27
Más tarde, Linda llegaría a pensar que había estado contemplando la imagen de un recuerdo. No era su madre la persona a la que veía allí desnuda con la botella en la mano; ni siquiera era una persona, sino la encarnación de otra cosa, un recuerdo que sólo podía aprehender después de haber respirado hondo. En una ocasión, ella misma se había visto en una situación parecida. Sólo que ella no estaba completamente desnuda y no sostenía una botella, sino que tenía catorce años, la peor etapa de la adolescencia, cuando nada parece posible ni comprensible y, al mismo tiempo, todo resulta claro, fácil de entender, y el cuerpo entero vibra al ritmo de un hambre nueva. Fue durante un periodo de su vida, bastante corto, por cierto, en el que no sólo su padre se iba al trabajo a las horas más inesperadas e intempestivas, sino también su madre que, hastiada de su desesperante vida como ama de casa, había aceptado un trabajo de auxiliar administrativa en una compañía de transportes. Linda estaba feliz, pues aquello le brindaba unas horas de soledad cuando volvía a casa, al salir de la escuela, o la posibilidad de llevarse a alguna amiga.
Con el tiempo, fue envalentonándose y, de vez en cuando, por las tardes, organizaba alguna pequeña fiesta en casa. De repente se había convertido en una chica muy solicitada, puesto que podía ofrecer un apartamento donde no había padres que los vigilaran. Llamaba todos los días a su padre para comprobar que se quedaría a trabajar hasta tarde, como era su costumbre. Mona, por su parte, solía llegar entre las seis y las seis y media. Fue también durante aquella época cuando Torbjörn, su primer novio de verdad, apareció en su vida. Un novio que, a veces, se parecía a Tomas Ledin[11] y a veces a la imagen que Linda tenía de cómo debía de haber sido Clint Eastwood a los quince años. Torbjörn Rackestad era medio danés y tenía, además, una cuarta parte de genes suecos y otra cuarta parte de genes amerindios, lo que no sólo le proporcionaba un hermoso rostro, sino además un aura de misterio.
A su lado, Linda había empezado a explorar qué se ocultaba tras el concepto de amor. Al menos, se aproximaron juntos al gran momento, por más que ella se resistía. Un día en que los dos yacían medio desnudos en la cama de Linda, la puerta se abrió de repente. Y allí estaba Mona, que después de discutir con su jefe de la firma de transportes se había vuelto a casa antes de lo previsto. Aun hoy, Linda se cubría de un sudor frío al recordar la conmoción que sintió. En aquella ocasión, estalló en una risa histérica. Ignoraba cómo había reaccionado Torbjörn, puesto que ella decidió huir de la situación cerrando los ojos; probablemente, el chico se había vestido y se había marchado a toda prisa del apartamento.
Mona no se había quedado en la puerta, pero, antes de desaparecer, miró a Linda con una expresión que ella nunca logró describir con palabras. En efecto, había en su mirada una mezcla de desesperación y de extraña satisfacción porque acababa de sorprender a su hija en una situación que le demostraba lo que ella siempre había creído: que Linda era una chica imprevisible. No recordaba cuánto tiempo se había quedado encerrada en la habitación. Finalmente, salió a la sala de estar, donde se encontró a Mona fumándose un cigarrillo, en el sofá. Se produjo una acalorada discusión, las dos se gritaron. Linda recordaba aún las palabras que Mona repetía sin cesar: «Me da igual lo que hagas con tal de que no te quedes embarazada». Linda podía rememorar también el eco de sus propios gritos que, no obstante, no eran más que chillidos sin palabras. Recordaba la sensación, la vergüenza, el odio, la humillación.
Y, cuando se hallaban en medio de aquel violento espectáculo, su padre abrió la puerta del apartamento. El hombre se asustó al principio, convencido de que se había producido algún accidente. Después, intentó mediar entre las dos hasta que él mismo se enfureció, tanto que llegó a hacer añicos una fuente de cristal que les habían regalado cuando se casaron.
