manecillas relucían en la noche. Las nueve y tres minutos. Había calculado bien. Claro que había calculado bien. Dentro de media hora, todo estaría listo y no tendría que esperar más. Había aprendido que la puntualidad no sólo movía a las personas. También los animales podían aprender a ser puntuales. Le había llevado tres meses preparar lo que estaba a punto de ocurrir aquella noche. Poco a poco y de manera metódica, había conseguido que aquellos a los que iba a sacrificar se acostumbrasen a su presencia. Se había convertido en su amigo.
Aquél era su mayor recurso. Su facilidad para trabar amistad. Se hacía rápidamente amigo no sólo de las personas, sino también de los animales. Y era un buen amigo, al menos hasta que el otro averiguaba lo que él pensaba u opinaba. Volvió a encender la linterna. Las manchas blancuzcas eran más y de mayor tamaño. Se aproximaban a la orilla. Dentro de muy poco, la espera llegaría a su fin. Iluminó la orilla con la linterna. Allí estaban los dos sprays llenos de gasolina y los trozos de pan que había esparcido. Apagó la linterna y siguió esperando.
Sabía que actuaría con la tranquilidad y el orden previstos. Los cisnes habían salido del agua y habían subido a la orilla. Ya empezaban a picotear los trozos de pan y no parecían percatarse de que hubiese alguien muy cerca. O tal vez no les preocupaba, puesto que se habían acostumbrado a que su presencia no constituyera peligro alguno. En lugar de encender la linterna, se ajustó las gafas de visión nocturna. Había seis cisnes en la orilla, tres parejas. Dos de ellos se habían tumbado, en tanto que los demás se limpiaban las plumas o seguían buscando pan con sus picos.
Había llegado el momento. Se levantó, tomó los sprays, cada uno en una mano, y roció a las aves y, antes de que éstas hubiesen podido alzar el vuelo, dejó en el suelo uno de los sprays y prendió fuego al otro. La gasolina ardiendo alcanzó de inmediato las alas de los cisnes. Como bolas de fuego, éstos intentaban escapar de su tortura aleteando para elevarse sobre el lago. Él se esforzaba por retener en su mente cuanto veía y oía de aquel espectáculo: las aves ardiendo, chillando y aleteando sobre el lago antes de precipitarse en el agua y morir con un chisporroteo de sus humeantes alas. «Como trompetas chirriantes», constató, «así recordaré sus últimos gritos».
Todo había sucedido muy rápido. En menos de un minuto había prendido fuego a los cisnes, los había visto alzar el vuelo y, después, estrellarse contra el agua antes de que todo volviese a quedar en sombras. Estaba satisfecho. Aquella noche todo había salido según tenía pensado, un tímido comienzo.
Arrojó al lago los dos sprays, guardó en la mochila el jersey sobre el que se había sentado y enfocó la linterna a su alrededor para comprobar que no había olvidado nada. Una vez que se cercioró de que no había dejado huellas, sacó un móvil del bolsillo de la cazadora. Lo había comprado en Copenhague hacía unos días; no podrían localizarlo a través de él. Marcó el número y aguardó.
Cuando respondieron, pidió que lo pusieran con algún agente de policía. La conversación fue muy breve. Después dejó caer el móvil en el lago, se colgó la mochila y se perdió en la noche.
Había empezado a soplar un viento del este, cada vez más racheado.