45

Ante la puerta del apartamento de Anna, Linda pensaba en si debería abrirla de una patada. Pero ¿para qué? ¿Qué esperaba encontrar allí? Desde luego, no a Zebran, que era la única que le importaba en aquel momento. Porque comprendía lo que había sucedido, aunque no pudiese expresarlo con palabras. Empezó a transpirar un sudor frío. Rebuscó en sus bolsillos, pese a que sabía que no conservaba las llaves del apartamento de Anna; sólo tenía las del coche. «Pero ¿de qué me sirven?», se preguntó. «¿Adónde podría ir? Eso si el coche sigue aquí, claro». Bajó al patio y vio el vehículo aparcado. Se esforzaba por pensar, pero el miedo le bloqueaba la mente. Primero había sido Anna la fuente de preocupación; después, ella regresó. Y ahora desaparecía Zebran, y temía por ella. De repente supo qué la desconcertaba. Se trataba de Anna. Al principio, sintió miedo por lo que hubiese podido sucederle; en cambio, ahora temía lo que Anna pudiese hacer.

Propinó una patada a una piedra con tanta fuerza que se hizo daño en el pie. «Todo esto son figuraciones mías», trató de calmarse. «¿Qué podría hacer Anna?». Echó a andar hacia la casa de Zebran pero, tras recorrer unos metros, se dio la vuelta y fue a buscar el coche de Anna. En otras circunstancias, habría dejado una nota avisando de que lo tomaba prestado, pero ahora no tenía tiempo que perder. De modo que se dirigió a la casa de Zebran a toda velocidad. La vecina estaba fuera con el pequeño, pero su hija, una adolescente, reconoció a Linda y le dio las llaves del apartamento de Zebran. Linda entró, cerró la puerta y volvió a inspirar aquel olor tan extraño. «¿Por qué a nadie se le ha ocurrido investigarlo?», se lamentó. «Tal vez sea algún somnífero».

Linda se hallaba en el centro de la sala de estar. Se movía sin hacer el menor ruido, respiraba lentamente, como si quisiese engañar a las paredes y hacerles creer que estaban vacías. Y pensó: Alguien se presenta ante el apartamento. Zebran no suele echar la llave, de modo que ese alguien abre la puerta y entra. El niño está en casa y lo ve todo. Pero no habla, no puede contar lo sucedido. A Zebran le administran un somnífero y se la llevan; el pequeño empieza a llorar y a gritar, y la vecina entra en escena.

Linda echó un vistazo a su alrededor. «¿Cómo podría encontrar pistas?», se preguntó. «Lo único que veo es un apartamento vacío, y ese vacío nada me dice». Se obligó a pensar hasta que consiguió, al menos, formular la que debería ser la pregunta más importante: ¿quién podía saber algo? El niño lo había visto todo, pero todavía no hablaba. En el entorno de Zebran nadie podía aportar información, de modo que debía acudir a Anna. ¿Quién había en su entorno? La respuesta era obvia: su madre, Henrietta, de la que ella ya había empezado a sospechar. ¿Qué había pensado la primera vez que la visitó? Que no decía la verdad, que sabía por qué había desaparecido Anna, y que por ese motivo no estaba preocupada.

En un arrebato de ira por no haber profundizado en lo que sospechó en su día, propinó una patada a una silla. Un vivo dolor en el pie vino a sumarse al que ya sentía. Salió del apartamento. Jassar estaba barriendo la acera ante su tienda.

—¿La has encontrado?

—No. ¿Recuerdas algo más?

Jassar lanzó un suspiro.

—Nada. Mi memoria no es muy buena, pero estoy seguro de que Zebran iba abrazada a ese hombre.

—No —replicó Linda, movida por la repentina necesidad de defender a Zebran—. No iba abrazada, iba anestesiada. A ti te pareció que se abrazaba a un hombre, pero estaba drogada.

Jassar la miró angustiado.

—Puede que tengas razón —admitió el hombre—. Pero ¿ocurren cosas así en una ciudad como Ystad?

Linda no oyó la última frase de Jassar: cruzaba ya la calle en dirección al coche, resuelta a ir a casa de Henrietta. Acababa de poner en marcha el motor cuando sonó el móvil. Era de la comisaría, pero no el número directo de su padre. Dudó un segundo antes de contestar: era Stefan Lindman. Se alegró al oír su voz.

—¿Dónde estás?

—En el coche.

—Tu padre me ha pedido que te llame. Se pregunta dónde te metes y dónde está tu amiga Anna Westin.

