Capítulo XVII

El alcaide estaba muy satisfecho de haberse librado finalmente del sacerdote, porque quedaba mucho por hacer y ya eran casi las diez de la noche. La gente no se da cuenta de cuántos elementos entran en juego para una ejecución; se detiene en el horror del hecho. A veces, cuando estaba con ánimo de filosofar —¿qué alcaide de prisión no se siente filósofo?— este alcaide solía contemplar las muchas semejanzas que existían entre sus funciones y las del gerente de una gran empresa de pompas fúnebres. Bueno, así era y no por culpa suya, y si el acabar la vida estaba rodeado por un ritual más complicado que el comienzo de ese mismo proceso, no era él quien lo iba a cambiar, ni siquiera a resistir.

Primero, el alcaide se dirigió al refectorio anexo a la Casa de la Muerte, porque había destinado este comedor a los representantes de la prensa. Ya estaba ocupado por un gran número de aquellos periodistas que habían recibido invitaciones especiales, ya sea para presenciar personalmente las ejecuciones, o simplemente para estar a mano por si éstas se producían.

El alcaide conocía perfectamente la conveniencia de mantener buenas relaciones con la prensa, y se había apresurado a adelantarse a todos los deseos de los periodistas y a satisfacerlos. El olor de café caliente llenaba el aire del refectorio y había pilas de apetitosos sandwiches y ricas tortas sobre la mesa. El alcaide había comprado especialmente veintiocho libras de masas y tortas, porque sentía que si era importante que cualquiera que comiese el pan de una prisión comprobara que no estaba agusanado, mucho más importante era dejar contentos a los representantes del justamente llamado cuarto poder.

También la compañía de teléfonos había prestado su eficaz y generosa colaboración. Habían instalado seis líneas directas en ese refectorio para que las informaciones detallando el curso de las ejecuciones pudieran salir sin impedimentos ni demoras a un mundo que las esperaba anhelante. Y el alcaide se había ocupado de que hubiera block de papel borrador y muchos lápices, para cualquier pensamiento u ocurrencia que a los señores periodistas se les antojara expresar.

Fue con cierta ironía que pensó en las circunstancias que lo habían colocado a él, a su prisión y a este rincón del viejo Massachusetts, en el foco mismo donde estaba concentrada la atención de todo el mundo.

Pero una vez más aceptó una situación que él no había creado, y decidió que lo mejor que podía hacer en tales circunstancias era ocuparse de que todo transcurriera sin incidentes ni complicaciones.

Cuando apareció en el refectorio, los cronistas lo rodearon y lo acribillaron a preguntas. Querían obtener todos los datos que él pudiera darles: los nombres de los guardias, el del médico de la cárcel, en fin, el nombre de todos los que, de un modo u otro estuvieran vinculados con las ejecuciones.

También le preguntaron si él se mantendría en contacto con el despacho del gobernador en los últimos instantes que precedieran a la ejecución, para estar absolutamente seguro de que una eventual postergación no llegaría una fracción de segundo demasiado tarde para salvar la vida de los condenados. También querían saber cuál sería el orden de las ejecuciones.

—Caballeros, caballeros —protestó débilmente el alcaide—. Yo tendría que pasarme toda la noche aquí con ustedes para poder contestar a todas las preguntas, y tengo muchas otras cosas que hacer. He destinado a uno de mis ayudantes para que se ponga a sus órdenes y les suministre toda la información que necesiten y que nosotros podamos facilitarles.

»Ustedes deben comprender que nosotros somos simplemente servidores públicos, a quienes les ha sido encomendada una tarea particularmente ingrata. Yo no soy juez ni policía, soy simplemente el alcaide de esta prisión. Por supuesto, intentaré mantenerme en permanente contacto con el señor gobernador. Ustedes deben comprender que yo he llegado a conocer a estos hombres, y haré todo lo que pueda para ayudarles, sin salirme de mis funciones específicas.

»Ahora, en lo que se refiere al orden de las ejecuciones la hemos fijado así. El primero en morir será Celestino Madeiros. Después de él, Nicolás Sacco y por último Bartolomé Vanzetti. Eso es todo, caballeros y ya no puedo detenerme más con ustedes».

Le agradecieron profusamente y él no dejó de sentir un cierto orgullo por la manera, experta y serena en que había manejado esa situación. Sin darle demasiada importancia, pero sin restársela tampoco.

