XIV
Durante las veinticuatro horas posteriores a su llegada, Gordon Wright no le preguntó nada. Luego, bruscamente habló:
—Y bien, ¿qué tienes que decirme?
Fue en el hotel, en la habitación de Gordon, avanzada la tarde. Una fuerte tormenta había estallado una hora antes y Bernard había estado junto a una de las ventanas del recinto, ocioso, con las manos en los bolsillos, viendo cómo el torrente de agua resbalaba por la calzada. Finalmente el diluvio remitió, las nubes empezaron a abrirse y se insinuó la promesa de un bello anochecer. Mientras la tormenta estuvo en su clímax, Gordon Wright aprovechó para escribir cartas, media docena de ellas. No fue hasta que hubo cerrado los sobres y puesto la dirección y el sello a la última carta que formuló a su compañero la pregunta que he mencionado.
—¿Quieres decir respecto a Miss Vivian? —preguntó Bernard, sin apartarse de la ventana.
—Respecto a Miss Vivian, por supuesto. —Bernard no respondió, por lo que su compañero continuó—: ¿No tienes nada que decirme de ella?
Bernard volvió la cabeza y, mirando a su amigo, le sonrió levemente.
—¡Es una criatura deliciosa!
—Esto no vale, ya me lo habías dicho antes —dijo Gordon, y añadió enseguida—: No, no vale.
Bernard volvió a mirar por la ventana; y Gordon, al ver que continuaba en silencio, prosiguió:
—Tengo derecho a considerar esto una prueba de que tu juicio es desfavorable. ¡Ella no te gusta!
Bernard se dio la vuelta de nuevo, y durante un instante los dos hombres se miraron uno al otro.
—Ah, mi querido Gordon —murmuró Longueville.
—¿Te gusta ella, entonces? —preguntó Wright, levantándose.
—¡No! —dijo Longueville.
—Esto es lo que quería saber, y te estoy muy agradecido por decírmelo.
—En cambio yo no te agradezco que me lo hayas preguntado. Esperaba que no lo hicieras.
—¿En verdad te gusta tan poco? —exclamó Gordon con seriedad.
—¿No basta con que diga, simplemente, que no me gusta? —dijo Bernard.
—Sí que basta. Pero sería mejor si me dijeras por qué. Dame alguna razón.
—Bien —dijo Bernard—. Traté de seducirla y ella me dio un sopapo.
—¡Demonios! —exclamó Gordon.
—Quiero decir que traté de seducirla «moralmente», claro está.
Gordon se le quedó mirando, algo confundido.
—¿Trataste de seducirla moralmente?
—Y ella me dio un sopapo moral —contestó Bernard con una carcajada.
—¿Por qué trataste de seducirla?
La pregunta fue formulada de un modo tan espontáneo, tan anhelante de la verdad, que el regocijo de Bernard continuó, si bien pudo responder con la suficiente gravedad.
—Para comprobar su fidelidad por ti. ¿Podía ser por otra cosa? Me dijiste que temías fuese una coqueta potencial. Tú me diste la pista y yo traté de averiguarlo.
—Y encontraste que no lo era. ¿Eso es lo que tratas de decirme?
—Es firme como una roca. Mi querido Gordon, Miss Vivian es tan firme como la más compacta de tus formaciones geológicas.
Gordon sacudió la cabeza con una extraña y positiva persistencia.
—Lo que dices es absurdo. No hablas en serio. No me dices la verdad. No me creo que trataras de seducirla. No puedes haber hecho eso: no hubiera sido honesto.
Bernard enrojeció un poco, se hallaba al borde de la irritación.
—¡Oh, vamos, no te pongas así por eso! ¿No me habías dicho que era una gran oportunidad?
—¡Una gran oportunidad para obrar con sensatez, no lo contrario!
—¡Ah, solo hay una forma de oportunidad! —exclamó Bernard—. Exageras en cuanto al alcance de la sensatez humana.
—Imagínate que ella se hubiera dejado seducir —dijo Gordon—. Bonito resultado para tu experimento.