—No la he encontrado.

—¿Qué quieres decir?

—¿Y tú qué crees? Fui a su casa, pero no estaba. Intento adivinar dónde puede haberse metido. Cuando la encuentre, la llevaré a la comisaría.

«¿Por qué no le digo la verdad?», se preguntó. «¿Será algo que aprendí en casa, de unos padres que nunca decían toda la verdad, sino que siempre se andaban con rodeos?».

Como si él le hubiese leído el pensamiento, preguntó:

—¿Todo va bien?

—Aparte de que no he encontrado a Anna, sí, todo bien.

—¿Necesitas ayuda?

—No.

—Bueno, no ha sonado muy convincente. Recuerda que aún no eres policía.

—¿Cómo voy a olvidarlo si todo el mundo me lo recuerda constantemente? —estalló, y dio por terminada la conversación.

Apagó el móvil y lo arrojó al asiento del acompañante. Tras girar en una esquina, frenó el coche y volvió a encender el móvil. Después condujo en dirección a la casa de Henrietta. Había empezado a soplar un viento frío cuando salió del coche. Mientras caminaba, miró hacia el lugar en que había pisado el cepo. Más allá, en uno de los caminos que serpenteaban por entre las plantaciones y campos de Escania, un hombre quemaba rastrojos junto a un coche. Las rachas de viento iban desgajando el humo de la hoguera.

Linda notó que se acercaba el otoño. Esperaba ansiosa que llegaran las heladas. Entró en el jardín y llamó a la puerta. El perro empezó a ladrar. Linda respiró hondo y estiró los brazos, como preparándose para tomar la salida en una carrera. Henrietta le abrió la puerta y la recibió con una sonrisa. Linda se puso en guardia enseguida; le dio la sensación de que estaba esperándola o de que, al menos, no se sorprendía en absoluto. Observó además que iba maquillada, como si se hubiese arreglado para recibir a alguien o que quisiera ocultar su palidez.

—¡Vaya, no me lo esperaba! —exclamó Henrietta al tiempo que se hacía a un lado para dejarla pasar.

«Seguro que sí», ironizó Linda.

—Siempre eres bienvenida a esta casa. Entra y siéntate.

El perro la olisqueó un instante y fue después a tumbarse en su cesta. Linda oyó suspirar a alguien. Miró a su alrededor, pero no vio a nadie más. Los suspiros parecían atravesar los gruesos muros de piedra. Enseguida apareció Henrietta con un termo de café y dos tazas.

—¿Qué es ese ruido? —quiso saber Linda—. Parecen suspiros.

—Sí, estaba escuchando una de mis primeras composiciones. Es de 1987, un concierto para cuatro voces suspirantes y percusión. ¡Fíjate, escucha!

La mujer dejó la bandeja sobre la mesa y alzó la mano. Linda escuchaba. Era un solo de una mujer que suspiraba.

—Ésa es Anna —aclaró Henrietta—. Conseguí convencerla de que colaborase porque sus suspiros son muy melódicos. Además, transmiten dolor y fragilidad de modo muy convincente. Cuando habla, siempre lo hace con un eco de vacilación, lo que nunca le ocurre cuando suspira.

Linda seguía escuchando. La idea de grabar suspiros para después componer algo que pudiera llamarse música le resultaba espeluznante. El estruendo de un tambor interrumpió sus pensamientos. Henrietta se acercó al reproductor y lo apagó. Las dos mujeres se sentaron. El perro había empezado a roncar y aquel sonido devolvió a Linda a la realidad.

—¿Sabes dónde está Anna?

Henrietta se miró las uñas antes de alzar la vista al rostro de Linda, que atisbó cierta inseguridad en su mirada. «Lo sabe», constató Linda. «Sabe dónde está y va a negarlo».

—Es curioso —comenzó Henrietta—. Siempre me decepcionas: creo que vienes a verme a mí y luego resulta que lo que quieres es pedirme explicaciones de dónde está mi hija.

—¿Sabes dónde está?

—No.

—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con ella?

—Me llamó ayer.

—¿Desde dónde?

—Desde su casa.

—¿No te llamó desde un móvil?

—No tiene móvil, supongo que ya lo sabes. Es de esa clase de personas que se resisten a la tentación de estar siempre localizables.

—Es decir, que estaba en casa, ¿no?

—¿Es esto un interrogatorio?

—Quiero saber dónde está Anna. Y quiero saber qué está haciendo.

