Capítulo XI
Aun antes de las cuatro de la tarde del 22 de agosto ya había gente en la Plaza Unión de la ciudad de Nueva York. Había centenares de personas, algunos parados tranquilamente formando pequeños grupos, otros recorriendo lentamente la plaza, y otros aún como si anduvieran buscando algo que no acertaban a encontrar; también había policías, muchos policías. Sobre los techos, rodeando la plaza, la policía había instalado puestos de observación y nidos de ametralladoras. Y la gente de la plaza, al mirar para arriba, podía ver las siluetas de los policías recortadas sobre el cielo, y los negros, feos cañones de las ametralladoras que los apuntaban.
La gente entonces se preguntaba: «¿Pero, qué es lo que esperan?». Reinaba un gran silencio en la plaza. ¿Esperaban acaso que de aquí, de la Plaza Unión de la ciudad de Nueva York, saliera un ejército que marchara sobre Boston para liberar a Sacco y Vanzetti?
Si la policía pensaba realmente algo tan absurdo, debía de haber comprendido que ya era demasiado tarde. Ya eran las cuatro de la tarde del lunes. Hasta un corazón tendría que volar muy velozmente para llegar a Boston antes de la medianoche.
Poco después de las cuatro, la plaza empezó a llenarse. Por raro que parezca, primero llegaron las mujeres, miles de mujeres; nadie acertaba a comprender por qué. Eran madres y amas de casa, la mayoría sencillas mujeres de la clase trabajadora, pobremente vestidas, con las manos endurecidas en la ardua lucha cotidiana. Muchas habían traído consigo sus hijos, algunas traían dos o tres niños de la mano, y algún bebito en los brazos, y los niños sabían que esta peregrinación no constituía precisamente un paseo. Cuando llegaron las mujeres, empezaron dos pequeños mítines, con los oradores subidos sobre cajones, pero la policía intervino rápidamente y los disolvió.
A eso de las cuatro y media, empezaron a llegar a la plaza grandes núcleos de obreros. Ya estaban allí centenares de obreros peleteros que habían resuelto parar ese día en señal de protesta y solidaridad, y ahora se reunían con ellos, se mezclaban con ellos, los albañiles italianos que habían salido a las cuatro y venían directamente a la Plaza Unión, vistiendo sus monos, sucios y agotados por la dura jornada.
Llegaron en grupos de a cuatro, de a siete, de a diez, viniendo de ésta o aquella obra, y después de las cuatro y media iniciaron ellos un mitin. La policía se movilizó hacia ese lado, pero también se movilizaron hacia allá otros grupos de obreros, y de pronto se había congregado una gran muchedumbre, y la policía optó por dejarlos tranquilos.
Llegó a la plaza un grupo de marinos mercantes, irlandeses y polacos y suecos, media docena de negros y dos chinos, y éstos se mantenían juntos en medio de los remolinos de la plaza. Llegaron hasta donde dos mujeres lloraban junto a un farol de alumbrado y allí se detuvieron en una suerte de respetuoso e imponente silencio.
No lejos de allí un evangelista cayó de rodillas y gritó: «¡Oremos, hermanos y hermanas!». Algunas personas lo rodearon, no muchas.
Después, hasta la plaza, por la calle Broadway llegaron en columnas tres largas camionetas policiales conduciendo a los altos jefes del departamento central. Bajaron y miraron la plaza. Después hicieron una especie de reunión, decidieron estacionar las camionetas en la esquina de la calle Diecisiete, donde establecieron una especie de comando exterior. Una docena de policías custodiaban estas camionetas, que estaban cargadas de carabinas y bombas de gases lacrimógenos.
Los policías de los tejados contemplaban con interés el espectáculo de la plaza que se iba llenando de gente. Al principio, mirando para abajo, veían hombres o mujeres parados aisladamente aquí y allá; los cambios que siguieron parecían, vistos desde arriba, mecánicos en su naturaleza, tan inevitables en su proceso como lo podría ser una transformación de carácter químico. De pronto los individuos se agrupaban, no se daba ninguna señal, nadie parecía moverse; ocurría en el mayor silencio, y en ese silencio, los puñados de hombres y mujeres se agruparon en tres o cuatros contingentes. En torno a la plaza había fábricas de ropa; a las cinco de la tarde salieron de allí los obreros, y a los pocos minutos la Plaza Unión se había convertido en un mar uniforme de cabezas; y sin embargo, eso recién empezaba. Desde el centro llegaron en columnas las obreras de las grandes tiendas; los obreros de la industria del mueble y los gráficos bajaron por la calle Catorce y también gruesas columnas vinieron de los grandes establecimientos gráficos de la Cuarta Avenida. Los centenares se convirtieron en millares, y el movimiento inquieto de la gente se serenó. Ahora constituían una gran masa humana. Y de ella surgía un ruido, un rumor apagado, sin palabras, informe, que comenzó como un susurro de airadas oraciones.
