IV

—¿Cuál de ellas es? —preguntó Longueville a su amigo tras haberse despedido de las tres mujeres y del capitán Lovelock, quien, según dijo, se iba a vivir la noche.

Se habían alejado de la puerta del alojamiento de la Mrs. Vivian y se hallaban ahora en una pequeña calle de irregular pavimento.

—¿A qué te refieres? —preguntó Gordon mirando a su compañero.

—¡Oh, vamos —dijo Longueville—, no me vengas con modestias a estas alturas! ¿No me has escrito que estabas metido en un intenso asunto amoroso?

—¿Intenso? No.

—Pues aún peor. ¿Es un asunto amoroso frívolo?

Su amigo le miró con seriedad un instante.

—Supongo que te pareció extraña esa carta que te escribí.

—La encontré típica de ti —dijo Longueville sonriendo.

—Lo que es lo mismo, pues.

—No, en absoluto. No eres hombre de extrañezas.

Gordon le miraba fijamente, entre interesado e interrogativo; pero, ante las últimas palabras, apartó los ojos. Incluso alguien muy modesto parpadearía un poco si oye que se le niega una mínima capacidad de variación respecto al prototipo. Tras emitir su reflexión, Longueville se sorprendió de que su compañero se quedara más serio de lo esperado; aunque, bien pensado, ¿por qué iba a estar exultante?

—Tu carta era muy natural e interesante —añadió Bernard.

—Bien, ya ves —dijo Gordon, encarándose de nuevo con su compañero—. He estado bastante preocupado.

—Es obvio, querido camarada.

—Deseo mucho casarme.

—Algo de la mayor importancia —dijo Longueville.

—Lo deseo tanto —declaró el amigo— como si yo lo hubiera inventado. Claro: es la primera vez que me sucede algo así.

Estas palabras fueron expresadas con tal suave simplicidad que provocaron que Longueville soltara una carcajada.

—Mi querido amigo —exclamó—, después de todo, tienes tus rarezas.

Curiosamente, sin embargo, Gordon Wright no pareció sentirse halagado por esta concesión.

—No te llamé para que ahora te rías de mí —dijo.

—Y yo tampoco he recorrido trescientas millas para ponerme ahora a llorar. Dime de una vez, y en serio, si es una de esas dos jóvenes la que te ha metido en la cabeza la idea del matrimonio.

—En absoluto. Lo he pensado yo.

—Así que como querías casarte, has decidido enamorarte.

—¡No estoy enamorado! —dijo Gordon Wright con energía.

—Y entonces, querido amigo, ¿por qué me has hecho venir?

Wright le miró un momento en silencio.

—Porque pienso que eres un buen tipo y alguien perspicaz.

—¡Un buen tipo! —repitió Longueville—. No entiendo tu terminología científica. Pero excúsame, no me quiero reír. No soy perspicaz sino meramente una buena persona. —Se detuvo un instante y luego puso la mano sobre el hombro de su amigo—: Mi querido Gordon, no me digas más: estás enamorado.

—Pues bien, no quiero estarlo —dijo Wright.

—¡Cielos, qué sentimiento más horrible!

—Quiero casarme con los ojos bien abiertos. Quiero conocer a mi mujer. Cuando estás enamorado, no conoces en verdad a la persona. Tus impresiones se ven alteradas.

—Se supone que lo han de estar un poco. ¿Es que te disgusta?

—Como te digo, quiero conocer a la mujer con quien me case del mismo modo que conozco a otras personas. Quiero verla con claridad.

—Veo que pones demasiado énfasis en el conocimiento, colocas una intensa estimación en la árida luz de la ciencia.

—¡Ah! —dijo Gordon—. Por supuesto que quiero sentir cariño por ella.

Pese a la protesta, Bernard empezó a reír de nuevo.

—Mi querido Gordon, eres mejor que tus teorías. Tu apasionado corazón contradice tu frío intelecto, le repito que estás enamorado.

—Por favor, no lo vuelvas a repetir —dijo Wright.

Bernard le cogió del brazo y siguieron caminando.

—¿Cómo debo llamarlo, entonces? Tú has emprendido un estudio sobre el hecho matrimonial.

