VISITAS
CREO que me gusta la compañía como al que más y estoy dispuesto a aferrarme como una sanguijuela a cualquier hombre sanguíneo que se cruce en mi camino. No soy por naturaleza un ermitaño y podría sentarme con el más rudo parroquiano de un bar si mis asuntos me llevaran allí.
Tenía tres sillas en mi casa; una para la soledad, dos para la amistad, tres para la compañía. Cuando las visitas acudían en creciente e inesperado número, sólo tenían la tercera silla, pero, por lo general, economizaban el espacio quedándose de pie. Es sorprendente cuántos grandes hombres y mujeres puede albergar una pequeña casa. He tenido veinticinco o treinta almas con sus cuerpos bajo mi techo y, sin embargo, a menudo nos separamos sin saber que habíamos estado cerca unos de otros. Muchas de nuestras casas, tanto públicas como privadas, con sus casi innumerables habitaciones, sus enormes vestíbulos y sus sótanos para almacenar vinos y otras municiones de paz, se me antojan extravagantemente grandes para sus habitantes. Son tan vastas y magníficas que estos parecen sólo sabandijas que las infestan. Cuando el heraldo pregona su convocatoria ante las casas de Tremont o Astor o Middlesex[73], me sorprendo al ver deslizarse sobre la plaza como único habitante a un ridículo ratón que al instante se escabulle de nuevo por un agujero del pavimento.
Un inconveniente que a veces experimenté en una casa tan pequeña como la mía era la dificultad de estar a suficiente distancia de mi invitado cuando empezábamos a pronunciar grandes pensamientos con grandes palabras. Necesitáis espacio para que vuestros pensamientos mantengan el equilibrio y den una o dos vueltas antes de llegar a puerto. La bala de vuestro pensamiento debe haber salvado su movimiento lateral, rebotado y seguido su curso firme y último antes de alcanzar el oído del oyente, pues de lo contrario saldrá de nuevo por el lateral de su cabeza. De igual modo, nuestras oraciones necesitaban espacio para desplegarse y formar sus columnas en el espacio. Los individuos, como las naciones, deben tener adecuados y amplios límites naturales, incluso un considerable terreno neutral entre sí. Descubrí el singular lujo de hablar a través de la laguna con un compañero en el lado opuesto. En mi casa estábamos tan cerca que no nos oíamos, no podíamos hablar lo bastante bajo para ser oídos, como cuando arrojáis dos piedras al agua tan cerca que rompen mutuamente sus ondulaciones. Si fuéramos sólo locuaces y vociferantes, podríamos permitimos estar muy juntos, mejilla con carrillo, y sentir la respiración del otro; pero si hablamos reservada y pensativamente, necesitamos estar apartados, de modo que el calor y la humedad animal puedan evaporarse. Si disfrutáramos de la más íntima sociedad con aquello que en cada cual está fuera o por encima de lo hablado, no sólo deberíamos estar en silencio, sino, por lo general, tan apartados corporalmente que posiblemente no podríamos oír nuestras voces en ningún caso. De acuerdo con esta pauta, el discurso es conveniente para quienes son duros de oído; sin embargo, hay muchas cosas hermosas que no podemos decir si tenemos que gritar. Cuando la conversación empezaba a asumir un tono mayor y elevado, empujábamos gradualmente nuestras sillas hasta tocar el muro en esquinas opuestas y entonces, por lo general, no había bastante espacio.
Mi «mejor» habitación, sin embargo, mi habitación retirada, siempre lista para la compañía, en cuya alfombra rara vez daba el sol, era la pinada que había detrás de mi casa. En los días de verano, cuando venían invitados distinguidos, les llevaba allí, y una inapreciable criada barría el suelo, quitaba el polvo y ponía las cosas en orden.