—Te hubiera parecido, quizá, un bribón, pero te hubiera salvado de una potencial coqueta. Me hubieras tenido que dar las gracias.
—Pero no me has salvado —dijo Gordon, como queriendo simplemente constatar el hecho.
—¡Así que asumes, a pesar de lo que te he dicho, que ella es una coqueta!
—Lo asumo porque, evidentemente, me ocultas algo. Quiero que me digas la verdad.
Bernard volvió a mirar por la ventana con creciente indignación. «Si quiere la verdad, la tendrá», se dijo a sí mismo.
Permaneció un instante meditativo y luego miró a su camarada de nuevo.
—Pienso que desea casarse contigo; pero no creo que te quiera.
Gordon se puso algo pálido y aplaudió.
—¡Muy bien! —exclamó—. Eso es lo que quería que me dijeras.
—Su madre está muy interesada en tu fortuna y ha logrado convencer a la chica, la cual se ha hecho a la idea de que sería muy grato disponer de treinta mil de renta al año y que aunque no te quiera no importa.
—Ya veo, ya veo —dijo Gordon mirando a su amigo con aire de admiración por su franco y lúcido modo de ver las cosas.
Y ya que había empezado a ser franco y lúcido, Bernard sintió que disfrutaba con ello y el mismo impulso le llevó, vehementemente, a ir más allá.
—Madre e hija se han puesto de acuerdo en pescarte y estoy seguro de que Angela se ha propuesto ser contigo todo lo complaciente que pueda tras el matrimonio. Mrs. Vivian le ha insistido en la importancia de eso. Es una gran moralista.
Gordon se quedó mirando a su amigo; estaba realmente fascinado.
—Sí, ya he notado ese aspecto de Mrs. Vivian —dijo.
—¡Ah, es una gran mujer!
—No es verdad, entonces —dijo Gordon—, que trataras de seducir a Angela.
Bernard vaciló un segundo.
—No, no es verdad. He mentido para salvar su reputación. Has insistido en que te diga la razón por la que no me gusta. Te la voy a dar.
—Que sea la verdadera.
—La verdadera razón es que creo que pretende someterte a —no puedo verlo de otra manera— un vil engaño.
—¡Por supuesto! —dijo Gordon, que dejó de mirarle ávidamente para fijarse en la alfombra, y añadió—: Entonces, no es cierto, pues, que sea una coqueta.
—Ah, ese es otro asunto.
—¿En eso no te has fijado?
—Si quieres saber la verdad: ¡pues sí!
—¿Cómo lo has descubierto? —preguntó Gordon, insistiendo en su derecho a preguntar.
Bernard vaciló.
—Recuerda que he estado mucho con ella.
—¿Quieres decir que ella te ha animado a que trataras de seducirla?
—De no haber sido un fiel amigo tuyo, hubiera dicho que sí.
Gordon puso, agradecido, sus manos sobre los hombros de Bernard.
—¿Y aún así no te gusta?
—¡Maldita sea, haces que me ponga colorado! —exclamó Bernard, ruborizándose de hecho un poco—. Ya te he dicho bastante. Excúsame por presentarme como un ser insensible. Es solo un punto de vista. Siempre he estado pensando en ti.
Con sus manos aún sobre los hombros de Bernard, dio en estos unas palmaditas como respuesta a la declaración de su amigo. Luego, se apartó.
—Te estoy muy agradecido. Esa es mi idea de la amistad. Me has hablado como un hombre.
—Como un hombre, sí, recuérdalo: no como un oráculo.
—Prefiero a alguien honesto que no a todos los oráculos —dijo Gordon.
—¡Todo hombre honesto tiene sus propias impresiones! Yo te he dado las mías. No pretenden ser otra cosa que eso. Espero no haberte ofendido.
—En lo más mínimo.
—¿No te he desanimado, deprimido o turbado de algún modo?
—¿Por qué lo dices? Te he pedido un favor, un servicio. Te lo he impuesto. Tú has cumplido y, simplemente, te lo agradezco.
