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Aquel día de finales de agosto, Linda Caroline Wallander se preguntaba si no habría entre su padre y ella algunas semejanzas en las que aún no habría reparado, pese a que pronto iba a cumplir treinta años y, por tanto, tenía ya la obligación de saber quién era. En alguna ocasión, Linda le había preguntado a su padre sobre ese particular, e incluso había intentado sonsacarle una respuesta, pero él fingía no saber qué decir y, evasivo, le contestaba que, a su entender, la joven se parecía más bien a su abuelo. La «conversación de los parecidos», como ella la llamaba, desembocaba a veces en un acalorado enfrentamiento. Lo cierto es que se peleaban a menudo, y no sólo por eso. Por lo general, ambos se encendían tan pronto como volvían a calmarse. Linda olvidaba pronto aquellas escaramuzas, y suponía que tampoco su padre le daba mayor importancia.
Sin embargo, de todas las discusiones en que se habían enzarzado durante aquel verano, había una que no podía olvidar. Todo empezó por una nadería. Aun así, fue como si, más allá del propio recuerdo, aquello le hubiese hecho redescubrir ciertas etapas de su infancia y su adolescencia que creía haber borrado de su mente. El mismo día en que, a principios de julio, llegó a Ystad desde Estocolmo, empezaron a discutir, precisamente a propósito de un recuerdo. Cuando ella tenía seis años, tal vez siete, hizo un viaje a Bornholm con sus padres. El motivo de aquella absurda discusión fue si, durante ese viaje, había soplado o no un fuerte viento. En efecto, Linda y su padre habían terminado de cenar y se habían sentado sobre la barandilla aún templada del estrecho balcón cuando surgió en la conversación el viaje a Bornholm. Su padre aseguraba que, debido al fuerte viento que zarandeaba el barco, Linda se había mareado y había vomitado en su cazadora. Linda, por su parte, creía recordar con total claridad haber surcado un mar de color azul intenso que se extendía ante ella como un espejo. Aquél era el único viaje que habían emprendido a Bornholm, así que no podían confundirlo con ningún otro. A su madre no le gustaba viajar en barco, y su padre recordaba que se sorprendió al oír que su mujer aceptaba la propuesta de ir a la isla.
Aquella noche, tras la sorprendente disputa que se desencadenó como surgida de la nada, a Linda le costó conciliar el sueño. Dos meses más tarde empezaría a trabajar como policía en prácticas en la comisaría de Ystad. Ya había finalizado sus estudios en Estocolmo y habría preferido comenzar de inmediato, en lugar de pasar todo el verano ociosa y, además, sin la compañía de su padre, que se había tomado casi todas las vacaciones en el mes de mayo; su padre, o al menos eso creía él, se había comprado una casa y necesitaba sus vacaciones en mayo para hacer la mudanza. Y, de hecho, había comprado una casa, que estaba en Svarte, al sur de la carretera nacional y junto al mar. Pero, en el último minuto, cuando ya había entregado el dinero de la paga y señal, la propietaria de la casa, una maestra retirada ya mayor y que vivía sola, cayó presa de la desesperación ante la sola idea de dejar sus rosales y sus rododendros en manos de un hombre que no parecía especialmente interesado por las flores y que sólo hablaba de dónde construiría la caseta en la que viviría el perro que tal vez se comprase un día. De modo que la mujer se arrepintió y se echó atrás. El agente inmobiliario le propuso a su padre que insistiese en que la compraventa debía realizarse o, al menos, que exigiese una compensación, pero Wallander, en su fuero interno, ya había renunciado a aquella casa a la que jamás se mudó.
Durante el resto de su mes de vacaciones, en que el tiempo se presentó frío y con fuertes vientos, Wallander intentó encontrar otra casa, pero, o eran demasiado caras, o no se parecían en nada a aquello con lo que él había soñado año tras año en su apartamento de la calle de Mariagatan, en el centro de Ystad. Así pues, seguía en el apartamento, y se preguntaba si alguna vez lograría salir de allí. Cuando Linda terminó el segundo semestre de sus estudios en la Escuela Superior de Policía, su padre invirtió un fin de semana en ir a la capital para recogerla y cargar su coche con parte de las cosas que ella quería llevarse a Ystad. Tendría su propio apartamento en septiembre; hasta entonces ocuparía la que solía ser su habitación en el apartamento de su padre.
Enseguida empezaron los roces entre padre e hija. Linda, que estaba impaciente, consideraba que su padre podría echar mano de algún contacto para conseguir que ella entrase de servicio un poco antes. Y, de hecho, él llegó a hablar con su jefe, Lisa Holgersson, pero ésta nada pudo hacer. Cierto que necesitaban que los nuevos policías en prácticas se incorporasen cuanto antes, puesto que andaban muy escasos de personal, pero no había dinero para pagar los salarios. Linda no podría empezar hasta el 10 de septiembre, por más que necesitaran agentes.