En ocasiones el invitado compartía mi frugal comida, pero no interrumpía la conversación por tener que remover entre tanto las gachas o vigilar si se hinchaba y tostaba la hogaza en las cenizas. Pero si venían veinte y se sentaban en mi casa, no se hablaba de la cena, aunque pudiera haber pan para dos, como si la comida fuera un hábito olvidado, y practicábamos naturalmente la abstinencia; esto nunca se tomó como una ofensa contra la hospitalidad, sino como la conducta más apropiada y considerada. El gasto y deterioro de la vida física, que tan a menudo necesita reparación, parecía entonces milagrosamente aplazado y el vigor vital se mantenía firme. Podía atender así tanto a veinte como a mil y, si alguien se marchó decepcionado o hambriento de mi casa tras encontrarme en ella, puede estar seguro de que al menos simpaticé con él. Resulta fácil, aunque muchas amas de casa lo dudan, establecer nuevas y mejores costumbres en lugar de las viejas. No necesitáis fundar vuestra reputación en la comida que dais. Por mi parte, nunca ha habido cancerbero que tan eficazmente me disuadiera de frecuentar la casa de un hombre como el alarde que hiciera por comer conmigo, que interpreté como una muy cortés e indirecta insinuación de que no volviera a molestarle. Creo que no visitaré de nuevo esos lugares. Estaría orgulloso de tener como lema de mi cabaña aquellos versos de Spenser que uno de mis visitantes escribió como tarjeta en una hoja amarilla de nogal:
Llegados allí, llenan la pequeña casa
Y no se busca diversión donde no hay;
El descanso es su festín y todo está a su gusto:
El espíritu más noble tiene el mejor contento[74].
Cuando Winslow, futuro gobernador de la colonia de Plymouth, atravesó a pie los bosques, en compañía de otros, para hacer una visita de cortesía a Massassoit, y llegó cansado y hambriento a su alojamiento, todos fueron bien recibidos por el rey, pero aquel día nada se dijo de comer. Cuando cayó la noche, por citar sus palabras, «nos colocó en una cama con él y su mujer, ellos en un extremo y nosotros en el otro; era sólo una tabla a un pie del suelo, con una delgada estera para cubrirnos. Dos de sus hombres principales, por falta de espacio, se apretaron a nuestro lado, de modo que nos cansamos más en el alojamiento que en el viaje». Al día siguiente, a la una en punto, Massassoit «trajo dos peces que había capturado», tres veces más grandes que una brema; «una vez hervidos, hubo que compartirlos al menos con cuarenta. La mayoría comió de ellos. Esa fue la única comida que tomamos en dos días y una noche; si uno de nosotros no hubiera comprado una perdiz, habríamos ayunado durante el viaje». Por temor a marearse por falta de comida y sueño, debido a «los bárbaros cánticos de los salvajes (porque solían cantar dormidos)», y a no poder llegar a casa con fuerzas para el viaje, partieron[75]. En cuanto al alojamiento, es verdad que el agasajo resultó pobre, aunque lo que creyeron un inconveniente fue brindado sin duda como un honor; pero en lo que se refiere a la comida, no veo cómo los indios podrían haberlo hecho mejor. No tenían nada que comer y fueron lo bastante sabios para pensar que las disculpas no podrían suplir la comida, de modo que se apretaron el cinturón y no dijeron nada al respecto. En otra ocasión en que Winslow los visitó, tras una época de abundancia, no hubo deficiencia alguna.
En cuanto a los hombres, no faltan en ningún lugar. Tuve más visitantes mientras viví en los bosques que en cualquier otro periodo de mi vida; quiero decir que tuve algunos. Conocí allí a varios en circunstancias más favorables que en ningún otro lugar. No obstante, pocos vinieron a verme por asuntos triviales. Al respecto, mi compañía era cribada por la distancia de la ciudad. Estaba tan retirado en el gran océano de la soledad, en el que desembocan los ríos de la sociedad, que, en lo que respecta a mis necesidades, sólo se depositaba en torno a mí el sedimento más fino. Además, llegaban flotando hasta mí pruebas de continentes inexplorados e incultos.
