Capítulo VIII
Desde temprano en la mañana del 22 de agosto, el piquete de protesta se había estado desplazando de uno a otro extremo frente a la casa de gobierno del estado. El tamaño del piquete variaba. Cuando comenzó por la mañana, no era más que un puñado de personas que con aire desafiante andaba por la vereda, caminando silenciosamente en esas primeras horas del día. Un poco más tarde cuando empezó a pasar la gente rumbo a su trabajo, el volumen del piquete creció y hubo un breve lapso, alrededor del mediodía, cuando fue grandemente engrosado por los hombres y mujeres que se incorporaron por quince minutos o por media hora antes de volver a su trabajo.
Pero aparte esto, el piquete se había incrementado sustancialmente alrededor de las diez y a esa hora, decenas de policías se habían ubicado ya en el lugar, desplegados, rodeando el piquete y tratando de dar la impresión de que eran los esforzados defensores del pueblo enfrentando una torva amenaza. Primero había solamente policía de la ciudad; después la policía de la ciudad fue reforzada por la del estado, después llegó un automóvil que se estacionó a una cuadra, donde estaban sentados cuatro hombres vestidos de civil con ametralladoras portátiles cruzadas sobre las rodillas, listos por si la ocasión se presentaba; aunque qué ocasión podrían estar esperando, es algo de lo que ninguno de los piqueteros tenía la menor idea. El verdadero propósito de la policía agrupada y de los preparativos semimilitares con que rodeaban al piquete era más el de intimidar que defender; y en este proceso de intimidación la policía logró cierto éxito.
Durante los últimos tres o cuatro días, personas hondamente preocupadas por el caso Sacco y Vanzetti habían estado llegando a Boston de todos los extremos de los Estados Unidos. Cuando la decisión final fue tomada por el gobernador del estado y ella era que Sacco y Vanzetti debían morir a la medianoche del 22 de agosto, le pareció a mucha gente en muchas ciudades de los Estados Unidos que ellos mismos no podían desoír el leve pero amargo gemido de angustia que salía de Boston. Eso fue experimentado por una asombrosa variedad de personas. Médicos, amas de casa, obreros metalúrgicos, poetas, escritores y maquinistas ferroviarios, y hasta los peones de las estancias, cabalgando solos en el lejano oeste, compartían esta peculiar y atroz intimidad con las vidas y las esperanzas y los temores de Nicolás Sacco y Bartolomé Vanzetti. La ejecución es una costumbre tan vieja como la humanidad misma e incuestionablemente el número de los que, aunque inocentes, fueron ejecutados es muy grande; sin embargo nunca antes en este país una ejecución afectó y conmovió tanto a tanta gente.
En Seattle, en el estado de Washington, el día antes del 22 de agosto, un pastor metodista, negro, predicó un sermón sobre el caso Sacco y Vanzetti. Empezó su sermón recordando una experiencia que había tenido de niño en el estado de Alabama. Tales experiencias eran lo bastante comunes entre los negros nacidos y criados en el sur para que pudiera así tocar una fibra sensible en su auditorio; y el pastor prosiguió diciendo cómo en la pequeña localidad donde había vivido, un grito de sangre había llenado el espacio. Una pobre mujer, una histérica un tanto idiota, había proclamado haber sido violada, y entonces todos los mastines del infierno rompieron a galopar al mismo tiempo. Aun cuando él era un niño entonces, este sacerdote negro había visto cómo una maraña de circunstancias se iba cerrando en torno a un pobre hombre que era completamente inocente, hasta que por fin el hombre fue linchado. El pastor recordaba ahora la inevitabilidad de esas circunstancias, y la angustia y el sufrimiento del hombre atrapado en ellas.
—¿Qué veo en este caso de Sacco y Vanzetti? —preguntó desde su púlpito—. Yo trato de hablar con ustedes, que son mis ovejas, como un hombre de Dios, lo que no es una tarea fácil. Pero también debo hablarles como un negro. No puedo cambiar de piel así como no puedo en esta vida, cambiar de alma. He estado pensando mucho en este caso de Sacco y Vanzetti, diciéndome a mí mismo que llegaría un domingo en que ya no podría seguir guardando silencio y tendría que predicar mi sermón sobre ese caso. No me engañé pensando que un sermón pronunciado por una voz pueda alterar la horrible suerte que aguarda a estos pobres seres. Tampoco puedo engañarme pensando que mi propio silencio pueda justificarse por esta circunstancia.
