Capítulo XVIII

Llegaban a la última hora, la hora que va de las once a las doce de la noche. La última hora antes de que termine el día. Y junto con el día, muchas otras cosas, esperanzas y sueños y una fe en la capacidad del pueblo que pide que se haga justicia por lograrla. En esta última hora hubo millones de seres humanos que, en su fatigado silencio, llegaron a comprender que el que uno desee, ruegue, pida, o crea en una cosa, no basta para que esa cosa se cumpla.

Durante esa última hora los piquetes que circulaban frente a la casa de gobierno se volvieron más compactos todavía, y hasta se habló de ir en manifestación hasta la cárcel. Pero a la gente que marchaba en esta fúnebre procesión se le hacía evidente que una aventura como esa ya no podía cambiar el curso de las cosas, ni alterar lo inevitable de lo que estaba por ocurrir.

A ratos, el gobernador corría los visillos de las ventanas de su despacho y miraba a los manifestantes; pero ya a esta hora se había habituado a ver las masas compactas de hombres y mujeres que marchaban bajo sus ventanas, y lo que veía no le emocionaba en absoluto.

En Londres todavía no eran las cinco de la mañana y allí la fúnebre procesión había durado toda la noche. Ahora, los rostros de esos mineros del carbón, de esos obreros textiles, y esos portuarios estaban grises y ajados por el cansancio y la vigilia. Y cuando de boca en boca se corrió la voz de que ésta era la última hora antes del final, un suspiro pareció escapar de sus fatigados cuerpos, y sus agobiados hombros se encorvaron todavía un poco más en la resignación y el reconocimiento de la barrera que el tiempo y la distancia habían erigido ante ellos.

En Río de Janeiro eran entre la una y las dos de la madrugada y allí una creciente muchedumbre se apretujaba en la avenida frente a la embajada de los Estados Unidos. Gritaba su desafío y su clamor. Clamando en voz tan alta que parecía seguro que los cielos debían reflejar el eco a la distancia, incluso a una distancia tan grande como a la que se hallaba la ciudad de Boston, en el estado de Massachusetts.

En Moscú, los obreros estaban saliendo de sus casas para ir a las fábricas. Aquí y allá se formaban grandes grupos delante de los diarios murales, y de boca en boca pasaba en un susurro la pregunta:

«¿Qué hora es en Boston?».

Muchos obreros se pasaban el pañuelo por los ojos y se aclaraban la garganta, pero otros lloraban abierta y desembozadamente. Como lloraban los obreros franceses parados al final de una guardia que había durado toda la noche frente a la embajada de los Estados Unidos en París.

En Varsovia empezaban a asomar los primeros rayos del sol y allí las manifestaciones habían sido primero prohibidas y cuando se realizaron —a pesar de la prohibición— disueltas a sablazos. Y allí, en Varsovia muchos trabajadores, deslizándose silenciosos, casi fantasmalmente por las calles acababan de pegar el último de los carteles ilegales: un llamamiento al pueblo polaco para que hiciera un último esfuerzo para salvar la vida de Nicolás Sacco y Bartolomé Vanzetti.

En la lejana Sydney, en Australia, promediaba la tarde. Y aquí los estibadores del puerto habían dejado sus sogas y sus ganchos y ahora, de a ocho en fondo, marchaban por las calles de la ciudad rumbo a la embajada de los Estados Unidos voceando su fiera demanda de que no mataran un pedazo de sus vidas al matar un buen zapatero y un pobre vendedor de pescado.

En Bombay, los coolies acababan de iniciar su turno en una gran planta textil, cuando uno de ellos se trepó hasta lo alto de una gran máquina —con la agilidad de un acróbata— y les gritó a los otros:

—¡Ahora vamos a parar nuestro trabajo por esta hora, esta última hora, para honrar a, dos camaradas que van morir!

