XXX
Tres días después de recibir esta última carta sobre el progreso del asunto de París, Bernard, a quien el peso del exilio en absoluto resultaba más ligero a medida que los días pasaban, fue a uno de los teatros del Strand. Sumido en la melancolía, había caminado a través de la niebla de noviembre, de las tinieblas nocturnas y de la multitud apresurada. Estaba demasiado fatigado para hacer otra cosa que andar, y se había estado diciendo por milésima vez que si era culpable de algún pecado por sucumbir a los encantos de la muchacha admirable que manifestaba tal virtuosismo en cartas de veinte páginas, su falta quedaba ampliamente expiada tras estos días de impaciencia y desconsuelo. Prestó escasa atención a la pieza teatral; su cabeza estaba en otra parte, y mientras sus pensamientos se sucedían sus ojos miraban a todos lados. De pronto vio al capitán Lovelock sentado en una butaca junto a la orquesta y, si no se equivocaba, prestaba tan poca atención a la obra como él mismo, pese a que los ojos del capitán estaban fijos en el escenario. Tenía la cabeza un poco inclinada y la magnífica barba desplegada sobre la pechera de la camisa. Pero Bernard advirtió que su mirada traslucía cansancio y opacidad y que aunque mirase a las actrices, los encantos de estas se le escapaban. Vio que, lo mismo que él, el pobre Lovelock tenía de qué pensar y que el tedioso enamorado también sufría por la separación. Lovelock estuvo todo el rato en la misma postura. Que su imaginación no se proyectaba en la pieza, lo demostraba el hecho de que durante los entreactos seguía mirando con igual fijeza el telón bajado, Bernard pensó saludarle; pero ya he dicho que no era un momento en que se sintiera inclinado por la sociabilidad e imaginó que el capitán tampoco lo estaría, puesto que motivos más imperiosos que los suyos le habrían llevado a ese súbito viaje a Londres. Al abandonar el teatro, sin embargo, Bernard se encontró bloqueado por la multitud junto a la puerta del vestíbulo, el cual daba a la calle y ante la que se daba una gran agitación y confusión. Había empezado a llover y una áspera humedad se mezclaba con la creciente oscuridad del Strand. Finalmente, mientras se abría paso entre el apretujamiento general, advirtió que justo a su lado se hallaba el capitán Lovelock. Lovelock le vio, le miró un instante y de pronto apartó la vista. Pero enseguida volvió a mirarle; y los dos hombres se dirigieron las mutuas, inexpresivas exclamaciones que pasan por significar un saludo entre caballeros de raza anglosajona en sus momentos de máxima autoconciencia.
—Ah, ¿está usted aquí? —dijo Bernard—. Le hacía en París.
—No, ya no estoy en París —respondió Lovelock con cierta sequedad—. Me he cansado de ese sucio rincón.
—Ya veo —dijo Bernard—. Excúseme mientras abro mi paraguas.
Abrió el paraguas y nada más hacerlo vio al capitán que, desde dentro de un cabriolé, le hacía un saludo con los dedos. Cuando regresó al hotel encontró una carta con letra de Gordon Wright en el sobre y que decía lo siguiente: «Creo que por tu culpa me estoy volviendo loco. ¡En nombre del cielo, regresa a París! G. W.».
Bernard no supo si interpretar esas palabras como una declaración de guerra o una esperanza de paz, pero no perdió tiempo en obedecer lo que se le pedía. A la mañana siguiente partió para París y, por la tarde, tras asearse y comer a toda prisa, fue a casa de Mrs. Vivian. Esta dama y su hija le brindaron una bienvenida que no sé si le satisfizo pero al menos sirvió para aliviar las aún abiertas llagas de la separación.
—¿Qué hay de Gordon? —preguntó enseguida.
—Hace tres días que no le vemos —respondió Angela.
—Se ha curado, querido Bernard; era lógico que ocurriera. Angela ha estado maravillosa —declaró Mrs. Vivian.
—Deberías haber visto a mamá con Blanche —dijo la hija sonriendo—. Algo de lo más notable.
Mrs. Vivian también sonrió con afabilidad.
