46

Cuando se disponía a abrir la puerta, resbaló y se partió el labio al caer de bruces contra el suelo. Durante un segundo estuvo a punto de perder el conocimiento, pero logró ponerse en pie y tranquilizó con un gesto a la recepcionista, que acudía en su ayuda. Vio que tenía la mano llena de sangre, y se dirigió a los servicios de los vestuarios. Se lavó la cara, aguardó hasta que el labio dejó de sangrar, y al volver a recepción se encontró con Stefan Lindman, que acababa de cruzar la puerta y la miraba divertido.

—La familia apaleada —se burló—. Tu padre asegura que se golpeó contra una puerta. ¿Qué te ha pasado a ti? ¿Ha sido la misma puerta? A ver, ¿cómo vamos a llamaros cuando nos confunda el mismo apellido, Moratón y Labiopartido?

Linda se echó a reír y, al instante, la herida del labio se abrió de nuevo, de modo que tuvo que volver a los servicios, de donde regresó con una toalla de papel. Después, cruzaron juntos las puertas de acceso al pasillo que conducía a los despachos.

—La verdad es que le tiré a la cara una bandejita de cristal, así que, en su caso, no fue ninguna puerta.

—La gente suele contar hazañas de pesca —comentó Stefan Lindman—, y cada vez que se cuenta una de esas hazañas, los peces van aumentando de tamaño. Creo que con las heridas pasa lo mismo: se empieza hablando de una puerta y se acaba describiendo un enfrentamiento apoteósico. Así que no veo por qué una bandejita lanzada de forma poco honrosa por una mujer no puede transformarse en una puerta…

Ya ante la puerta del despacho del inspector, se detuvieron.

—¿Dónde está Anna?

—Pues parece que ha vuelto a desaparecer. No he conseguido localizarla.

Stefan Lindman llamó a la puerta.

—Será mejor que entres y se lo cuentes.

Su padre estaba sentado con los pies sobre la mesa, mordisqueando el extremo de un lápiz y, al verla, la miró inquisitivo.

—¿No ibas a buscar a Anna?

—Sí, eso creía yo, pero no la he encontrado.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que oyes. Que no está en su casa.

Kurt Wallander no logró ocultar su impaciencia. Entonces se percató de que ella tenía el labio hinchado. Linda, que lo vio venir, se preparó.

—¿Qué te ha pasado?

—Me resbalé cuando venía a la comisaría.

Su padre meneó la cabeza… y se echó a reír. Su habitual humor cáustico solía inclinar a Linda a evitar su compañía, pero, si bien era cierto que se alegraba al verlo de buen humor, no lo era menos que le desagradaba su risa, que sonaba como un relincho, por si fuera poco, estentóreo. Si se hallaban en algún local y él empezaba a reír, todo el mundo se volvía.

—¿Qué es lo que te hace tanta gracia?

—Tu abuelo se resbalaba cada dos por tres. No sé cuántas veces lo vi tropezar con latas de pintura, marcos viejos y todos los desechos que solía acumular a su alrededor. Me consta que Gertrud intentaba por todos los medios abrirle vías de acceso en el taller, pero no tardaba ni un día en volver a tropezar y caerse.

—Vamos que, según tú, lo he heredado de él.

El inspector arrojó el lápiz sobre la mesa y puso los pies en el suelo.

—¿Has llamado a Lund, a sus compañeros de piso? En algún lugar estará, digo yo.

—Pero no donde nos sea fácil encontrarla, así que no vale la pena buscarla por teléfono.

—Pero la has llamado al móvil, ¿verdad?

—No tiene móvil.

Aquella respuesta despertó su interés.

—¿Y por qué no tiene móvil?

—Porque no quiere.

—¿No habrá alguna otra razón?