»Anoche hablé de Sacco y Vanzetti con mi mujer y mis hijos. Los cinco estábamos sentados allí, todos personas de color, cuyo mendrugo ha sido en ocasiones muy amargo, y todos acabamos llorando. Después, me pregunté por qué habíamos llorado. Recordé entonces que ha habido recientemente una declaración de unos historiadores diciendo que no pueden hallar en la historia pruebas de la pasión de nuestro señor Jesucristo ¡Qué tontos son esos hombres! Buscan las pruebas de un Jesucristo y de una crucifixión, cuando la historia de esa época narra la crónica de mil crucifixiones. Ayer yo y mis hermanos gemíamos bajo el yugo de la esclavitud; y hace dos mil años hubo un esclavo llamado Espartaco que se puso a la cabeza de su pueblo luchando contra su esclavitud y les enseñó a levantarse y a libertarse. Cuando fue derrotado, seis mil de sus partidarios fueron crucificados por los romanos. ¿Quién entonces me dirá que la historia no menciona la pasión de nuestro señor Jesucristo?
»¿Buscará alguien dentro de mil años vanamente en las páginas de la historia para descubrir y revelar la pasión de Sacco y Vanzetti? ¿Buscarán el capítulo y el versículo, y si no lo encuentran dirán que el Hijo del Hombre no murió nunca por nosotros? Esto es lo que me pregunté, y cuando me lo hube preguntado una gran tristeza descendió sobre mí, mi corazón se sintió abrumado y cuando miré las tinieblas, buscando una luz y un sendero, ninguno apareció, Entonces tuve que decirme: Tú eres un hombre de poca fe y menos comprensión, y tuve que reprenderme y enojarme conmigo mismo, porque en tan poco tiempo había olvidado que yo y mi mujer y mis tres hijos habían llorado porque estos dos inmigrantes italianos debían morir, porque una maraña de circunstancias se habían cerrado en torno de ellos y ninguna fuerza humana parece ser capaz de salvarlos. Si en esto yo sólo veo las tinieblas, entonces he dejado de creer en Dios o en su Hijo, nuestro señor Jesucristo.
»Pero siempre el reverbero de la luz aparece de algún modo entre las tinieblas. Yo quería pronunciar un sermón, y me pregunté: ¿a quién voy a sermonear? Con los ojos de mi mente vi a los fieles sentados en sus bancos y los miré de un modo como no los había mirado nunca. Yo nunca me había dicho antes que predicaba para simple gente trabajadora, aserradores de árboles y acarreadores de agua. Traté de pensar en ellos sólo como personas, ¿y qué necesidad había de definirlos como trabajadores? Y sin embargo mi propio pueblo es un pueblo trabajador, ¿no es verdad? Veo ahora que se están enjugando los ojos. Eso está muy bien. A su hora debida llorarán; porque la pasión de Sacco y Vanzetti es su pasión y es la mía. Es la pasión del pueblo trabajador de nuestra época, ya sea su piel blanca o negra. Es la pasión del pobre negro linchado de mi niñez, que fue ahorcado por una turba de hombres aullantes, dominados por el odio. Es la pasión de un trabajador que va de pueblo en pueblo rogando que alguien le compre la fuerza de sus manos porque su mujer y sus hijos tienen hambre. Es la pasión del Hijo de Dios, que fue un carpintero.
»Somos un pueblo paciente. Con qué esfuerzo aprendimos esa paciencia es algo que ni siquiera puedo imaginar, porque, ¿cómo puede uno medir la sangre y las lágrimas y los corazones destrozados? Pero somos un pueblo paciente y somos lentos para enojarnos. Pero ahora me pregunto si es ésta una virtud o un defecto. Han dicho ahora que Sacco y Vanzetti deben morir dentro de unos días. Yo no sé cuál es nuestro deber, siendo tan pocos y estando tan lejos. Hubo un hombre, Pedro, que no pudo ver a su señor y compañero detenido y entonces desenvainó la espada y golpeó con ella. Y entonces Jesús dijo a Pedro:
»—Guarda esa espada en su vaina: ¿acaso no he de beber la copa que me ofreció mi Padre?
