XXIX

Tal declaración fue muy efectiva, pero al principio pudo parecer que correspondía más a la capacidad satírica de Angela que a sus dotes de observación. Bajo esta luz la consideró Bernard; pero poco a poco, a medida que ella la fue exponiendo, él la fue aceptando y, al final, estaba ya dispuesto a considerarla como un triunfo de la sagacidad del mismo nivel que el otro descubrimiento de la tarde anterior, respecto al que quería felicitarla: eso obedecía a su presente visita. Sin embargo, le aportaba menos satisfacción de la que parecía producirle a su sagaz compañera; pues, como observó bastante plausiblemente, si ya no tenía a Gordon en sus pensamientos, ¿qué importaba lo que ocultaba su corazón?

—Lo que oculta su corazón y el estado de su mente son una y la misma cosa —dijo Angela—. Gordon está trastocado por su triste y falsa posición respecto a su mujer. Ella le ha tratado mal, y él, a ella, equivocadamente. Ambos están enamorados el uno del otro y sin embargo se ven forzados a ocultarlo. En absoluto está enamorado de mí; no lo está hoy más que tres años atrás. Cree estarlo porque se encuentra lleno de pena y amargura y porque la noticia de nuestra boda le ha impresionado. Pero es solo un pretexto, la oportunidad para volcar el dolor y rencor acumulado en su corazón al sentirse extrañado por Blanche. Es demasiado orgulloso para atribuir sus sentimientos a esa causa e incluso a sí mismo: necesitaba llorar, proclamar que se sentía herido, pedir justicia por el agravio; y la revelación de lo que sucede entre tú y yo, hace que lo encuentre, por supuesto, incongruente; debemos admitir que eso ha representado para él una súbita oportunidad. No, no —continuó la chica con un generoso acaloramiento en su rostro a medida que exponía una argumentación que parecía encontrar extremadamente atractiva—: sé lo que vas a decir y lo niego. No soy fantasiosa, ni irracional, sé perfectamente lo que me digo. Los hombres son tan estúpidos…; solo las mujeres saben discernir de verdad. Déjame hacer y lo conseguiré. Blanche es tonta, sí, muy tonta, pero no es tan mala como su marido piensa, y espero que este viva lo suficiente para arrepentirse de lo dicho. Ella tiene el suficiente entendimiento para sentir un gran, hondo interés por él, a la vez que su corazón está lleno de rabia y vergüenza ante el hecho de que Gordon no parezca interesarse por ella. Si él se la tomara un poco más en serio —¡qué inmensa lástima que se haya casado con ella porque, como dice, es tonta!—. Blanche se sentiría orgullosa y se esforzaría por engrosar ese aprecio. ¡No, no, no! En realidad a ella le importa un pimiento el capitán Lovelock, te lo aseguro. Te prometo que no le interesa. Como mujer no te lo puedo decir. Ella está en peligro y si la presente situación, tal como la ve su marido, continúa, ella puede hacer la cosa horrible que él piensa. Pero Blanche lo haría por despecho y no por afecto hacia el capitán, que debe ser de inmediato apartado de ella. Ella está con él solo para atormentar a su marido y hacer que Gordon le vaya detrás. Blanche debe quitárselo de encima mañana mismo. —Angela se detuvo un instante, reflexionando con la mirada encendida—. ¡Y lo va a hacer!

Bernard la miró con incredulidad.

—¿Y cómo lo va a lograr usted, «doña Salomón»?

—Lo verás cuando regreses.

—¿Cuándo regrese? ¿Y adónde se supone que voy?

—Abandonarás París durante un par de semanas, como le he prometido a nuestro amigo.

Bernard rió airadamente.

—Mi querida muchacha, ¡eres ridícula! Tu promesa es casi tan infantil como su petición.