Cualquiera de los policías de los tejados tendría que haber sido muy insensible para no haber sentido un cierto miedo ante la manera en que se habían reunido tantos millares de personas, para no haberse preguntado al menos una vez qué fuerza había en esos dos condenados para provocar tanta preocupación y tanto amor. Pero aun cuando se hubieran preguntado esto, todo un mundo los separaba de la gente reunida en la plaza, su único punto de contacto estaba en las cargas de balas para ametralladoras que yacían esparcidas aquí y allá por los tejados.
Los policías eran, en su mayor parte, hombres de arraigadas creencias religiosas, pero a ninguno de ellos se le ocurrió pensar lo que a un pastor de la iglesia metodista episcopal que estaba perdido entre la muchedumbre que llenaba la plaza; que cuando Jesucristo fue arrestado por los soldados de Poncio Pilatos, en alguna parte de la ciudad de Jerusalén, la gente trabajadora y humilde se había reunido como ahora, para orar y esperar que algún milagro surgiera de su unidad y de su fuerza.
El pastor de la iglesia metodista no había estado nunca en un acto como éste, nunca había estado en un mitin de protesta ni en una manifestación obrera. Nunca había marchado en un piquete, ni había sentido el impacto de una ola de la policía montada blandiendo sus sables, ni había oído nunca el tableteo de una ametralladora buscando al azar una vida humana entre una muchedumbre; ni había sentido jamás en sus ojos el escozor insoportable de los gases lacrimógenos; ni se había cubierto nunca la cabeza con las manos para protegerla de las macanas empuñadas por una policía enardecida y desatada.
Su vida había sido una vida muy tranquila, pero en eso no se diferenciaba mucho de las vidas de millares y millares de norteamericanos de la clase media. Y sin embargo, esto llegó a ocurrirle también a él.
Como tantos otros en los Estados Unidos, había salido de su caparazón y se había unido al sufrimiento de millones de seres a través de los dos hombres condenados que esperaban la muerte en Massachusetts, y día por día, se fue ahondando su comprensión de lo que verdaderamente había ocurrido y estaba ocurriendo allí.
Hoy, incapaz de soportar la soledad, incapaz de soportar la espera, había caminado hasta la Plaza Unión, donde halló tantos compañeros para recorrer juntos, hombro con hombro, el duro sendero del Monte del Calvario.
Ahora, no es que sintiera menos tristeza, sino una mayor paz interior. Se desplazaba entre la multitud, Algunos lo miraban con curiosidad, porque era tan distinto a ellos por sus ropas sacerdotales, por su palidez, sus facciones finas, su cabello entrecano y sus modos de una delicadeza casi femenina; pero él no se sentía molesto ni incómodo por sus miradas. Al contrario, se sorprendía un poco de sentirse tan a gusto entre ellos, y también le asustaba un poco el que él, un hombre de Dios, hubiera pasado ya casi sesenta años de su vida en lugares a los que esta gente no iba nunca. Cómo podía haber ocurrido eso, en verdad no lo podía comprender; pero ciertamente llegaría a comprenderlo.
Miraba a los hombres que lo rodeaban y trataba de adivinar qué hacían para ganar su pan cotidiano. En un momento dado tropezó y un negro en mangas de camisa y oliendo a pintura y aguarrás, lo ayudó a levantarse. Vio a un carpintero con todas sus herramientas y una mujer que llevaba un crucifijo en el pecho le rozó tiernamente el brazo cuando pasó a su lado.
Un grupo de mujeres lloraba quedamente y hablaba en una lengua totalmente extraña para él. Aquí oía hablar en muchas lenguas, y otra vez se maravilló por la extraña variedad y calidad de esos seres, de quienes sabía tan poco.