Y todo aquello le había venido a la mente al ver a la mujer desnuda con la botella en la mano. Pensó, además, que no había visto desnuda a su madre desde que era pequeña; el cuerpo que ahora tenía ante sí era muy distinto al que recordaba. Mona había engordado y le colgaban las carnes. Linda, en un acto reflejo, hizo una mueca de desagrado que a Mona no le pasó inadvertida y que la obligó a salir de la conmoción de verse descubierta por su propia hija. Más tarde, Linda pensó que lo único que las unía en aquel momento era precisamente que la situación las había pillado a las dos igual de desprevenidas. Mona dejó la botella sobre la encimera dando un fuerte golpe y abrió la puerta del frigorífico para ocultar su desnudez. Linda no pudo evitar soltar una risita al ver la cabeza de su madre sobresalir por la puerta del frigorífico.
—¿Qué es eso de entrar sin llamar a la puerta?
—Quería darte una sorpresa.
—¡Pero uno no puede entrar en las casas sin llamar antes!
—Ya, pero si hubiera llamado, ¿cómo iba a enterarme de que tengo una madre que se emborracha en pleno día?
Mona volvió a cerrar la puerta del frigorífico.
—¡Yo no me emborracho! —gritó.
—Pues yo te he visto bebiendo directamente de la botella de vodka.
—Es agua lo que hay en la botella —explicó la madre—. La guardo en el frigorífico para que esté fresca.
Al instante, las dos se lanzaron sobre la botella: Mona, para ocultar la verdad, y Linda para desvelarla. Pero la joven fue más rápida y olfateó la botella antes de que Mona la retirase.
—No es agua. Es vodka puro. Anda, vístete. ¿Has visto el aspecto que tienes? Si sigues así, no tardarás en estar tan gorda como papá. Claro que tú estás obesa y él sólo está gordo.
Mona echó mano de la botella y Linda no se lo impidió, pero sí le volvió la espalda.
—Ve a vestirte.
—Yo ando desnuda por mi casa siempre que quiero.
—Ésta no es tu casa, sino del banquero.
—Se llama Olof y es mi marido, de modo que la casa es de los dos.
—De eso nada. Sé muy bien que estáis casados en régimen de separación de bienes. Si os separáis, él se queda con la casa.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Me lo dijo el abuelo.
—Ese viejo chismoso… ¿Qué sabía él?
Linda se volvió rápidamente y le dio a Mona una bofetada que, no obstante, no hizo más que rozarle la mejilla.
—No hables así de mi abuelo.
Mona dio un paso atrás, tambaleándose, no por el golpe, sino por el alcohol, y la miró encolerizada.
—Eres igual que tu padre. Él me golpeó en una ocasión. Y ahora vienes tú y haces lo mismo que él.
—Anda, ve y ponte algo de ropa.
Linda vio cómo su madre, desnuda, tomaba un largo trago de la botella. «No puede ser verdad», se dijo. «Esto no está pasando. ¿Por qué se me habrá ocurrido venir aquí? ¿Por qué no fui directamente a Copenhague?».
Mona tropezó y cayó al suelo. Linda quiso ayudarle, pero Mona la rechazó y se levantó apoyándose en una silla.
Linda fue al cuarto de baño a buscar un albornoz, pero Mona se negó a ponérselo, y la joven empezó a sentirse mal.
—¿Por qué no te pones algo?
—Toda la ropa me aprieta.
—Bueno, entonces, me voy.
—Al menos podrías tomarte un café, ¿no?
—Sí, si te vistes.
—A Olof le gusta verme desnuda. Nosotros andamos siempre desnudos por la casa.
«Estoy haciendo de madre de mi madre», pensó Linda al tiempo que le ponía el albornoz con gesto resuelto. Mona no opuso resistencia y, cuando extendió el brazo para alcanzar la botella, Linda se la apartó. Después preparó café. Mona seguía sus movimientos con la mirada apagada.
—¿Cómo está Kurt?
—Bien.
—Él no ha estado bien en su vida.
—Pues ahora sí lo está. Mejor que nunca.
—Debe de ser porque se ha librado de ese padre que tanto lo odiaba.