¿Quién vendría esta mañana a mi alojamiento sino un auténtico hombre homérico o paflagonio[76], con un nombre tan poético y adecuado que lamento no poder escribirlo aquí? Se trataba de un canadiense, un leñador y fabricante de estacas, capaz de hincar cincuenta al día, cuya última cena era una marmota que su perro había capturado. También él había oído hablar de Homero y «si no fuera por los libros» no sabría «qué hacer en los días lluviosos», aunque tal vez no hubiera leído uno entero en muchas estaciones lluviosas. Un sacerdote que podía pronunciar griego le enseñó a leer sus versos en el testamento de su parroquia natal y ahora, mientras sostiene el libro, debo traducirle el reproche de Aquiles a Patroclo por su triste semblante. «¿Por qué lloras, Patroclo, como una joven?».
¿O has escuchado tú solo algún mensaje procedente de Ftía?
Cuentan que aún vive Menecio, el hijo de Áctor,
Y también está vivo entre los mirmidones el Eácida Peleo,
Y la muerte de ambos es lo que más nos afligiría[77].
Dice: «Esto es bueno». Lleva un gran puñado de corteza de roble blanco bajo el brazo para un enfermo, recogida en esta mañana de domingo. «Supongo que no hay nada de malo en ir hoy tras esto», dice. Para él Homero era un gran escritor, aunque no sabía de qué trataban sus escritos. Sería difícil hallar un hombre más sencillo y natural. El vicio y la enfermedad, que arrojan un sombrío matiz moral sobre el mundo, parecían no existir para él. Tenía unos veintiocho años y había dejado Canadá y la casa de su padre hacía doce años para trabajar en los Estados Unidos y ganar dinero con el que comprar por fin una granja, tal vez en su país natal. Había sido forjado en el molde más vasto, con un cuerpo robusto, pero lento, aunque de movimientos graciosos, con un grueso cuello quemado por el sol, pelo oscuro y tupido, y turbios y soñolientos ojos azules, que la expresión encendía ocasionalmente. Llevaba un gorro chato de tela gris, un gabán sucio de lana coloreada y botas de cuero. Era gran comedor de carne y solía llevarse la comida al trabajo, a unas dos millas de mi casa —pues talaba árboles durante todo el verano—, en un balde de hojalata; tomaba comidas frías, a menudo marmota cruda y café de la caneca que pendía de su cinturón; a veces me ofrecía un trago. Venía temprano, cruzando mi campo de judías, aunque sin la ansiedad o prisa por ponerse a trabajar que muestran los yanquis. No quería lastimarse. No le importaba si sólo ganaba para su pensión. Con frecuencia dejaba su comida en los arbustos, cuando su perro había capturado una marmota por el camino, y desandaba una milla y media de camino para prepararla y dejarla en el sótano donde se alojaba, tras haber deliberado durante media hora sobre si no sería más seguro sumergirla en la laguna hasta el anochecer, y le encantaba cavilar sobre estos temas. Al pasar por la mañana, decía: «¡Qué gordas están las palomas! Si no trabajara todos los días, podría conseguir toda la carne que quisiera cazando palomas, marmotas, conejos, perdices. ¡Dios mío!, podría conseguir en un día lo necesario para una semana».
Era un leñador experto y se complacía en ciertas florituras y ornamentos de su arte. Cortaba los árboles a nivel y cerca del suelo, de modo que los nuevos brotes tuvieran más vigor y hasta un trineo pudiera deslizarse sobre los tocones; y en lugar de dejar un árbol entero para soportar la madera atada, lo mondaba hasta convertirlo en una esbelta estaca o astilla que al fin podía romperse con la mano.