Linda comprendió enseguida que sus preguntas tenían un sentido, que no obedecían simplemente a la curiosidad. En efecto, hacía varias semanas, una noche en que se sentaron a cenar en el balcón, estuvieron hablando hasta tarde y comparando la época actual con la de diez o veinte años atrás. Él sostenía que las dos diferencias más significativas venían reflejadas por algo que había surgido y por algo que había desaparecido. Y le pidió a Linda que adivinase de qué se trataba. No le costó mucho deducir que lo que había surgido eran los teléfonos móviles; sin embargo, le resultó más difícil caer en la cuenta de cuál era la otra diferencia: que en la actualidad había muchos menos fumadores que antes.

—Todo el mundo tiene un móvil —prosiguió su padre—, sobre todo los jóvenes. Pero Anna Westin no. ¿Cómo te lo explicas? ¿Cómo lo explica ella?

—No lo sé. Según Henrietta, es porque no quiere estar localizable a todas horas.

Kurt Wallander reflexionó un instante.

—¿Estás segura de que eso es cierto? ¿No será más bien que sí tiene un móvil, pero te lo ha ocultado?

—Tú lo has dicho: si me lo ha ocultado, no puedo saber que tiene móvil.

—Eso es, sí.

El inspector se inclinó sobre el teléfono de su escritorio y marcó la extensión de Ann-Britt Höglund para pedirle que acudiese a su despacho. Medio minuto más tarde, la agente aparecía en la puerta. Linda pensó que parecía cansada y, además, desaliñada: iba despeinada y llevaba la camisa sucia. Le recordó a Vanja Jorner, con la única diferencia de que Ann-Britt Höglund no estaba tan obesa como la hija de Birgitta Medberg.

Linda oyó cómo su padre le pedía que investigase si existía algún número de móvil a nombre de Anna Westin, y se mostró irritado porque a ella no se le hubiese ocurrido.

Ann-Britt Höglund se marchó dispuesta a obedecer, no sin antes dedicarle a Linda una sonrisa que más parecía un mohín.

—No le gusto a esa mujer —declaró Linda.

—Si no recuerdo mal, ella tampoco te caía muy bien a ti. Yo creo que estáis en paz. Hasta en las comisarías pequeñas como ésta, no todo el mundo le cae bien a todo el mundo. —Su padre se levantó—. ¿Un café?

Los dos se dirigieron al comedor, donde el inspector no tardó en enzarzarse en una crispada discusión con Nyberg. Linda no consiguió comprender del todo el motivo. En éstas, entró Martinson blandiendo un papel.

—Ulrik Larsen —anunció—, el hombre que te asaltó para robarte en Copenhague.

—No —corrigió Linda—. No me atacó para robarme, sino para amenazarme y advertirme que no fuera por ahí preguntando por un hombre llamado Torgeir Langaas.

—Sí, eso era precisamente lo que iba a decir —afirmó Martinson—. Ulrik Larsen se ha retractado de su primera versión. El problema es que no ha ofrecido una nueva. Se niega a admitir que te amenazase, y sostiene que no conoce a nadie llamado Torgeir Langaas. Los colegas daneses están convencidos de que miente, pero no logran arrancarle la verdad.

—¿Y eso es todo?

—No exactamente, pero prefiero que Kurre escuche el resto.

—Pues que no te oiga llamarlo Kurre —lo previno Linda—. Detesta que lo llamen así.

—¿Crees que no lo sé? —preguntó Martinson—. Le gusta tanto como a mí cuando me llaman Marta.

—¿Y quién te llama Marta?

—Mi mujer, cuando se enfada conmigo.

La disputa que había estallado en un rincón del comedor tocó a su fin. Martinson le contó lo que ya le había revelado a Linda.

—Hay algo más —aseguró para terminar— y, ciertamente, de lo más extraño. Como es natural, los colegas daneses han buscado a conciencia el nombre de Ulrik Larsen en los registros. Y resulta que es todo lo contrario de un delincuente: treinta y siete años, aparentemente muy honrado, casado, con tres hijos y con una profesión que no es la primera en la que uno piensa cuando se enfrenta a personas que tienen problemas con la justicia.