—Para jugar con un niño has de ser un poco infantil. ¡Mira el efecto de esa abominable pasión amorosa que me has ensalzado tanto! ¡Por culpa de eso, Gordon Wright, la persona más sensible que conocemos, se ve inmerso en la infamia! Si tú desapareces un tiempo yo podré manejar libremente el asunto.

—¡Tú sí que me manejas a mí! ¿Y a dónde puedo ir?

—A donde quieras. Te escribiré cada día.

—Eso es un incentivo —dijo Bernard—, pues nunca he recibido una carta tuya.

—¡Te escribiré cartas deliciosas! —exclamó Angela, que logró que se comprometiera a marcharse esa misma noche hacia Londres.

Acababa de suceder por lo anterior cuando se presentó Mrs. Vivian, que no pudo por menos que quedar atónita cuando le explicaron.

—¿Está seguro de que no va a abandonar a mi hija para contentar a Mr. Gordon? —hizo notar.

—¡Le doy mi palabra de que no va a ser así! —dijo Bernard.

—Te lo explicaré todo, mamá —dijo Angela—. Es muy interesante. Mr. Wright nos ha hecho una escena espantosa. Lo que sucede entre él y Blanche es lamentable.

Mrs. Vivian abrió sus claros ojos.

—¡Hablas como si ello te encantara!

—Le encanta, y así se lo dio a entender a Gordon —dijo Bernard—. ¡No sé qué se propone! Gordon no está en sus cabales. Quiere librarse de su mujer.

—¿Librarse de su mujer?

—Repudiarla, como dicen los legalistas.

—¡Repudiar a la pequeña Blanche! —murmuró Mrs. Vivian, como si lo encontrara muy incongruente.

—Quiero volver a unirlos —dijo Angela con firme decisión.

Su madre la miró admirativamente.

—Mi querida hija, te ayudaré.

Las dos mujeres presentaban tal aspecto de misteriosa competencia en la tarea emprendida que Bernard no pudo hacer otra cosa sino desaparecer un tiempo. De acuerdo con eso marchó a Londres, en donde tenía amistades que le podían hacer el exilio más soportable. Sin embargo se encontró con pocas ganas de abrirse a ellos y se limitó a abordar tan solo recuerdos y expectativas. Notaba a faltar dolorosamente la intensa familiaridad del salón de Mrs. Vivian, que le parecía el más maravilloso lugar de la tierra —si era en verdad terrenal—, y confió a los generosos buzones que ornan bellamente las equinas de Londres un increíble número de cartas, las más voluminosas que nunca admitieran tales receptáculos. Hacia largos paseos a solas siempre pensando en Angela y su oportuno carácter de ángel auxiliador. Esta fue fiel a su promesa de escribirle a diario y resultó un verdadero ángel con su ingeniosa pluma, o así lo creyó Bernard, quien era muy exigente con la escritura de cartas. Por supuesto el tema era siempre el mismo: el éxito de su tarea respecto a Gordon. «Mamá se ocupa de Blanche mientras yo me dedico Mr. Wright. Es muy interesante». Se lo explicaba todo en detalle y Bernard lo encontró, asimismo, muy interesante: en doble sentido, pues debo confesar que debía dividir su atención entre la encantadora persona destinataria de sus afectos —y que trataba de curar una extensa llaga social con sus ligeras y delicadas manos— y la agitada, distorsionada, casi risible imagen de su antiguo amigo.