Después alguien lo detuvo y le pidió que los encabezara para orar. No había pensado en eso cuando encaminó sus pasos a la Plaza Unión, pero ¿podía él negarse a orar? Aunque lleno de temor y de dudas, asintió y dijo que lo haría con mucho gusto. Señaló que pertenecía a la iglesia metodista episcopal, de la que probablemente no eran miembros muchos de los allí congregados, pero que, de todos modos, lo haría si se lo pedían.
«No importa», le dijeron. «Una oración es una oración». Lo tomaron del brazo y fue conducido por entre la muchedumbre hasta una plataforma a la que subió, y desde allí vio un mar aparentemente infinito de rostros levantados.
«Dios, ayúdame», se dijo. «Ayúdame ahora. Yo no tengo oraciones para esto. Nunca estuve en una iglesia como ésta, nunca he visto gente como ésta. ¿Qué he de decirles?…».
No lo supo hasta que empezó a hablar. Y de pronto se halló diciendo:
«… Sea cual fuere nuestra fuerza tómala y llévasela a los dos hombres humildes y buenos que esperan en la cárcel de Charlestown, para que ellos puedan vivir y la humanidad ser redimida…». Cuando terminó, comprendió que estaba mal; de una persona de fe se había convertido en un hombre de temor y de dudas, y ya nunca volvería a ser como antes…
Y seguía llegando gente a la plaza. Empleados y conductores de ómnibus, y costureras de cansados ojos, y panaderos, y telefonistas y mecánicos; todos iban llegando a la Plaza Unión en una procesión silenciosa y aparentemente interminable. Muchos se iban, pero muchos más llegaban a ocupar sus lugares, y ese gran mar humano parecía inmóvil e inmutable.
A Boston llegaron noticias de esto. El comité de defensa de Sacco y Vanzetti de la ciudad de Nueva York tenía su sede a pocas cuadras de la Plaza Unión. La gente que allí trabajaba lo había hecho sin dormir ni descansar, y ahora en su abrumador cansancio hallaban renovado impulso y consuelo en las masas de gente que llenaba la plaza, y enviaron noticias a Boston de lo que estaba ocurriendo. «Decenas de miles», gritaban excitadamente por teléfono, «están llegando a la Plaza Unión. Nunca ha habido un mitin de protesta de esta magnitud. Seguramente allí lo tendrán en cuenta».
No eran los únicos que pensaban que nunca había habido un mitin de protesta de esa magnitud. Por una ventana que daba a un sector de la Plaza Unión, un hombre había visto llegar la gente, y también él tuvo la extraña sensación de que estaba presenciando algo nuevo, y terrible, y maravilloso. Algo que no tenía igual en la poderosa historia de las manifestaciones obreras de los Estados Unidos.
Este hombre podía mirar lo que ocurría en la plaza desde su propia oficina, y se había pasado la tarde allí esperando a varias personas que tenían que venir a reunirse con él. Como él, eran dirigentes sindicales. Estaba mirando por la ventana a las tres y media de la tarde, cuando entró el primero de los hombres que esperaba: era un dirigente de los sindicatos fusionados de los obreros de la aguja.
El hombre que estaba en la ventana —a quien podríamos llamar el secretario— se dio vuelta, sonrió con espontánea alegría y le tendió la mano. Eran viejos amigos. Desde su infancia, el secretario había trabajado en esa industria, primero en los trabajos más humildes, como cadete de limpieza y de despacho, después como operarlo y por fin como maestro cortador. Ahora era un dirigente de su sindicato, un hombre cuya influencia crecía sin cesar en los medios del trabajo organizado en la ciudad de Nueva York.
Tenía una oficina muy cómoda, y podía contar con un buen sueldo casi todas las semanas. A pesar de tan favorables circunstancias, a las que sólo había arribado muy recientemente, seguía siendo como sus amigos lo habían conocido, simple, llano, y pleno de sano entusiasmo. No era alto, pero daba la sensación de que lo fuera, era musculoso y fornido, de rostro agradable; y en el calor de sus movimientos y la franqueza de su gesto había algo tan asombrosamente abierto que la mayor parte de la gente lo hallaba irresistible. El secretario tomó por los hombros al dirigente de los obreros de la aguja y lo condujo hasta la ventana, señalándole la plaza.
—¡Mira eso! ¡Dime si no es formidable! —gritó.
—Sí, me imagino que sí —contestó el dirigente de los obreros de la aguja—. Pero también supongo que hoy es 22 de agosto.
—Eso no significa que la batalla ha terminado.
—¿Ah, no? ¿Y qué hacemos? ¿Qué podemos hacer en las pocas horas que nos quedan?