—¿Ah, no? ¿Y a qué se dedica? —quiso saber Kurt Wallander.

—Es sacerdote.

Todos los colegas que se encontraban en el comedor clavaron en Martinson una mirada atónita.

—¡¿Sacerdote?! —exclamó Stefan Lindman—. ¿Qué clase de sacerdote? Yo creía que era toxicómano.

Martinson ojeó los papeles que sostenía en la mano.

—Al parecer, cuando lo detuvieron se hizo pasar por toxicómano, pero es sacerdote de la iglesia estatal danesa. Es pastor de una congregación de Gentofte. Creo que ha generado un buen alboroto en la prensa: un pastor sospechoso de robo y agresión…

Se hizo un gran silencio.

—Ahí lo tenemos otra vez —observó Kurt Wallander—. La religión, la iglesia. Ese Ulrik Larsen es importante. Alguien tiene que ir a Copenhague para colaborar con los colegas daneses. Quiero saber de qué modo encaja el pastor en toda esta confusión.

—Si es que encaja —puntualizó Stefan Lindman.

—Encaja, te lo digo yo. Sólo tenemos que averiguar cómo. Díselo a Ann-Britt.

En ese momento sonó el móvil de Martinson. Éste escuchó con atención y apuró el café de un trago.

—Bien, Noruega ha despertado —declaró—. Hemos recibido material sobre Torgeir Langaas.

—Estupendo. Lo estudiaremos aquí mismo —propuso Kurt Wallander.

Martinson regresó con varios documentos, entre ellos una reproducción bastante borrosa de una fotografía.

—Está tomada hace más de veinte años —leyó Martinson—. Es alto, más de uno noventa.

Todos se inclinaron sobre la desdibujada imagen. «¿Habré visto yo a este hombre con anterioridad?», se preguntó Linda. Pero no estaba segura.

—¿Qué dice? —preguntó Kurt Wallander.

Linda notó que la impaciencia de su padre crecía por minutos. «Le ocurre lo que a mí», constató Linda. «El desasosiego y la impaciencia van de la mano».

—Encontraron a nuestro Langaas tan pronto como empezaron a buscar. La cosa tendría que haber ido más rápido, pero el responsable traspapeló nuestra petición, pese a que era urgente. En otras palabras, la policía de Oslo tiene los mismos problemas que nosotros: aquí desaparecen las grabaciones de las llamadas de alarma, y en Oslo, nuestra respetuosa solicitud. Pero al final acabó bien. Torgeir Langaas consta en sus archivos como un antiguo caso sujeto a vigilancia —sintetizó Martinson.

—¿Qué hizo? —quiso saber Kurt Wallander.

—No vas a creerme si te lo digo.

—¡A ver!

—Torgeir Langaas desapareció de Noruega sin dejar rastro hace diecinueve años.

Todos se miraron perplejos. Linda pensó que era como si las paredes mismas de la sala contuviesen la respiración. Miró a su padre, que se encogió en la silla, como preparándose para lanzarse a la carrera.

—¡Vaya, otro que desaparece! Todo en este caso parece girar en torno a las desapariciones.

—Y a los regresos —precisó Stefan Lindman.

—O resurrecciones —remató Kurt Wallander.

Martinson siguió leyendo, más despacio ahora, como si temiese que estallase alguna mina oculta entre las palabras: Torgeir Langaas era un rico heredero del propietario de una naviera. Y, de repente, desapareció. En un principio, nadie sospechó que hubiera cometido ningún delito, pues le había dejado una carta a su madre, Maigrim Langaas, en la que juraba y perjuraba que no sufría depresión y que no tenía la intención de suicidarse, pero que se marchaba porque, leo textualmente, así que disculpad mi noruego, «no lo soporto más».

—¿Y qué es lo que no podía soportar? —le interrumpió de nuevo Kurt Wallander.

A Linda le dio la sensación de que la impaciencia y el desasosiego revoloteaban ante las narices de su padre como un humo invisible.

