Capítulo XVI
A las nueve de la noche llegó el sacerdote. Por su nacimiento, los tres habitantes de la Casa de la Muerte eran católicos apostólicos romanos, pero Sacco y Vanzetti ya habían manifestado explícitamente que ellos no querían, ni deseaban ni necesitaban esta clase de ayuda. Por ello el sacerdote vino para Celestino Madeiros, ladrón y asesino, y el alcaide lo acompañó hasta la solitaria cámara, teñida de muerte.
Mientras el reloj iba consumiendo las últimas horas y minutos del día 22 de agosto, y mientras se iba acercando el momento de la ejecución, la gente que de alguna manera estaba vinculada con ella, reflejaba este cambio, este ineluctable correr del tiempo. Si por una parte causaba un oscuro fortalecimiento en la extraña convicción del gobernador de Massachusetts, por la otra provocaba un ablandamiento en la natural reserva de esa madre china cuyo marido era barrendero en las calles de Pekín, y sus lágrimas reflejaban ese amargo, inevitable deslizarse del tiempo.
Si el presidente de los Estados Unidos se fue a dormir completamente tranquilo, sin nada censurable que pesara sobre su conciencia, un minero del cobre en Chile comió sombríamente su mendrugo, no le sintió ningún gusto y supo solamente que su corazón le pesaba cada vez más dentro del pecho. Y también en la prisión del estado de Massachusetts, las almas de los hombres se iban marchitando con cada hora que pasaba y sus rostros se iban tornando más tristes.
—Yo voy a entrar con usted —dijo el alcaide al sacerdote—. Pero le aseguro, padre, y es algo que no confesaría a ningún otro, que esta pequeña caminata es mi castigo; y que no guardo ningún agradecimiento para mi suerte que me hizo alcaide de una prisión.
El sacerdote acortó sus pasos para acompasarlos con los del hombre que lo guiaba. El sacerdote conocía los distintos modos de la muerte, el ritmo acompasado, la decadencia única, la extraña, lenta danza a los acordes de la triste música. Había estado muy cerca de la muerte en muchos lugares y en muchas circunstancias; pero este creciente conocimiento no se traducía en una mayor intimidad. La muerte no era su amiga, y ni siquiera su propio temor ante ella había cedido ni un punto en ese prolongado contacto.
Lo que había ganado en familiaridad, se compensaba por la más exacta apreciación que podía hacer ahora de su oscuro adversario; y mientras caminaba por los familiares y sombríos pasillos y corredores de la prisión del estado revisaba en su mente las posibilidades que se presentaban en esta poco envidiable misión de conversión.
Le habían dicho que había gran alegría en lugares distantes cuando se lograba el triunfo de salvar un alma; pero al marchar por estos túneles de piedra, no acertaba a visualizar en su mente la alegría que reinaría en salones radiantes si lograba la conversión de Sacco y Vanzetti o de un pobre desgraciado ladrón. Volvió a ensayar en su cabeza fragmentos de la conversación que suponía iba a tener con Sacco y Vanzetti. Pero cada vez, el mismo sacerdote retrocedía ante esa posibilidad que él mismo había edificado. Y de este debate consigo mismo, llegó a una decisión. La de no aventurarse por donde los ángeles temían deslizarse, y no intentar escalar las alturas que lo separaban de los dos solitarios izquierdistas. Sino más bien, concentrar sus fuegos donde había menos resistencia; en la dirección del alma del ladrón y asesino, Celestino Madeiros.
La culpa no lo atormentaría por haber tomado esta resolución, porque, ¿no era acaso evidente que el pecado de Sacco y Vanzetti era venal? ¿Qué estaba más allá del perdón o la reclamación? Estos dos hombres eran el extremo de la larga lengua del dragón rojo, ese monstruo tan particular de la época del sacerdote, la bestia que tal como ahora la veía se daba un festín con sus garras y sus colmillos de toda la dulzura de toda la riqueza, de toda la cultura de Europa.
Igual y todavía mayor regocijo habría seguramente con la noticia de que un ladrón y asesino —crímenes ciertamente no tan malos como aquellos otros— se había confesado y había pedido la absolución de sus pecados en su última hora.
Sin embargo, tenía que haber sido muy insensible el sacerdote para no recordar, mientras caminaba con el alcaide hacia la Casa de la Muerte, el singular paralelo que aquí se presentaba. Porque aquí había dos hombres amados por millones de seres, y que iban a ser crucificados, y entre ellos había un ladrón que también debía morir. Y por muy blasfema que le resultara la idea, no pudo dejar de comparar este final con el de Jesucristo; que también murió porque un Estado así lo quiso, y que tampoco estuvo solo en la agonía, sino que lo acompañaron en su viaje al ignoto futuro dos ladrones. Y pensando en esto, se dijo el sacerdote:
«Y bien quién sabe si este hombre, Celestino Madeiros, no ha sido puesto aquí con un propósito preconcebido, y quién sabe si también yo no soy enviado aquí premeditadamente. Si bien no alcanzo a comprender todo este propósito, es incuestionable que alcanzo a ver los contornos de un plan bien definido. Ahora, no siendo obispo ni cardenal, seguiré ese contorno hasta donde me lleve sin tratar de interpretarlo a fondo». Y volviéndose al alcaide le dijo:
—¿No servirá de nada hablar con Sacco y Vanzetti otra vez?
—No creo que sirva de nada, y por otra parte no creo que tengamos derecho a hacerlo.