Y en Tokio, la policía, blandiendo sus largos garrotes con salvajismo, mantenía a raya a los obreros en la plaza en que se habían agolpado, frente a la embajada de los Estados Unidos. En Tokio era el mediodía y en todas partes, en los barrios míseros de los obreros japoneses, la pregunta corría de boca en boca, y muchos lloraban al formularla.

Si el rumor del llanto hubiera podido ser captado y grabado en discos, entonces se lo podía haber identificado como una ligera malla que encerraba toda la tierra. Y la dura verdad es que nunca en toda la historia de la presencia del hombre en nuestro planeta, se vio una cosa como ésta. Tan extendida, tan común a todos, y tan amplia en su inclusión de toda la raza humana.

En la ciudad de Nueva, York, la Plaza Unión estaba llena de gente silenciosa que ahora unía su llanto al de otros millones de seres. Minuto a minuto circulaban entre ellos los boletines con las últimas informaciones, y los hombres y mujeres que llenaban la Plaza Unión se estrechaban unos con otros, se rozaban los hombros y las manos para poder así esperar mejor armados y preparados la invasión de ese especial y terrible extranjero, el señor de la muerte, que se llevaba también una preciosa parte de su propia vida, con la vida de dos obreros y un ladrón.

En Denver, Colorado, era dos horas más temprano y quizás eso era lo que daba a la gente un sentido distinto del tiempo. Porque en Denver todavía seguían reuniendo firmas al pie de los petitorios, despachando telegramas y discutiendo con las operadoras de larga distancia para que trataran una vez más de hacerlos hablar directamente con el despacho del gobernador de Boston.

Lo mismo pasaba en San Francisco, California, donde eran ahora entre las ocho y las nueve de la noche. Los hombres y mujeres de San Francisco marchaban en sus propios piquetes, pero en las oficinas de la delegación local del comité para la defensa de Sacco y Vanzetti tenía lugar el mismo tipo de actividad febril y desesperada que se estaba realizando en Denver, Colorado.

A todo lo largo y lo ancho de los Estados Unidos, en más de una docena de ciudades, funcionaban estas oficinas locales para la defensa de la causa de Sacco y Vanzetti. A veces era una oficina alquilada en un edificio comercial, a veces sólo un escritorio en la sede de otra organización y en muchas otras, apenas un rincón en la sala de alguna familia que lo había cedido con ese objeto. Pero dondequiera que estaban estas oficinas había gente reunida con el sentimiento y la esperanza de que, constituyendo un núcleo pequeño, estrechamente unido de humanidad, podrían así fortalecerse ellos mismos y lograr algún pequeño avance en la causa de estos dos hombres que eran para ellos como hermanos.

Un gran velo sombrío cubría la ciudad de Boston, y difícilmente hubiera en ella un hombre, o una mujer, o un niño que no tuviera aguda conciencia de lo que estaba a punto de ocurrir en la prisión del estado.

En la pequeña península de Charlestown, la prisión resplandecía de luces, los guardias se agazapaban aprensivos y preocupados detrás de sus ametralladoras. La policía del estado y la de la ciudad patrullaban cada pulgada de los muros del presidio, y agentes de investigaciones —de civil— recorrían las calles cercanas.

Para toda esta gente, cuyo modo de vida y cuyo propósito en la vida era el de tratar a los hombres como si fueran bestias, lo que estaba ocurriendo en todo el mundo y también en Boston constituía un extraordinario misterio. No podían hallar una clave que les explicara por que la agonía de estos dos odiosos anarquistas estaba siendo compartida por un sector tan vasto de la humanidad.

La explicación oficial era que estos hombres estaban siendo utilizados por los comunistas para servir los fines del partido comunista; pero tan extendida era ya la reacción, que esta explicación oficial no explicaba nada. En su lugar sólo había quedado la pregunta tácita —formulada pero no respondida— en los labios de aquellos cuyo deber era odiar a los dos condenados italianos y desear ardientemente su fin.

