XXIV

Bernard se preparó para la llegada de Gordon a París, que, según decía la carta, podía tener lugar en unos pocos días. No tenía intención de detenerse en Inglaterra; Blanche deseaba ir directamente a la capital francesa para hacer un encargo a su sombrerero, y posteriormente puede que fuera a Italia o a Oriente en el invierno. «Le he dado a elegir entre Roma o el Nilo —decía Gordon—, pero me ha respondido que le importa un bledo adonde vayamos».

He dicho que Bernard se preparó para recibir a sus amigos, con lo cual quiero decir que se dispuso a ello moral y hasta intelectualmente. Materialmente hablando, solo les podía brindar el servicio de contratar la habitación del hotel e ir a esperarles a la estación. Por supuesto, inmediatamente hizo saber a Angela que Gordon venía. Bernard esperó recibir noticias de Gordon tan pronto el trío llegara a Inglaterra, pero la primera notificación llegó de un hotel de París. Llegó en forma de una breve nota, por la mañana, poco antes del almuerzo, para comunicarle que sus amigos se habían establecido en la rue de la Paix la noche anterior. «Nos hallábamos cansados y yo fui a dormir muy tarde —decía también Gordon—, de otro modo te habría avisado antes. Ven a comer, si puedes, necesito verte con urgencia».

Bernard, por supuesto, se impuso la obligación de acudir a esa comida. Llegó lo más rápido que pudo al salón del Hotel Middlesex. La mesa estaba dispuesta para el ágape y vio a un caballero de espaldas a la puerta, mirando por los ventanales. Cuando Bernard entró, el caballero se volvió y exhibió la barba dorada, la simétrica figura y el monóculo del capitán Lovelock.

El capitán ajustó la lente ante su ojo y saludó a Bernard de acuerdo con su costumbre, es decir, como si se hubiesen visto la noche antes.

—¡Eh, hola! Horrible día, ¿verdad? Supongo que ha venido a comer; yo también vengo a comer. Debería de estar preparada la mesa: son cerca de las dos. Pero creo que ya ha notado que los extranjeros nunca son puntuales: solo los criados ingleses son puntuales. Además, no saben qué es el almuerzo: les cuesta imaginar que comamos a esta hora. Ya sabe, ellos comen terriblemente pronto. ¿No recuerda a qué hora cenábamos en Baden? Cinco y media, seis y media: horas tan intempestivas como esas. El tipo de horario en que se cena en América. Creo que hasta invitan a la gente a las seis y media. A eso le llamo yo tener prisa por comer. Ya sabe que siempre se acusa a los americanos de abalanzarse sobre los alimentos. Pero en Nueva York y lugares parecidos los víveres son de mucha calidad. Espero que no le moleste lo que digo de América. Los americanos son en extremo susceptibles: siempre reaccionan cuando dices algo contra sus instituciones. En cambio a los ingleses les importa un pimiento lo que les digas, tienen un temperamento muy distinto. Con los americanos soy condenadamente cuidadoso, nunca rechisto sobre nada. Cuando estuve ahí me desviví por ser lisonjero. Me puse a ello a conciencia y observé que aceptaban cuanto les daba. Tampoco analicé mucho sus instituciones, después de todo. Fui allí para observar a la gente. Algunas personas que conocí fueron encantadoras, se lo aseguro. Algunas me sorprendieron. Posiblemente usted las conozca; gente considerada, como la que se encuentra en otras partes. Siempre había un montón de personas alrededor de Mr. Wright, ya sabe; me dijeron que eran gente de lo mejor. Ya sabe que Blanche siempre llega tarde a todo. Llega tarde por sistema, después de que todos hayamos llegado. Cuando aparece, acabándose de poner los guantes, está increíblemente bella. Lleva los guantes más largos que he visto en mi vida. Le juro que si ellos no vienen ya, tocaré la campanilla y le preguntaré al camarero qué pasa. ¿Tocamos la campanilla? Es un gran error intentar imponer las propias ideas sobre el almuerzo. Así es Gordon: siempre tratando de imponer alguna idea. Cuando voy al extranjero, me adapto a sus costumbres. Uno ha de hacerlo así, puesto que ahí no van a dejar, por mí, de hacer las cosas a sus horas.