»Mucho tiempo he pensado en estas palabras tratando de discutir con algo que dentro de mí decía: No, eso no basta. No tengo respuestas. Mi corazón está lleno de pena y yo vengo a ustedes con mi pena para pedirles que recemos juntos por estos dos hombres. Ellos van a morir por nosotros…».
Estas palabras pronunciadas por el pastor eran la expresión de lo que alguna gente sentía. Y lo que otras personas sentían se expresaba de otras maneras. Muchos, desde el fondo de sus sentimientos decidieron viajar a Boston. La mayoría de los que hicieron esto llegaron sin un plan claramente concebido de lo que podrían hacer. Dentro de ellos mismos, como dentro del pastor negro, había una necesidad y un deseo de participar en una gran voz; pero para ese tipo de rabia y de protesta, la gente debe ser disciplinada y entrenada, y estos no eran lo uno ni lo otro. Algunos de los que vinieron a Boston eran poetas y sabían que aquí había una angustia que sobrepasaba su dominio de las palabras; otros eran médicos, que sentían que aquí había un dolor y una enfermedad que su ciencia no podía curar; y otros que eran obreros, sentían aún más profundamente que ellos mismos habían sido condenados a muerte, y que el hombre no debe morir sin protestar. Al llegar a Boston esta gente iba a mítines de protesta; formularon preguntas para las que no había respuestas simples ni definitivas; y la mayoría de ellos, tarde o temprano, dirigían sus pasos hacia la casa de gobierno, donde un piquete recorría la acera desde hacía varios días.
Algunos de ellos no se decidían a formar en el piquete. No era cosa pequeña salir del caparazón de miedo y costumbre e inhibición para incorporarse a un piquete. Muchas de estas personas que habían venido a Boston no habían visto un piquete en su vida, no digamos ya participado en uno; era algo nuevo para ellos; no estaban seguros de su significado, del fin que perseguía, o de lo que se podría lograr con ello, y de parte de algunos de ellos, existía el sentimiento de que todo esto era un poco ridículo, esto de marchar de una esquina a la otra llevando carteles, gritando consignas, y al final de cuentas musitando una amarga oración al aire para que dos hombres no perecieran miserablemente. Por eso algunas de estas personas no acababan de decidirse a engrosar el piquete. Aunque trataban de forzar a sus cuerpos en ese sentido, una fuerza contraria, más poderosa todavía, vencía este deseo subjetivo, y se quedaban paralizados y anonadados por la terrible certidumbre de lo que esta parálisis significaba, y de cuántos más que ellos era un justo símbolo. No sólo estaban paralizados algunos de los que habían ido a Boston, sino millones como ellos que no habían ido a Boston, también estaban paralizados y, por lo tanto, eran Ineficaces y sólo podían llorar lágrimas impotentes cuando por fin perecieran un zapatero italiano y otro italiano que vendía pescado por la calle. Había otros, sin embargo, que no estaban paralizados, que pudieron vencer su propia resistencia, que pasaron al frente y pudieron ocupar su lugar en los piquetes.
«Mirad y contemplad»; se decían a sí mismos algunos de éstos. «¡Acabo de descubrir una nueva arma con la que ni siquiera había soñado! ¡Un arma bella y fuerte que puedo usar igual que cualquier otra!».
