VIII

Bernard se abstuvo de formular de nuevo la pregunta: ella podía responder según le conviniera. Pero los días pasaron y ella no le contestó, sus razones tendría. Bernard hablaba con Angela muy a menudo: la conversación era el principal entretenimiento del pequeño grupo al que pertenecía. Se sentaban en la terraza y charlaban bajo la claridad de las estrellas y las lámparas, y paseaban por los profundos bosques verdes, flanqueando las laderas de las gráciles colinas de Baden abordando los temas de que más se hablaba. La Selva Negra es una zona de casi ininterrumpida sombra, y en los tranquilos días del verano el lugar aparece cubierto de una inmóvil techumbre de verdor. Los dos amigos no eran personas extravagantes o atrevidas y contemplaban la vida de Baden bastante desde fuera: permanecían distantes del llamativo y superficial drama de la jarana profesional. Sin embargo, entre ellos también se fue gestando un drama en el cual cada miembro del grupo tendría un papel que jugar. Bernard Longueville se sorprendió al principio de, digamos «lo accesible que era Miss Vivian», por las oportunidades que encontraba de sentarse junto a ella y entrar en conversación. Había esperado que Gordon Wright considerara que, por haberse interesado primero por la joven, reclamase la prioridad de su compañía. Gordon la estaba cortejando a fin de cuentas y era lógico que quisiese estar a su lado. De hecho nunca estaba demasiado alejado de ella, pero Bernard, durante dos o tres días, tuvo la anómala impresión de que él siempre se hallaba más cerca. Al poco, sin embargo, percibió que gozaba de tal privilegio simplemente porque su amigo deseaba que tratara y conociera a Miss Vivian, que obtuviera una vivida impresión de la persona en la que Gordon estaba tan hondamente interesado. Antes de que esto se hubiera conseguido, Gordon Wright volvió a ocupar su lugar usual y mostró a la joven las pequeñas atenciones que eran el único homenaje que las tranquilas condiciones de su vida hacían posible: pasear con ella, hablarle, prestarle algún libro, acercarle una silla, traerle algunas flores para prenderlas en la pechera de su vestido, tratarla, en una palabra, con una austera pero en modo alguno inexpresiva galantería. No era ningún enamoramiento pasional, como le había dicho a Longueville, y esas demostraciones, en efecto, no manifestaban una pasión especial. Bernard se dijo a sí mismo que, de no estar al corriente del secreto, difícilmente nadie podría concluir que ardía en su interior una llama cuidadosamente alimentada. Angela Vivian, por su parte, tampoco parecía especialmente receptiva. Nada en su actitud indicaba que estuviese enamorada de su constante seguidor. Se comportaba graciosa y cortésmente. Sonreía cuando le daba la mano, la miraba y escuchaba cuando le hablaba; le dejaba caminar a su lado por la avenida Lichtenthal; leía, o simulaba leer, los libros que le dejaba, y se ponía las flores que le traía. No parecía aburrida ni incómoda, ni irritada ni abrumada. Pero Bernard pensó que todas esas atenciones, como a cualquier mujer atractiva, no le parecían sino mero reconocimiento a sus encantos. «Si ella no es indiferente —se dijo a sí mismo—, de algún modo es imparcial, profundamente imparcial».

No había aún llegado el fin de semana cuando Gordon Wright le contó cómo estaban exactamente las cosas con Miss Vivian y lo que cabía aguardar razonablemente. Durante esa semana sus relaciones habían sido de lo más feliz y agradable y Bernard había gozado con los largos paseos y las charlas con un tiempo tan agradable la belleza y diversión que proporcionaba el lugar y con otras varias circunstancias por las que no cesaba de felicitarse por haber venido a Baden. Al principio Bernard no le había preguntado nada a su amigo. Tenía un gran respeto por la oportunidad, de los otros o suya, y dejó que Gordon enfocara la linterna abiertamente en el asunto pendiente entre ambos y del que hasta ahora, solo los bordes habían sido iluminados. Gordon por su parte parecía satisfecho de tener a mano a su amigo, de momento: lo reservaba para la invocación final o para otro misterioso uso.

—No puedes decirme que, tras haberla tenido bajo observación una semana entera, aún no la conoces bien —le dijo un atardecer mientras paseaban por la avenida Lichtenthal.

—¿Se puede, en tan solo una semana, analizar a una mujer inteligente y compleja? —preguntó Bernard.

—¡Ah!, al menos la semana ha servido para algo: ¡has averiguado que es complicada! —dijo Gordon.

—¡Mi querido Gordon —exclamó Longueville—, no veo qué puede importarte lo que averigüe de Miss Vivian! Cuando alguien está enamorado, ¿qué importa lo que los demás puedan decir del ser amado?

—Cierto que no es importante. Pero si la persona amada es alguien complejo, eso puede ayudar.

—¡Qué absurdo decir esto! El ser querido siempre es alguien complejo.

Gordon caminó en silencio unos instantes.