—Pues lo siento, pero no sé dónde está mi hija. Tal vez en Lund, por sus estudios de medicina; como ya sabrás, estudia medicina.

«Me parece que no», replicó Linda para sus adentros. «Pero tal vez Henrietta no sepa que Anna ha abandonado sus estudios. Y yo podría dejarme caer con ese triunfo. Pero todavía no. Lo dejaré para más adelante». Optó por tomar otro camino.

—Tú conoces a Zebran, ¿verdad?

—Te refieres a Zeba, ¿no?

—Bueno, nosotras la llamamos Zebran. Resulta que ha desaparecido. Igual que desapareció Anna.

Henrietta no se conmovió; su rostro, sin alterarse en absoluto, no dejó traslucir la menor emoción. Linda se sintió como si estuviese en el ring de boxeo y, de pronto, hubiese caído derribada por un golpe inesperado. Ya le había sucedido en la Escuela Superior de Policía: estaban boxeando y, de pronto, se vio en el suelo, sin saber cómo había ido a parar allí.

—Bueno, tal vez regrese, al igual que hizo Anna, ¿no crees?

En esa respuesta Linda intuyó, más que vio, una posibilidad, y la aprovechó para lanzarse con los puños en alto.

—¿Por qué no me dijiste la verdad? ¿Por qué no confesaste que sabías dónde estaba Anna?

Fue un golpe duro e hizo que pequeñas gotas de sudor surgiesen, como de la nada, de la frente de Henrietta.

—¿Estás diciendo que te mentí? Si es así, te ruego que te marches. No quiero tener en mi casa a gente así. Me envenenas; y así no podré trabajar y la música morirá.

—En efecto, estoy diciendo que mientes. Y no pienso marcharme de aquí hasta que no hayas contestado a mis preguntas. Tengo que saber dónde está Zebran. Creo que la amenaza un grave peligro. Y Anna, de algún modo, está implicada en todo esto. Tal vez tú también lo estés, aunque no sé hasta qué punto. Pero no me cabe la menor duda de que tú sabes más de lo que finges saber.

—Márchate de aquí ahora mismo. Yo no sé nada —gritó Henrietta, fuera de sí.

El perro se levantó raudo de la cesta y empezó a ladrar.

Henrietta se puso de pie, fue hasta una ventana, la abrió con gesto ausente y volvió a cerrarla de nuevo para, finalmente, dejarla entreabierta. Linda no sabía cómo continuar, pero tenía muy claro que, esta vez, no podía dejar que se le escabullese. Henrietta se calmó por fin y se dio media vuelta. No quedaba ni rastro de su amabilidad inicial.

—Siento haber perdido el control, pero no me gusta que me acusen de mentirosa. No sé dónde está Zebran. Tampoco entiendo por qué dices que Anna tiene algo que ver con su desaparición.

Linda comprendió que Henrietta estaba, en verdad, indignada. Y si no lo estaba, lo simulaba muy bien. No llegaba a gritar, pero su voz sonaba como un rugido, y no había vuelto a sentarse, sino que seguía de pie junto a la ventana.

—La noche en que pisé la trampa para zorros, ¿con quién estabas hablando?

—¡Vaya!, ¿así que me espiabas?

—Puedes llamarlo como quieras. ¿Por qué crees, si no, que estaba aquí? Quería saber por qué no me habías dicho la verdad cuando te pregunté por Anna.

—El hombre que estaba aquí conmigo había venido para hablar de una pieza musical.

—No —rechazó Linda forzándose a sí misma a darle un tono de serenidad a su respuesta—. Era otra persona.

—¿Una vez más me acusas de estar mintiendo?

—Sé que estás mintiendo.

—Yo siempre digo la verdad —aseguró Henrietta—. Sólo que a veces contesto con evasivas, pues deseo proteger mis secretos.

—Bien, tú lo llamas evasivas, yo lo llamo mentiras. Yo sé quién estuvo aquí.

—¿Ah, sí? —Henrietta volvía a hablar con voz chillona.

—Pues sí. O era el padre de Anna, o un hombre llamado Torgeir Langaas.

Henrietta dio un respingo.

—¿Torgeir Langaas? —bramó—. ¿O el padre de Anna? ¿Por qué iban a estar aquí? No conozco a ese tal Torgeir Langaas. Y el padre de Anna lleva veinticuatro años desaparecido. Debe de estar muerto y yo no creo en fantasmas. Torgeir Langaas, ¿qué nombre es ése? Te lo repito: no conozco a nadie con ese nombre y el padre de Anna está muerto, no existe, Anna tiene alucinaciones. Ella está en Lund y no tengo ni idea de adónde puede haber ido Zebran.