Marchaban hombro con hombro con personas a las que no habían conocido en su vida y una corriente de fuerza se transmitía de hombro a hombro. Algunos eran jóvenes, otros de edad mediana y algunos eran viejos, pero todos se parecían que estaban haciendo algo que no habían hecho nunca y descubrían así una fuerza que nunca habían tenido antes. Muchos ellos de ellos se incorporaban al piquete casi a hurtadillas, marchaban tímidamente al principio, después con más confianza, y por fin con una nueva actitud que evidenciaba orgullo y resolución. Alzaban los hombros, levantaban la cabeza, erguían el espinazo. El orgullo y la rabia se volvían parte de su ser, y aquellos que al principio iban con las manos vacías se encontraban tomando los carteles de manos de otros que los habían estado llevan, lo largo rato. Los carteles se convertían en armas; estaban armados y tenían un sentimiento, implícito si no totalmente definido, en este simple, casi vulgar acto de marchar juntos en son de protesta con sus prójimos. Se habían vinculado con un poderoso movimiento que se extendía sobre toda la tierra. Nuevos pensamientos se formaban en sus mentes y nuevas emociones los recorrían; sus corazones latían con mayor rapidez, llegaban a conocer la pena como no la habían conocido nunca, y la simple rabia que anidaba en sus pechos se transformaba en viril protesta.
Una y otra vez la policía lanzaba su provocación contra los piquetes. Durante la primera parte de ese día 22 de agosto la columna fue rota en dos ocasiones y cada vez fueron detenidos hombres y mujeres y llevados a las comisarías cercanas. También ésta era una experiencia nueva para muchos de los piqueteros: poetas, escritores, abogados, pequeños comerciantes, ingenieros y pintores que habían vivido toda su vida en paz y en una enorme seguridad, súbitamente se encontraban golpeados y maltratados y encarcelados como vulgares criminales; su seguridad había desaparecido, se había hecho pedazos. La ley que durante tanto tiempo los había cubierto y protegido era ahora un arma de ira asesina vuelta contra ellos.
Algunos estaban terriblemente asustados; otros, sin embargo, enfrentaban la ira con la ira y el odio con el odio, y en el mismo acto de ser detenidos experimentaban un cambio que iba a quedar en ellos y que los iba a afectar por todo el resto de sus días.
Para los obreros que eran detenidos el proceso era mucho más simple, porque ni la sorpresa ni el miedo acompañaban a lo que era un proceso ni nuevo ni extraordinario. Uno de éstos era un obrero negro, un barrendero de una fábrica textil de Providence en el estado de Rhode Island. Se había tomado el día libre, todo el día, sin sueldo, para poder ir a Boston y ver qué estaban haciendo las otras personas que, como él, no podían soportar la idea de que la muerte pudiera apoderarse sin oposición de Sacco y de Vanzetti. Este obrero negro no había pensado demasiado ni muy profundamente sobre el caso Sacco y Vanzetti, pero durante muchos años había sido parte de su conciencia y del inundo que lo rodeaba de una manera simple y directa. Nunca había examinado con detenimiento las actas del juicio, pero de vez en cuando leía algo que Sacco y Vanzetti habían dicho, o alguna otra cosa que era parte de su vida o que iluminaba alguna parte de su vida, y al leerlo comprendía, también de una manera muy simple, que estos dos condenados no podían haber cometido un crimen, sino que eran simples trabajadores como él mismo. A veces pensaba, esforzándose hasta que le dolía la cabeza, acerca de esta identidad, como cuando leyó en un diario la siguiente afirmación que Vanzetti había hecho en una de sus cartas:
«Nuestros amigos deben hablar en voz muy alta para ser escuchados por nuestros asesinos; nuestros enemigos tienen sólo que susurrar y hasta permanecer callados para que se los comprenda». El negro había pensado largo tiempo en estas pocas palabras y ellas se habían convertido en parte de su propia decisión. Su decisión lo llevó a Boston el 22 de agosto y allí engrosó el piquete que marchaba frente a la casa de gobierno. No sobrestimaba ni subestimaba esta acción; la reconocía por lo que era: una acción muy pequeña que ni podía partir el mundo en dos ni tampoco liberar a los dos hombres en quienes, durante tanto tiempo, había pensado como en dos amigos. Pero toda su vida este hombre había luchado contra su propia extinción, y había librado su lucha con acciones igualmente pequeñas y aparentemente faltas de