Mientras el alcaide estaba así de ocupado atendiendo a la prensa en el refectorio, el médico de la cárcel, el electricista, dos guardias y el peluquero del presidio, llegaban a la Casa de la Muerte. Como el alcaide, tenían conciencia dolorosamente de la significación que revestía cada uno de sus movimientos; pero a diferencia del alcaide, ellos no tenían que tratar con los representantes de la prensa sino con los tres condenados en persona. Y por eso, es lógico que hubieran tratado de eludir las desagradables tareas que les habían sido encomendadas.

Junto con este sentimiento de vergüenza e infortunio, quizás para darse un poco de ánimo inflaban desmesuradamente su propia importancia, y la del papel que les tocaba jugar en ese trágico acontecimiento; y especulaban con el modo como lo relatarían y describirían al día siguiente. Cada uno de ellos, sin embargo, se sentía personalmente muy incómodo, y también personalmente sentía la necesidad de disculparse ante los tres hombres, los dos anarquistas y el ladrón. El peluquero se disculpó mientras les afeitaba la cabeza.

—Sabe —le dijo a Vanzetti—: ha querido mi desgraciada suerte que me tocara tener este puesto y en este lugar. Pero ¿qué puedo hacer yo?

—No hay nada que usted pueda hacer —le contesto Vanzetti, con una nota tranquilizadora en su voz—. Es su trabajo y usted lo hace. ¿Qué más se puede decir?

—Quisiera poder decirle algo que fuera una ayuda para usted —insistió el peluquero. Y cuando hubo terminado con Vanzetti le susurró al electricista que la experiencia, después de todo, no había sido tan mala como él la imaginara. Y que este hombre, Vanzetti, era indiscutiblemente un hombre notable por su inteligencia y su claro entendimiento.

Pero Sacco no dijo absolutamente nada, ni una palabra, y cuando el peluquero intentó entablar conversación, Sacco lo miro de un modo extraño, y las palabras se le ahogaron al peluquero en la garganta.

Con Madeiros el peluquero experimentó otra sensación completamente distinta. Madeiros estaba sereno como un niño, y su tranquilidad tuvo la virtud de aterrorizar al peluquero. Afuera, en el corredor, susurró algo a los guardias acerca de la protección de su integridad física; pero éstos se encogieron de hombros y dijeron que Madeiros, «ya estaba listo», señalando con la cabeza, significativamente, a la cámara de la muerte.

El electricista observó mientras los guardias cambiaban la ropa interior de los condenados por otra especial que se fabrica exclusivamente para este uso. Y los tres se pusieron entonces los trajes negros de la muerte, las ropas que usarían sólo para ese corto trayecto que media entre las tres celdas y la silla eléctrica; y mientras se ponían este horrible traje, Vanzetti dijo en voz muy baja:

—¡Así que el novio ya está vestido! Un estado caritativo me concede ropas abrigadas y las manos diestras de un peluquero para, que me afeite. Y es raro, pero ya no tengo miedo. Lo único que siento ahora es odio.

Habló en italiano, y, los guardias no comprendieron lo que decía. Pero el peluquero entendió y le susurró una traducción de sus palabras al médico de la cárcel, que la rechazó con ese cinismo profesional con que necesitan armarse los hombres en esos puestos.

Fue tarea del electricista abrir los tajos en las perneras de los pantalones y en las mangas de los trajes de la muerte. Lo hizo con aire sombrío, maldiciéndose a sí mismo y a la suerte que le había asignado ese trabajo. Y en un momento en que tocó la piel de Vanzetti, este retiró el brazo, mirándolo con desprecio, y después alzó los ojos y con el mismo despreciativo odio miró a los guardias que contemplaban la labor del electricista.

—Y éste es un trabajo —dijo Vanzetti, con una voz dura y chata—. Y ustedes se prestan a esto y en todas las edades habrá gente como ustedes. Aun cuando hubiera un dios, éste no podría tener piedad con los eunucos que se convierten en doncellas de la muerte. La verdad es, que todo lo que yo pedía es que se me permitiera morir luchando, y en vez de eso, tengo que soportar gente como ésta. ¡Pero ahora no me toque con esas malditas manos! ¡Esas manos están sucias con la mugre del amo a quien sirven!

