II
Dos meses más tarde Bernard Longueville se hallaba en Venecia, con la intención, todavía, de abandonar Italia. No era hombre de seguir planes a rajatabla. Los hacía, por supuesto, e incluso más que otras personas, pero solo como base sobre la que constituir variaciones. Había ido a Venecia para una estancia de quince días, pero estos quince días se habían convertido en ocho semanas maravillosas. Aún estaba convencido de que iba a poder llevar a cabo sus planes, pues hay que confesar que en cuanto veía una posibilidad de disfrute tenía una considerable capacidad para acomodar la teoría a la práctica. Su goce en Venecia fue extremo, pero le apartó de allí un llamamiento que vio incapaz de resistir. Se trataba de una carta de un amigo íntimo que vivía en Alemania: Gordon Wright. Este había estado pasando el invierno en Dresde, pero la carta llevaba membrete de Baden-Baden. Como no era larga, la puedo citar por entero:
«Me gustaría mucho que vinieras aquí. Creo que has estado antes, así que conoces la belleza e interés del lugar. Probablemente permanezca aquí el resto del verano. He conocido a gente que quiero que conozcas. Sé bueno y ven. Así te podré agradecer cabalmente tus largas cartas de hace dos meses. No te puedo responder con la amplitud que desearía: no tengo tiempo. ¿Sabes en qué lo empleo? En el amor. Me parece una ocupación absorbente. Por eso y nada más que por eso no te he escrito antes. He estado ocupado en el asunto desde finales de mayo. Requiere una enorme cantidad de tiempo y provoca que todo lo demás resulte olvidado por completo. No quiero decir que el experimento haya avanzado muy rápidamente, he debido empujar para que avanzara. Y no he tenido tiempo para calibrar su éxito: para ello necesito tu ayuda. Ya sabes que los grandes científicos nunca emprendemos un experimento sin un ayudante, alguien humilde que se queme los dedos y se manche las ropas en aras de la ciencia y cuyo interés en el problema sea solo indirecto. Quiero, pues, que seas mi ayudante, aunque te garantizo que tus quemaduras y manchas no serán peligrosas. Se trata de una mujer extremadamente interesante que quiero que veas; deseo saber qué te parece. Ella también te quiere conocer, pues le he hablado mucho de ti. Ahí lo tienes: el que tu vanidad resulte halagada te ayudará. En serio: es una súplica. Quiero tu opinión, tus impresiones. Quiero ver qué te parece ella. No te estoy pidiendo un consejo, algo que tú, por supuesto, no querrás darme. Lo que deseo es una definición, una descripción. Ya sé que es una cosa que no te gusta. Pero no veo por qué no he de poder contarte esto, siempre te lo he contado todo. Nunca he pretendido saber nada de mujeres, aunque sí he supuesto que tú lo sabías todo respecto a ellas. Ciertamente, siempre has poseído una suerte de sapiencia al respecto. Ven, pues, lo antes que puedas y convénceme de que no eres un embaucador. La chica es muy hermosa».
A Longueville le divirtió tanto la petición de su amigo que partió hacia Alemania de inmediato. Quizá la carta de Gordon Wright haya provocado en el lector más sorpresa que hilaridad, pero Longueville la encontró muy característica de su amigo. Lo que ante todo indicaba era la falta de imaginación de Gordon, carencia a la que frecuentemente aludían de forma jocosa los dos amigos, pues cada uno tenía las suficientes rarezas como para que el otro pudiese ironizar con amplitud sobre ellas. Bernard solía decir que la falta de imaginación de Gordon era un pozo sin fondo al cual de continuo le invitaba a bajar. «Mi querido amigo —decía Bernard—, debes excusarme; no puedo emprender esas excursiones subterráneas. Perdería mi aliento allí abajo, no regresaría vivo. Ya sabes que suelo echar cosas al pozo —chistes, metáforas, pequeñas fantasías, paradojas—, ¡y nunca he oído que tocaran fondo!». Como se ve, un verdadero epigrama por parte de un joven dotado de una viva fantasía. Pero era verdad, sin embargo, que Gordon Wright tenía un intelecto más de suelo firme que no de altos vuelos. Cada frase de la carta le pareció a Bernard escrita con botas de caminar de gruesas suelas y nada podía expresar mejor su modo de razonar que el que propusiera a su amigo que viniese e hiciese un análisis químico —o geométrico de la mujer a la que quería. «Qué poca idea tiene de las dificultades que tendré para formarme esa opinión y más aún para que él la acepte cuando se la formule». Así pensaba Bernard mientras iba en tren a Múnich. «La mente de Gordon —continuó pensando— carece de atmósfera; su proceso intelectual obra en el vacío. Las corrientes y las mareas no le afectan, así como tampoco el sol intenso, el viento fuerte y los cambios de estación y temperatura. Sus premisas aparecen nítidamente establecidas y sus conclusiones fácilmente previsibles».
