Capítulo XV
Vanzetti se quedó parado junto a la puerta de su celda, retenido allí por sus propios pensamientos y por el eco silencioso de todo cuanto acababa de decir; pero los otros dos hombres estaban echados en sus camastros, los dos de espaldas, los dos con sus grandes ojos opacos, contemplando el atroz misterio de su futuro, ¡ay!, tan inmediato.
Vanzetti tenía las manos delante, los dedos curvados en las rejas de la ventana de la celda. Miraba sus manos que eran él mismo, y otra vez se planteo en su mente la pregunta de cómo sería cuando toda su persona, su ser y sus conocimientos se volvieran nada, una nada sin recuerdos y sin despertar.
El temor lo recorrió como un viento frío e irresistible del que vanamente trató de guarecerse; ahora ya no quería que postergaran la ejecución; era, tal su desesperación que si hubiera podido matar con la sola fuerza de su pensamiento, lo habría hecho. Pero al pensar en sí mismo de esa manera, pensó en Sacco, y supo que lo que él sufría, también lo estaba sufriendo Sacco. Su corazón se llenó de piedad por éste y lo llamó:
—Nicolás, Nicolás, ¿me oyes?
Con los ojos muy abiertos, Sacco soñaba en su vigilia, sus pensamientos viajaban hacia atrás como un barco que surcara un mar de arenas. Todo se convertía en su contrario; si recordaba un momento de alegría lleno de risas, dentro de él se tornaba en una infelicidad húmeda de lágrimas. Se esforzaba por recordar un episodio, pero en el momento en que la anhelada visión se reproducía en su mente, trataba de alejarla. Recordaba todas las veces que, con su esposa, Rosa, habían tomado parte en festivales artísticos de aficionados. Rosa era hermosa, y elegante y talentosa, y él siempre pensó que ella podía haber sido una gran actriz.
Él siempre había sabido cuán maravillosa era, y nunca pudo comprender el misterio que rodeaba el hecho de que ella se hubiera casado con él. Siempre había creído firmemente que nadie lo entendía, y que todos comentaban: «No alcanzo a comprender por qué la bella Rosita se ha casado con Nick Sacco. ¿Qué le ha visto?». A lo cual, sin duda otro contestaba: «Nunca falla; las mujeres feas se casan con hombres buenos mozos y los hombres de aspecto más vulgar se llevan las mujeres más bellas. Así tiene que ser, la vida se encarga de repartirlo así. Si no fuera por esa sabia disposición de la naturaleza, habría dos razas en el mundo: los muy lindos y los muy feos».
De todos modos ella se había casado con él, y cada noche se repetía a sí mismo la esencia del milagro en términos de descubrimiento y gratitud.
«Rosa se ha casado conmigo», se decía, «es un hecho evidente».
Ahora se lo repitió y esa certeza lo hirió como un dolor físico que apretara su ya torturado corazón. Cuando alejó este dolor, una nueva escena lo reemplazó. Él y Rosa habían dado una audición de un sencillo arreglo de La Divina Comedia. Lo habían hecho ellos mismos, del modo más simple, pero también muy eficaz. Por ejemplo, cuando Rosa decía:
Ahora cuando el pobre Ícaro sintió derretirse la ardiente cera,
y perderse las alas, oyó a su padre decir.
Dolor, dolor, has volado demasiado alto hijo mío.
Sacco contestaba:
Entonces sentí, al verme cayendo en el vacío
con nada más que aire en derredor, nada qué mostrar,
ni una luz, ni una imagen más que la imagen de la bestia atroz.
También a este pensamiento lo arrojó de sí, preguntándose por qué había elegido su mente estos dos versos italianos. Fue más de lo que podía soportar y se volvió sobre su vientre escondiendo el rostro en las palmas de sus manos húmedas de llanto, y su boca modulaba en ellas la palabra «Rosa, Rosa, Rosa…», hasta que hubo pasado ese atroz espasmo de pena y de temor y una vez más volvieron los recuerdos, ofreciéndole esta vez imágenes de huelgas y piquetes, y lugares donde se reunían los obreros para considerar qué podía hacer un puñado de ellos sin unidad ni sindicatos.
