30
Él siempre elegía con sumo cuidado los lugares donde desarrollar las ceremonias. Había aprendido eso durante la huida o, más bien, durante lo que debía llamar su solitaria salida de Jonestown. En aquella época se preguntaba constantemente dónde podría descansar, en qué lugar se sentiría más seguro; entonces en su mundo no había ceremonias. Éstas nacieron después, cuando hubo reencontrado a Dios, que, por fin, podía ayudarle a llenar el vacío que amenazaba con devorarlo por dentro.
Fue por aquel entonces, tras llevar muchos años viviendo con Sue-Mary, cuando su constante búsqueda de lugares en que sentirse protegido terminó convirtiéndose en uno de los pilares de la religión que estaba construyendo. Las ceremonias eran sus señas de identidad, una especie de pileta para la purificación diaria en la que él podía refrescar su frente y prepararse para recibir el mensaje que Dios quería enviarle y las instrucciones de la misión que lo aguardaba. Ahora revestía aun mayor importancia el hecho de no cometer el mínimo error a la hora de elegir los lugares en los que adoctrinaría a sus colaboradores y los instruiría acerca de sus cometidos.
Y todo había ido bien hasta aquel momento, hasta el día en que se produjo aquel desafortunado suceso, cuando una mujer que andaba sola encontró uno de sus escondites y Torgeir, uno de sus primeros discípulos, la mutiló.
«Nunca he entrevisto toda la debilidad de Torgeir», se lamentó. «Aquel hijo de armador tan consentido al que recogí de la calle en Cleveland tiene un temperamento que nunca lograré controlar. Le he enseñado tanto a ser dulce como a mostrar una paciencia infinita. Lo he dejado hablar, lo he escuchado. Pero en lo más hondo de su ser se ocultaba una ira contenida que no he sabido detectar».
Había intentado que Torgeir le explicase por qué lo invadió una cólera tan insensata cuando la mujer llegó caminando por el sendero y abrió la puerta de la cabaña. Ya habían considerado la posibilidad de que aquello ocurriese; un sendero que nunca nadie utilizaba podía empezar a ser transitado de nuevo. Debían estar siempre preparados para lo imprevisible. Pero Torgeir no había podido darle una respuesta satisfactoria. Él le preguntó si un repentino pánico había hecho presa en él. Pero Torgeir no respondía. No había respuestas. Tan sólo la constatación de que Torgeir no había puesto por completo su vida en sus manos. Habían acordado que si algún desconocido irrumpía inesperadamente en sus escondites, se comportarían con amabilidad; después, abandonarían rápidamente el escondite. Pero Torgeir había reaccionado de un modo totalmente opuesto a lo acordado, como si en su cerebro se hubiese producido un cortocircuito. En lugar de mostrarse amable, había recurrido al uso de su hacha y de una violencia desenfrenada. Por si fuera poco, era incapaz de explicar por qué había seccionado el cuerpo de aquella mujer, y qué lo movió a conservar su cabeza y a entrelazar sus manos como si estuviese orando. Después, metió el resto del cuerpo en un saco, le ató una piedra, se quitó la ropa, se sumergió en las aguas del mar y nadó con el saco hasta la poza más próxima, donde lo dejó hundirse.
Torgeir era un hombre fuerte. Eso fue lo primero que notó el día en que se lo encontró arrastrándose por la acera de uno de los peores barrios de Cleveland. Él estaba ya a punto de alejarse cuando creyó oír que el hombre lanzaba una queja. Así que se detuvo y se inclinó sobre él. Le pareció que hablaba en danés, quizás en noruego. Y comprendió que Dios había puesto a aquel hombre en su camino. Torgeir Langaas estaba a punto de morir. El médico que lo examinó más tarde, y que le recomendó el programa de rehabilitación que lo curaría, fue muy explícito. En et cuerpo de Torgeir Langaas no cabían ya más alcohol ni más drogas. Su excelente constitución física lo había salvado, pero sus órganos agotaban ya las últimas reservas. Tal vez su cerebro estuviese irreversiblemente dañado, y no era seguro que se recuperase de su amnesia parcial.