Me interesaba por ser tan tranquilo y solitario y, sin embargo, tan feliz; un pozo de buen humor y regocijo inundaba sus ojos. Su alegría era siempre pura. A veces le veía trabajando en los bosques, talando árboles, y me saludaba con una risa de inexpresable satisfacción y un saludo en francés canadiense, aunque también hablaba inglés. Cuando me acercaba, suspendía el trabajo, se recostaba con alegría contenida sobre el tronco del pino que había talado y, tras pelar la corteza interior, hacía con ella una bola y la mascaba mientras reía y hablaba. Tal exuberancia de espíritus animales había en él que a veces caía y rodaba por el suelo de risa por cualquier cosa que le hiciera pensar y disfrutar. Mirando a los árboles alrededor, exclamaba: «¡Por Jorge! Me alegro mucho de poder trabajar aquí; no quiero otra ocupación». Otras veces, ocioso, se divertía durante todo el día disparando regularmente salvas en su honor con una pistola de bolsillo mientras caminaba por el bosque. En invierno encendía un fuego con el que calentaba a mediodía su café y, a veces, cuando se sentaba en un tronco para tomar su comida, los paros le rodeaban y se posaban en sus brazos para picotear la patata en sus dedos, y decía que «le gustaba rodearse de pequeños leñadores».
En él se había desarrollado sobre todo el hombre animal. En resistencia física y regocijo era primo del pino y la roca. Un día le pregunté si a veces no se sentía cansado por la noche, tras un día de trabajo, y respondía, con una mirada sincera y seria: «¡Gorrappit, no me he cansado en toda mi vida!». No obstante, el hombre intelectual y el que llamamos espiritual dormitaban en él como en un niño. La instrucción que había recibido era tan inocente e ineficaz como la que los curas católicos imparten a los aborígenes, aquella con la que el pupilo nunca se educa hasta mostrarse plenamente consciente, sino sólo confiado y reverencial, y con la que el niño no se hace un hombre y sigue siendo un niño. Cuando la naturaleza le hizo, le dio un cuerpo fuerte y satisfacción por su suerte y le apuntaló por todos lados con reverencia y confianza, para que pudiera llegar a ser un niño de setenta años. Era tan genuino y poco sofisticado que ninguna presentación serviría para presentarle, pues lo mismo daría que presentarais una marmota a vuestro vecino. Había que descubrirlo. No representaría papel alguno. Los hombres le pagaban un salario por trabajar y así ayudaban a alimentarlo y vestirlo, pero nunca trabó conversación con ellos. Era tan sencilla y naturalmente humilde —si puede llamarse humilde al que no tiene aspiraciones— que la humildad no era una cualidad distinta en él, ni podía concebirla. Los hombres más sabios le parecían semidioses; al decirle que alguno iba a venir, obraba como si creyese que alguien tan superior no podía esperar nada de él, sino que asumiría por completo la responsabilidad y le permitiría seguir olvidado. No había oído el sonido de la alabanza. Reverenciaba en particular al escritor y al predicador. Sus obras eran milagros. Cuando le dije que yo escribía considerablemente, durante mucho tiempo pensó que sólo me refería a escribir a mano, ya que él podía hacerlo bastante bien. A veces encontré el nombre de su parroquia natal hermosamente escrito en la nieve, con el apropiado acento francés, y sabía que había pasado por allí. Le pregunté si nunca había querido escribir sus pensamientos. Dijo que había leído y escrito cartas para los que no podían hacerlo, pero nunca había intentado escribir pensamientos; no, no podía, no sabría qué poner en primer lugar, sería mortificante; además, ¡había que atender al mismo tiempo a la ortografía!
Oí que un distinguido sabio y reformador le preguntó si no quería que el mundo cambiara, pero, sin saber que la pregunta ya se había planteado, respondió con una risita de sorpresa y acento canadiense: «No, me gusta tal como es». A un filósofo le habría sugerido muchas cosas tener trato con él. A un extraño le parecía que en general no sabía nada; sin embargo, en ocasiones yo veía en él a un hombre a quien no había visto antes y no sabía si era tan sabio como Shakespeare o tan ignorante como un niño; si suponer en él una refinada conciencia poética o estupidez. Un hombre de la ciudad me dijo que cuando lo veía paseando y silbando por la ciudad con su pequeña y ceñida gorra, le recordaba a un príncipe disfrazado.