Trató de separar todas estas cosas en su memoria para catalogarlas, pero había tantas huelgas y tantos piquetes, tantos episodios: los operadores de Hopedale, los zapateros de Milford, los textiles de Lawrence, los pálidos hombres y mujeres de las fábricas de papel. Vio otra vez al final de cada una de estas minúsculas reuniones cuando se hacía circular el sombrero para la colecta. Era entonces su costumbre arrugar un billete de cinco dólares y hacerlo un bollito en la palma de la mano para que nadie pudiera verlo ni saber cuánto daba, y para que nadie se sintiera avergonzado o mortificado por tener que dar menos.
Ésa era la época en que ganaba de dieciséis a veintidós dólares por día, trabajando un turno y medio como obrero calificado del calzado. Era mucho más dinero del que ellos necesitaban, Rosa decía: «Sí, sí, ayúdalos, ayúdalos. Son buenos camaradas».
Pero aunque ganaba veintidós dólares por día, renunció y dejó ese trabajo cuando empezó la guerra, y estuvo hablando de eso con Rosa toda una noche, de ese sentimiento que le impelía a matarse antes de tomar un arma en sus manos para matar a otro obrero como él, sea alemán o húngaro o austriaco o cualquier otra cosa.
Rosa había comprendido. Una cualidad que había entrado en sus relaciones desde el principio fue la inmediata y profunda comprensión por parte de cada uno de ellos de los problemas del otro. Mucha gente, amiga suya, solía decir. «Oh, Sacco. Sacco es un hombre sencillo, sin complicaciones».
Quizá lo fuera, pero esto lo hacía sentir más profundamente, no menos profundamente, y del mismo modo era simple y directa su esposa. Se comprendían muy bien. Cuando Sacco veía hombres y mujeres que no se llevaban bien, que continuamente tenían incidentes y rencillas, se sentía invadido por la piedad, igual que cuando veía un baldado. Conocía hombres adúlteros, pero para su modo de pensar, no eran responsables de sus actos, eran como animales enloquecidos.
Sólo tenía que mirar a Rosa. No es que su casamiento hubiera sido siempre un sueño de romántico amor. Solían enojarse el uno con el otro, tener discusiones, guardar silencio ciertos periodos; pero siempre estos periodos se cortaban y todo se decían y nada quedaba oculto. Era una condición de igualdad así como la franqueza, porque ninguno excluía nunca al otro de ninguna parte de su vida. Y a sus amigos siempre les parecían dos niños enamorados y unidos como compañeros al mismo tiempo.
Esta condición le parecía a Vanzetti la más maravillosa que había visto entre dos seres humanos. Particularmente lo fascinaba el modo franco y directo con que Sacco se dirigía a su mujer. Un día Vanzetti había llegado a su casa, y hallándola vacía —ellos nunca cerraban la puerta, pensando que si alguien necesitaba sus pobres bienes era preferible que se los llevara— se sentó en la sombra del frente a esperar que volvieran. Vanzetti estaba sentado en un ángulo formado por los escalones y la pared; allí estaba cómodo y fresco en esa tarde de verano, y no fue visto por Sacco y Rosa que regresaban.
Ocurría que en esa época estaba embarazada de su primer hijo, y por esa razón caminaban muy despacio; pero como suele ocurrir con muchas mujeres, la gravidez la había dotado de una cierta luminosidad, de un tinte sobre su belleza, como si debajo de su piel hubiera una gran luz que se extendía por todo su cuerpo. Ella y Sacco se tenían de la mano, y Mientras caminaban, cada tanto se volvían para sonreírse el uno al otro. Era un gesto tan simple y tan natural que Vanzetti se sintió abrumado, y como lo manifestó después, se sintió invadido por el deseo de llorar ante la simple dicha de esa bienaventuranza.
