XXI

Se sintió presa de una especie de pavor, poseído por un sentimiento en absoluto agradable, un sentimiento al que ni tan solo él, con su fácil capacidad para extraer los sabores de las sensaciones, pudo habituarse enseguida, por lo que, el resto de esa noche, estuvo lejos de ser todo lo feliz que, tras tomar conciencia de su amor, se supone debe todo enamorado. Era incorrecto, deshonroso, imposible, pero era. Sí: era algo nunca acaecido en su experiencia personal. Era como si hasta ahora hubiese vivido en una fantasía, como si hubiese sido un eco, una sombra, un fútil empeño. Esto, en cambio, era la vida misma, un hecho, una realidad. Por estas cosas uno vive, por estas los hombres mueren. El amor había sido hasta entonces una ficción, una hermosa ficción, y, la pasión, algo meramente literario, aunque sin duda de considerable efecto. Pero ahora se hallaba en relación personal con esas ideas familiares, lo cual las dotaba de mucha mayor importancia. En la oscuridad, notó una mano sobre su hombro, y por la presión supo que era la mano del destino. Lo que más le impactó de esa sensación fue el elemento que llevaba adherido: el hecho que no viniera sola sino acompañada de una sombra de ayuda con la cual se mezclaba y perdía. Era un fruto prohibido, lo supo en el instante en que lo había tocado. Se había comprometido consigo mismo a no hacer lo que ante él brillaba tan maravillosamente, a no agrandar la grieta, a no abrir la puerta que le podía inundar de luz. Amistad y honor estaban en juego: las tenía en su mano izquierda, mientras que su recién nacida pasión la tenía en la derecha, ambas reclamándole, sujetándole de modo intensamente doloroso. El alma es un órgano aún más delicado que el cuerpo y se encoge ante la perspectiva de ser víctima de violencia. La violencia —la violencia espiritual— era lo que nuestro fastuoso héroe temía; y no es mucho decir que mientras permanecía allí, junto al mar, avanzada la noche, mientras el ruido de las olas se acrecentaba en su oído, la perspectiva se había tornado elemento de genuino terror. Las dos facetas de la situación aparecían enfrentadas en rígida y brutal oposición y Bernard retuvo el aliento unos instantes preguntándose qué podía surgir de eso. Permaneció sentado largo rato en la playa. El frío nocturno aumentaba pero él no lo percibía. Luego abandonó el lugar, pasó de nuevo ante el casino y atravesó la población. El casino se hallaba envuelto en la oscuridad y el silencio y nada se percibía en las calles del pequeño pueblo excepto el olor salino del mar, un vago aroma a pescado y el ruido distante de las olas al romper. Poco a poco Bernard fue recobrándose de la sorpresa, sintiendo que le era posible razonar sobre el problema. Porque era un problema, aunque denominarlo así pareciese una extraña forma de nombrar la conciencia de un deslumbrante encantamiento; y la primera cosa que, una vez consultada la razón, esta le confirmó fue que se hallaba enamorado de Angela Vivian desde hacía tres años. Esa sabia facultad le dio aún más información, aunque solo será preciso mencionar dos o tres cosas. ¡Había sido muy estúpido —un estúpido fenomenal— por no haber descubierto mucho antes lo que le sucedía! El sentimiento que Bernard tenía de su propia perspicacia —siempre agudo— nunca había recibido un golpe parecido a la actual percepción de que muchas cosas importantes se habían producido en su ingeniosa mente sin que esta lo sospechara. Pero importaba poco —le indicó su razón— lo que hubiera podido sospechar o no: su urgencia más inmediata era abandonar Blanquais-les-Galets en cuanto amaneciera y no volver a poner jamás los ojos sobre Angela Vivian. Ese era su deber, que tenía el mérito de ser sencillo y definitivo, fácilmente comprensible y autosuficiente y, según le parecía, factible con un mínimo de dificultades materiales. Y no solo eso —le siguió apuntando su razón—: las dificultades morales eran igualmente poco considerables. Nunca había expresado la menor palabra de amor a Angela Vivian; antes bien lo contrario: nunca se había comprometido en darle la menor pista por la que ella pudiese sospechar la escondida llama que ardía en sus adentros. Era bien libre, por tanto, de darle la espalda sin incurrir en el reproche de haber jugado con sus emociones. Bernard se sintió en ese feliz estado mental por el que se veía libre de la aflicción de haber de elegir: ante él tenía un camino recto que solo tenía que seguir. Y sobre ese directo camino fijó sus ojos con avidez; por supuesto que marcharía a la mañana siguiente, lo más temprano posible. En el cielo del este se distinguía una raya de luz matutina y, cuando llamó al hotel, le abrió una misteriosa mujer de cierta edad, en albornoz y gorro de noche, cuya identidad desconocía. Nada más llegó a la habitación se metió en la cama —tan cansado estaba— con la intención firme de marchar.