—Demorar de alguna manera la ejecución. Ganar veinticuatro horas, con eso bastará. Con ese tiempo volvemos a plantear el asunto ante los dirigentes de la federación norteamericana del trabajo. Hay una sola cosa que podrá salvar a Sacco y Vanzetti, que podrá salvarnos a todos nosotros, al movimiento obrero norteamericano.
—¿Y qué es?
—Una huelga general.
—Estás soñando —le dijo el dirigente de los obreros de la aguja, casi con rabia.
—¿Te parece? Pues este es un sueño que se hará realidad.
—¿Y si no postergan la ejecución?
—Tienen que postergarla —insistió el secretario.
—Yo no les hablaría a los otros de la huelga general, porque es un sueño. No se puede hacer. Y si intentamos declararla, quedaremos aislados de las masas.
—¿Entonces, vas a dejar que mueran?
—¿Acaso los mato yo? Pero con sueños no los vamos a salvar. —Señaló a la Plaza Unión—. Allí está, eso es todo lo que podemos hacer ahora. Tomar el teléfono y pedirle al gobernador de Massachusetts, apoyándonos en esa gente, pero no hay que soñar con huelgas generales. Los hombres que la podrían hacer se han vendido, se han vendido a sí mismos y a los obreros honestos que los siguen, y los sindicatos que hubieran podido encabezar una huelga general han sido destrozados y borrados con sangre. No se puede seguir soñando.
—Yo seguiré soñando —contestó el secretario. Y se quedó callado, sumergido en sus propios pensamientos.
Los dos se quedaron un rato contemplando el mitin en el mayor silencio. Luego se les unió un dirigente de base de los albañiles italianos de la ciudad. Un metalúrgico que había luchado diez años por organizar el sindicato en Gary, estado de Indiana, y que había llegado a la ciudad esa mañana, también se les unió así como dos mineros del cobre que venían de Montana.
Los mineros habían llegado a Nueva York pocas horas antes. Eran hombres todavía jóvenes, de piel deshecha y marcada por el mineral. Habían hecho todo el trayecto desde Butte por ferrocarril, viajando en vagones de carga o de ganado, y otras veces en los ejes debajo de los vagones de pasajeros; y así llegaron a Nueva York, quizás no estrictamente a tiempo, pero no mucho después de la fecha que le habían prometido al secretario. Y le estrecharon calurosamente la mano, estudiándolo todo el tiempo con franca curiosidad, porque habían oído hablar mucho de él, aunque nunca lo habían visto.
El secretario, sin embargo, conocía bien su reputación y sabía cómo durante cinco años habían estado tratando de organizar a los mineros del cobre y de la plata de los estados montañosos. Se habían hecho en una escuela dura y de ella habían salido, como debe ser, dirigentes probados.
A medida que iba pasando el tiempo iban llegando más dirigentes sindicales y ya había más de doce personas en la oficina del secretario. Estaba allí un obrero del calzado, un negro de la hermandad de camareros de los ferrocarriles, y otro negro del sindicato de obreros de las lavanderías. Había gente de los joyeros, de los sombrereros y de los panaderos; en total, pensó el secretario, era un grupo tan bueno y representativo como podía aspirarse a congregar en un plazo tan breve en este 22 de agosto de 1927.
El secretario abrió la reunión, pero aun mientras hablaba, no podía evitar que sus ojos se dirigieran a la ventana. Sus palabras eran tan inquietas como Sus movimientos, y recorría la habitación de un extremo a otro, insistiendo reiteradamente en lo tardío de la hora.
—Parecería —dijo— que nos debíamos de haber reunido hace una semana, o hace un mes, como lo hicimos algunos de nosotros e hicimos lo que pudimos. —Tenía dificultades con el idioma, su voz tenía un acento de otro lugar, y otra época, pero también los otros de esa habitación llevaban las marcas de sus vagabundeos, de sus andanzas, en sus lenguas.
—De todos modos, aquí estamos hoy —dijo el secretario—. Y creo que hoy es el último día. Así son estas cosas, uno no quiere creer que esto llegue al final, pero el final llega y todo se acaba. Toda la mañana la pasé pensando qué es lo que podemos hacer, y todavía no estoy seguro. Nuestra gente ha parado, y la mayor parte está en este momento en la plaza. Del mismo modo han salido hoy muchos de los obreros del vestido y de la confección, pero eso no basta para cambiar las cosas. Por eso me quedé despierto toda la noche pensando en lo que podíamos hacer.