—Bien, entonces, ¡me importa un pimiento lo que pienses!

—¡Bravo! Así es como habla un hombre —exclamó Longueville.

Gordon meditó unos instantes y luego dijo:

—Esto te da libertad total para decir lo que te plazca.

—¡Ah, querido amigo, eres ridículo! —dijo Bernard.

—Eso es precisamente lo que me gusta oírte decir. Siempre me encuentras demasiado razonable.

—Bien, vuelvo a mi primera afirmación. No conozco a Miss Vivian. Quiero decir que no la conozco como para dar una opinión sobre ella. Supongo que no querrás que te endilgue una docena de banalités. Es una mujer encantadora, evidentemente una persona superior, tiene un gran estilo.

—Oh, no. Esto ya lo sé —replicó Gordon, y añadió—: Pero, de cualquier modo, ella te gusta, ¿verdad?

—Más que eso —dijo Longueville—. La admiro.

—¿Eso es decir más? —preguntó Gordon reflexivamente.

—Bien, lo mayor, sea lo que sea, incluye lo menor.

—¡No quieres comprometerte! —dijo Gordon, y añadió—: Mi querido Bernard, ¡pienso que sabes muchísimo sobre mujeres!

Gordon Wright tenía un carácter tan amable y cándido que era difícil concebir que esta observación pudiera picar a Bernard en su amor propio. La afirmación implicaba por parte de Gordon una gran familiaridad con el uso de la ironía, algo de lo que siempre había gozado, a la vez que una extrema convicción en el carácter irritable de la vanidad de su amigo. De hecho, sin embargo, se le puede confiar al lector que Bernard fue herido en su zona más vulnerable, por mucho que el posible resentimiento de su vanidad no se notara en su respuesta.

—Estás completamente equivocado —dijo, simplemente—. Soy tan ignorante sobre mujeres como un cartujo.

—Pero las analizas demasiado. Las encuentras enigmáticas.

Esto último, probablemente obedecía a cierto toque irónico por parte de Gordon Wright.

Bernard se detuvo, impaciente.

—Te lo pregunto de nuevo: ¿qué importa lo que yo pueda pensar de ella?

—Importa, ya que ella me rechazó.

—¿Qué te rechazó? Entonces todo ha terminado, ya nada importa.

—No, no se ha terminado —dijo Gordon, negando con la cabeza—. ¿No te das cuenta?

Bernard sonrió, puso la mano en el hombro de su amigo y le dio unas palmaditas.

—Tu actitud podría entenderse como resignación.

—¡No estoy resignado! —dijo Gordon Wright.

—Por supuesto que no. Pero ¿cuándo te rechazó?

Gordon permaneció un minuto con los ojos fijos en el suelo. Finalmente los alzó.

—Hará unas tres semanas. Quince días antes de llegar tú. Pero sigamos andando —dijo— y te lo explicaré.

—Me declaré a ella hace tres semanas —dijo Gordon mientras caminaba—. Me obsesionaba. Hasta en lo más hondo. Había sido amable conmigo, encantadora, creí que me quería. Y también pensaba que a la madre le complacía, que seguramente le gustaba la idea. De hecho, así me lo hizo ver Mrs. Vivian, porque, por supuesto, hablé primero con ella. A Angela yo le gustaba, o al menos lo parecía, y no hay razón para pensar que no siga gustándole. Solo que no le gusto lo suficiente. Me habló del modo más amical y agradable; pero me dijo que me conocía poco y que yo la conocía aún menos. Insistió en que no hacía bien confiando en ella. Le dije que si confiaba en mí, yo deseaba confiar en ella; pero respondió que era un mal razonamiento. Añadió que, aunque se podía confiar en mí, ella no confiaba: en suma, un absurdo. Parecía estar absolutamente engañada respecto a sí misma, atribuyéndose todo tipo de defectos.

—¿Qué defectos? Dime alguno.

—Oh, no recuerdo. Dijo que tenía mal temperamento y que atormentaba a su madre. Pero la pobre Mrs. Vivian dice que es un ángel.

—Sí —observó Bernard—. Mrs. Vivian afirma eso, sin duda.

—Angela me dijo que era celosa, poco generosa, resentida y cosas así; recuerdo que también dijo: «Soy muy falsa», y hasta remarcó que era cruel.

—Todo lo cual no te desanimó —dijo Bernard.

—En absoluto. Estaba fingiendo.

—¡Finge muy bien! —exclamó Bernard riendo.

—¿Muy bien?

—Quiero decir que es muy hábil.

—Pues no lo fue tanto, si lo que pretendía era desanimarme.

—Posiblemente. Pero estoy seguro —dijo Bernard— de que, si hubiera estado presente en vuestra entrevista (excusa lo impúdico de la hipótesis), Miss Vivian me hubiese sorprendido. —Y aquí hizo una pequeña pausa.

—¿De qué te hubiese sorprendido?

—De su habilidad.