esperanza, y sabía a través de su rica experiencia práctica que desdeñar esas acciones pequeñas era desdeñar toda acción. No vivía en sueños exaltados de lo que podría tocarle mañana, sino que se movía en términos de la realidad práctica de hoy. Durante las horas que marchó en el piquete pudo comunicar algo de su fuerza a los hombres y mujeres que lo rodeaban. No era un hombre muy alto, pero en su dura contextura había un aire de fuerza y, reconfortante solidez. Tenía una cara ancha y agradable y ninguno de sus movimientos y acciones era apresurado o incontrolado; y por estas mismas razones irradiaba una impresión de fuerza y comunicaba a la gente que lo rodeaba una sensación de seguridad. También marchaba con facilidad, como muchos otros obreros, aceptando el piquete como un momento de su vida que no tenía nada de raro ni de extraordinario. En la primera oportunidad que la policía trató de disolver el piquete y provocar detenciones, él tranquilizó a la gente que lo rodeaba, hizo correr la voz: «Tranquilidad. No les prestemos atención y sigamos la marcha». Y ayudó así a los demás piqueteros a mantener su disciplina y su compostura. Sin embargo, estos actos suyos llamaron la atención de la policía. Los agentes de investigaciones se lo empezaron a señalar unos a otros, fue observado y su importancia valorada. En la pequeña lucha y el pequeño drama del piquete, fue elegido para ser eliminado; y la segunda provocación policial se dirigió contra él. Fue detenido, y a la una de la tarde del 22 de agosto lo llevaron al departamento de policía y allí quedó incomunicado en una celda.
Esta distinción y este tratamiento especial le preocupaban. Él era una de las treinta personas que habían sido detenidas, y entre ellas había obreros del calzado y obreros textiles blancos, amas de casa, un famoso dramaturgo de Nueva York, y un poeta de reputación internacional; pero todos éstos habían sido alojados juntos. ¿Y por qué, entonces, a él lo habían separado del resto y lo habían puesto incomunicado en una celda?
No pasó mucho tiempo antes de que viera contestada su pregunta. Dado que éste era el último día antes de la ejecución, el tiempo se medía en horas o hasta en minutos, y por ello, lo que debía ocurrir no podía demorarse mucho. Él intuyó esto. Había estado apenas un momento en la celda cuando vinieron a buscarlo y lo llevaron a una habitación donde lo estaban esperando varias personas. Había allí dos policías de uniforme, otros dos policías vestidos de civil y un agente del ministerio de justicia. También había allí un taquígrafo sentado en su escritorio a un costado de la habitación con el block abierto y el lápiz en la mano esperando lo que ocurriera, esperando los sonidos de agonía y confesión que tuviera que registrar.
Los dos policías de civil tenían, cada uno, un trozo de manguera en la mano, doce pulgadas de largo por una pulgada de diámetro de goma maciza, y cuando entró los vio arqueando las cachiporras para todos lados; y sólo tuvo que mirar las mangueras, y mirar la cara de los hombres, mirar la desnudez y la fealdad del cuarto al que había entrado, para saber lo que le esperaba. Este obrero negro era un hombre simple, común, y cuando comprendió lo que le esperaba, su corazón desfalleció y se sintió embargado por el temor. Todo su cuerpo se puso tenso; se retorció de un lado para otro, no en un intento de fuga sino en una protesta espasmódica e involuntaria de su ser físico. Entonces los hombres le sonrieron y él supo lo que esas sonrisas significaban.
El representante del ministerio de justicia le explicó por qué lo habían llevado allí.
—Mira —le dijo al negro—, no queremos molestarle. No querernos causarte ningún dolor ni sufrimiento. Queremos hacerte algunas preguntas y que las contestes diciendo la verdad. Si lo haces no tienes de qué preocupante y saldrás en libertad dentro de un momento. Para eso te hemos traído aquí para contestar unas preguntas. ¿Tú eres un hombre honesto, no es verdad, y un buen norteamericano?
—Yo soy un buen norteamericano —contestó el negro solamente.
Los dos agentes de civil dejaron de jugar con las mangueras y ambos le sonrieron. Los dos tenían bocas anchas, de finos labios; casi parecían hermanos. Sonreían con facilidad, pero también sin humor.
—Sí eres un buen norteamericano —dijo el hombre del ministerio de justicia—, entonces no vamos a tener ningún inconveniente. Queremos saber una cosa: ¿quién te pagó para que marcharas en ese piquete?