—Entonces mi misión se reduce al ladrón —dijo el sacerdote, y recorrió en silencio el resto del trayecto hasta llegar a las tres celdas de la Casa de la Muerte. Aquí el aire estaba tan impregnado de fatalidad y tan helado de tristeza que el sacerdote se apretó contra el alcaide buscando su presencia humana para que le diera calor, y siguiéndole hasta la puerta de la celda de Madeiros, donde el alcaide dijo:
—Celestino, te he traído un sacerdote para que hables con él y te prepares para el fin por sí éste llega.
Por encima del hombro del alcaide, el sacerdote pudo ver el simple orden que reinaba en la celda de Madeiros. Había un camastro y unos pocos libros y nada más. Aquí, en este lugar, el hombre dejaba la tierra tan desnudo y tan desposeído como había llegado a ella. Con el rabillo del ojo, el sacerdote alcanzó a ver las celdas de Sacco y Vanzetti, pero resueltamente volvió la cabeza, fortaleciéndose para esta única tarea que requeriría ahora todas sus fuerzas.
Madeiros se incorporó y se sentó en su lecho. Estaba sentado con un aire más bien sereno, con la cabeza levantada, y ni siquiera se dio vuelta para mirar a la puerta de la celda cuando el alcaide le habló. Mirándolo, el sacerdote se preguntó si sabría Madeiros que eran más de las nueve de la noche, y que ya el tiempo, y todas las esperanzas concernientes a este mundo se habían acabado para él. Si Madeiros lo sabía, no parecía excesivamente perturbado, y dijo con voz muy serena:
—Le agradezco a usted y también al señor sacerdote, pero dígale que se vaya. No lo quiero, ni lo necesito.
—¿Ha estado así todo el día? —le susurró el sacerdote al oído del alcaide—. ¿Tan sereno y calmo?
—No, en absoluto —susurró el alcaide intrigado también él por la actual conducta de Madeiros—. Esto es muy nuevo. Desde muy temprano había estado muy alterado, incluso histérico por momentos. A ratos aullaba de horror, como aúlla un cerdo cuando el primer martillazo en la cabeza le anuncia que la muerte ha llegado.
—¿Y ahora qué le pasa? —preguntó el sacerdote.
—Puede usted hablar con él si lo desea —contestó el alcaide. «¿Cómo se aproxima uno al alma de un asesino para ganarla?» se preguntó el sacerdote. Porque nunca le había tocado un menester de ese tipo. «¿Dónde se debe entablar el combate?». Y entonces decidió que le haría a Madeiros un planteo tan simple y directo como el que le había hecho a él. Y le dijo al muchacho:
—¿Y por qué no quieres un sacerdote, hijo mío?
Esta vez Madeiros levantó la cabeza, volvió la vista hacia la puerta de la celda y enfrentó al sacerdote con una mirada tan clara y severa que penetró en él como una aguda lanza.
Volteándolo de sus preciosas torres de doctrina, de teología, de confianza en sí mismo. Y lo bajó a un nivel desde el cual pudo ver delante de él sólo a un muchacho que esperaba la muerte sin temerla.
Este milagro que es quizás el más profundo y asombroso de los milagros que en el mundo pueden ocurrir, perforó completamente la malla de sofismas y de hábiles argumentos con que el sacerdote se había armado y cubierto desde su propia niñez. Y al perforarla, tocó por un instante el alma del hombre que palpitaba debajo de esa malla. Entonces el hombre esperó una respuesta, y no se sorprendió demasiado cuando ésta llegó.
—Yo no quiero un sacerdote —dijo lentamente Madeiros, organizando sus palabras y sus pensamientos con gran dificultad y gran concentración—, porque él puede traer consigo el miedo y ahora yo no tengo miedo. Todo el día de hoy, y el de ayer, y el de antes de ayer, y el día antes de ese tuve miedo. Morí una y otra vez, y cada vez que moría sufría horriblemente. Ese miedo es la cosa más terrible del mundo. Pero ahora tengo aquí dos camaradas, se llaman Nicolás Sacco y Bartolomé Vanzetti y ellos me han hablado y han alejado de mí el miedo. Por eso es que no necesito un sacerdote. Si yo no tengo miedo de morir, entonces tampoco tengo miedo a lo que pueda haber después de la muerte.
—Pero ¿qué han podido ellos decirte? —preguntó con desesperación el sacerdote—. ¿Acaso pueden ellos darte la absolución de Dios?
—Me dieron la absolución del hombre —contestó Madeiros con la simplicidad de un niño.
—¿Vas a orar conmigo? —le preguntó el sacerdote.
—No tengo para qué orar, no tengo qué pedir —contestó Madeiros—. He encontrado dos amigos, y ellos me acompañarán hasta que abandone la tierra.
Y dicho esto se volvió a tender en la cama, con las manos plegadas bajo la nuca y los ojos cerrados; y el sacerdote no tuvo el coraje de volver a hablarle.
Así como habían venido, así se fueron; pero esta vez, cuando el sacerdote pasó frente a las celdas de Sacco y Vanzetti, miró por la reja y vio en ella a los hombres que se habían convertido en una nueva leyenda de la Nueva Inglaterra. Y cuando él los miró, cada uno de estos hombres lo enfrentó a su vez y cruzó su mirada con la de él.
Ahora el sacerdote avanzó con mayor rapidez por los túneles y los corredores de la prisión del estado; sin embargo, por muy rápido que caminara, pudo controlarse hasta el punto de no permitir que el alcaide se pudiera dar cuenta de que en realidad, estaba huyendo.
Detrás de él, en la Casa de la Muerte, existía un misterio que no sólo había desafiado a su comprensión, sino que había llegado a amenazar su existencia misma; y es de este misterio que estaba huyendo.