—¿Y qué podemos hacer? —preguntó el obrero metalúrgico—. Quedan pocas horas. No se puede dar la vuelta al mundo en un par de horas. Aquí no tenemos un movimiento como el que tienen en algún país europeo. En el acero, nos han golpeado hasta dejarnos la cabeza sangrando, y ahora no hacemos más que hablar en murmullos para que no nos oigan. ¿Qué podemos hacer ahora?
—Quizás ustedes hayan estado murmurando demasiado tiempo —contestó el hombre del sindicato de panaderos—. ¡Dios mío! ¿No se va a acabar nunca esto de andar con la cabeza gacha, murmurando en los rincones?
—Quizá —dijo el secretario—, si lo pensamos bien. Yo no hago más que preguntarme por qué van a morir esos dos hombres esta noche. Y sólo puedo hallar una respuesta, que mueren por nosotros, por ustedes y por mí, por los obreros peleteros, los textiles, y los metalúrgicos. Lo digo claramente. Los patrones tienen miedo, no de ustedes ni de mí. ¡Dios quiera que llegue el día en que tengan miedo de ustedes y de mil! No, n o se trata de eso. Tienen miedo de lo que ven moverse y agitarse en todo el mundo. Tienen miedo de lo que ha pasado en Rusia; de Rusia llega un rumor rojo, y a ellos eso no les gusta nada. Por eso, esta vez son ellos quienes nos hacen una advertencia a nosotros. Nos están diciendo: Nosotros tenemos a Sacco y Vanzetti y ustedes, ustedes que hablan tanto del trabajo organizado, y de la fuerza del trabajo organizado, ustedes pueden chillar y gritar, y protestar y llorar, que no les va a servir de nada. ¡Pueden aullar todo lo que quieran! Pero esta noche Sacco y Vanzetti van a morir, y la clase obrera norteamericana habrá recibido una lección. Clara, brutal. Así es como lo veo yo.
—Así es —dijo uno de los mineros—. Compañeros, así es como ha sido siempre. Se han sacado los guantes para mostrar lo que pueden hacer.
El italiano, que era miembro de un grupo que estaba tratando de organizar a los obreros de la construcción, y que había sufrido la fractura del cráneo dos veces ya por no haber querido venderse, pareció a punto de decir algo; pero cuando el secretario le hizo seña de que podía hablar, sacudió negativamente la cabeza y siguió callado. El dirigente de los obreros de la aguja dijo lentamente y cuidadosamente.
—Compañeros: el día de hoy es una lección acerca del costoso lujo de la charla. Hemos adquirido el hábito de hablar, y cada minuto que hablamos ahora, que perdemos hablando no podrá ser recuperado. Estamos llegando al final, y creo fue tenemos que hacer algo. No sé cómo. No sé qué. Estoy aquí para ver si ustedes lo dicen. Tenemos aquí compañeros que han venido desde muy lejos, desde lugares donde hay millones de obreros como nosotros. ¿Qué piensan esos obreros de Sacco y Vanzetti y qué están dispuestos a hacer por ellos?
—¿Qué pueden hacer ahora? —quiso saber el obrero metalúrgico—. Es muy fácil hablar de los obreros y de lo que los obreros deberían saber y de lo que debieran hacer. Pero al obrero le han hinchado la cabeza con los golpes y el vientre con el hambre y después lee en el diario que si abre la boca es un espía de Rusia. Hace dos semanas sacamos nuestro gremio a la huelga, y hubo obreros que salieron, y hubo obreros que no salieron. Pero los que acataron la consigna y cumplieron el paro en solidaridad con Sacco y Vanzetti, pagaron su precio, y hoy están sentados, la gran mayoría, en sus casas mirando la cara a su mujer y oyendo cómo llora un niño cuando tiene hambre.
«Y esta noche van a morir Sacco y Vanzetti. ¿Cuántas horas quedan? Si tuviéramos sindicatos, organizaciones grandes, poderosas, como las de Francia, podríamos presionar con ellas; pero no las tenemos, y es inútil que nos engañemos. Y en los gremios donde la federación norteamericana tiene un buen sindicato, un sindicato fuerte, se nos ríen en la cara y nos dicen que esos malditos italianos se la tienen bien merecida. Sí, compañeros, así son las cosas».