Angela le escribió diciéndole que Gordon había vuelto a verla el día después de su primera visita y había quedado muy turbado al saber que Bernard se había marchado. «Supongo que fue porque usted le insistió —le había dicho—, y no porque él lo considerara algo justo». «Le dije —continuaba Angela en su carta— que yo te había incitado pero que también tú habías puesto algo de tu parte. Pero no pude insistir sobre este punto para no excitar de nuevo lo que hemos venido en llamar sus celos. Me preguntó que adonde habías ido, y cuando se lo dije, exclamó: “¡Ah, cómo debe odiarme!”. “Está usted equivocado —le respondí—. El siente por usted el mismo afecto que… yo”. Y entonces él me miró como si no me creyera en absoluto, como si no se creyera nada. Está muy alterado y desmoralizado. ¡Se estuvo media hora y se pasó la visita intentando congraciarse de nuevo conmigo! ¡Pobre, resultó conmovedor en su esfuerzo para ganar mi afecto! Pero aunque no logra ya agradarme, sí, en cambio, me interesa más y más, me tomo la libertad de decírtelo. Podrás pensar que todo esto es algo muy embarazoso, pero curiosamente no me costó nada. Puede que sea por lo interesada que estoy en el asunto. Probablemente sea embarazoso para él, pobre hombre, porque puedo asegurarte que no parecía un ápice más feliz al final de esa media hora, pese al privilegio de que había gozado. No habló más de ti; hablamos de París y Nueva York, de Baden y Roma. ¡Imagina la situación! No es que deba oponer resistencia alguna sino que quiero hacerle ver que conversar conmigo sobre tales asuntos no le hará sentir mejor y que debe buscar el alivio en otra parte. No mencioné a Blanche».

En la siguiente carta sí que, en cambio, habló de la esposa de Gordon. «Esta tarde, Gordon ha regresado de nuevo —decía— presentando el mismo aspecto que ayer: el mismo rostro compungido de alguien muy infeliz. Si no fuera suficientemente sagaz creería lo que dice de sí mismo y debería suponer que no era feliz a causa de que Blanche no daba muestras de querer abandonarle. Ella ha estado aquí con nosotras —no tiene idea de lo que sucede— y, con honestidad, no puedo decir que charle menos de lo habitual. Parece muy interesada en ciertas tiendas (en las que compra mucho) y especial mente en sus visitas a la modista. Mamá le ha propuesto, en vista de tu ausencia, que venga a vivir con nosotras, lo que no le ha parecido mala idea. He informado a su marido de lo que le habíamos pedido a su esposa y le he preguntado si tenía alguna objeción. “Ninguna —ha contestado—, pero no creo que lo haga”. “Por el contrario —he replicado yo—: Ha dicho que sí”. “Les dirá que sí hasta que, en el último minuto, encontrará algún pretexto para no hacerlo”. “Decididamente —le he dicho yo, entonces—: no tiene de ella buen concepto”. “Blanche me odia”, me ha contestado él, mirándome extrañamente. “Dice eso de todos —le he replicado yo—. Ayer lo dijo de Bernard”. “Ah, en cuanto a él sí que hay razones”, ha exclamado. “No trataré de responder por Bernard —he proseguido yo—, pero sí que puedo responder por Blanche. Su idea de que le detesta es un miserable engañarse a sí mismo. Le quiere más que a nadie en el mundo. Lo que ocurre es que no se entienden y si pusieran un poco de buena voluntad por parte de los dos, las cosas se arreglarían”. Pero él no ha querido escucharme, me ha cortado en seco. Viendo que le podía irritar si continuaba, lo he dejado estar. Pero no por mucho tiempo: él debe escucharme».

Más tarde escribió que Blanche se había excusado de ir a vivir con ellas con el pretexto de que tenía mucha ropa que probarse y que si permanecía en casa de Mrs. Vivian estaría a demasiada distancia de los templos de la moda y los sacerdotes que impartían el culto. «Pero, de todos modos, viene cada día —decía Angela— y mamá está de continuo con ella; la quiere más que a mí. Mamá la escucha mucho y habla poco, y yo no puedo cuando estamos solas. Lo que dice Blanche es como si lo hubiera oído mil veces. No vemos nunca al capitán Lovelock y mamá dice que Blanche hace dos días que no habla de él. Piensa que es un buen síntoma pero yo no estoy tan segura. El pobre Mr. Wright considera un gran triunfo que Blanche se haya portado como nos había dicho. Busca un consuelo en nuestra casa que, ciertamente, no encuentra en otro sitio. Aunque el trato conmigo no le resulta el bálsamo espiritual que parecía haber esperado, y eso a pesar de que he sido con él todo lo amable y gentil que he podido. Es muy silencioso, a veces se está diez minutos sentado sin hablar y te aseguro que no es algo divertido. A veces me mira como si se dispusiese a perpetrar el número del otro día. Pero luego no dice nada y noto que no está pensando en mí, sino en Blanche. Cuanto más piense en ella mejor».