—¡La querida pequeña Blanche! El capitán Lovelock se ha ido a Londres.
—Sí: me dijo que era un sucio agujero. Ah, no —añadió Bernard—. Lo digo mal.
Pero poco importaba. Avanzada la noche, al regresar al hotel, Bernard se quedó mirando el fuego. No había empezado a desvestirse: pensaba en un montón de cosas. Inmerso en sus cavilaciones, golpearon a la puerta, esta enseguida se abrió y apareció Gordon Wright echándole una mirada que Bernard le devolvió antes de dejarle pasar. Gordon entró, fue hacia él y le ofreció la mano. Bernard se la estrechó con gran satisfacción; empezaba a experimentar cansancio de esa ridícula disputa, por lo que resultó un gran alivio ver que había concluido.
—Estuvo muy bien por tu parte irte a Londres —dijo Gordon mirándole con toda la anterior franqueza de sus ojos.
—Siempre he tratado de hacer lo justo para que te sientas agradecido —respondió sonriendo.
—Debiste maldecirme bien mientras estuviste ahí —continuó Gordon.
—Lo hice un poco. Y tú debías de maldecirme aquí. Era lógico.
—Todo ha acabado, ya —dijo Gordon—. He venido a darte la bienvenida en tu regreso. No podía irme a dormir sin antes hablarte.
—Estoy contento de haber vuelto —admitió Bernard, todavía sonriendo—. No lo puedo negar. Y te encuentro como creía lo haría —añadió, luego, con seriedad—. Sé que Angela hará que conservemos nuestra amistad.
Durante unos instantes Gordon no dijo nada. Luego, finalmente continuó:
—Por ese mismo motivo no importa quién se case con ella. De haber sido yo —añadió— ella hubiese hecho que lo aceptaras.
—¡Ah, eso no lo sé! —exclamó Bernard.
—Yo sí estoy seguro —dijo Gordon con gravedad, casi argumentando—. Es una mujer extraordinaria.
—Hacer que continuemos siendo buenos amigos es algo notable. Pero nada en comparación a que tú y tu mujer seáis buenos amigos.
Gordon miró a Bernard por un instante; luego fijó unos momentos los ojos en el fuego.
—Sí, es lo mejor de todo. Un hombre debe valorar a su mujer. Debe creer en ella. La ha aceptado y la debe mantener, especialmente cuando hay mucho de bueno en ella. Fui un solemne estúpido el otro día —continuó—. No recuerdo lo que dije. Fue muy poco consistente.
—Me pareció inconsistente, sí —dijo Bernard—, pero un hombre tiene derecho a ser estúpido un rato, una vez en su vida, y tú tampoco te propasaste.
—Bien, por una vez en la vida he sido estúpido… he completado el cupo. —Gordon tomó en ese momento su sombrero y se quedó contemplando la parte superior del mismo para luego fijar de nuevo la mirada en Bernard—. Pero hay una cosa. Espero que no te importe te la diga. Vuelvo a sostener la antigua opinión respecto a Miss Vivian.
—¿La antigua opinión?
El prometido de Angela Vivian frunció un poco el ceño.
—Sí, la de que no es una persona sencilla, sino muy extraña.
Bernard dejó de fruncir el entrecejo y manifestó una casi vehemente sonrisa.
—¡Dime que no te gusta! Será algo fenomenal.
Gordon sacudió la cabeza, y él, también, sonrió un poco.
—No es verdad. Es maravillosa. Y si no me gustara, lucharía contra ello. ¡Tu mujer nunca podrá disgustarme!
Cuando se fue, avanzada la noche, Bernard permaneció un rato en la cama meditando, soltó una carcajada en las tinieblas y recordó esa última frase.
Por la mañana vio a Blanche puesto que fue a visitar a Gordon. Este no estaba en casa, pero charló un cuarto de hora con su mujer, cuya conversación no parecía en absoluto afectada por nada de lo ocurrido.