Sin embargo, para la gente que estaba íntimamente vinculada con la defensa de Sacco y Vanzetti, esta última hora se convirtió en una especie de infierno. Cuánta gente había consagrado su vida a tratar de que se hiciera justicia a Nicolás Sacco y Bartolomé Vanzetti, es algo imposible de calcular. Pero no hay duda que en los cinco continentes sumaban centenares de miles, y durante esta última hora cada uno de ellos cargó con su propia cruz.

Una de estas personas era el profesor de Derecho Penal. Una necesidad de camaradería, de acción, de vecindad con los que sentían como él, lo había impelido a engrosar los piquetes una vez más. Ahora marchaba a través de los minutos que todavía lo separaban de la muerte de Nicolás Sacco y Bartolomé Vanzetti; y mientras esos minutos iban transcurriendo, él intentaba comprender toda la naturaleza, la esencia y el sentido de este drama en que le había tocado actuar. Él no podía, como los trabajadores de Boston y de todo el resto del mundo, contestar a todas las preguntas con una simple y veraz identificación entre él y Sacco y Vanzetti. Su propio proceso mental y de conciencia tenía necesariamente que ser más tortuoso, más complicado y satisfacerse con menos facilidad. Como le ocurría a todos los hombres, le estaba denegada una visión segura de los años futuros, y él no podía prever qué acontecimientos ocurrirían o cuál sería su lugar en esos acontecimientos que eventualmente pudieran acaecer. Pero había llegado a comprender una premisa muy simple, que los que se sientan en los altos sillones del poder son muy distintos de la gente sencilla, de los oprimidos. También había llegado a comprender que los problemas del poder no se resuelven con oraciones; y sin embargo seguía eludiendo la inevitable conclusión a que estos pensamientos lo conducían. Sabía que si los millones que deseaban la libertad de Sacco y Vanzetti, incluso aquí en los Estados Unidos, se integraran en un único movimiento coherente, no habría poder sobre la tierra capaz de matar a esos dos hombres. Pero también sabía que un movimiento como ese llevaba implícitas ciertas perturbaciones que él podía aprobar enteramente y que su apreciación se mezclaba con hondos temores y confusas, innominadas pasiones.

Algunos de estos temores se referían directamente a los muchos obreros que con él marchaban en los piquetes.

«¿Qué sienten ellos?», se preguntaba. «¿En qué están pensando? ¡Cuán sólidos y duros son sus rostros! Parecen totalmente impermeables a las emociones; sin embargo, deben de estar extraordinariamente conmovidos; no hay más que ver a las mujeres con sus criaturas en brazos y a los hombres llevando en todo su ser la marca de las muchas horas que han trabajado y las pocas que han dormido en estos días».

«Debe de haber alguna calidad muy particular en su pena que los impulsa a incorporarse a esta doliente caravana. ¿Cuál puede ser? ¿Qué es lo que piensan?». Y después agregó para sí: «Es raro, pero nunca me preocupó saber qué es lo que piensan estos hombres y estas mujeres. Y ahora quiero saberlo. Quiero saber qué es lo que hace que yo tenga miedo».

Porque la verdad es que su miedo tenía más de un origen y más de una dirección. El helado soplo de la muerte le enfriaba el corazón cuando pensaba en lo que deberían afrontar Sacco y Vanzetti dentro de un lapso tan breve. Pero otro helado soplo de miedo y de presagios lo rozaba cuando contemplaba los rostros firmes, sombríos y llenos de odio, de la gente que marchaba en los piquetes. Entonces no podía dejar de pensar:

¿Y qué pasaría si se despertaran? Éstos y los otros millones, ¿qué pasaría si se despertaran y dijeran que Sacco y Vanzetti no van a morir? ¿Qué pasaría entonces? ¿Con quién estaría yo?

No podía negar que estaba hondamente perturbado. Este mismo día, unas horas antes, en la sede del comité de defensa había expresado estas dudas y esta honda preocupación a un representante del socorro rojo internacional, un hombre a quien conocía como comunista.