—Gracias por nada —dijo Bernard sonriendo—. Me has hecho muchas preguntas. Creo que, como contrapartida, tengo derecho a formularte una. ¿Que te propones hacer tras todo esto que te he dicho?
—Nada.
Tal declaración hizo que concluyera la entrevista, y ambos jóvenes se separaron. Esa tarde Bernard no vio a Gordon y dio por supuesto que habría ido a ver a Miss Vivian. Las confidencias de Longueville resultaban una carga dura de llevar, si bien Bernard esperaba poder librarse de ella al llegar a la puerta del hotel. Había dado su parecer a Gordon y este podía hacer con él cuanto quisiera: arrojarlo por la ventana o dejarlo que se pudriera por falta de uso. El resto de la jornada Bernard deambuló meditativo. Fue inútil tratar de localizar al pequeño grupo de Mrs. Vivian en la terraza del Centro Social porque la tormenta de la tarde había dejado todo tan encharcado que sus frecuentadores brillaban por su ausencia. Bernard pasó, pues, el anochecer en las salas de juego, entre la multitud que rodeaba las mesas; y para hacer algo nuevo —él, que apenas había jugado nunca— apostó un par de monedas a la ruleta. Solo había jugado antes un par de veces, sin ganar un solo penique; pero ahora tuvo la grata experiencia de ganar algo de dinero. Continuó jugando y ganó de nuevo. Su suerte le sorprendió y excitó, así que tras repetir una docena de veces abandonó el lugar y caminó media hora en la oscuridad del exterior. Se había divertido y estaba exultante, un sentimiento que creció hasta alterarle. Volvió a las mesas y de nuevo tuvo éxito. Una y otra vez apostó el dinero con fortuna, hasta que su buena racha empezó a atraer la atención. El rumor se extendió por las salas, y la multitud alrededor de las ruletas aumentó considerablemente. Bernard notó que aguardaban, más o menos ávidamente, a que su suerte cambiara. Pero él tuvo a bien decepcionarles y abandonó el lugar cuando la racha aún le era favorable, con diez mil francos en el bolsillo.
Era muy tarde cuando regresó al hotel, tan tarde que se abstuvo de llamar a la puerta de Gordon. Pero aunque entró en su habitación, estuvo lejos de encontrar o de buscar inmediato reposo. La mitad de la noche deambuló por el recinto y no por el placer de haber ganado los diez mil francos sino porque de repente se sentía a disgusto por el modo en que había empleado las últimas horas del día. Era muy característico de Longueville que su placer se transformara súbitamente en insipidez. No sentía pesar ni remordimiento. En lo más mínimo su conciencia lamentaba haberse entregado a la reprensible práctica del juego. Lo que sentía era irritación por haber perdido el autocontrol, por haber obedecido a una fuerza que había sido incapaz de calibrar en ese momento. Se había emborrachado y luego devenido sobrio. Pese a la momentánea y aparente franqueza y al vivo deleite de la conjunción de agradables circunstancias que habían ejercido una presión a la cual se podía responder, Bernard tenía realmente pocas ganas de darse por vencido: nunca lo hacía sin desear enseguida recobrarse. Se había entregado a algo no usual en él y el hecho de haber ganado diez mil francos era insuficiente remedio para el dolor de haber cedido en su autocontrol. No había jugado sino consigo mismo. Había sido juguete de una suerte ciega y brutal y se sentía humillado por haber resultado favorecido por divinidad tan grosera. ¿Buena suerte o mala suerte? Bernard experimentó malestar ante el dilema, pareciéndole la buena suerte la opción más vulgar. A medida que la noche avanzaba su disgusto se fue acentuando y, al final, el cansancio que le embargaba hizo que se durmiera. Lo hizo muy tarde y se despertó presa de un desagradable sentimiento. Al principio, antes de ordenar sus pensamientos, no pudo imaginar lo que tenía en mente: ¿no había, acaso, hablado mal de Angela Vivian? Con todo, le produjo un extraordinario alivio recordar que se había ido a dormir con muy mal humor por haber jugado en la ruleta. Tras vestirse y cuando ya abandonaba su habitación, un sirviente le trajo una nota escrita por Gordon, que rezaba lo siguiente:
Siete de la mañana.