Sacco guardaba su propio recuerdo de ese día. Habían caminado hasta el arroyo Stilton, y allí se habían sacado las medias y los zapatos y se habían sentado en una gran piedra con los pies en el agua. Cantaron juntos la deliciosa canción que había sido escrita con un propósito tan tonto como el de celebrar la inauguración de un ferrocarril en Italia, y después se pusieron a hablar del nombre de su futuro hijo.
—Si es varón —dijo él, iniciando la infinita, amorosa discusión—, Antonio.
—No. —Ya se habían puesto de acuerdo en que sería Dante—. ¿Por qué estás siempre cambiando de idea?
—Es que quizás sean dos mellizos, y entonces necesitaríamos dos nombres.
—No. No serán mellizos.
—¿Y una nena?
—Yo creí que ya nos habíamos puesto de acuerdo en que Inés es el nombre más bello del mundo.
—No, es Rosa.
—Nick —había dicho ella entonces—. Supónte que alguien nos escuchara decir estas cosas tan tontas como la conversación de una parejita de adolescentes que acaban de enamorarse. Tenemos demasiado, Nick. Muérdete el puño.
Él se lo mordió y Rosa empezó a llorar.
—¿Rosa, por qué lloras?
—No lo sé, necesito llorar —contestó ella simplemente.
Él la beso y ella dejó de llorar. Se quedaron sentados un momento. Y después volvieron atravesando un prado de flores silvestres, y él empezó a cortar margaritas, petunias, tréboles y violetas, como un niño, entretejiendo con las flores una guirnalda para adornar los cabellos de Rosa.
Después, de la mano, volvieron caminando a su casa donde finalmente descubrieron a Vanzetti sentado en la sombra; y de pronto él, Sacco, se sintió abrumado por sus riquezas y por la soledad de Vanzetti y pensó:
«¡Pobre Bartolo; pobre, pobre Bartolo!».
Otra vez una aguda punzada de dolor le cortó el recuerdo. Sacco clavó los dientes en la palma de su mano, mordiendo cada vez con mayor fuerza, en la esperanza de que un dolor anulara al otro. Y fue a través de esta nube de pena y de angustia que le llegó la voz de Vanzetti, el tono sereno, calmo, tranquilizador de la voz de Vanzetti que lo llamaba:
—Nicolás, Nicolás, ¿me oyes? Nicolás, ¿qué estás haciendo? Dímelo, querido amigo.
Sacco se sentó en su camastro, alejando los recuerdos y el pasado, como quien se aparta de su peor enemigo. Y trató de contestar a Su amigo en la misma voz que éste le había hablado. Pero para él era imposible hablar sin traicionar su pena. Todo lo que pudo decir fue:
—Aquí estoy, Bartolo. —Y después agregó, presa de un súbito pánico—: Bartolo, Bartolo, ¿qué hora es? ¿Qué hora crees que es ya?
—Deben ser entre las ocho y las nueve de la noche —le contestó Vanzetti hablando en italiano—. No lo bastante temprano como para torturarnos demasiado con la espera, pero tampoco lo bastante tarde como para que perdamos las esperanzas.
—¿Qué es lo que esperas? —preguntó Sacco—. Yo ya he consumido toda mi capacidad de espera. Esta vez sé que hemos llegado al fin, y ya no importa. Ya no quiero esperar. Quiero solamente que esto se acabe de una vez.
—Nicolás, ¡qué manera de hablar! —dijo Vanzetti, casi con ligereza—. ¿Son acaso nuestras posibilidades peores que las de alguien que padezca una terrible enfermedad? Para decirte la verdad, creo que nuestras posibilidades han mejorado. Nuestra dificultad está en imaginar lo que está ocurriendo afuera. Empezamos a pensar que estamos solos. La soledad es nuestro enemigo.