—Nadie me pagó —contestó el negro.
Entonces los dos de civil dejaron de sonreír y el hombre del ministerio de justicia se encogió de hombros, casi como si lo lamentara. Dejó de tener un tono tan amistoso como el de antes, aunque todavía no era inamistoso.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó al obrero negro.
El negro se lo dijo. El hombre del ministerio de justicia le pidió que repitiera lo que había dicho un poco más fuerte para que el taquígrafo pudiera tomarlo. El negro lo hizo.
—¿Qué edad tienes? —le preguntó el hombre del ministerio de justicia.
—El negro contestó que tenía treinta y tres años.
—¿De dónde eres? —le preguntó el hombre del ministerio de justicia.
—El negro le dijo que era de Providence, y que había llegado a Boston esa misma mañana por tren.
—¿Trabajas en Providence? —le preguntó el hombre del ministerio de Justicia. Con esta pregunta el negro comprendió definitivamente que ya no podía esperar nada. No importa lo que hiciera de ahí en adelante, ya no podría cambiar las cosas. Si no les decía dónde trabajaba, ellos lo descubrirían de todas maneras, y en el proceso de descubrirlo empezaría a sonar la música. Y hasta sabía exactamente qué clase de melodía tocarían, y sabía también quién bailaría y quién tocaría el saxofón. Tenía miedo, y no le avergonzaba reconocerlo; resolvió postergar ese momento, que la música empezara más tarde. Les dijo dónde trabajaba y ellos lo anotaron. Supo entonces que ya nunca más trabajaría allí. Supo también que ya no podría trabajar en ninguna otra fábrica de esa zona. Tenía una esposa y una hijita de tres años, y a causa de esto, hubo un sabor más triste y acre en el conocimiento de que ya no podría volver a hallar trabajo en esa zona. Pero las cosas estaban ocurriendo, y él no podía hacer nada más que dejar que ocurrieran. Estaban ocurriendo, sí, pero acababan de empezar; ahora seguirían.
—¿Por qué viniste a Boston? —le preguntó el hombre del ministerio de justicia con bastante amabilidad.
—Yo vine porque pensé que Sacco y Vanzetti no debían morir así, sin una palabra ni un acto de protesta.
—¿Y crees que al venir aquí podías impedir que murieran?
—No, señor. No creo eso.
—Entonces, si no lo crees, te estás contradiciendo y nada de lo que dices tiene sentido. ¿Lo tiene para ti?
—Sí, señor, lo tiene.
—A ver, explicarme qué sentido tiene.
—Pues es algo así: o yo no hacía nada, o yo me venía a Boston y veía si quizá podía hacer algo, algo por esos pobres hombres.
—¿Algo como qué?
—Algo como marchar en el piquete hoy.
El hombre del ministerio de justicia dijo, con la voz súbitamente atiplada y furiosa:
—¡Maldito seas, eres un mentiroso! ¡A mí no me gusta que me mientan! Esas mentiras no te favorecerán mucho.
Entonces el hombre del ministerio de justicia se sentó en una silla de madera y los dos policías se sentaron sobre una mesa vieja que estaba a un costado. Los dos de uniforme se dirigieron hacia la puerta cerrada y allí quedaron, uno de cada lado, recostados contra el marco. Esto provocó todo un movimiento en el cuarto y el trabajador negro tuvo aguda conciencia de estos desplazamientos, y la tuvo porque comprendió que estos movimientos significaban que había terminado la primera parte del interrogatorio; y que ahora empezaría la segunda. Lo dejaron tranquilo por un momento, pero todos tenían la vista fija en él. Y él sabía lo que quería decir cuando varios blancos miraban así a un negro. Ahora pensó en su mujer y en su hijita y le invadió infinita tristeza, algo así como si se le hubiera muerto un ser querido. Y comprendió que esto se debía a que la muerte flotaba en el ambiente. Y eso es lo que ellos habían querido que él comprendiera, que la muerte flotaba en el ambiente.