Linda volvió a alzar la mano contra su madre y ella guardó silencio, alzando las dos manos como disculpándose.
—Tú no tienes ni idea de cómo lamenta su muerte, ni idea.
—¿Se ha comprado ya el perro?
—No.
—¿Sigue con la rusa?
—Baiba es de Letonia. Y no, se terminó.
Mona se levantó de la silla, se balanceó un poco pero logró mantenerse en pie y se encaminó al cuarto de baño. Linda aplicó el oído a la puerta; no oyó el tintineo de una botella oculta en algún escondite, sólo el ruido del agua que corría del grifo.
Cuando Mona regresó a la cocina, se había peinado y lavado la cara. Buscó con la mirada la botella, que Linda había vaciado en el fregadero. La joven sirvió el café y, de repente, sintió una profunda compasión por su madre. «Lo último que deseo es llegar a verme como ella. Convertirme en esa mujer fisgona, nerviosa, dependiente, tan insegura que, aunque en el fondo no quería separarse de mi padre, hizo lo que no deseaba hacer».
—¿Sabes?, no suelo estar así —murmuró la madre.
—Pues, si no te he oído mal, Olof y tú soléis andar desnudos por la casa.
—Quiero decir que no bebo tanto como crees.
—Yo no creo nada. Antes apenas bebías, y ahora llego y te encuentro desnuda bebiendo directamente de la botella en pleno día.
—Es que no estoy bien.
—¿Estás enferma?
Entonces, Mona se echó a llorar. Linda se sintió impotente. ¿Cuándo fue la última vez que vio llorar a su madre? Recordaba su llanto, un llanto nervioso, desasosegado, cuando el plato que se había propuesto cocinar no le salía bien, o cuando se le olvidaba algo. También lloraba, a veces, cuando discutía con su padre. Pero aquel llanto era distinto. Linda decidió dejarla que se desahogase y las lágrimas cesaron con la misma rapidez con que habían aparecido. Mona se sonó la nariz y se tomó el café.
—Discúlpame.
—Más bien deberías contarme lo que te pasa.
—¿Y tú qué crees?
—Yo qué sé. Eso has de decírmelo tú. Pero algo te pasa.
—Creo que Olof ha conocido a otra mujer. Él lo niega, pero si he aprendido algo en esta vida es a distinguir cuándo miente un hombre. Lo aprendí de tu padre.
Linda sintió la repentina necesidad de defenderlo.
—No creo que mienta más que los demás. Por lo menos, no más que yo.
—No te figuras las cosas que podría contarte.
—Y tú no te figuras lo poco que me interesan.
—¿Por qué eres tan mala conmigo?
—Te digo lo que pienso.
—Pues lo que yo necesito en estos momentos es alguien que me trate con un poco de amabilidad.
Los sentimientos de Linda pasaban sin cesar de la compasión a la ira; pero ninguno de esos dos sentimientos era tan intenso como el que experimentó en aquel instante. «No la quiero», sentenció. «Mi madre suplica un amor que yo no puedo darle. Tengo que irme de aquí». Dejó la taza en el fregadero.
—¿Te marchas ya?
—Voy a Copenhague.
—¿Y qué vas a hacer allí?
—No tengo tiempo de explicártelo.
—Odio a Olof por lo que está haciéndome.
—Puedo volver cuando estés sobria.
—¿Por qué me tratas tan mal?
—No te trato mal. Ya te llamaré.
—No puedo seguir así.
—Pues entonces, déjalo. Ya lo has hecho antes.
—No tienes que contarme lo que he hecho en mi vida.
La mujer empezaba a ponerse nerviosa otra vez. Linda dio media vuelta y se marchó. A su espalda, oyó la voz de Mona que le gritaba: «Quédate un poco más». Y después, segundos antes de que cerrase la puerta: «Bien, pues vete y no vuelvas nunca más».
Cuando se sentó al volante, estaba empapada en sudor. «Vieja estúpida», pensó. Seguía enfadada, pero sabía que antes de llegar siquiera a la mitad del puente de Öresundsbron habría empezado a arrepentirse por no haberse comportado como una buena hija y haberse quedado a escuchar las quejas de su madre.