«En lugar de eso, trata de pensar en cómo debe de estar por todas partes, en cuántos centenares de miles de trabajadores tienen nuestro nombre en sus labios y no nos van a dejar morir. Yo puse mi vida en sus manos, Nicolás. Por eso estoy tan tranquilo. Puedes oír en mi voz esa tranquilidad, ¿no es verdad? Y ésa es la razón. Hay millones de seres que nos rodean y nos apoyan».
—Puedo oír la serenidad de tu voz —convino Sacco—, pero no puedo comprenderla.
—Es muy simple de comprender —dijo Vanzetti—. Mis ojos se han desarrollado mucho últimamente, y puedo ver a través del par de piedras que constituyen esta cárcel. Sabes, Nicolás, negará el día en que habrá una raza de hombres en esta tierra que mirarán esta cárcel sucia y miserable así como nosotros miramos hoy las chozas de paja en que habitan los salvajes. Yo tengo ojos para verlo y conocimiento para comprenderlo. Te puedo asegurar, Nick, y no lo digo para levantarte el ánimo, que ahora estoy mejor que cuando ingresé en la cárcel. Entonces mis ojos eran más jóvenes y aunque no tenía a mi alrededor los muros de la prisión, igual no veía nada.
Primero fui a trabajar como lavacopas a un aristocrático club masculino de Nueva York, adonde iban los ricos a pasar las horas que no podían llenar de otro modo. Dieciséis horas por día trabajaba entre el calor y la oscuridad, lavando vajillas, respirando la mugre y el vapor y los malos olores, y aun cuando alzaba los ojos no veía nada.
«De ese a otros empleos: lavacopas, peón, con un pico y una pala para picar piedras, vendiendo mi cuerpo y mi juventud y mis fuerzas por dos dólares al día, por tres dólares al día. Sí, y una vez, Nick, una vez, ¡créemelo, por sesenta centavos al día y un plato de sopa! Cuando miraba a mí alrededor, no veía más que desesperanza. Había muros por todas partes, más gruesos y más altos que esta cárcel. Pero ahora, te lo juro, mis ojos pueden ver el futuro. Yo, Bartolomé Vanzetti, de todas maneras, no podía haber vivido eternamente. Tarde o temprano iba a morir. Pero de este modo, te lo aseguro, tú y yo, Nick, viviremos para siempre, y nuestros nombres nunca serán olvidados».
En su celda, el ladrón escuchaba, sin comprenderlo todo, pero pescando un poquito allí y otro acullá, a través del pobre portugués y el poco de italiano que hablaba y comprendía. Y gritó como un niño:
—¿Y dónde estaré yo, Bartolomé? ¿Estaré yo también en ese futuro?
—Pobre hombre —dijo Vanzetti—. Pobre hombre.
Madeiros fue hasta la puerta de su celda y empezó a rogar:
—¿Y que hay para mí, Bartolo? Nunca en mi vida conocí dos hombres como ustedes. Ustedes dos son los primeros en toda mi vida que me hablan con amabilidad, como si yo fuera un ser humano y no una bestia. ¿Pero de que sirve ahora, Bartolo? Desde el comienzo, yo no tuve ninguna oportunidad.
—Eso es cierto. Nunca tuviste oportunidad.
—Lo escucho a Sacco. Sacco me cuenta que tenía un jardín, que todas las mañanas se levantaba a las cuatro para trabajar en su jardín, y que todas las noches, al volver de la fábrica, trabajaba otra vez en su jardín mientras quedaba un poquito de luz. Yo lo escucho a Sacco, y él me traza el cuadro de un hombre con los brazos llenos de frutas recién cosechadas, y él las reparte a aquellos que las necesitan y no tienen fruta. Pero, Bartolo, en mi vida yo no he cosechado más que yuyos y cardos.
—Cosechaste lo que no habías plantado —dijo Sacco—. Pobre ladrón, lo que nunca habías sembrado.