—Creo que estás mintiendo —dijo el hombre del ministerio de justicia—. Y nosotros queremos que digas la verdad. Si nos mientes te va a ir mal. Si nos dices la verdad aún podernos ser amigos. Mira, yo creo que alguien organizó lo de Boston. También creo que alguien te pagó para que integraras el piquete. Y eso es lo que queremos que nos digas, ¿quién organizó el piquete y quién te pagó para que lo integres? Ahora bien, tú podrás pensar que quien lo hizo es un amigo tuyo, pero eres bastante estúpido si crees eso. Con sólo mirar a tu alrededor, ya podrás ver que quien te metió en esto no te quería mucho. No te estaba haciendo ningún favor, así es que no te liga a él ninguna obligación. Y lo mejor que puedes hacer es decir la verdad, quién era, y cuánto te pagó.
«¡Oh, Señor!», pensó el negro. «¡Oh, Señor!, esto va a ser muy duro». Y después sacudió la cabeza y dijo que no, que nadie le había pagado. Había venido por su propia cuenta, nadie le había dicho que viniera; lo hizo porque conocía el caso Sacco y Vanzetti y sentía profundamente los sufrimientos de estos hombres. También trató de explicarles que una de las razones por las que había venido a Boston era que Sacco y Vanzetti eran hombres sencillos, trabajadores como él; pero cuando empezó a explicarles esto se le fueron encima y empezaron a pegarle, de modo que sus palabras se perdieron y nadie oyó nunca esa parte del relato.
No le pegaron mucho entonces. Los dos de civil se le abalanzaron, uno de un lado y, el otro de atrás. El de atrás lo empezó a golpear con la manguera en los riñones con enorme fuerza; y cuando él se apartó aullando de dolor, el otro le pegó con la cachiporra en la cara, en la nariz y en los ojos, de modo que éstos se llenaron de dolor y de lágrimas y la nariz empezó a sangrar profusamente. Retrocedió lanzando gemidos de dolor, y ellos no lo siguieron. Vio la sangre correr por su camisa y sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la sangre, y después con él se apretó la nariz. Su espalda en la parte donde le habían pegado, en los riñones, le dolía muchísimo; y la cabeza le dolía por el golpe en los ojos. Veía todo como envuelvo en una bruma y tenía los ojos llenos de lágrimas que no podía detener.
—Digamos esto —dijo el hombre del ministerio de Justicia—, digamos que tú vas a cooperar con nosotros y que nosotros no te vamos a pegar, ¿eh? ¡Dios mío, si nosotros no queremos pegarte! ¿Sabías que alguien intentó poner una bomba en la casa del juez? ¡Qué te parece! Un juez de una corte legal del estado de Massachusetts, juzga a estos dos hijos de perra, Sacco y Vanzetti, cumple honorablemente su deber constitucional de oír los testimonios y sopesar las pruebas y después dicta sentencia. Pero, si un hombre así es el pilar de nuestras vidas, de tu vida y de la mía. Tú pensarías que para este hombre sólo hay himnos de alabanzas. Pues no es así. En lugar de alabanzas, hay gente que le pone una bomba porque sentenció a estos dos bastardos rojos. ¿No te parece que poner una bomba es un acto terrible?
El negro dijo que sí. Que así creía. Que él pensaba, que la gente que ponía bombas, que mataba, que torturaba, hacía cosas terribles.
—Bueno, me alegro de que pienses así —dijo el hombre del ministerio de justicia—. Eso va a simplificar mucho las cosas, el que pienses así. Verás, nosotros creemos saber quién puso la bomba. También creemos que tú lo sabes. Yo te voy a decir lo que sé, y todo lo que tienes que hacer es estar de acuerdo con eso y firmarlo con tu nombre. Eso significa que eres un testigo legal de la acusación y por lo tanto un buen norteamericano. Después te dejamos ir. Después no te molestamos más.
—Pero yo no sé —dijo el obrero negro—. ¿Cómo puedo firmar si yo no sé? Estaría firmando una mentira. Y yo no quiero mentir sobre eso; ése es un asunto muy serio.
Esto último evidentemente divirtió a todo el mundo menos al hombre del ministerio de justicia. Los dos policías de civil sonrieron, los de uniforme también. Sólo el hombre del ministerio de justicia siguió serio y con aire sombrío porque debía proseguir su trabajo.