Mi querido Bernard:
Las circunstancias me han obligado a abandonar Baden precipitadamente. Debo tomar el tren que sale dentro de una hora. Me han dicho que regresaste avanzada la noche, por lo que no quiero molestarte por irme a hora tan intempestiva. Tomé la decisión al anochecer. Nada me retiene ya aquí. Iré a Basilea, pero aún no sé dónde me hospedaré, de modo que, ante la incertidumbre, no te pido me acompañes. Tal vez me dirija luego a América, aunque en cualquier caso nos veremos antes. Entretanto, mi querido Bernard, sé tan feliz como te lo permita tu brillante talento. Tuyo siempre.
G.W.
PS: Quizá debiera decirte que me voy por algo ocurrido la tarde última y no como consecuencia directa de la charla que mantuvimos. He de añadir también que me hallo en perfecto estado de salud y ánimo.
Bernard se enteró más tarde, avanzada la mañana, de que su amigo había marchado, de hecho, en el tren de las ocho. Tras desayunar reflexionó sobre lo extraño del asunto. ¿Qué habría sucedido durante la tarde? ¿Qué habría sucedido tras la conversación con Gordon? Había ido a ver a Mrs. Vivian. ¿Qué habría ocurrido entonces? A Bernard le pareció difícil de creer que hubiera ido a visitarla tan solo para notificarle que, tras hablar con un amigo íntimo, renunciaba a su hija, o a decirle a Angela que desistía de su propósito. Gordon aludía a algo que había ocurrido y que había sido determinante, pero era inconcebible que se hubiera dejado influir por las palabras de Bernard, por su tímida e irresponsable impresión. Pese a que esta idea le pareciera injuriante a Bernard, resultaba difícil pensar que pudiera deberse a otra cosa. Gordon decía, sin embargo, que no había conexión entre lo extraído de la conversación con su amigo y las circunstancias que habían provocado su repentina marcha. ¿Qué habría querido decir con lo de «consecuencia directa»? Gordon nunca se servía de palabras superfluas y por tanto Bernard trató de analizar la expresión. Era la habitual exactitud de expresión de su amigo lo que llevó a Bernard a querer encontrar sentido a la carta de Gordon. Trató de deducir que este habría regresado a Baden con la idea hecha de desistir en su petición y que había interrogado a Bernard simplemente por curiosidad moral, por pura satisfacción intelectual. Nada había cambiado por el hecho de que Bernard le hubiera dado a conocer su opinión negativa: tal cosa no hubiera modificado su conducta definida de antemano. Simplemente, había afectado a su imaginación, consecuencia de los imponderables. Esta opinión la extraía de la referencia que Gordon hacía a su buen ánimo. Un hombre está de buen ánimo siempre que actúa en armonía con una convicción. Por supuesto que tras renunciar al intento de que Miss Vivian le aceptase, lo único que podía hacer Gordon era abandonar Baden. Bernard continuó meditando y al final se convenció a sí mismo de que no había habido explícita ruptura, que la visita de Gordon había sido solo una visita de despedida tras haber expresado con claridad que se retiraba, y si se había marchado, era porque tras haber renunciado a Angela deseaba, muy naturalmente, ya no verla más. Esto era, para Bernard, suficiente explicación del asunto; pero, sin embargo, una hora más tarde, mientras paseaba por la avenida Lichtenthal, se detuvo de pronto y exclamó para sus adentros: «¿La habré perjudicado? ¿Habré echado a perder sus expectativas?». Más tarde, ese mismo día, se dijo a sí mismo media docena de veces que lo que único que había hecho era, simplemente, alertar a Gordon de la incongruente relación en que se pretendía embarcar.