«Mi querido Bernard —empezaba otra carta—, espero que no te mueras de ennui, etc. Las cosas siguen así, así. Ayer me pidió que le acompañara al Louvre y estuvimos viendo pinturas durante media hora. Mamá piensa que es muy extraño lo que hago y aunque está de acuerdo en que es por una buena causa, no está segura de que la causa justifique los medios. Admito que estos son muy singulares y, por lo que respecta al Louvre, nada exitosos. Nos sentamos a contemplar durante un cuarto de hora la gran Venus sin brazos sin que él dijera una palabra. Pienso que no sabía qué decir. Antes de separarnos me preguntó si tenía noticias tuyas. “Oh, sí —le contesté -cada día”. “¿Le habla de mí?”. “Nunca”, le respondí; y creo que pareció decepcionado». Y en efecto, cuando Bernard escribía a Angela, raras veces le mencionaba. «Estuvo dos días sin venir —continuaba— un fin de semana entero. Pero ayer, al anochecer, a una hora tardía para visitas, se presentó en casa. Mamá no estaba en la sala y yo estaba sola. Supe de inmediato que sufría una crisis. Al principio pensé que Blanche había hecho lo que él había predicho, pero enseguida vi que no era este el motivo, además que sabía que mamá la vigilaba de cerca. “¿Cómo he podido ser tan absolutamente idiota?”, exclamó tan pronto como entró en la sala. “Me encanta oírle decir eso —le dije—, porque no me parece que se haya comportado con cordura”. “¡Usted es la inteligencia, la amabilidad, el tacto en su más perfecta forma!”, continuó; si te he de decir la verdad, me soltó un montón de alabanzas y me felicitó en los términos más halagüeños por haberle estado aguantando durante toda la semana. “No le he tenido que aguantar en absoluto —le dije—, usted me ha interesado”. “Sí —exclamó—, como un caso curioso de monomanía; es parte de su amabilidad decirme eso, pero sé que la he aburrido hasta la muerte, y la conclusión es que me desprecia, no puede evitar despreciarme; yo mismo me desprecio. Me tenía por un hombre como Dios manda, pero ahora veo que no: ¡soy un pobre diablo! Pensaba que sabía llevar las cosas con calma y valentía, ¡pero resulta que no puedo! Si no fuera por la vergüenza que me da, me pondría a llorar”. “No se preocupe —le dije yo—, ya sabe que es parte de nuestro acuerdo que yo no le critique”. “¿Nuestro acuerdo?”, repitió él con vaguedad. “Veo que lo ha olvidado —le respondí—. Pero no importa lo más mínimo, no es de eso de que quiero hablar con usted. Aunque le haya servido bien poco he sido extremadamente afable con usted durante una semana, pero sigue siendo tan infeliz como al principio. Hasta pienso que se encuentra peor”. “¡El cielo me perdone, Miss Vivian, creo que sí!”, exclamó. “El cielo le perdonará fácilmente; usted va por el mal camino. Para encontrar la felicidad, que le ha estado huyendo, debe tomar otra senda; debe tomar la misma dirección que Blanche; no debe separarse de su esposa”. Al escuchar el nombre de Blanche, se levantó de golpe y adoptó su habitual tono; lo sabía todo de su mujer y no necesitaba información adicional. Pero yo hice que se sentase de nuevo y que me escuchara: que me escuchara durante media hora; y al final pareció interesarse por lo que le dije. Al menos lo parecía mucho. Me estuvo mirando fijamente todo el rato y al final se le saltaron las lágrimas. Creo que me acompañó la elocuencia. No recuerdo lo que dije ni cómo lo dije —de tener que puntualizar—, ni si lo hubieras encontrado coherente de haber estado tú presente, como crítico imparcial. Lo