El capitán Lovelock parecía más dispuesto a la conversación que cuando lo tratara la otra vez. Su anterior manera de hablar era lánguida y fragmentaria, y nuestro héroe no le había oído nunca una sucesión de ideas con tantas involuciones. Para el perspicaz ojo de Bernard, el capitán se hallaba ligeramente alterado. Sus maneras denotaban cierta ansia de ser agradable, de anticipar el juicio: una tendencia a sonreír, a ser educado y entretener a su oyente, una tendencia a moverse y a mirar por la ventana y al reloj. Sorprendió a Bernard verle una pizca nervioso, menos sólidamente plantado sobre sus pies de lo que había estado cuando paseaba por los senderos de grava de Baden junto a su habitual compañera, una dama por la que, al parecer, su admiración era todavía considerable. Bernard tuvo curiosidad por ver si Lovelock iba a tocar la campanilla para preguntar sobre el motivo del retraso en el almuerzo; pero antes que su sentimiento, bastante ocioso dadas las circunstancias, se colmara, apareció Blanche procedente de una sala vecina. Para la percepción de Bernard, Blanche era siempre, como mínimo, Blanche: una persona de la cual no se le hubiera ocurrido esperar la menor variación o extrañeza y el tono de su aguda, dulce y tenue voz resonó al instante en su oído como un eco de charlas del pasado. Ya había notado que, por tiempo que hubiera pasado, ella siempre reaparecía con un aire de familiaridad. En cierto sentido, era una prueba de la agradable impresión que producía, y cuando, extremadamente hermosa, se detuvo de pronto al ver a los dos caballeros, emitió un pequeño grito de sorpresa.

—¡Ah, no sabía que estaba aquí! No me lo han dicho. ¿Hace rato que esperan? ¿Cómo están? Excúsenos por nuestra fría acogida —y ofreció su mano a Bernard, sonriendo encantadoramente y sin mirar apenas al capitán Lovelock, con la mirada fija en Longueville, continuó—: Espero que se encuentre muy bien. Pero no necesito preguntárselo. Está lozano como una rosa. ¿Qué diablos le ha sucedido a usted? Le encuentro tan fresco, tan brillante. ¿Se le puede decir esto a un hombre: que se le ve fresco? ¿O eso es solo para la mantequilla y los huevos?

—Depende del hombre —dijo el capitán Lovelock—. ¡No calificará de «fresco» a quien emplea todo su tiempo en irle detrás!

—¡Ah!¿Está usted aquí? —exclamó Blanche con otro pequeño grito de sorpresa—. No me había dado cuenta. Pensaba que era el camarero. Esto es lo que se llama irme detrás —añadió, dirigiéndose a Bernard—: venir a comer sin ser invitado. ¡De qué extraña manera han preparado la mesa! —siguió diciendo a la vez que miraba el mueble bajo sus finas y altas cejas—. Siempre había pensado que en París, si otra cosa no sabían hacer, sí que sabían preparar una mesa. Esta no me gusta en absoluto: ¡esos horribles pequeños platos a cada lado! ¿No cree que esas cosas no deberían estar en la mesa, Mr. Longueville? No me gusta ver sobre la mesa muchas cosas que no me voy a comer. Y les dije que pusieran flores. ¿Dónde están las flores? ¿A eso le llaman flores? Parece que las hubieran sacado del sombrero de la patrona. Mr. Longueville, ¿las ve usted?

—No son como yo: no parecen muy frescas —dijo Bernard riendo.

—No importa mucho, no nos las vamos a comer —gruñó el capitán Lovelock.