Aún recordaba con claridad aquel instante en la calle de Cleveland, el día en que un vagabundo de nacionalidad noruega llamado Torgeir Langaas lo miró con los ojos tan enrojecidos que las pupilas semejaban las de un perro rabioso. Pero lo decisivo no fue su mirada, sino sus palabras. A la luz del perturbado cerebro de Torgeir Langaas, fue el mismo Dios quien se inclinó sobre él. Torgeir lo agarró entonces por la cazadora con su mano nervuda y dirigió su terrible aliento hacia el rostro de su nuevo salvador.
—¿Tú eres Dios? —le preguntó.
Tras un instante, como si todo lo que, hasta aquel momento, había estado confuso en su vida, sus fracasos, sus sueños y también sus esperanzas, se hubiese reducido a un solo punto, él respondió:
—Así es. Yo soy tu dios.
No obstante, dudó. Su primer discípulo podía, ciertamente, ser uno de los más descarriados. Pero ¿qué clase de persona era? ¿Y cómo había llegado a aquella situación?
Se marchó de allí, pues, y abandonó a Torgeir Langaas cuando no conocía ni su nombre; lo único que sabía de él era que se trataba de un borracho noruego que, por alguna razón, yacía medio inconsciente en una sucia calle de Cleveland. Pero la curiosidad no le dio tregua, de modo que al día siguiente volvió a los barrios bajos. Pensó entonces que la experiencia se asemejaba a un descenso a los infiernos. A su alrededor bullía un hormiguero de almas perdidas sin remedio. Se puso a buscar al hombre y, en varias ocasiones, estuvo a punto de ser atacado y robado, hasta que, finalmente, un anciano, que tenía una hedionda herida llena de pústulas en el lugar en que un día tuviera la oreja derecha, le contó que un noruego de grandes manos solía protegerse de la lluvia y de la nieve en el interior de un viejo tubo oxidado de los que se utilizan en la construcción de puentes. Y allí lo encontró. Torgeir Langaas estaba durmiendo: roncaba, apestaba y tenía el rostro plagado de heridas y de pústulas infectadas. Del bolsillo de su chaqueta sacó una pequeña funda de plástico doblada por la mitad en la que el hombre guardaba su pasaporte noruego: había caducado hacía ya siete años. En el espacio reservado para la profesión se leía «skipsreder», es decir, en noruego, armador de barcos. Aquello le llamó la atención, y su curiosidad se acrecentó cuando, en la misma funda, halló un certificado bancario. Devolvió los documentos a su lugar, no sin antes haber memorizado el número de pasaporte, y abandonó el tubo.
Sue-Mary tenía un hermano, Jack, que llevaba una doble vida muy singular. En efecto, los fines de semana daba clases en una escuela dominical; los días laborables, trabajaba como corredor de fincas en una de las inmobiliarias de mayor renombre de Cleveland, y el resto de su tiempo lo dedicaba a falsificar documentos para la chusma local. De ahí que, al día siguiente, fuera a buscarlo a la escuela dominical para preguntarle si podía ayudarle a obtener cierta información sobre el noruego que se había cruzado en su camino.
—Es por ayudar a un hermano necesitado —explicó.
—La verdad, no es fácil acceder a la información de pasaportes de las embajadas europeas —admitió Jack—. Pero, precisamente por eso, creo que es un reto digno de mí.
—Ni que decir tiene que te pagaré.
Jack sonrió. Sus dientes, muy blancos, casi habían perdido el brillo, de modo que su aspecto recordaba al de la tiza.
—No pienso cobrarle al hombre de Sue-Mary —contestó—. Aunque considero que deberíais casaros. El pecado no aumenta ni disminuye con los años, pero sigue siendo igual de execrable.