único que sé es que, un poco más tarde, también en mis ojos había lágrimas. Le rogué que no abandonara a Blanche. Le aseguré que no es tan tonta como parece, que es una criatura primorosa y que todo lo hace pensando solo en él. Sí: se había comportado con amabilidad y bondad respecto a ella, lo sabía bien, pero desde el inicio no había sabido ocultar que la tenía por una simple y bonita gatita. Blanche quería algo más y se refugiaba en el flirteo solo para excitar sus celos y hacer que se interesara más por ella. Gordon la había querido mucho y seguía queriéndola: la quería con pasión, tal había sido mi principal argumento. Pero él no había sabido hacérselo ver al limitado cerebro de ella y había conseguido que Blanche acabara pensando algo que la atormentaba. “Le ha hecho suponer —le dije—, que en quien usted pensaba era en mí, y la pobre chica tenía celos. No es que me lo haya dicho ella en absoluto: es demasiado orgullosa y considerada. Si usted no lo ve así, yo sí lo hago. Ella ha tenido cada día de esta semana una oportunidad, pero me ha tratado como si no tuviera un grano de sospecha. Y yo lo he agradecido y lo he entendido, y me ha conmovido mucho. También debiera conmoverle a usted, Mr. Wright. Cuando Blanche supo que estaba comprometida con Mr. Longueville, experimentó un inmenso alivio. ¡Y sin embargo en ese mismo instante usted protestaba, la atacaba, decía cosas horribles de ella! Sé cuanto desea Blanche que la admiren. Pero la admiración que más desea en el mundo es la de usted. Ella juega con el capitán Lovelock cual niña con su arlequín de madera: acciona un resorte y este levanta brazos y piernas. Tiene tantas ganas de fugarse con él como una niña de hacerlo con su Jim Crow de cartón.[4] Si tuviera usted una charla sincera con ella, Blanche enseguida arrojaría su Jim Crow por la ventana. Le suplico muy humildemente que deje de pensar en mí. No sé qué daño piensa me ha podido hacer o hasta qué punto he sido amable para que se sienta obligado a desvivirse por mí. No soy en absoluto digna de tanta atención. Si pensó mal de mí en Baden, ni lo supe ni me importa. Y si fue así, ya ve cómo me lo tomo. Querido Mr. Wright, podemos ser buenos amigos solo con que usted me crea. Ella es tan guapa, tan encantadora, tan infaliblemente admirada. Acaba de decirme que me ha aburrido, pero, aun siendo así —pese a todas las galanterías que me ha dirigido— no sería nada en comparación en lo que yo le he aburrido a usted. ¡Si Blanche se hubiera enterado de lo que le he llegado a aburrir! Hágale ver durante media hora que ya no piensa en mí, y el resto vendrá solo. Blanche podía haberse soliviantado fácilmente conmigo. ¡Pero el modo en que ella se ha comportado conmigo es una de las cosas más bellas a que he podido asistir y ya verá usted cómo me comporto con ella en el futuro! No se vea obligado a insistir, por educación, en que no le he aburrido; no se vea obligado a ello en absoluto. Sabe perfectamente bien que el supuesto encanto de mi compañía le ha decepcionado. Yo, asimismo, he hecho lo que he podido. ¡Lo puedo afirmar con total honestidad!”. Durante un rato no dijo nada y luego señaló que yo era muy inteligente pero que no veía sentido a lo que le estaba diciendo. “Ello prueba tan solo —le dije—, que el mérito de mi conversación es menor del que usted había imaginado. Pero es igual: le he sido útil. No me contradiga: no lo sabe todavía, y es ya demasiado tarde para ponernos a discutirlo. Ya me lo dirá mañana”».