Y sin embargo, Bernard Longueville experimentaba un fuerte afecto hacia ese carácter sobre el que solía volcar su irónico ingenio. No se invalida una amistad porque las partes sean disímiles. Debe existir una base de acuerdo, pero lo que se edifica sobre ella puede abarcar mil disparidades. Ambos jóvenes tenían constituida una alianza desde hacía tiempo, de la época del colegio, y el vínculo entre ellos se había fortalecido por el simple hecho de haber sobrevivido a las evoluciones sentimentales de la edad temprana. El vínculo más fuerte era el del mutuo respeto. Sus gustos, sus búsquedas eran distintas; pero cada cual tenía en alta estima el carácter del otro. Puede decirse que se sentían cómodos, pues ninguno de ellos había materializado ningún hecho demasiado brillante. Eran jóvenes americanos muy civilizados, nacidos, ambos, en el seno de una fortuna holgada y de un destino tranquilo, y nada dados al fulgor de las oportunidades doradas. No temo desmerecer su tierra natal en favor del crédito de ambos si afirmo que nada había logrado establecer diferencias entre ellos. Al alcanzar la mayoría de edad ya disponían de unos medios de vida que les eximían de cualquier duro esfuerzo innecesario. Gordon Wright había heredado una notable fortuna. Como sus necesidades eran razonablemente modestas, no le tentaba la consecución de la gloria de una gran fortuna comercial, el destino más obvio para un joven americano. En realidad no habían emprendido actividad de ningún tipo y si se les hubiera solicitado que hablasen de sí mismos les hubiera costado referir algo mínimamente interesante. A Gordon Wright le atraía mucho la ciencia y tenía sus propias ideas sobre lo que llamamos «recursos para la investigación científica». Sus ideas habían adoptado forma práctica y a favor de eso había dado mucho dinero para investigación; posteriormente había ido a pasar un par de años a Alemania pues se suponía que ese país era el reino de los laboratorios. Trabó relación con gente sabia y promovió las actividades de varias complejas ramas del conocimiento humano costeando los gastos de experimentos difíciles. A menudo, debo añadir, los experimentos los efectuaba él mismo, y el mundo debería apreciarle por los logros obtenidos. Pese a que admiraba la brillantez de su amigo, Longueville no era alguien que se dejara deslumbrar fácilmente. Porque le consideraba de manera tan simple y directa era por lo que Bernard le tenía tanto afecto a su amigo, un afecto al que era difícil asignarle un motivo determinado. Las simpatías personales sin duda obedecen siempre a algo; pero ese algo es remoto y misterioso para nuestra visión corriente, al igual que sucede con las circunstancias de la meteorología. Según estas, en efecto, nos contentamos con observar si hace buen tiempo o llueve, sin que el influjo de nuestros gustos o aversiones de ningún modo impida la bondad de nuestro análisis. A Longueville le agradaban las cualidades superiores y las sabía detectar en la sencilla, cándida, viril, afectuosa naturaleza de su camarada, que encontraba excelente. Gordon Wright poseía un corazón sensible y una voluntad férrea, combinación que, cuando el entendimiento no es demasiado limitado, a menudo es causa de acciones admirables. Podía a veces cuestionarse si el entendimiento de Gordon era suficientemente amplio, pero los impulsos de un generoso temperamento suelen colmar las grietas de una imaginación deficiente, y la impresión general que Wright producía era ciertamente la de una inteligente bonhomía. Las razones de su aprecio por Longueville eran mucho más obvias. Longueville era agradable tanto en el trato superficial como en el profundo. La naturaleza le había arrojado al mundo con abundancia de dones. Tenía muy buena presencia —alto, moreno, ágil, de perfecta figura—, de tal modo, que de haber sido estúpido se le hubiera perdonado; aunque cuando se intimaba con él se veía lo lejos que estaba de ser un estúpido. Su notable talento se había visto enriquecido, durante los tres o cuatro años que siguieron a su marcha del colegio, gracias a la disciplina del estudio de las leyes, de lo cual no había hecho mucho uso, aunque sí de su talento. Se le consideraba alguien muy instruido, por lo que le solían preguntar que por qué no hacía nada útil. Tal cuestión nunca era satisfactoriamente respondida, pero daba la impresión de que en realidad hacía muchas más cosas que la gente que le preguntaba. Además, había algo que hacía de continuo: divertirse. Esto no es evidentemente una actividad útil, y ya hemos dicho antes que no ejercía ninguna profesión reconocida. Pero, sin entrar en más detalles, era realmente un tipo lleno de encanto: hábil, educado, liberal y con esa rara cualidad en su apariencia que le dotaba de distinción.