Tres semanas después, Jack apareció con datos sorprendentes. Sin embargo, él jamás le preguntó cómo los había obtenido.
—El reto ha merecido la pena. Sobre todo cuando logré descifrar todos los códigos y entrar en la más secreta de las cámaras de Noruega.
Aún recordaba cómo abrió el sobre mientras se dirigía a la butaca que había junto a la chimenea, donde solía entregarse a sus meditaciones y a sus lecturas. Se dejó caer en la butaca y empezó a ojear los documentos. Sin embargo, se detuvo enseguida, encendió la luz, pese a que aún era a primera hora de la tarde, y se aplicó a leer la fragmentaria, pero no por ello menos interesante, biografía de Torgeir Langaas.
Había nacido en Bærum en 1948, y era el heredero de la gran naviera Langaas, compañía especializada en el transporte de petróleo y vehículos. La naviera Langaas procedía de una escisión, fruto de un conflicto, de la célebre naviera Refsvold. Un buen día, Anton Helge Langaas, el padre de Torgeir, bajó a tierra después de haber conocido a fondo el mundo naviero desde distintos puentes de mando. Se ignoraba de dónde procedía su capital y la enorme cartera de acciones gracias a las cuales pudo obligar al reacio consejo de administración de Refsvold a cederle un puesto en su mesa. Durante el conflicto, la familia Refsvold difundió el rumor de que la fortuna de Anton Helge Langaas tenía su origen en escabrosos negocios con los nazis alemanes. Se murmuraba que había habilitado vías de escape ilegales que ayudaron a los criminales de guerra nazis a escapar en submarinos que, por las noches, entraban en el estuario de La Plata, entre Argentina y Uruguay, para dejar su carga de comandantes de campos de concentración y torturadores profesionales. No obstante, nada se pudo demostrar; la familia Refsvold tenía sus muertos bien escondidos en el armario.
Anton Helge Langaas había esperado para casarse hasta que su naviera, que se distinguía por una bandera roja y verde adornada con un pez volador, estuviese bien establecida y gozase de buena salud económica. En un gesto de desprecio por lo que se llamaba la nobleza de las navieras, se buscó una esposa en el punto de Noruega más alejado del mar: un pueblo de montaña situado al este de Røros, en lo más profundo de las desiertas tierras colindantes con Härjedalen. Allí encontró, en efecto, a una mujer llamada Maigrim que, por las desoladas carreteras del bosque, llevaba el correo hasta fincas solitarias. Se hicieron construir una gran casa en Bærum, a las afueras de Oslo, y tuvieron tres hijos en un breve plazo de tiempo: Torgeir fue el primero, y le siguieron dos niñas, Anniken y Hege.
Torgeir Langaas supo desde muy pronto no sólo lo que se exigía de él, sino también que jamás lograría colmar dichas exigencias. Jamás encontró sentido al papel que se le había adjudicado, jamás comprendió cuál era el argumento de la obra ni por qué debía él precisamente desempeñar el papel protagonista. Ya en la adolescencia se resistió a asumir esas expectativas y se rebeló contra ellas. Su padre había emprendido una batalla perdida desde el principio. Resignado, finalmente se convenció de que Torgeir nunca llegaría a ser su sucesor. En cambio, una de las chicas se convirtió en su tabla de salvación. Hege, muy parecida a su padre, no tardó en dar muestras de férrea voluntad para alcanzar su objetivo, hasta el punto de que, cuando cumplió los veintidós años, ya ocupaba un puesto de director ejecutivo en el consorcio familiar. Para entonces, y movido por una especie de conciencia desesperada de cuál era su objetivo —bien distinto, eso sí, del de Hege—, Torgeir había comenzado su largo viaje a la marginalidad. Ya había probado varias clases de drogas y, pese a que Maigrim trató por todos los medios de conseguir que su hijo superase todo aquello, ninguna de las costosas clínicas, ni de los psicólogos o terapeutas, tan costosos como aquéllas, que le pagó logró sacarlo a flote.