Era un individuo alto, pelirrojo, de rostro anguloso, de hablar lento, que había sido leñador en el noroeste. Primero fue elegido diputado en la legislatura de su estado, como candidato socialista; y pocos años más tarde fue miembro fundador del partido socialista de izquierda o partido comunista. Él no lo ocultaba, y en parte por eso mismo, el profesor de Derecho Penal lo había buscado esa tarde y habló con él en uno de los momentos más negros de su desesperación.

—Ahora van a morir, ya no quedan esperanzas.

—Mientras quede tiempo, quedan esperanzas —contestó el comunista.

—Eso no es una contestación, es un proverbio —dijo el profesor con voz amarga—. Yo he estado en la prisión y acabo de volver de allí. Éste es el final, y el final es tan falto de esperanzas como lo fue el principio. Estoy harto de eso. Yo sé que esos hombres son inocentes, y sin embargo van a morir. Mi fe en la decencia humana morirá con ellos.

—Su fe muere con mucha facilidad —le dijo el comunista.

—¿Le parece? ¿Y su fe es más fuerte? ¿En qué tiene fe usted, señor?

—En la clase obrera de los Estados Unidos —le contestó el comunista.

—Ésa es una lección que ha aprendido pero ¿esta en contradicción con la realidad? Yo nunca he discutido con usted. He sabido que ustedes estaban metidos en este caso y a veces he admirado la energía, la generosidad y la devoción con que trabajaban. Yo no me permitiría perseguir a los rojos, como lo hacen otros, incluso aquí, porque a, mi manera, yo tengo tanta necesidad como ellos de vivir en un mundo regido por la justicia.

Por esa razón trabajé con ustedes, pero ahora su posición me irrita. ¿Qué fe en la clase obrera? ¿Dónde está esa clase obrera? ¡Oh!, ya sé que Sacco y Vanzetti van a morir porque son obreros italianos, comunistas agitadores, porque hace falta un chivo expiatorio, un ejemplo, una amenaza. ¿Pero dónde está su clase trabajadora? La federación norteamericana del trabajo no hace nada, y los grandes dirigentes de la federación están muy sentaditos en su casa, ni siquiera han ido a los piquetes. Y los obreros, ¿dónde están?

—En todas partes.

—¿Es ésa una respuesta?

—Por el momento sí. ¿Qué quería usted, que los obreros tomaran por asalto la cárcel y pusieran en libertad a Sacco y Vanzetti? Es que las cosas no se hacen así, excepto en los sueños de algunos. Ellos pueden matar a Sacco y Vanzetti; ya mataron a Alberto Parsons, y Tom Mooney sigue en la cárcel y todavía habrá otros, pero eso no seguirá hasta la eternidad. Cometen estos crímenes sólo por una razón: porque nos temen y por que saben que nosotros no vamos a soportar esas cosas eternamente.

—¿Quién nosotros? ¿Los comunistas?

—No, los comunistas no. Los obreros. Y aquellos que asesinan a Sacco y Vanzetti odian a los comunistas sólo porque están arraigados en la clase obrera.

—¡Qué ideas tiene usted! —dijo el profesor—. ¿Y usted quiere que yo crea eso esta noche? ¿Esta noche, entre todas las noches?

—Usted no puede creerlo. Para usted, cuando mueran Sacco y Vanzetti, morirán todas las esperanzas y todos los sueños de justicia y de bienestar.

—Es muy cruel decir eso.

—Pero reconozca que es la verdad.

—¿Y si lo reconozco? ¿No habla usted con demasiada facilidad de oponerse a un poder tan inmenso como éste? Todo el mundo grita que no deben morir, y sin embargo van a morir. Reconozco que tengo miedo. Aposté mi fe a algo y perdí. Yo no conozco a su identificada clase obrera. No lo comprendo, como no lo comprendo a usted.

—¿Como tampoco comprende a Sacco y Vanzetti?

—Así es, como tampoco comprendo a Sacco y Vanzetti —reconoció con tristeza el profesor de Derecho Penal. Y había en esto una gran dosis de verdad; su pena era en gran medida también por sus destruidas esperanzas y por su perdida fe; y marchando en el piquete se dijo:

«La verdad es que estoy llorando por mí y no por ellos. Algo más preciso e irremplazable va a morir esta noche dentro de mí, y yo lloro porque soy el deudo principal».