Linda se dirigió hacia el puente; a la entrada, sacó el ticket de peaje y pasó el control. Conducía despacio. Los remordimientos la atormentaban. De improviso, lamentó ser hija única. «Si hubiera tenido un hermano, todo habría sido distinto. Ahora me veo en una constante situación de desventaja, estoy yo sola con un padre y una madre. Y cuando envejezcan, tendré que hacerme cargo de ellos». Se estremeció sólo de pensar en eso. Por otro lado, decidió hablar con su padre sobre lo que acababa de presenciar. Le preguntaría si Mona había bebido con anterioridad y si había tenido problemas con el alcohol.
Llegó al final del puente y, nada más ver Dinamarca, desapareció de su mente toda idea sobre Mona. Además, la resolución de hablar con su padre había borrado de su conciencia todo remordimiento. Había hecho bien en dejar a su madre. Sólo habría tenido sentido hablar con ella si hubiera estado sobria. Si se hubiese quedado, habrían seguido gritándose la una a la otra.
Linda entró en un aparcamiento, estacionó y salió del coche. Se sentó en un banco, orientado hacia el estrecho, y miró hacia el puente; más allá, a lo lejos y entre la neblina, estaba Suecia. Y también sus padres, que habían envuelto su infancia y adolescencia en una curiosa bruma. «El peor era mi padre», concluyó. «Un policía tan sagaz como pesimista, un hombre que tenía muchos motivos para reír pero que, por alguna razón, parecía prohibírselo a sí mismo. Un hombre que no ha conseguido encontrar a una mujer con la que vivir, porque aún sigue amando a Mona. Baiba, la mujer de Riga, lo comprendió e intentó explicárselo. Pero él no quería escucharla. “Ya he olvidado a Mona”, solía decir, según me contó Baiba. Pero ni la ha olvidado ni la olvidará nunca. Y ahora me la encuentro desnuda en la cocina bebiendo de una botella. También ella vaga en la misma bruma de la que yo aún no he logrado salir pese a estar cerca de cumplir los treinta».
En un arrebato de furia, dio una patada en la gravilla, tomó una piedra y la lanzó contra una gaviota. «El undécimo mandamiento», continuó su reflexión. «El que constantemente me ordena: “No llegarás a ser como ellos”. Más allá de la bruma hay otro mundo, un mundo con el que ellos han perdido el contacto. Mi madre se desespera porque ha decidido pasar su vida con un banquero pusilánime. Mi padre, porque no comprende que ya encontró el amor de su vida y que lo perdió, y ahora intenta adaptarse a eso. Seguirá paseando a esos perros invisibles y comprando casas inexistentes hasta que, un buen día, descubra que ya es demasiado tarde. Pero ¿demasiado tarde para qué?».
Linda se levantó, regresó al coche y, ya con la mano en la manivela de la puerta, rompió a reír. Unas gaviotas alzaron perezosamente el vuelo. «También yo sé alzar el vuelo», constató. «Nadie es capaz de retenerme en la bruma ni de desorientarme hasta el punto de que no encuentre el modo de salir. La bruma puede convertirse en un laberinto muy atractivo. Pero yo saldré de él». Siguió riendo mientras conducía a través de la ciudad. Cerca de Nyhavn, se detuvo a estudiar un tablón de información turística en el que buscó la calle de Nedergade.
Cuando llegó a la dirección, había empezado a anochecer. La calle de Nedergade se encontraba en un barrio venido a menos formado por largas hileras de altos y uniformes bloques de apartamentos. De pronto se sintió insegura y dudó entre ir en busca de Torgeir Langaas o dejarlo para otro día. Pero el peaje para pasar el puente era caro y decidió que no podía permitírselo. Así, cerró el coche con llave, dio un zapatazo sobre la acera, como para infundirse valor, y trató de leer los nombres que figuraban en las casillas del portero automático a la escasa luz de las farolas. Entonces se abrió la puerta y salió un hombre que lucía una cicatriz en la frente. El hombre se sobresaltó al verla. Antes de que la puerta se hubiese cerrado, ella ya había saltado al interior del portal. En un tablón colgado en la pared figuraban los nombres de los inquilinos, pero no halló ninguno llamado Langaas ni Torgeir. En ese momento apareció una joven que bajaba una bolsa de basura. Tenía aproximadamente la misma edad que Linda y le sonrió a modo de saludo.