Hasta que llegó el gran desastre. Una Nochebuena, Torgeir se dedicó a repartir entre la familia regalos que contenían costillas de cerdo podridas, neumáticos rotos y piedras sucias. Poco después intentó prenderse fuego a sí mismo, a sus hermanas y a sus padres. Al final, huyó del hogar familiar para nunca más volver. Con acceso a varias cuentas bancarias, desapareció en el ancho mundo. Cuando le caducó el pasaporte, no se molestó en renovarlo, de modo que la policía internacional emitió una orden de busca y captura. No obstante, nadie consiguió localizarlo en las calles de Cleveland en las que transcurría su vida. Ocultó el hecho de que poseía una gran cantidad de dinero. Cambió de banco, cambió de todo menos de nombre, y, cuando encontró al hombre que se le apareció como su dios y salvador, le quedaba aún una fortuna de unos cinco millones de coronas noruegas.
La mayoría de estos datos no figuraba entre los documentos que Jack le había conseguido, pero no le llevó más de un par de visitas al tubo para conseguir que Torgeir le refiriese la historia completa. A partir de entonces se dedicó, como el salvador que de hecho era, a sacar del fango a Torgeir Langaas. Ya tenía su primer discípulo.
«Sin embargo, no atisbé su debilidad», se recriminó de nuevo. «La ira que conduce a la violencia incontrolada. La locura se apoderó de él y lo llevó a descuartizar a la mujer». Sin embargo, vislumbró algo positivo en aquella inesperada reacción de Torgeir. Quemar animales era una cosa; matar a seres humanos, otra muy distinta. Y, llegado el caso, Torgeir no dudaría. Cuando hubiesen sacrificado a todos los animales necesarios, lo elevaría al siguiente nivel, el del sacrificio de seres humanos.
Se encontraron en la estación de ferrocarril de Ystad. Torgeir había acudido en tren desde Copenhague, pues en ocasiones perdía la concentración mientras conducía. Su salvador se había preguntado innumerables veces cómo tanta capacidad lógica, tanta consideración y tanta discreción habrían sobrevivido a todos aquellos años en la cuneta.
Torgeir se dio un baño, paso indispensable en la purificación previa a todos sus ritos de sacrificio. Le había explicado a Torgeir que todos esos ritos estaban escritos en la Biblia. Ésta constituía su mapa, su guía. Era importante estar limpio. Jesús siempre se lavaba los pies. Cierto que en ningún pasaje se relataba que se bañase de cuerpo entero; pero el mensaje era claro e indiscutible: uno tenía que enfrentarse a su cometido con el cuerpo limpio y siempre perfumado.
Torgeir llevaba su pequeño maletín negro. Él sabía bien lo que contenía y no necesitaba preguntar. Torgeir había demostrado desde hacía ya mucho tiempo que era capaz de asumir responsabilidades. El único error fue el de descuartizar a la mujer, pues con eso había levantado un revuelo innecesario. Los periódicos y la televisión no cesaban de hablar de lo acontecido. Y ahora, según el plan establecido, llevaban ya dos días de retraso. Pero él consideró que Torgeir debía aguardar ese tiempo en su escondite de Copenhague.
Subieron a pie hasta el centro, giraron junto a la oficina de Correos y se detuvieron ante la tienda de animales. No había ningún cliente y la dependienta era una chica muy joven que, cuando ellos entraron, estaba colocando las cajas de comida para gatos en una estantería. Había allí jaulas con hámsters, gatitos y pájaros. Torgeir sonrió pero no pronunció palabra: no le convenía que se oyese su acento noruego. Mientras él echaba un vistazo a la tienda y pensaba cómo debía proceder, su salvador compró un paquete de alpiste. Después, ambos salieron de la tienda, dejaron atrás el teatro y llegaron al puerto deportivo. Hacía un día caluroso y, pese a que ya estaban a primeros de septiembre, los barcos salían y entraban del puerto.