—¿Entonces, ustedes dos son amigos míos? —preguntó Madeiros.
—¡Que cosas preguntas! —contestó Vanzetti—. ¿No ves que sí, Celestino? Los tres estamos unidos por lazos eternos. Dentro de unas horas dejaremos esta celda, y en todo el mundo se dirá: Sacco y Vanzetti y un ladrón han perecido. Pero aquí y allí, en todas las tierras del mundo, en el fondo de su corazón, los horribles sabrán que tres seres humanos han sido asesinados. Nos arrastramos un paso más adelante en la simple comprensión de ese hecho.
—Pero —protestó Madeiros—, yo soy culpable y ustedes, inocentes. Si hay un hombre en el mundo que sabe positivamente que ustedes son inocentes ese soy yo. Les digo que soy yo, Yo lo sé.
Ahora lo arrastraron sus emociones y pasiones y empezó a golpear la puerta de la celda con sus puños, gritando a todo pulmón:
—Inocentes, me oyen, inocentes. ¡Aquí van a matar a dos inocentes! ¡Yo lo sé! ¡Yo soy Madeiros, ladrón y asesino! ¡Yo estaba sentado en ese automóvil en South Braintree! ¡Yo fui cómplice del delito y del asesinato! ¡Yo conozco los nombres y los rostros de los verdaderos asesinos! ¡Aquí van a matar a dos inocentes!
—Tranquilo, tranquilo —dijo Vanzetti—, tranquilízate, muchacho. ¿De qué sirve gritar? Habla en voz baja y todo el mundo te oirá, te lo aseguro.
—Y habla despacio, hijo mío —dijo Sacco—. Despacio y suavemente como te dice Bartolo. Escucha a Bartolo. Es un hombre muy sabio, el más sabio que he conocido en mi vida. Tiene mucha razón cuando te dice que si hablas despacio todo el mundo te oirá.
Madeiros dejó de gritar, pero siguió aferrado a la puerta de su celda. Su amargo llanto, su pena, su frustración y su desesperanza tuvieron un profundo efecto en los dos hombres de las celdas vecinas. Cada uno de ellos se sentía como un padre de este pobre, desgraciado ladrón. Los dos estaban pensando en los mismos términos, en un pobre muchacho que había venido ciego al mundo y que nunca había abierto los ojos.
Sus propios derroteros eran trazados por el hombre, y cuando miraban el curso de sus vidas los dos podían identificar paso a paso las acciones deliberadas y conscientes que los habían traído a este fin. Sin embargo comprendían que Madeiros no pudiera hacer esto, que para Madeiros todo fuera predestinado e inevitable, una semilla amarga y retorcida, plantada en una tierra que algún otro había arado.
En respuesta a los gritos de Madeiros, llegaron corriendo dos guardias, y con ellos, un enfermero de la enfermería de la cárcel, pero Vanzetti les dijo que todo estaba en regla y que se fueran.
—Sí, pero gritar en esa forma… —empezó a decir uno de los guardias.
—También usted gritaría —le interrumpió bruscamente Vanzetti—, si pudiera contar los minutos y los segundos que lo separan de la muerte. Ahora váyase y déjenos tranquilos.
Después los dos, él y Sacco, empezaron a hablar con Madeiros. Durante media hora, conversaron con él, amablemente, sabiamente, y demostrando su profundo interés. En cierto sentido, Madeiros les había hecho un valioso regalo; porque en su preocupación por él, olvidaron por un momento sus propios terrores.
Sacco le habló a Madeiros de su hogar, de su mujer, y de sus dos hijos. Le contó divertidas anécdotas sobre cosas pequeñas, como por ejemplo, la primera vez que sonrió su hijo, Dante. Y le contó la sensación que se experimenta al ver sonreír por primera vez a un niño de seis o siete semanas.
—Es como si se te partiera el alma —le dijo a Madeiros—. Está allí todo el tiempo, pero de pronto, como una flor bien regada, en un día de sol, sus pétalos se abren.