Henrietta se dirigió a la cocina y regresó con un vaso de agua. Después, retiró unas casetes que había sobre la silla situada frente a Linda y se sentó en ella. Linda se volvió para poder verle el rostro y comprobó que estaba sonriendo y, cuando empezó a hablar de nuevo, adoptó un tono suave, apacible, casi cauteloso.

—Lo siento, no era mi intención perder los nervios.

Linda la miró. Una alarma se disparó en su interior. Debía caer en la cuenta de algún detalle, pero no se le ocurría qué podía ser. Al mismo tiempo, comprendió que la conversación había fracasado. Lo único que había logrado era que Henrietta se cerrase en banda. «Aquí hacen falta policías expertos», se dijo al tiempo que se arrepentía de lo que acababa de hacer. Su padre, o quienquiera que interrogase a Henrietta la próxima vez, lo tendría más crudo para sonsacarle lo que la mujer, a todas luces, no deseaba contar.

—¿Hay algo más sobre lo que creas que estoy mintiendo?

—Verás, lo cierto es que no creo casi nada de lo que me dices. Pero no puedo impedir que me mientas. Sólo quiero que comprendas que he venido a verte porque estoy preocupada por Zebran, tengo miedo de que le ocurra algo.

—¿Y qué iba a ocurrirle?

Linda tomó la determinación de decirle la verdad.

—Creo que hay alguien, quizá varias personas, que están dedicándose a matar a mujeres que han abortado. Zebran abortó una vez. La mujer que murió en la iglesia lo había hecho también. Habrás oído hablar del caso, supongo.

Henrietta se quedó inmóvil, y Linda tomó su actitud por una confirmación.

—¿Y qué pinta Anna en todo ese asunto?

—No lo sé. Pero tengo miedo.

—¿Miedo de qué?

—De que alguien mate a Zebran y de que ocurra algo en lo que Anna esté implicada.

En ese momento, el rostro de Henrietta sufrió una pequeña alteración, fugaz, muy leve, pero que Linda percibió. Incapaz, no obstante, de interpretarla, pensó que ya no avanzaría más y se inclinó para tomar su cazadora, que había dejado en el suelo. Sobre la mesa que tenía a su lado había un espejo colgado en la pared. Linda echó una ojeada y entrevió el rostro de Henrietta, que no la miraba a ella, sino más allá, en dirección a la ventana entreabierta. Fue una mirada furtiva, que Henrietta rectificó enseguida para volver a posarla sobre Linda.

Mientras se incorporaba, con la cazadora en la mano, comprendió qué había estado mirando Henrietta. La ventana entreabierta.

Linda se puso de pie y empezó a ponerse la cazadora mientras se volvía hacia la ventana. No había nadie al otro lado, pero estaba segura de que lo había habido. Permaneció un segundo inmóvil, con un brazo en la manga de la cazadora. La voz chillona de Henrietta, la ventana que la mujer había abierto como por casualidad, las repeticiones del nombre que Linda había mencionado y la insistencia de Henrietta en que no conocía a nadie con ese nombre… Terminó de ponerse la cazadora sin atreverse a mirar a Henrietta a la cara, pues temía que ésta leyese el temor en su rostro.

Linda apretó el paso hacia la puerta y acarició al perro. Henrietta la había seguido.

—Siento no poder ayudarte.

—Sí que puedes —repuso Linda—. Pero has optado por no hacerlo.

Dicho esto, abrió la puerta y salió. Dobló la esquina de la casa, mirando a su alrededor. No vio a nadie. «Sin embargo, hay alguien», se dijo, «alguien que está viéndome a mí y, sobre todo, alguien que oyó lo que decía Henrietta. Y ella repitió mis palabras, de modo que quien estaba al otro lado de la ventana sabe ahora lo que yo sé, mis sospechas y mis temores».

Se apresuró en dirección al coche. Tenía miedo, y no dejaba de pensar en que, una vez más, había actuado de forma errónea. En efecto, en el momento en que se agachó para acariciar al perro, en ese preciso momento tenía que haber empezado a interrogar a Henrietta en serio. Pero, en lugar de hacerlo, se había ido.

Se alejó de allí sin dejar de mirar por el espejo retrovisor. Veinte minutos más tarde, entraba en el aparcamiento de la comisaría. El viento soplaba ahora con fuerza. Encogida de frío, se apresuró en llegar a la puerta del edificio.