—¡Pues es extraño que usted no lo haga, con lo mucho que come! —replicó Blanche—. Ya que está aquí sin ser invitado, al menos sea útil. ¿Puede tocar la campanilla, por favor? Si Gordon piensa que le vamos a estar esperando otro cuarto de hora es que está abusando de la paciencia de su muy sufridora esposa. ¿Tiene usted curiosidad por saber qué está haciendo? Pues está escribiendo cartas, para variar. Escribe un promedio de ocho al día. ¡Sus corresponsales deben ser gente paciente! Es una suerte para mí estar casada con Gordon: si no lo estuviera, me escribiría ¡a mí, que me es pesadísimo hasta el simple hecho de contestar a una invitación a comer! Para empezar, me falta dominio gramatical. Si el capitán Lovelock alardea de que tiene cartas mías, es falso. Lo único que ha recibido de mí han sido telegramas —tres telegramas— que le envié desde América sobre unas zapatillas que se había dejado en nuestra casa y de las que no sabía qué hacer. Porque son enormes, ha de saberlo. En los telegramas la ortografía no importa; el personal de la estafeta la suele corregir automáticamente, o, si no, se les pide que lo hagan. Solo veo la espalda de Gordon mientras está escribiendo sus cartas, su ancha espalda. —Todos se sentaron a la mesa, mientras ella continuaba—: Eso es lo que principalmente veo de mi marido. Pienso que ahora que estamos en París podría encargar un retrato suyo a un gran artista. Con determinada pose característica. Por cierto, creo que he olvidado por entero su cara: ni siquiera sé si la reconocería.

En ese justo momento pudo verse el rostro de Gordon mientras su poseedor entraba en la estancia a paso rápido, un rostro enrojecido por el placer de encontrar de nuevo a su viejo amigo. Tenía la piel curtida del viajero que acaba de cruzar el Atlántico, y sonrió a Bernard con su franca mirada.

—No me tengas por un descomunal grosero por no haber estado aquí para recibirte —dijo dando una palmada—. Estaba escribiendo una carta importante y, entretanto, me decía: «Si interrumpo ahora esta carta deberé regresar a acabarla; en cambio, si la acabo, le podré dedicar a Bernard todo el resto del día». Así que decidí terminarla y aquí estoy con todo el tiempo del mundo para ti.

—Puede estar seguro de que este razonamiento es la pura verdad —dijo Blanche mientras su marido estrechaba en silencio la mano del capitán Lovelock.

—¡Es un razonamiento aceptable como el que más! —declaró Bernard, que deseaba decir algo agradable a Gordon a la vez que desaprobaba el leve tono burlón de lo dicho por Blanche respecto a su marido.

—Y también las alabanzas de Bernard son las mejores —dijo Gordon riendo y ocupando su lugar a la mesa.

—También le he alabado yo —siguió Blanche—, su excelente aspecto, luminoso, lozano, como si algo le hubiera sucedido, como si hubiera heredado una fortuna. Debe haber hecho algo muy desagradable y necesita decírnoslo para divertirnos. Estoy segura de que es usted un terrible parisino, Mr. Longueville. Recuerde que somos solamente tres tristes y virtuosas personas a quienes aburre extremadamente nuestra relación y que anhelamos escuchar algo nuevo y excitante. Cuéntenoslo aunque sea un poco impropio.

—Cierto que tienes un excelente aspecto —dijo Gordon, que todavía sonreía a su amigo desde el lado opuesto de la mesa—: Blanche tiene razón.

—Querido Gordon, algo grande le ha ocurrido —insistió Blanche.

—Cabe imaginarlo, ciertamente —continuó él, sonriendo todavía, con el rostro rojo y sus ojos azules—. Pero no es mérito mío destacarlo: el magnífico aspecto de Bernard llamaría la atención a cualquiera. ¡Se diría que te vas a casar con la hija del primer ministro!

Si Bernard tenía un excelente aspecto, por los halagos se intensificó, lo que dio lugar a un matiz aún más luminoso a su expresión de saludable felicidad. Fue una de las raras ocasiones en su vida en que le costó saber qué decir.

—Un muy buen partido, realmente —pudo sin embargo murmurar bromeando—. Excusad mi pomposo aspecto.

—Sea lo que sea, te ha absorbido tanto que no has tenido tiempo de escribirme —dijo Gordon—. Esperaba saber de ti antes de verte.

—Te escribí hace quince días, justo antes de recibir tu carta. Marchaste de Nueva York antes de recibir la mía.

—Ah, se habrán cruzado —dijo Gordon—. Pero ahora que estamos juntos no me importa. Tus cartas son, por supuesto, deliciosas, pero esto es mejor.