Al despertar por la mañana, bastante tarde, advirtió sin embargo que su atención se encontraba en algo muy diferente, que parecía imbuido de una claridad que parecía impregnar la suave atmósfera matutina y vibrar en la suave y fresca brisa que, procedente del mar, entraba por la ventana abierta. Veía un gran pedazo de mar entre un par de techumbres de tejas rojas. Era un mar azul como nunca lo había visto antes. No había dormido mucho, solo tres o cuatro horas, pero se sentía liberado de su angustia. La sombra había desaparecido y solo quedaba la belleza de su amor, que parecía brillar en la frescura del incipiente día. Se sentía absurdamente feliz, como si hubiera descubierto El Dorado. Dejando aparte las consecuencias —no pensaba en ello: por supuesto era otro asunto—, el sentimiento era, intrínsecamente, el más precioso que nunca había experimentado y, como mero sentimiento, no lo tenía aún del todo asumido. Ponerse a considerar las consecuencias del hecho era algo que podía diferirse y, mientras, no haría daño a nadie si extraía, con mucha calma, una pizca de goce subjetivo del estado de su corazón. Podía dejar, durante un día, que se abriesen las flores antes de arrancarlas de raíz. Sobre esto último se hallaba del todo decidido y en vistas a tan heroica resolución el interludio subjetivo aparecía como un privilegio merecido. El proyecto de abandonar Blanquais-les-Galets a las nueve de la mañana se fue esfumando de su mente sin el menor fragor y otra idea más interesante ocupó su lugar: la de efectuar un largo paseo que le ocupase todo el día. Bernard tomó, pues, su bastón y marchó. Ascendiendo hasta la cúspide del primer peñasco, llegó a los prados. No parecía haber obstáculo alguno para que fuese lo lejos que se le antojase. El verano se hallaba en un momento dulce y el cálido y tranquilo día —era domingo— parecía constituir una honda y silenciosa sonrisa impresa en el rostro de la naturaleza. El mar relucía a un lado y los cultivos maduraban en el otro; las alondras, perdiéndose en la densa luminosidad, daban vueltas por lugares imposibles de divisar: era lo único que Bernard podía oír, aparte del murmullo de las olas al romper en la base del peñasco al hacer de vez en cuando un alto en el camino. Caminó muchas millas y pasó ante media docena de rústicas aldeas de pescadores alojadas en los entrantes de los peñascos, muchas de las cuales, a lo largo de la costa normanda, desde hacía unos años, disponían de un par de hoteles y de una fila de casetas de baño. Se alejó tanto que las sombras habían empezado a extenderse antes de que pensara parar: la tarde había transcurrido y empezaba a oscurecer. Los herbosos prados que todavía se extendían ante él, se ensombrecían aquí y allá con hondonadas poco profundas resguardadas del viento. Buscó, entonces, un lugar adecuado y se acostó sobre la hierba. Ahí permaneció largo rato meditando sobre muchas cosas. Había determinado entregarse a un día de felicidad; una felicidad de tipo muy inofensivo fruto de la satisfacción de pensar, de la bendición de la mera conciencia; pero la que ahora sentía no le rehuía ni se volvía amarga en su corazón, y el largo día veraniego se fue cerrando sin que su espíritu, tras dar continuas vueltas, supiese qué hacer para dar descanso a sus alas. Cuando de nuevo se puso en pie ya era demasiado tarde para regresar a Blanquais por el mismo camino por el que había venido; anochecía, la luminosidad menguaba y desandar en la oscuridad el camino emprendido, incluso de no encontrarse tan cansado, hubiera sido imprudente. Encaminó, pues, sus pasos hacia el pueblo más cercano y allí alquiló una rústica carriola con la que recorrió el camino principal, llegado, lentamente y a trompicones, de nuevo al hotel. No fue hasta la una de la madrugada que pudo entrar en su alojamiento, metiéndose de cabeza en la cama.