—Bien, pero esa habilidad no ha bastado para inducirme a abandonar mi idea. Me dijo que a los seis meses de conocerla la detestaría.

—Estoy seguro de que lo hubiese logrado de habérselo propuesto. Esto es lo que quiero decir con lo de que es hábil.

—Ella se calificó de cruel —dijo Gordon—, pero no le he detectado ninguna crueldad. Siempre ha sido muy razonable, perfecta. Estuve de acuerdo con ella en que deberíamos dejar de lado el asunto por un tiempo y mientras ser simples buenos amigos. Que necesitábamos tomarnos cierto tiempo a fin de conocernos mejor y obrar de acuerdo con ese conocimiento. No había prisa pues confiábamos el uno en el otro, por equivocada que pudiese ser mi confianza. No deseaba que me fuera, yo no le resultaba en absoluto desagradable; me apreciaba muchísimo y era perfectamente libre de seguir cortejándola. Posteriormente podría yo, si lo deseaba, desistir en mi propuesta, si así lo decidía, ser libre de retomarla o dejarla correr. Si se sentía diferente entonces, obtendría el correspondiente beneficio; y si era yo quien me sentía diferente, también me beneficiaría.

—Un muy cómodo arreglo. ¿Y en eso seguís? —preguntó Bernard.

Gordon vaciló un momento.

—Más o menos, pero no exactamente.

—¿Miss Vivian se siente diferente?

—No que yo sepa.

Bernard, riendo, le dio a Gordon una nueva palmadita en la espalda.

—Admirable joven: ¡eres una pareja muy deseable!

—¿Te refieres a mi dinero?

—A tu dinero y a tu modestia. Hay tanto de lo uno como de la otra, lo que quiere decir mucho.

—Bien —dijo Gordon—, pues pese a tal envidiable combinación no soy feliz.

—¡Ya te notaba yo melancólico! —exclamó Bernard—. Eres tú entonces, quien siente diferente.

Gordon suspiró.

—Decir eso es decir demasiado.

—¿Qué podríamos decir, entonces? —le preguntó amablemente su compañero.

Gordon se detuvo de nuevo y se quedó mirando una estrella particularmente luminosa —era una noche nubosa— que parpadeaba en un claro del cielo y cuyo vago resplandor brilló en su sincero y honesto semblante.

—¡No la entiendo! —dijo.

—¡Oh, algún día diré eso mismo de ti! —exclamó Bernard—. No te puedo ayudar.

—¡Debes ayudarme! —dijo Gordon Wright apartando la vista de la estrella—. Debes ayudarme a recuperar mi buen humor.

—Por favor, continúa caminando. En absoluto te compadezco. Ella es encantadora contigo en sumo grado.

—Muy cierto: pero insistir en ello no es el modo de hacerme recuperar el buen humor, tal como me siento.

—¿Y cómo te sientes?

—¡Confuso hasta morir, enloquecido, deprimido!

Esto fue solo el principio de la lista que fue desgranando Gordon Wright, quien continuó diciendo que tenía en tan buen concepto a Miss Vivian como al principio, pero se sentía menos cómodo ahora que en las primeras semanas de conocerla y que era esta circunstancia la que le hacía sentir incómodo e infeliz.

—No sé qué ha pasado —dijo el pobre Gordon—. No sé qué ha ocurrido entre nosotros. No es culpa suya, no la responsabilizo. Empecé a notarlo quince días atrás, antes de que tú vinieras. Poco después de esa charla que tuve con ella y que te he descrito. Su actitud no ha cambiado y no tengo ninguna razón para suponer que le gusto menos que antes; pero me produce una extraña impresión, me hace sentir incómodo. Supongo que será la expresión de su temperamento: lo que podríamos llamar su «originalidad». Es completamente original, una especie de criatura misteriosa. Supongo que lo que siento es una especie de fascinación. Pero eso es justo lo que no me gusta. ¡Maldita sea, no me gusta que alguien me fascine, me opongo por completo!

El relato de esta pequeña historia había empleado un tiempo, así que, mientras, los dos amigos habían llegado al hotel.

—¡Ah, mi querido Gordon —dijo Bernard—, hablamos un lenguaje diferente! Si no quieres resultar fascinado, ¿qué puedo yo decirte? ¡Oponerse a que nadie le fascine! ¡Alguien fácil de contentar, raffiné, va!

—Veamos —dijo Gordon, deteniéndose en la puerta del hotel—. ¿Disfrutas cuando las cosas se realizan?

—¿Cuándo se realizan? —exclamó Bernard—. No aguardo hasta entonces para disfrutarlas. Las gozo desde el principio, me complace irme acercando a ellas, disfruto de la perspectiva.

—Eso mismo hice yo. Pero ahora que las cosas se han concretado ya no disfruto. Estar fascinado es estar engañado. ¡Maldita sea, amo mi libertad, mi capacidad de juicio!

—Me pasa lo mismo que a ti —dijo Bernard riendo a la vez que encendía las lámparas de su habitación.