Así cada uno lloraba a su manera, pero había algunos que permanecían con los ojos secos, y éstos hacían otras cosas en vez de llorar. Se juraban a sí mismos un recuerdo imperecedero y una absoluta identificación. Hacían anotaciones en su propio corazón y hacían un balance de todo lo sufrido que se extendía hasta el primer latigazo que restalló sobre una espalda humana.

Éstos de los ojos secos se decían: «Hay algo más útil que llorar, hay algo más útil que las lágrimas».

Y ahora, en la prisión misma, la última hora tocaba a su fin, y llegaba el momento de la muerte para el primero de los tres condenados.

Era Celestino Madeiros, ladrón y asesino; el subalcaide de la prisión y dos guardias se acercaron a su celda y lo llamaron por señas. Madeiros los había estado esperando, y muy serenamente, con una asombrosa dignidad ocupó su lugar entre los dos guardias y recorrió con ellos los trece pasos que separaban su celda de la cámara de ejecución.

Cuando entró, se detuvo por un momento y recorrió con la vista los rostros de los espectadores allí congregados. Después, algunos dijeron que una mirada de ira cruzó por su rostro, pero la mayoría coincide en que, sereno e imperturbable, se sentó en la silla eléctrica. Se dio la señal y dos mil voltios de electricidad cruzaron su cuerpo. Las luces de la prisión se apagaron por un instante, y cuando se volvieron a encender, Celestino Madeiros había muerto.

El segundo en morir fue Nicolás Sacco. Como Madeiros, caminó con una simple dignidad que, viniendo después del comportamiento del primer condenado, hizo que un escalofrío recorriera la espalda de los espectadores. No era normal ni lógico que dos hombres enfrentaran la muerte de este modo. Y sin embargo, estaba ocurriendo.

Sacco no dijo una sola palabra. Con gran calma y dignidad caminó hasta la silla eléctrica y se sentó. Miraba muy fijo hacia adelante mientras le ataban los electrodos. Las luces se apagaron, y un minuto después, Nicolás Sacco estaba muerto.

El último de los tres fue Bartolomé Vanzetti. Ahora ya el procedimiento se había convertido en un desafío para los funcionarios y los representantes de la prensa que estaban allí para observar la ejecución y para escribir sobre ella. Después del silencio que acompañó la muerte de Sacco, salió del grupo un suspiro perfectamente audible y después se oyó un murmullo acerca de lo que haría Vanzetti. Murmuraron preparándose para su entrada en la cámara, pero por mucho que lo hicieron no pudieron prepararse debidamente.

No pudieron prever el aire de león bravío con que entró en la cámara de la ejecución, ni la dignidad con que se detuvo ante ellos. Su seguridad, su calma, su dominio de la situación, era más de lo que podían soportar, por duros que fuesen y por muy armados que estuvieran con la fortaleza que se requiere para presenciar una triple ejecución.

Él perforó sus defensas. Los miró como si los estuviera enjuiciando, y pronunció las palabras que había resuelto decir, lenta y claramente:

—Quiero decirles —dijo Vanzetti—, que soy inocente. Nunca he cometido un crimen; algunos pecados sí, pero nunca un crimen…

Había allí hombres muy duros, pero por curtidos que fuesen, se les hizo un nudo en la garganta y muchos de ellos empezaron a llorar en silencio. Y a ninguno se le ocurrió detener sus lágrimas con el argumento de que sólo estaban llorando por dos agitadores italianos, supuestamente enemigos de todo lo que se conoce habitualmente con el nombre de americanismo. A ninguno se le ocurrió pensar en esto. Algunos cerraron los ojos, otros volvieron la cabeza. Después se apagaron las luces, y cuando las luces volvieron a brillar, Bartolomé Vanzetti había muerto.