Capítulo VI
A las once llegaron los refuerzos policiales a la cárcel de Charlestown y la gente que los vio tuvo la impresión de que hubiera comenzado una pequeña guerra y que estas tropas marcharan al encuentro del enemigo. Llegaban hombres armados de carabinas, sentados en camionetas, motocicletas con ametralladoristas en los sidecars y un camión con un reflector que emitía una luz capaz de cortar la niebla o la noche hasta una distancia de tres millas. Esta marcial cabalgata se abría paso con el ulular de las sirenas policiales y se detuvo por fin ante el portón de la cárcel, y el alcaide a quien le habían dicho ya que podrían esperarse dificultades, salió a recibirlos y los miró con ojos escépticos.
Cuando el jefe de la policía del Estado lo llamó temprano y dijo que, cumpliendo instrucciones del gobernador, se disponía a enviar refuerzos armados a la cárcel, el alcaide le contestó en tono molesto e impaciente:
—¿Qué clase de dificultades? —quiso saber el alcaide.
No dijeron qué clase de dificultades. No podrían saber qué clase de dificultades. Simplemente consideraban que podría haberlas y se preparaban para hacerles frente.
—Bueno, si eso es lo que ustedes creen, me imagino que alguna base tendrán —contestó el alcaide al jefe de policía, pensando para sí que ya había muchas dificultades y que habría muchas más antes de que este amargo día tocara a su fin; pero no dificultades de esa clase. «¿Qué es lo que pensarían ellos?», se preguntó el alcaide. «¿Creían acaso que vendría un ejército a tomar por asalto la cárcel para liberar a los dos anarquistas?». En sus propios pensamientos, el alcaide estaba un tanto a la defensiva acerca de Sacco y Vanzetti. Había llegado a creer que él estaba dentro de un área de conocimiento sobre los hombres condenados que estaba interdicta al hombre o la mujer de la calle; y sabía muy bien cuán hondamente buenos y apacibles eran estos desgraciados seres. Era una clase de conocimiento que se podía adquirir en una prisión y en ninguna otra parte. El alcaide podía reflexionar acerca de los muchos casos que había conocido en sus largos años carcelarlos de seres buenos y apacibles, y a quienes el mundo exterior condenaba con unánime voz.
Salió para hablar con el capitán de la policía estatal que estaba al frente de ese destacamento semimilitar; y el alcaide le dijo con acritud que podía proceder según su propio criterio y distribuir a sus hombres por cualquier parte…, donde lo creyera conveniente.
—¿Qué clase de dificultades espera usted? —le preguntó el capitán de la policía estatal.
—Yo no espero dificultades —le ladró el alcaide—. Por lo menos, no del tipo a que usted se refiere.
Después volvió a su oficina, dejando al capitán de policía que le observó a su teniente:
—¿Qué diablos le pasa a ése? ¡Parece que quisiera ajusticiarnos a nosotros hoy!
El alcaide volvió a su oficina con el rostro tan sombrío como un cielo cubierto de nubes. Varias personas que lo esperaban y que tenían que discutir con él alguna cosa cambiaron súbitamente de idea y decidieron que lo que ellos tenían que decirle podía esperar hasta que su humor cambiara; es decir, eso pensaron todos menos el electricista, porque como el alcaide, el electricista no había elegido este día sino que le había sido impuesto, y él tenía cosas que arreglar con el alcaide ya sea que el humor de éste fuera sombrío o luminoso. Entró en su oficina y le señaló con la necesaria brusquedad que ya eran las once y cuarto de la mañana y que él todavía no había probado la corriente.
—Bueno, y ¿por qué diablos no la prueba? —quiso saber el alcaide.
—Sólo porque me dijeron que lo viera a usted y lo consultara antes de hacerlo —contestó el electricista a la defensiva.
El alcaide recordó ahora, que era él mismo quien había dado esas instrucciones. Era una pequeña amabilidad que se le había ocurrido, porque no era bueno para la población del penal ver las luces brillar con más intensidad, apagarse y volver a encenderse enseguida. Cuando eso ocurría, sabían todos en la prisión que estaban mandando corriente a la silla eléctrica y que esto era una especie de ensayo para la ejecución. No siendo un hombre totalmente insensible, el alcaide tenía conciencia de que todos los presos compartían hasta cierto punto los sufrimientos de los tres condenados, y esperaban el momento de la ejecución con temor y evidente malestar.
La cárcel unía a su población en una entidad que era como un cuerpo vivo, y cuando una parte de este cuerpo moría, moría también un pedacito de cada individuo. La gente que no ha estado nunca en una prisión, ni ha trabajado en una, ni ha cumplido una condena en ella, quizá no pueda comprender cómo ocurre esto, o quizás no quiera creer que vulgares maleantes puedan sentir esa simpatía por hombres que han sido condenados a muerte. Sin embargo, el alcaide sabía que esta unidad en el dolor era un hecho concreto… Y no le gustaba exacerbar ese sentimiento inútilmente en centenares de hombres. También podía imaginarse el tipo de dolor mental que ese pequeño ensayo general de la corriente eléctrica causaría a Sacco, Vanzetti y, Madeiros.