Durante el verano, Linda reanudó dos viejas amistades de la adolescencia. La casualidad quiso que, un día, se topase en una plaza con Zeba, o «Zebran», «la cebra», como solían llamarla. En un primer momento, Linda no la reconoció. En efecto, su amiga de la infancia llevaba el cabello teñido de rojo y muy corto. Zebran era iraní, y Linda y ella habían sido compañeras de clase hasta el último curso de secundaria. Aquel día de julio en que se encontraron por la calle, Zebran llevaba un cochecito de bebé y las dos jóvenes decidieron ir a tomarse un café a algún sitio.
Zebran había estudiado hostelería, pero desistió de sus planes de trabajar cuando se quedó embarazada. Linda también conocía a Marcus, su pareja, al que le encantaban las frutas exóticas y que, ya a la edad de diecinueve años, había montado su propia escuela de horticultura cerca de la entrada este de Ystad. Aquella relación se rompió, pero allí estaba el bebé, un niño. Hablaron un buen rato, hasta que el pequeño empezó a gritar tanto y tan alto que tuvieron que salir a la calle. Tras aquel encuentro casual, mantuvieron el contacto, y Linda notó que su impaciencia menguaba a medida que lograba restablecer puentes con aquellos tiempos en que Ystad constituía todo su horizonte.
De camino al apartamento de la calle de Mariagatan, después del encuentro con Zebran, rompió a llover de forma tan intensa que tuvo que cobijarse en una tienda de ropa situada en una de las calles peatonales y, mientras esperaba a que escampase, pidió que le dejaran una guía telefónica con la idea de buscar el teléfono de Anna Westin. Cuando lo encontró, se le encogió el corazón. Anna y ella llevaban casi diez años sin verse. La estrecha amistad que las había unido desde niñas se vio brutalmente interrumpida cuando, a los diecisiete años, ambas se enamoraron del mismo chico. Después, cuando los amores ya habían pasado y estaban olvidados, las dos muchachas intentaron reanudar la vieja amistad. Pero pronto comprendieron que se había alzado entre ellas una barrera y, al cabo de un tiempo, desistieron de su empeño. En los últimos años, Linda apenas si había pensado en Anna, pero su encuentro con Zebran había reavivado los recuerdos, de modo que se alegró al saber que Anna seguía viviendo en Ystad, en una calle no muy alejada de Mariagatan, junto a la salida hacia Österlen.
Linda la llamó esa misma noche y quedaron para verse unos días después. A partir de entonces, empezaron a salir juntas varias veces por semana, en ocasiones las tres, pero casi siempre sólo ella y Anna. Ésta vivía sola, y recibía una beca de estudios tan exigua que a duras penas podía costearse la carrera de medicina.
A Linda le daba la impresión de que Anna se había vuelto más reservada, si cabe, que cuando era adolescente. Su padre las había abandonado a su madre y a ella cuando Anna no tenía más de cinco o seis años. Después, nunca más supieron de él. La madre de Anna vivía en el campo, cerca de Löderup, a poca distancia del lugar donde el abuelo de Linda había vivido durante tantos años, pintando aquellos cuadros suyos, siempre con el mismo motivo. Anna pareció alegrarse de que Linda la hubiese llamado y de que hubiese vuelto a Ystad. Pero Linda comprendió que debía ser muy cauta con su amiga. Había en ella una fragilidad que acentuaba su timidez, lo que disuadía a Linda de intimar demasiado con ella. En cualquier caso, gracias a aquel círculo constituido por Zebran, su hijo y Anna, logró soportar el verano, a la espera de poder acudir por fin a la comisaría, hablar con la rolliza señora Lundberg, la encargada del almacén, y retirar su uniforme y el resto del equipo.
Su padre se había pasado el verano trabajando, firmemente aunque sin resultado, en la investigación de una serie de violentos atracos perpetrados en bancos y en oficinas de Correos de Ystad y sus inmediaciones. De vez en cuando, Linda lo oía hablar también de robos de grandes cantidades de dinamita en lo que parecía una operación bien planificada. Alguna noche, cuando su padre se había dormido, Linda echaba un vistazo a su bloc de notas y al archivador que contenía el material de la investigación, que solía llevarse a casa. Pero cuando la futura agente intentaba sonsacarle detalles sobre los casos de los que se ocupaba, él respondía siempre con evasivas. Linda no era aún policía y debía guardarse las preguntas hasta septiembre.
Quedaron atrás los calores del verano y, un día de agosto, su padre llegó a casa a primera hora de la tarde y le dijo que lo habían llamado de una inmobiliaria. Según le contó, el comercial estaba convencido de haber encontrado la casa que le convenía. Se hallaba cerca de la playa de Mossby, en una pendiente que desembocaba en el mar. Le preguntó a Linda si le apetecía acompañarlo a ver la casa; la joven llamó a Zebran, con la que había quedado, y aplazó su cita para el día siguiente.
Así, subieron al Peugeot de su padre y partieron en dirección oeste. El mar se presentaba gris aquel día, como un presagio del otoño que no tardaría en llegar.