Otra vez tradujo el peluquero, pero el médico de la prisión le dijo:

—Bueno, y ¿qué esperaba usted? A nadie se le puede hacer más que matarlo. Si quiere hablar, ¿con qué lo va a amenazar para que no hable? No me venga con más historias acerca de lo que dice. Ya puede decir lo que quiera.

Los guardias volvieron a cerrar las puertas de las celdas, y en cada celda quedó un hombre vestido de negro. De ningún modo cambió Madeiros. En sus ropas negras se quedó sentado en su camastro tan serenamente como antes; pero Nicolás Sacco, de pie en medio de su celda, se tocaba el nuevo traje y lo miraba extrañamente.

Vanzetti sin embargo, seguía al lado de la puerta con su ceño enmarcado por la reja. Había ira en su rostro, y la sangre cruzaba por sus venas con un latido sordo, acompasado. La vida lo recorría. Estaba lleno de vida y los músculos de sus brazos se estiraban y se ponían duros mientras tiraba de las rejas. Recordó pasajes de su vida sin nostalgia, sin pena, pero con una creciente rabia.

Se vio viviendo su libre y feliz infancia en una aldea italiana, una tierra bañada por el sol. Volvió a ver a su madre y sintió el contacto cálido y suave de su rostro apretado sobre el suyo cuando ella lo abrazaba. La vio enferma y marchita mientras él se acurrucaba junto a ella, sin dejar su lecho de dolor, tratando de verter un poco de sus energías vitales en el cuerpo de ella. Incluso entonces, hace tanto tiempo, ya empezaba a palpar las grandes fuerzas de vida y de lucha que atesoraba en sí. Era como un pozo del cual se podía extraer agua infinitamente, y beber y beber hasta que la sed de todos estuviese aplacada… pero su propia sed no se apagaba nunca.

Italia murió con su madre. Se vio huyendo de la vieja vida bucólica que se había construido en torno a la presencia de ella. Trabajo y lucha, trabajo para conseguir un mendrugo del seco pan de la vida, y un hambre salvaje crecía dentro de él para consumirlo. En eso se convirtió Bartolomé Vanzetti, su vida, su existencia, y el profundo significado de su ser.

Él no era como Sacco. Él era un hombre nacido para las aguas tormentosas de la existencia, pero también un hombre nacido para capear esas tormentas. Y ahora no podía rendirse. Todo su cuerpo le gritaba que la rendición era imposible, así como la muerte era imposible e inaceptable, ¡qué debía haber una salida, otro paso adelante, otra palabra pronunciada, otro desafío proclamado!

La vida era la respuesta de la vida; la muerte no era la respuesta de la vida. La muerte era un monstruo, el sucio, oscuro, aterrador dios que sus enemigos veneraban. El desafiaba a la muerte con odio, con ira, con rabia. Y ahora sus palabras y sus pensamientos eran idénticos.

«Yo debo vivir, ¿me entienden? ¡Debo vivir! Mi labor no ha hecho más que comenzar. La lucha prosigue. Yo debo vivir y tomar parte de ella. ¡Yo no quiero morir! No puedo morir…».

El médico de la prisión se presentó al alcaide y le rindió su informe, y el alcaide se paró sobre una de las mesas del refectorio pidió atención y silencio a la multitud de cronistas especiales, representantes de la prensa y corresponsales extranjeros que se habían reunido allí.

—Quiero informarles, caballeros, del punto en que están las cosas —dijo el alcaide—. Ya hemos preparado a los presos para la ejecución. Es decir, se ha cumplido el procedimiento acostumbrado en estos casos, de cambiar sus ropas y afeitarles ciertos sectores del cuero cabelludo. Faltan una hora y pocos minutos para el momento que el gobernador de este estado fijó para la ejecución de los condenados. Ese momento comienza a la medianoche.

»En la hora que va de las once a las doce, tendremos que probar la instalación eléctrica. Si en el curso de esa hora ven ustedes apagarse bruscamente las luces de la prisión, sabrán que se están llevando a efecto esas pruebas.

»Yo me iré a mi oficina y llamaré al señor gobernador. También voy a disponer los arreglos necesarios para que cualquier mensaje de la casa de gobierno me sea entregado sin la menor tardanza».