Ya que ellos tendrían que morir muchas veces antes de que este día terminara, parecía innecesariamente cruel inyectar este momento de horror en sus horas.
El alcaide dijo algo de esto al electricista, quien estuvo de acuerdo, pero señaló que él no podía hacer nada.
—Como son las cosas —dijo el electricista, uno nunca puede saber si los cables o los fusibles van a aguantar la carga que hay que enviar sobre esa silla. Entre usted y yo, señor, ése de la silla es el peor modo de quitar la vida a una persona que se haya ideado nunca, y saber por qué lo usan es algo que nunca he podido entender. No tiene ningún sentido sentar a un hombre en una silla eléctrica y mandar corriente a su organismo. Si se creen que esto es indoloro están locos de remate. Con sólo verlo una vez, ya se podrá usted dar cuenta de lo indoloro que es. Yo le puedo decir esto. Si yo mismo tuviera que elegir entre ser ahorcado o esto, elegiría siempre la horca. Preferiría que me fusilen, o cualquier otra cosa antes que sentarme en esa silla.
—Yo no le estoy preguntando qué siente usted al respecto, señor —dijo el alcaide con impaciencia—. Lo que yo le pregunto es por qué tiene que estar probando esa silla todo el día.
—Por esta razón —le explicó el electricista—, supóngase que lo sienta a uno y manda la corriente y resulta que no alcanza. O digamos que un cable se quema o que un fusible salta. Esa sería una linda situación, ¿no le parece? Sería muy lindo tenerlo a uno de los pobres diablos, con los electrodos puestos y los ojos vendados y tener que esperar dos horas antes de poder reponer el cable o hallar el desperfecto y sólo entonces podría proseguir la ejecución.
—Bueno, no queremos que eso ocurra —dijo el alcaide—. Usted puede estar seguro que eso es lo último que deseo que ocurra. Pero dígame, ¿por qué no lo prueba esta noche, una sola vez?
—Es que no se hace así —le explicó el electricista—. Usted tiene que probarlo una y otra vez hasta hallar los puntos débiles del sistema, para que cuando llegue el momento, no queden puntos débiles, y uno esté seguro de que cuando mande la corriente, la van a aguantar, y que también el sistema normal de las luces de la prisión, podrá aguantarla.
—Muy bien, entonces. Al diablo con eso —dijo el alcaide—. Vaya y haga lo que tenga que hacer.
El electricista asintió y saltó de la oficina, y un momento después, sentados en sus celdas, Sacco y Vanzetti vieron las luces reducirse, quedar casi apagadas por un minuto y después volver a brillar. Los dos se pusieron rígidos cuando esto ocurrió. En más de un sentido, murieron cuando aún vivían.
Sólo había tres celdas en la Casa de la Muerte de la prisión del estado. Los constructores de esta ala del presidio —que por alguna extraña razón era llamada Cherry Hill— no habían imaginado una contingencia en que hubiera más de tres hombres esperando ser ejecutados al mismo tiempo. Por ello, la Casa de la Muerte consistía en tres celdas tristes, oscuras, sin aire. Estaban las tres del mismo lado, una al lado de la otra, y en lugar de la puerta de rejas, que tienen la mayoría de las celdas, estas tres tenían pesadas puertas de madera con sólo una pequeña rejilla en cada una. Por ello era necesario alumbrar estas celdas con luz artificial; y a sus habitantes les pareció que las celdas se achicaban, se disolvían y se cerraban sobre ellos con particular intensidad, y un atroz horror lento, cuando probaron el sistema eléctrico de la cárcel.
Cuando Nicolás Sacco, sentado al borde de su camastro vio esto, oyó un violento grito, agudo y penetrante y cargado con un dolor tan insoportable como puede serlo el aullido de un animal herido; venía de la celda vecina, de la celda de Madeiros. El grito murió y fue seguido por una serie de gemidos; y en toda su vida, pensó Sacco, no había oído nunca nada tan lastimero, tan absolutamente desgraciado y desesperado como estos gemidos del pobre, aterrorizado ladrón. Después, con sus oídos acostumbrados por la soledad a percibir el menor rumor, oyó que Madeiros se echaba sobre su camastro y rompía a llorar. Esto fue más de lo que Sacco podía soportar; se levantó de un salto, corrió hasta la puerta de la celda y gritó por la mirilla:
—Madeiros, Madeiros, ¿me oyes?
—Le oigo. ¿Qué quiere? —preguntó Madeiros entre sollozos.
—Quiero consolarte un poco. Quiero que cobres ánimo.
Hasta cuando decía esto, Sacco se preguntaba si realmente era posible consolar a alguno de ellos tres, y en base a qué podía alguno cobrar ánimo. Como si fuera un eco a sus propios pensamientos, Madeiros le contestó:
—¿Y por qué he de cobrar ánimo?
—Aún hay esperanzas.
—Quizás para usted, señor Sacco, quizás todavía haya esperanzas para usted, pero no ya para mí. Yo voy a morir. Y nada ni nadie podrá impedirlo. Dentro de unas horas voy a morir.