—Disculpa —comenzó Linda—. Estoy buscando a un hombre llamado Langaas.
La mujer se detuvo y le preguntó:
—¿Vive en este bloque?
—Bueno, ésta es la dirección que tengo.
—¿Cómo dices que se llama, Torgeir Langaas? ¿Es danés?
—Noruego.
La joven negó con un gesto y Linda vio que deseaba ayudarle de verdad.
—La verdad es que no conozco a ningún noruego que viva aquí. Tenemos algunos suecos. Y gente de otros países. Pero nadie de Noruega.
La puerta de la calle volvió a abrirse y apareció un hombre al que la mujer de la bolsa de basura preguntó si conocía a alguien llamado Torgeir Langaas. Él negó con la cabeza, que llevaba cubierta con la capucha de la sudadera, por lo que Linda no pudo verle el rostro.
—Pues lo siento, no puedo ayudarte. Pero podrías hablar con la señora Andersen, que vive en el segundo. Ella conoce a todos los que viven en el bloque.
Linda le dio las gracias y empezó a subir la escalera, que resonaba como si estuviera hueca. En alguna de las plantas, alguien abrió una puerta y una música latinoamericana a todo volumen inundó la escalera. Junto a la puerta de la señora Andersen había un taburete sobre el que habían colocado una maceta con una orquídea. Linda llamó al timbre y enseguida se oyeron unos ladridos en el recibidor. La señora Andersen era una de las mujeres más pequeñas que Linda jamás había visto. Estaba encorvada, encogida, y, a sus pies, enfundados en un par de desgastadas zapatillas, resoplaba un perro que también podía contarse entre los más pequeños que Linda había visto en su vida. La joven explicó el motivo de su visita, a lo que la señora Andersen respondió señalándose la oreja izquierda.
—Habla más alto. No oigo muy bien, así que has de gritar.
Linda alzó la voz:
—¡Un noruego llamado Torgeir Langaas!… ¿Vive en este bloque?
—El oído me falla, pero la memoria no —respondió la mujer también en voz muy alta—. Aquí no hay nadie llamado así.
—Puede que no viva solo, y que el contrato de alquiler esté a nombre de otra persona, ¿no?
—Yo conozco a todos los que viven aquí, tengan o no contrato de alquiler. Llevo cuarenta y nueve años viviendo en este apartamento, desde que construyeron el edificio. Ahora hay un poco de todo, y una tiene que saber quiénes son sus vecinos. —La mujer se acercó al rostro de Linda y susurró—: Aquí hay quien vende drogas, ¿sabes? Y nadie le pone remedio.
La señora Andersen insistió en invitar a Linda a un café, que ya tenía preparado en un termo y que aguardaba en la angosta cocina. Media hora más tarde, Linda logró salir de su casa, no sin antes haber quedado perfectamente informada del excelente marido que había tenido la señora Andersen y que, por desgracia, había fallecido demasiado pronto.
Linda bajó la escalera. La música latina había cesado; en cambio, se oía el llanto de un niño. Linda salió del edificio y echó un vistazo antes de cruzar la calle. Fugazmente, percibió que alguien surgía de las sombras. Era el hombre de la capucha, que la agarró del pelo. Ella intentó liberarse, pero el dolor era demasiado intenso.
—Torgeir no existe —masculló el hombre a su oído—. No hay nadie llamado Torgeir Langaas, nadie. Así que olvídalo.
—¡Suéltame! —gritó Linda.
Él le soltó el cabello y, después, le golpeó la sien. Un fuerte golpe que la hizo caer en una profunda oscuridad.