Seguía resuelto a abandonar Blanquais temprano por la mañana. Pero cuando llegó la hora se le ocurrió que sería sencillamente grotesco abandonar el lugar sin despedirse de Mrs. Vivian y su hija y darles alguna explicación de su marcha. Les había dado a entender que se hallaba tan contento de haberlas encontrado en la población que iba a quedarse mientras ellas residiesen allí. A las dos mujeres les habría, sin duda, parecido poco civilizado que hubiese transcurrido el soleado domingo sin tenerlas aparentemente en cuenta, y si bien el infausto hecho de haberse enamorado podía haber sido suficiente razón, no era, en cambio, para que se comportara desconsideradamente. Aún no había llegado a eso: a aceptar la descortesía como un incidente de la virtud; siempre había mantenido la teoría de que la virtud tenía las mejores maneras del mundo y siempre se enorgullecía de salvaguardar su integridad sin por ello sentirse ridículo. Así que, cuando le pareció una hora adecuada de la mañana, regresó al pequeño sendero en que dos días antes Angela Vivian le había mostrado el camino a la puerta de su hogar; una vez ante este, llamó al humilde portal. Las ventanas del chalet estaban abiertas y las blancas cortinas tras las macetas con flores ondeaban como la otra vez. Abrió la puerta una pulcra joven que le informó enseguida que Madame y Mademoiselle habían abandonado Blanquais un par de horas antes. Se habían ido a París, sí, muy de repente, llevándose únicamente lo esencial y dejando lo restante a ella —que tenía el honor de ser la femme de chambre de las damas— para que lo preparase y se lo llevase lo más pronto posible. A la sorpresa que manifestó Bernard, quien le dijo que suponía que iban a permanecer junto al mar el resto del verano, la femme de chambre, que parecía bastante inteligente, le contestó que recordara que el verano tocaba a su fin y que Madame había alquilado el chalet por cinco semanas: solo faltaban diez días para que el término expirase y, ces dames, quizá el señor lo sabía, eran muy viajeras, habían recorrido medio mundo y no les importaba marchar tan solo una hora después de anunciarlo; en suma, que Madame quizá pudiera haber recibido un telegrama reclamándola en otra parte del país.

—¿Y adónde han ido las señoras? —preguntó Bernard.

—De momento a París.

—Pero ¿dónde, en París?

Chez ells, a su casa —dijo la femme de chambre, que pareció recelar de las muchas preguntas de Bernard.

Pero éste persistió.

—¿Dónde viven?

La mujer le miró de la cabeza a los pies.

—Si Monsieur quiere escribirles, muchas de las cartas de madame las recibe su banquero —dijo enigmáticamente.

—¿Y quién es su banquero?

—Vive en la rue de Provence.

—Muy bien. Daré con él —dijo nuestro héroe alejándose.