—¿Cree usted que los hombres tienen alma? —susurró Madeiros.
Vanzetti le contestó. Vanzetti estaba lleno de sabiduría y de ternura, y en los últimos días había vivido por muchos centenares de años. Le señaló a Madeiros cuánto tiempo hacía que los hombres estaban tratando de hallar una respuesta a esta pregunta.
—¿Es el hombre una bestia? —preguntó con suavidad—. Hijo mío, debemos ver esto: que muy a menudo aquellos que más se llenan la boca hablando de Dios, tratan a sus hermanos como si la existencia de Dios fuera imposible. Del modo que tratan al hombre, éste no tiene alma, porque la misma forma en que lo tratan lo prueba. Pero piensa ahora cómo estamos unidos nosotros tres. ¡Qué unidad constituimos!
»Estás tú, Madeiros que creciste en la amarga miseria de las calles y las callejuelas de Providence. Fuiste un ladrón y mataste a otros hombres. Y aquí a tu lado está Sacco, que es el mejor hombre que yo haya conocido, un buen zapatero, un buen obrero. Y yo, Vanzetti, que traté de ser un dirigente de mis hermanos, los trabajadores.
»Tú podrías pensar que somos tres personas muy distintas, pero cuando vamos al fondo del asunto, resulta que somos tan iguales como tres lentejas en un plato. Tenemos un alma que nos une, y que después se une con otros millones de almas, y cuando muramos, habrá una punzada en el corazón de toda la humanidad, y habrá un tal gesto de dolor que lloro de sólo pensar en él. Es de ese modo que nadie muere. ¿Me comprendes, Celestino?».
—No puedo decirte cuánto estoy tratando —contestó el ladrón—. En toda mi vida nunca traté con tantas ansias de comprender algo.
Ahora dijo Sacco:
—Celestino, nunca te lo pregunté antes, pero ahora dímelo. Cuando confesaste ese delito de South Braintree, ¿lo hiciste porque sabías que igual ibas a morir por tus otros crímenes, y por lo tanto no tenías nada que perder? ¿O lo hiciste por nosotros?
—Les puedo decir la verdad —contesto Madeiros—. Primero leí en los diarios sobre usted y sobre Vanzetti, y no se pueden imaginar cuánto tiempo estuve pensando en eso y tratando de comprender porqué tenían tanto interés en matarlos. Después un día vino su esposa a visitarlo, y yo la alcancé a ver. Entonces me dije: voy a hacer algo para que Sacco no muera, y en cuanto a mí, ya no me interesa lo que pueda pasar.
»Ésa es la verdad. Quizás en todo el mundo no haya nadie que quiera creerme, quizás no me creería ni mi propia madre si estuviera viva. Ahora estoy diciendo la verdad. Si hay un momentito en toda la vida de un hombre en que éste dice la verdad lisa y llana, es en un momento como éste.
»Por eso les digo que sentí que quizá si lograba un nuevo juicio no me declararan culpable del asesinato. Pero sabía que una vez que yo confesara la verdad de lo que había pasado en South Braintree, todo estaría perdido y ya no tendría salvación. Lo sabía, pero de todos modos tenía que confesar la verdad de lo que allí había ocurrido».
—¡Ah! —gritó Vanzetti—. Allí hay algo. ¿Ves, amigo Nicolás, ves cómo son las cosas? ¿Qué más puede hacer un hombre que dar su vida por otro? Por eso es que perecemos nosotros. Damos nuestras vidas como rehenes de la clase obrera, pero ¿y Madeiros? Mira al pobre Madeiros y piensa en lo que le ocurre. Él dio su vida por nosotros. Celestino, ¿dime por qué lo hiciste? ¿Puedes decírmelo?
—¿Sabes? —dijo sencillamente el ladrón—. Yo me he formulado la misma pregunta cien veces. No sé decir la respuesta, no la puedo expresar, pero a veces la siento nítidamente.