Pese a las simpáticas declaraciones, no se puede decir que Bernard se lo pasase muy bien en la comida. Siempre tenía algo ante sí que le ocupaba el pensamiento y que no resultaba agradable. Era como alguien que debe ejecutar una acrobacia, saltar sobre un foso, trepar un elevado poste, y presiente el daño de una caída. Por suerte no se vio obligado a hablar mucho, pues la esposa de Gordon se manifestó más vivaracha que nunca y alivió a sus compañeros del peso de la conversación.

—Supongo que le ha sorprendido que viniéramos tan de repente —observó Blanche durante el transcurso del ágape—. No le dijimos nada la última vez que nos vimos y creo que se supone que debiéramos haberle dicho algo, ¿verdad? Ciertamente que le he dicho muchas cosas, algunas de las cuales espero que no las haya repetido. Pienso que sin duda las ha divulgado por todo París, pero no me importa lo que cuente en París: en París nadie se sorprende de nada. El capitán Lovelock no repite nada de lo que le digo: es un modelo de discreción. Le habré contado un buen montón de maldades y le han gustado tanto que se las ha guardado en exclusiva para él. Yo le cuento mis cosas malas al capitán Lovelock y las buenas a las demás personas: él no ve la diferencia y está encantado.

—Las demás personas tampoco ven la diferencia —dijo Gordon con seriedad—. Deberías siempre contarnos ambas.

Blanche dirigió a su marido una leve, impertinente mirada.

—Cuando no me siento apreciada —dijo esforzándose en adoptar una actitud severa— soy demasiado orgullosa para contar nada. No sé si se ha dado usted cuenta de que soy orgullosa —dijo, volviéndose hacia Gordon pero mirando al capitán Lovelock—. Sería bueno que lo supiera. Supongo que Gordon dirá que debo ser demasiado orgullosa para señalar eso, pero ¿qué se debe hacer cuando nadie tiene la menor imaginación? Usted tiene alguna, Mr. Longueville, pero el capitán no posee ni una pizca, y en cuanto a Gordon, je n’en parle pas! Pero ni siquiera usted, Mr. Longueville, puede imaginar que soy una especie de inválida y que estamos de viaje por mi delicada salud. Los doctores no han renunciado a mí, pero yo sí he renunciado a ellos. Sé que no aparento estar enferma, pero eso es porque cuido al máximo mi aspecto. Mi apariencia no demuestra nada, absolutamente nada. ¿Piensa usted que mi buen aspecto demuestra algo, capitán Lovelock?

El capitán escrutó el rostro de Blanche de modo intenso y solemne; luego, replicó:

—Pienso que prueba que está usted encantadora.

Blanche le dirigió un beso con la punta de los dedos en muestra de complicidad.

—Nada más se le da una oportunidad al capitán Lovelock —siguió parloteando— y se muestra tan inteligente como cualquiera. Esto es lo que me gusta con mis amigos, darles oportunidades. El capitán Lovelock es como mi querido pequeño terrier azul que he dejado en casa. Si le enseño un palo salta a por él. Si no ve el palo, se está quieto; pero, tan pronto lo ve, sabe lo que hay que hacer. Lo mira un momento y luego da el saltito. Sabe que como premio obtendrá un terrón de azúcar, y el capitán Lovelock también lo espera. Querido capitán Lovelock, ¿ordeno que traigan un terrón? ¿No sería espléndido? Garçón, un morceau de sucre pour monsieur le capitaine! ¡Pero yo, lo que le doy al capitán, es un terrón moral! Suelo entregárselo en privado. Cuando usted marche le dará un buen mordisco.

Gordon se levantó, volviéndose hacia Bernard y mirando su reloj.

—En esc caso, vámonos —dijo, sonriendo— y dejemos que el capitán Lovelock reciba su recompensa. Vayamos a dar un paseo Campos Elíseos arriba. Adiós, señor capitán.

Ni Blanche ni el capitán objetaron nada, por lo que Bernard se despidió de la pareja y se unió a Gordon, quien se hallaba ya en el vestíbulo.