El exigente lector que haya tenido a bien seguir hasta aquí esta narración quizá exclame en este instante con disculpable muestra de sagacidad: «¡Por supuesto al día siguiente fue a la calle de Provence!». Se podría haber supuesto, pero la verdad es que Bernard no hizo nada parecido. Lo que hizo fue una de las cosas más singulares de su vida, algo que le confundió incluso en ese mismo momento y respecto a lo cual se preguntó, a menudo, más tarde, cómo había tenido la habilidad de perpetrar hecho tan remarcable: y fue que, simplemente, permaneció quince días de más en Blanquais-les-Galets. No habló con nadie, no hizo amistades, se encerró en él mismo. Y se puede añadir que nunca antes se había encontrado tan bien consigo mismo. Se sintió un tipo razonable y sensible, que miraba las cosas de un modo que le refrenaba —le refrenaba con éxito, esa era la cuestión— su impulso a implicarse, de algún modo, en la práctica, con Angela Vivian. Decir que iría a ver al banquero de la rue de Provence había sido solo para que lo oyera la femme de chambre, a quien creyó impertinente: realmente no tenía ninguna intención de llevarlo a cabo. Esos quince días hizo largas caminatas, paseó por la playa, alrededor de los peñascos y por entre las grutas marinas, y meditó mucho sobre ciertos incidentes abordados anteriormente en este relato. Se había prohibido pensar en el futuro y sin embargo vio necesario que su imaginación hallase refugio entre los cálidos y familiares episodios del pasado. Se preguntaba por qué Mrs. Vivian habría abandonado la plaza tan precipitadamente y por supuesto le sorprendía la analogía entre este incidente y la abrupta marcha de Baden. Le irritaba, le turbaba, pero, sin embargo, no volvía a encender en él la alarma que sintiera la primera vez que vio a la injuriada Angela en la playa. Tal alarma había sido sofocada por la actitud de Angela durante la hora siguiente y en la breve charla del atardecer. Un atardecer que resultaría para siempre memorable porque le había brindado la revelación que, en algunos momentos, todavía le hacía temblar; pero también le había aportado la seguridad de que a Angela le importaba bien poco lo que un ocasional conocido pudiese decir de ella. Fue de lo más singular, sin embargo, que un atardecer, tras esos quince días en Blanquais, una cadena de pensamientos adoptase de pronto forma en su mente. No fue producto de ninguna incidencia externa sino de un azaroso chisporroteo de la fantasía y la memoria, y su efecto inmediato fue que nuestro héroe se vio sorprendido como en el atardecer antes referido. Las circunstancias eran las mismas: había estado deambulando a solas por la playa hasta muy tarde y se hallaba mirando el mar oscuro y ondulante. De pronto, la misma voz que había hablado la otra vez murmuró una frase en la oscuridad que permaneció en su oído el resto de la noche. Al principio le sorprendió, como he dicho, pero a la mañana siguiente le empujó a partir hacia París, y durante todo el viaje permaneciendo en su oído. Se encontraba sentado en un rincón del tren con los ojos cerrados, abstraído, queriendo prolongar la reverberación de esa voz. Sí: si no era verdad, al menos, como dicen los italianos, era ben trovato, y era maravilloso pensar en ello. Referirlo aquí, en cambio, ya no lo es tanto, pero al menos puedo dar un indicio. La teoría de que Angela le odiaba se había esfumado tras el reencuentro, y, ahora, otra bien diferente había ocupado su lugar. Debido a ella encajaban gran parte de los hechos, se explicaban contradicciones, anomalías y misterios de modo más lógico que mediante la teoría del resentimiento, y, en fin, desvelaba por qué Miss Vivian habría empujado a su madre a abandonar el lugar casi sin previo aviso. De algún modo eso obliteró los escrúpulos de Bernard con suma efectividad y le llevó, a su llegada a París, directamente a la rue de Provence. En esa calle había más de un banco; pero Bernard sospechó enseguida de uno que podía ser el de Mrs. Vivian. Su intuición fue acertada y no tuvo dificultad en obtener la dirección requerida. Una vez obtenida, sin embargo, de ningún modo se propuso ir a ver de inmediato a la chica, sino que aguardó un par de días, sin duda a causa de esos escrúpulos vencidos. Era posible que renaciesen, pero estaban muy calmados y la verdad es que Bernard procuró que no se reavivasen.

A los tres días de su estancia en París, llamó a la puerta de Mrs. Vivian.