—¡Vamos, ésas son tonteras! —gritó Sacco, sintiéndose mejor ahora que tenía que luchar con los temores del otro—. Ésas son verdaderas tonteras, Madeiros. No pueden quitarte la vida hasta que nos quiten la nuestra. Mientras nosotros estemos vivos, también vivirás tú, porque tú eres el testigo más importante en el caso Sacco y Vanzetti. Ahora mira, míralo desde este punto de vista. ¿Por qué crees tú que estamos aquí los tres juntos? Estamos juntos aquí porque nuestra suerte está ligada. Y todavía no hay motivos para llorar.
—¿Pero es que la muerte no es motivo para llorar? —preguntó Madeiros tristemente, así como un niño podría formular una pregunta totalmente patética y al mismo tiempo obvia, cuya respuesta fuera igualmente patética y obvia.
—No haces más que hablar de la muerte. Ahora no es momento para pensar ni para hablar de la muerte, simplemente por esos señores que quieren jugar con las luces. Bueno, ¿y a nosotros qué nos importa? ¿A quién le interesa lo que hacen con sus luces? ¡Que prendan y apaguen las luces todo el día si eso les divierte!
—Pero es que están probando la silla eléctrica en que vamos a morir.
—¡Vaya, ya empiezas de nuevo! —gritó Sacco—. No haces más que hablar de la muerte. Lo malo es que tú ya te has rendido.
—Eso es cierto. Me he rendido. Está todo perdido.
—¿Qué es lo que está perdido?
—Toda mi vida. No he hecho nada. Fue todo un error. Desde el día en que nací todo fue inútil. Pero yo no la hice así. ¿Me comprende, señor Sacco? Hay alguna otra cosa que la hizo así. Yo le hablé de eso al señor Vanzetti una vez y él trató de explicarme cuáles eran esas cosas. Yo lo escuché muy atentamente mientras me explicaba. Al principio empecé a entender, pero después me perdí. ¿Usted sabe de qué estoy hablando, señor Sacco?
—Sí, sé —dijo Sacco—. Pobre muchacho, por supuesto que sé.
Sacco dijo:
—Una vida no está nunca perdida, Madeiros, te juro que ésta es una gran verdad. Una vida no se pierde nunca. Está mal que pienses que tu vida ha sido un fracaso, sólo porque has hecho cosas malas. ¿Qué pasaba con mi hijo cuando hacía cosas malas? ¿Lo encerraba en una pieza oscura? No. Trataba de explicarle, trataba de mostrarle que hay cosas buenas y cosas malas. A veces era difícil hacerle ver la diferencia, porque un niño no es tan maduro ni tan sabio como un adulto. Bueno, eso ocurría porque él tenía un padre, tenía la suerte de tener un padre que le explicara las cosas. Pero cuando alguien hace algo cuando tiene dieciocho, diecinueve o veinte años, como tú las hiciste, Madeiros, bueno, entonces es otra cosa. Nadie se preocupa por perder un momento y sentarse con él y tratar de explicarle lo que es bueno y lo que es malo. —Oyó que Madeiros empezaba a llorar otra vez, y le gritó—: Madeiros, Madeiros, por favor, no quise decirte nada que te entristeciera aún más. Sólo trataba de explicarte que una vida no está nunca perdida. Yo lo creo así. ¿Quieres que te diga qué es lo que pienso yo, Madeiros?
—Sí, dígamelo, dígamelo, señor Sacco, por favor —dijo el ladrón. Lamento mucho llorar. Eso es porque a veces me ocurren cosas que no puedo controlar. Yo no quiero tener ataques, pero a veces los tengo. Yo no quiero llorar, pero a veces lloro sin querer.
—Sí, comprendo lo que te pasa —le contestó Sacco con suavidad—. Lo que yo quiero decir, Madeiros, es que cada vida humana, en este mundo, está vinculada con otra vida. Es como si hubiera hilos invisibles de uno a otro de nosotros.
En los peores momentos, cuando me siento lleno de odio contra el juez que es tan cruel y que tan insensiblemente nos condenó, yo me digo, no es razonable odiarlo. Él también es un ser humano como tú y como yo. También él está unido por hilos invisibles a todos nosotros. Sólo que él está lleno de maldad y de odio. ¿Comprendes esto, Madeiros?
—Estoy haciendo todo lo posible por entenderlo —contestó Madeiros—. No es culpa suya si no le entiendo.
—Pero la vida no está perdida —insistió Sacco. Levantó la voz y llamó a Vanzetti—: ¡Bartolomé! ¡Bartolomé! —gritó—. ¿Has oído?
—He estado oyendo —dijo Vanzetti, de pie junto a la puerta de su celda con las lágrimas que le corrían lenta y suavemente por las mejillas.
—¿Y no tengo razón cuando le digo a Madeiros, que nunca se pierde una vida humana?
—Tienes razón —contestó Vanzetti— Nicolás, tienes mucha razón, y estás lleno de sabiduría. Madeiros, escúchalo cuando te dice algo. Él es muy sabio y muy bueno.
En ese momento empezaron a sonar las campanas de la prisión, en el toque del mediodía. Eran las doce en punto, la hora del mediodía del 22 de agosto de 1927.