—Espero que disfrutase de su estancia en Londres —le dijo—. ¿Fue a comprarle a Angela un collar de diamantes en Bond Street? No me diga: ¿no compró nada?, ¿no entró en ninguna tienda? ¿Entonces para qué fue a Londres? Perdone mi curiosidad, me parece bastante halagador. Yo no sé nunca nada hasta que me lo dicen. No tengo capacidad de observación. Supe que usted había ido a Londres, oh sí, eso me llamó la atención. Y me pareció muy extraño dadas las circunstancias. ¡Su amigo más íntimo llega a París y usted decide al día siguiente hacer un pequeño viaje! No me gusta ver que se trata así a mi marido. No creo que él le haya hecho nunca algo así. Y si no se ha quedado por Gordon, al menos podía haberlo hecho por Angela. Nunca he oído nada más monstruoso que un caballero que abandona al objeto de su afecto al día siguiente de comprometerse, sin ningún motivo evidente. Ah, ¿no fue el día siguiente? Bien, fue poco después, de cualquier modo. Angela no me pudo decir por qué se había marchado. Me dijo que era «para cambiar de aires». ¡Bonita razón! Ella parecía muy avergonzada de usted y yo también. Enviamos, pues, al capitán Lovelock a que fuera a buscarle. ¿No ha venido con él? Ah, pues mucho mejor. Todavía debe andarle buscando y como no es muy sagaz, le llevará algún tiempo. Queremos que esté ocupado; no aprobamos su continua ociosidad. Sin embargo, por mi parte, me alegré de que usted no estuviera. Así pude pasar mucho tiempo en casa de Mrs. Vivian: no me hubiera sentido muy cómoda sabiendo que usted estaba ahí haciéndole la corte a Mademoiselle. No me hubiera parecido discreto. Ya sé lo que me va a decir: que es la primera vez que me oye que deseo evitar una indiscreción. Es un gusto que he tomado últimamente, por la misma razón que usted fue a Londres, para «cambiar de aires». —Aquí Blanche se detuvo un rato apreciable y luego añadió—: Bien, debo decir que no conozco nada más entrañable que el influjo de Mrs. Vivian. ¡Espero que mamá no se decepcione en esta vez!
La siguiente ocasión que Bernard vio a las dos damas, les dijo que estaba sorprendido por el modo en que mujeres inteligentes como ellas incurrían en responsabilidades morales.
—Nos gustan —dijo Mrs. Vivian—. ¡Nos producen suma satisfacción!
—Bien —dijo Bernard—. Por nada del mundo querría tener sobre mi conciencia la reconciliación del pobre Gordon con Blanche.
—No hables mal de Blanche —declaró Angela—. Ha sido un pequeño milagro.
—Todo irá bien, querido Bernard —añadió Mrs. Vivian con dulce autoridad.
—Le he cogido un gran afecto —continuó Angela.
Bernard soltó una leve risa.
—Tenía razón Gordon en lo último que me ha dicho. ¡Eres muy extraña!
—Puedes engañarme cuanto quieras, que yo no diré nunca una mala palabra contra Gordon.
Y así sería en el futuro, aunque no ha quedado registrado que Bernard se aprovechase en gran medida del permiso que le fue otorgado en relación a esa advertencia.
La salud de Blanche cambió a bien en unos pocos días, de acuerdo con lo que ella contó; pero su esposo pensaba todavía que debían pasar el invierno bajo un buen sol y poco más tarde informó a sus amigos que ambos habían acordado realizar un viaje por el Nilo, lo cual, para una muy bien avenida pareja, era un agradable pasatiempo. Para cumplimentar esa expedición del modo más conveniente debían partir hacia El Cairo sin pérdida de tiempo y por este motivo estaba seguro de que Bernard y Angela entenderían fácilmente que no estuviesen presentes cuando se casasen. La feliz pareja lo entendió perfectamente. La boda se celebró con la máxima sencillez. Y si bien Gordon no pudo asistir, su mujer y él compraron para Angela un regalo de bodas, un collar de perlas de las mejores que ofrecía la rue de la Paix, y cuando llegaron al Cairo, mientras aguardaban a que su drogmán diese la orden de salida, aún encontró tiempo para, pese a las servidumbres que le imponía la copiosa correspondencia que hemos mencionado varias veces en este relato, escribirle la carta más extensa que jamás le habría escrito. Una carta que le llegó a Bernard en plena luna de miel.