—Eso no lo dice. Pero se marchó, tenía bastante dinero en varias cuentas, aquí y allá. Los padres pensaron que aquella pequeña rebelión no tardaría en pasar. ¿Quién es capaz, en realidad, de decir «no, gracias» a una gran fortuna? Llevaba ya dos años fuera cuando los padres denunciaron su desaparición. La razón que adujeron, según reza aquí, el 12 de enero de 1984, fecha en la que presentaron la denuncia, fue que había dejado de escribirles, que llevaba cuatro meses sin dar señales de vida y que había vaciado sus cuentas bancarias. Y ése es el último rastro que hay de Torgeir Langaas, hasta ahora. Adjuntan un comentario de un policía llamado Hovard Midtstuen que afirma que la madre de Torgeir Langaas murió el año pasado, pero que su padre aún vive. Sin embargo, y vuelvo a citar, «sus facultades físicas y mentales están muy mermadas, tras un ictus sufrido en mayo de este año». —Martinson dejó los papeles sobre la mesa—. Hay más información, pero esto es lo más importante.

Kurt Wallander alzó la mano.

—¿Dice desde qué lugar envió la última carta? ¿Y cuándo quedaron vacías sus cuentas definitivamente?

Martinson hojeó el montón de papeles, sin hallar nada al respecto. Kurt Wallander echó mano del teléfono.

—¿Cuál es el número de teléfono de ese tal Midtstuen?

El inspector fue marcando los números mientras Martinson los leía en voz alta. Todos aguardaron expectantes. Tras unos minutos, lo pasaron desde la centralita al despacho de Hovard Midtstuen. Kurt Wallander formuló sus dos preguntas, dio su número de teléfono y colgó.

—Dice que no le llevará más que unos minutos —aclaró—, de modo que esperaremos.

Hovard Midtstuen le devolvió la llamada diecinueve minutos más tarde. Entre tanto, nadie pronunció una sola palabra. Sólo sonó un móvil, el de Kurt Wallander, que al comprobar el número que aparecía en la pantalla, optó por no contestar. Linda tuvo la certeza, sin saber por qué, de que el número correspondía al teléfono de Nyberg. Cuando por fin sonó el teléfono, Kurt Wallander agarró el auricular y se apresuró a garabatear datos en un bloc. Tras darle las gracias al colega noruego, colgó con un sonoro golpe y gesto triunfal.

—¡Bien! —celebró—. Ahora parece que algo empieza a cuadrar.

Para demostrarlo, leyó en voz alta sus notas: la última carta de Torgeir Langaas tenía matasellos de Cleveland, Ohio, Estados Unidos, que también fue el lugar donde se pulió el dinero que le quedaba y canceló sus cuentas bancarias.

Dicho esto, dejó caer el bloc sobre la mesa. Varios de los presentes seguían sin comprender. ¿Qué era lo que cuadraba? Pero Linda sí lo entendió.

—La mujer que encontraron muerta en la iglesia de Frennestad procedía de Tulsa —les recordó—, pero había nacido en Cleveland, Ohio.

Un pesado silencio se hizo en la sala.

—De todas maneras, sigo sin entender qué ocurre —confesó Kurt Wallander—. Pero hay algo de lo que no me cabe la menor duda: la amiga de Linda, Zeba, o Zebran, como ellas la llaman, se encuentra en grave peligro. Y quizá también Anna Westin lo esté. —Hizo una pausa, antes de proseguir—: Incluso cabe la posibilidad de que sea Anna Westin quien constituya el peligro. Por eso ellas son ahora nuestra prioridad.

Habían dado las tres de la tarde. Linda, presa de un extraño temor, trató de concentrarse en Zebran y en Anna. Una idea rozó veloz su cerebro antes de desaparecer. Dentro de tres días, empezaría a trabajar como policía. Pero ¿sería capaz de ello si a Zebran o a Anna les ocurría algo? Por desgracia, no tenía respuesta para aquella pregunta.