Cuando el trabajo hubo terminado, llevaron al negro a una celda y lo arrojaron sobre el camastro, Fue allí donde lo vio el profesor de Derecho Penal El profesor de Derecho Penal era uno de los numerosos abogados que estaban vinculados al caso, o que habían ofrecido sus servicios a la defensa del caso de Sacco y Vanzetti. Pero hoy, 22 de agosto, todos estos abogados estaban cubiertos de trabajo, haciendo cosas de último momento, cosas desesperadas que eran apenas un jirón de esperanza. Peticiones, recursos, y acciones en favor de gente que había sido detenida por piquetear o por participar en otros actos de protesta.
Los blancos que habían sido arrestados por piquetear estaban preocupados por lo ocurrido con el negro, e informaron al comité de defensa que un negro del piquete había sido secuestrado por la policía, y el comité de defensa le pidió al profesor de Derecho Penal que se ocupara del asunto. Dijo que lo haría, y la verdad sea dicha, estaba agradecido por poder hacer algo, aunque fuera de un modo tan periférico, porque encontraba absolutamente insoportable cualquier tipo de inactividad en este día atroz.
Interpuso un recurso de habeas corpus y fue a la jefatura donde pidió ver al negro. Sabían quién era, y que su reputación era considerable; por ello el mismo capitán de policía fue a buscar al hombre del ministerio de justicia y le habló de lo que podían hacer. Le dijo:
—Es ese abogado judío de la universidad y quiere ver a su negrito y si no lo ve, puede armar un bonito escándalo. Tiene orden del juez.
—Yo no creo que deba verlo —contestó el hombre del ministerio de justicia.
Un oficial de investigación que presenciaba el diálogo, dijo.
—Ustedes son muy pícaros porque vienen de Washington, vienen un día y se van al otro, libres como los pajaritos. Pero nosotros vivimos en esta ciudad; mañana, el caso Sacco y Vanzetti habrá terminado, pero nosotros seguiremos viviendo en Boston. ¿Y qué piensa hacer con ese negro? ¿Ponerlo en un frigorífico? ¿Lo piensa dejar guardado por el resto de su vida? Deje que el abogado lo vea. Después de todo, ¿qué importa? Nadie se va a preocupar mucho porque hayan maltratado un poco a un negro.
—Es que no está muy presentable —protestó tímidamente el capitán de policía.
—¡Oh, qué importa! A lo mejor tampoco estaba muy presentable cuando lo trajeron. Vamos a ver qué puede hacer este judío con eso. ¿A quién le importa? Nadie va a salir a la calle con carteles porque a un negro le hayan pegado dos o tres golpes.
Así fue como permitieron la entrada del abogado que llegó a la celda donde el obrero negro yacía tendido en el camastro, la cara destrozada, los ojos cerrados, la nariz rota y un hilo de sangre corriendo por entre sus labios partidos. Allí estaba gimiendo y quejándose y murmurando, y el profesor de Derecho Penal trató de consolarlo y tranquilizarlo y explicarle que ahora era sólo cuestión de un par de horas y saldría en libertad.
—Le estoy muy agradecido, señor —dijo el negro—. Sólo porque estoy tan estropeado no puedo pararme y hablar correctamente con usted y expresarle mi gratitud. Me han golpeado en los ojos y tengo mucho miedo de no poder ver más.
—No se aflija, lo haremos atender —dijo el profesor de Derecho Penal—. Yo mismo me ocuparé de que venga a verlo un buen especialista. No se preocupe más. ¿Por qué le pegaron?
—Porque no quise firmar una declaración diciendo que conocía a un hombre que había puesto una bomba —contestó el negro lenta y dolorosamente—. No conozco a nadie que haya puesto una bomba, pero no quisieron creerme. Quieren hundir a alguien y yo no podía, ante Dios y ante mí mismo, mentir para ayudarlos a hundir a un hombre.
—No, no podía —dijo el profesor de Derecho Penal con voz amarga y triste—. Bueno, trate de descansar. Yo le voy a traer un médico y como le dije, dentro de un par de horas usted saldrá de aquí y todo habrá pasado.