—No pongo la menor objeción a que lo llames así. Mis análisis son de gran interés.

—Y una de esas dos jóvenes viene a ser el libro que contiene la preciosa lección —dijo Longueville—. O quizá tu tratado abarca dos volúmenes.

—No. Hay una a la que no estudio en absoluto. Nunca he podido hacer dos cosas a la vez.

—Eso prueba que estás enamorado. Uno no puede enamorarse de dos mujeres a la vez, pero se puede servir de dos, o de tantas como quiera, para el análisis comparativo. Pero, lo que te preguntaba antes: ¿cuál de las dos chicas es tu elegida?

Gordon Wright se detuvo abruptamente y miró a su amigo.

—¿Cuál dirías?

—¡Ah, esta pregunta no vale! —dijo enseguida Bernard—. Sería injusto nombrar a una antes que a la otra, y, de nombrar a la equivocada, me sentiría culpable de desconsideración hacia la otra. ¿No te parece?

A Gordon quizá le pareció que sí, pero persistió en la idea de que su compañero se comprometiera.

—No te importe ser desconsiderado. Algún día haré lo mismo por ti y quedaremos en paz. ¿Por cuál de ellas piensas me he encaprichado? En términos generales, ¿qué sabes realmente de mí? —le propuso Gordon con mirada incitante.

—Olvidas —dijo su amigo— que aunque a ti te conozco muy bien, gracias a Dios, sé muy poco de esas chicas. Apenas las he tratado.

—Sí, pero tú eres alguien que se suele fijar en las cosas. Por eso te he hecho venir.

—Solo he hablado con Miss Evers.

—Sí, ya sé que nunca has hablado con Miss Vivian —dijo Gordon Wright mirando a Bernard como urgiéndole mientras pronunciaba esas palabras.

Bernard fue especialmente consciente de la manera como le miraba. Las palabras son una ilusión y Longueville se preguntó a sí mismo si no convenía desvelar la verdad. La respuesta le surgió más lenta que la pregunta, pero surgió, y en forma de negativa. Tal ilusión era algo fútil y no tenía por qué revelar a su amigo que conocía de antes a Miss Vivian. A causa de eso y ya que habiendo tenido oportunidad la muchacha no lo había hecho, Longueville pensó que su sentido del honor le impedía revelar el secreto. Pensó esto muy rápido, y, entretanto, nuestro joven, gracias a su gran agilidad mental, encontró tiempo para observar tácitamente lo extraño que era, precisamente ahora, tener en cuenta honor alguno. Sin duda que Miss Vivian, en algún momento, habría referido a Gordon el pequeño incidente de Siena. Bernard pensó por un instante que su amigo lo sabía y que su afirmación era irónica; pero esa impresión se disipó por completo ante el tono con que este añadió:

—Pero es igual: te has fijado en ella.

—Oh, sí, es muy visible.

—Pues bien —dijo Gordon—, entonces ya lo advertirás. Quiero que lo averigües. Por supuesto, le dedico mucha atención a una e ignoro a la otra, así que te será fácil de descubrir.

Longueville se encontró a medias divertido, a medias irritado por la insistencia de su amigo en tal enigma.

—Eso de «ignoro a la otra» suena mal —respondió mientras seguían caminando—. ¿Debo imaginar que te comportas desconsideradamente con una de las dos chicas?

—Oh, no, querido amigo. ¿Piensas que hay riesgo de que ocurra eso?

—Solo lo he supuesto —contestó Longueville.

—No supongas aún —le reconvino Gordon Wright—. Espera unos días. No te lo voy a decir ahora.

«Veremos si no me lo dices», pensó Bernard; luego, reflexionó un instante.

—Cuando me he presentado tú estabas sentado frente a Miss Evers y le hablabas con mucha seriedad. Tu cabeza estaba inclinada hacia ella, como hacen los enamorados. ¡Decididamente Miss Evers es tu escogida!

Por un instante Gordon Wright vaciló y luego dijo:

—¡Espero no haberle parecido desconsiderado a Miss Vivian!

Bernard esbozó entonces una ligera sonrisa.

—¡Mi querido Gordon, estás realmente enamorado! —le recalcó en el instante en que llegaron al hotel.