Aquélla era la segunda parte de la ceremonia. Tenían que estar cerca del agua. En una ocasión se habían encontrado en el lago Erie. Desde entonces, cuando tenían entre manos algún preparativo importante, siempre buscaban alguna playa.
—Las jaulas están bastante próximas unas a otras —constató Torgeir—. De modo que rociaré con las dos manos hacia todos lados, arrojaré una cerilla encendida sobre ellas y todo arderá en pocos segundos.
—¿Y después?
—He de gritar: Gud krevet[12].
—¿Y después?
—Saldré de la tienda y torceré primero a la derecha, luego a la izquierda, ni demasiado aprisa ni demasiado despacio. Me detendré en la plaza y me aseguraré de que nadie me sigue. Entonces me dirigiré al quiosco que hay frente al hospital, donde tú estarás esperándome.
Interrumpieron la conversación y contemplaron una barcaza de madera que estaba a punto de entrar a puerto. El motor, estrepitoso, se atascaba continuamente.
Torgeir Langaas hizo ademán de arrodillarse allí mismo, en medio del muelle, pero él, con la rapidez del rayo, lo tomó del brazo y lo hizo levantar.
—Nunca si hay gente mirando.
—¡Lo siento!, se me olvidó.
—Pero ¿estás tranquilo?
—Sí, sí.
—¿Quién soy yo?
—Mi padre, mi pastor, mi salvador, mi dios.
—¿Y quién eres tú?
—El primer discípulo, hallado en una calle de Cleveland, redimido y devuelto a la vida. Soy tu primer discípulo.
—¿Y qué más?
—El primer pastor.
«Hubo un tiempo en que yo confeccionaba sandalias», se dijo. «Soñé con algo distinto y opté por huir de la vergüenza, de la sensación de ser un perdedor, de haber malogrado todos mis sueños por mi incapacidad de llevarlos a cabo. Ahora me dedico a formar personas, igual que entonces daba forma a las suelas, a las plantillas y a las correas».
Habían dado las cuatro. Estuvieron dando vueltas por la ciudad y a veces se sentaban a descansar en un banco, siempre en silencio. Ya no había más que decir. De vez en cuando miraba a Torgeir de reojo. Parecía sosegado, concentrado en su misión.
«Estoy haciendo feliz a un ser humano», se felicitó. «Un hombre que creció como un niño rico y consentido pero también atosigado y desesperado. Y ahora lo hago feliz demostrándole mi confianza».
Deambularon por entre los bancos del puerto hasta que dieron las siete. La tienda de animales cerraba a las seis. Siguió a Torgeir hasta la esquina de la oficina de Correos. Hacía una tarde agradable, por lo que había mucha gente en la calle. Y eso constituía una ventaja. En el caos que se ocasionaría tras el incendio, nadie recordaría sus caras.
Se separaron. Él se apresuró a subir hasta la plaza y se dio la vuelta. En su cerebro, su plan se ponía en marcha y el cronómetro emitía su tictac.
En aquel momento, Torgeir forzaba la puerta de un fuerte tirón con la palanca. Ya estaba dentro, cerraba la puerta dañada y aplicaba el oído por si había alguien. Dejaba el maletín en el suelo, sacaba los sprays con la gasolina, después la caja de cerillas.
Salió. Oyó el fragor del fuego y le pareció ver reflejadas las llamaradas en los edificios situados frente a la tienda de animales. Después surgió la columna de humo. Se dio media vuelta y se marchó de allí. Apenas si había tenido tiempo de llegar al punto de encuentro cuando ya empezaron a oírse las sirenas.
«Ya está hecho», se dijo. «Ahora daremos nueva vida a la fe cristiana, a la exigencia cristiana de cómo debe vivir un ser humano. El largo periodo en el desierto ha terminado.
»Ahora dejaremos a los animales, porque ellos sólo sienten un dolor que no son capaces de comprender.
»Ha llegado la hora del hombre».