Uno de los obreros mineros del cobre preguntó con desesperación, casi con hambre:
—¿Y qué hay de los portuarios de Nueva York? Si ellos salieran a la huelga, aunque sea ahora, sería una gran ayuda. Esto está demasiado tranquilo. La ciudad está callada. Hasta allí en la plaza la gente está callada. Se puede sacar a la calle a medio millón de obreros, pero hasta que no empiezan a marchar, no cambia el mundo. Yo no lo puedo comprender. ¿Por qué están callados? ¿No se los puede hacer marchar? Usted dijo que esos dos hombres iban a morir esta noche por nosotros. Yo lo diría más claramente, compañero. Yo no conozco esta ciudad. Pero de donde yo vengo, vemos las cosas muy claras, por eso decidimos dejar todo y venir a Nueva York y discutir, y rogar, y decirles que así debe ser. No nos podemos quedar quietos cuando se puede contar en horas y minutos el tiempo que nos queda.
—Ya lo he contado —dijo con tristeza el secretario—. Yo pienso como usted, amigo mío. Aquí tenemos un poco de experiencia en la lucha pero no sabemos cómo hacer para poner en movimiento a las diez mil personas que esperan allá abajo. Tienen que querer luchar, y tiene que haber una situación que les indique que cuando ellos empiecen a marchar, esas ametralladoras que se ven en los tejados, no los van a devorar. Se aprende despacio, tan despacio, que a veces dan ganas de sentarse en el suelo y llorar. Pero un poco se aprende, y no se gana nada con chillar que algo, que no se puede impedir, debe ser impedido. Yo creo que quizás podamos hacer algo, pero sólo si se posterga la ejecución.
Después habló el italiano. Convino en que nadie sabía qué podía hacerse en el poco tiempo que les quedaba. Como el secretario, hablaba con lentitud, organizando sus palabras y sus pensamientos que estaban formulados en otra lengua y en otra cultura. Por supuesto, dijo, harían lo que pudieran: enviar telegramas al gobernador del estado de Massachusetts y al presidente de la república, utilizar el teléfono donde éste pudiera resultar efectivo, y aún ahora dirigirse a los obreros en las pocas horas que les quedaban.
—Pero —prosiguió— ¿supongamos que lo hacemos, fracasa, y Sacco y Vanzetti mueren? Me imagino que eso me va a destrozar el corazón. Quizás no sufriré tanto como la mujer de Sacco, como sus hijos, pero ustedes pueden estar seguros de que voy a sufrir mucho.
«Pero ¿ese es el fin del mundo?, ¿mueren para nada? ¿Es una derrota y estamos destruidos para siempre jamás? No. Yo digo que la lucha prosigue y quizá nos volvamos a reunir mañana. Y hablaremos de ese mañana, y si estos hombres han muerto, les rendiremos homenaje. Esto es lo que yo digo. ¿Sí?».
Los otros lo miraron. Había una mujer pequeña, arruinada por el trabajo, que venía en representación de las costureras. Ella lo miró con sus claros ojos azules llenos de lágrimas, o y las lágrimas le corrieron por las mejillas.
—Tiene razón compañero —le dijo—. Tiene mucha razón.
Se quedaron un momento en silencio y después los dos delegados de los mineros se levantaron, fueron a la ventana y miraron la plaza. Ahora, una gran masa humana la llenaba, y los dos mineros del cobre la contemplaron en silencio a la manera de un saludo y un homenaje. Desde la ventana, escucharon las recomendaciones del secretario, de que todos suscribieran inmediatamente un llamamiento a la huelga general del proletariado de la ciudad de Nueva York, una protesta nacional, y una gran marcha desde la Plaza de la Unión hasta la municipalidad, siempre que se lograra la postergación de la ejecución.
Y así se fijaron en palabras sus planes, sus sueños y sus esperanzas. Hasta cierto punto esto agotó sus últimas fuerzas.
Los dos mineros del cobre estaban cansados por el trayecto recorrido y por todas las luchas que habían dejado atrás, las cabezas partidas y los sindicatos disueltos.
Sin embargo, mientras contemplaban las masas reunidas en la Plaza de la Unión parecieron derivar de ella nuevas energías y empezaron a discernir un brillo de esperanza en las proposiciones del secretario. Era su propia fuerza, y la de otros hombres como ellos, la que ahora se estaba insuflando en sus venas.
Y ahora, al menos en su imaginación, vieron una agitación en la gran masa de abajo, un movimiento que si llegaba a ser ejecutado en su totalidad, sería irresistible.