Sus únicos libros eran un almanaque y una aritmética, en la que era considerablemente experto. El primero era una especie de enciclopedia para él, pues pensaba que era un compendio del conocimiento humano, como lo es, en efecto, hasta cierto punto. Me encantaba sondearle sobre las varias reformas del momento, las cuales examinaba siempre a la luz más sencilla y práctica. Nunca había oído hablar de esas cosas. ¿Podía prescindir de las fábricas?, le pregunté. Había llevado siempre su típica gorra de Vermont, decía, y estaba satisfecho. ¿Podía abstenerse del té y el café? ¿Producía este país otra bebida aparte del agua? Había empapado hojas de cicuta en agua, la había bebido, y creía que era mejor que el agua para el calor. Cuando le pregunté si podía vivir sin dinero, mostró la conveniencia del dinero de un modo que sugería y coincidía con el de la mayoría de las explicaciones filosóficas de esta institución, por la derivación misma de la palabra pecunia. Si poseía un buey y deseaba comprar aguja e hilo en la tienda, resultaría tan inconveniente como imposible hipotecar una parte de la criatura equivalente a esa cantidad. Podía defender cualquier institución mejor que un filósofo, porque, al describirla en lo que le concernía, daba la verdadera razón de su prevalencia y la especulación no le sugería otra mejor. En una ocasión, al oír la definición que Platón diera del hombre —un bípedo implume— y que alguien exhibía un gallo desplumado y lo llamaba el hombre de Platón, pensó que una diferencia importante era que sus rodillas se doblaban en sentido equivocado. A veces exclamaba: «¡Cuánto me gusta hablar! ¡Por Jorge, podría hablar durante todo el día!». Una vez, después de no haberlo visto durante varios meses, le pregunté si aquel verano había tenido alguna idea nueva. «Dios mío», dijo, «bien le irá al hombre que tiene que trabajar, como yo, si no olvida las ideas que ha tenido. Si cavas con un hombre que tal vez piense en correr, entonces, válgame Dios, estarás pendiente de eso; tú piensa en la maleza». A veces me preguntaba él primero, en tales ocasiones, si había logrado alguna mejora. Un día de invierno le pregunté si estaba satisfecho consigo mismo, pues quería sugerirle un sustituto interior del sacerdote y un motivo más elevado para vivir. «¡Satisfecho!», dijo, «a unos hombres les satisface una cosa y a otros otra. Para un hombre que tiene lo suficiente, la satisfacción tal vez consista en sentarse todo el día de espaldas al fuego y con la panza a la mesa, ¡por Jorge!». Sin embargo, nunca, por maniobra alguna, conseguí que adoptara una visión espiritual de las cosas; lo más elevado que parecía concebir era una sencilla conveniencia, como puede esperarse de un animal, lo cual es prácticamente cierto de la mayoría de los hombres. Si sugería cualquier mejora en su modo de vida, sólo me respondía, sin lamentarse, que era demasiado tarde. Sin embargo, creía por completo en la honradez y en virtudes similares.
Podía reconocerse en él, por escasa que fuera, cierta positiva originalidad, y ocasionalmente observé que estaba pensando por sí mismo y expresando una opinión propia, un fenómeno tan raro que sería capaz de caminar diez millas para observarlo y que equivaldría a un nuevo origen de muchas instituciones de la sociedad. Aunque vacilaba y tal vez no se expresaba con distinción, siempre le respaldaba un pensamiento presentable. Sin embargo, su pensar era tan primitivo y estaba tan inmerso en su vida animal que, aun siendo más prometedor que el de un hombre instruido, raramente maduraba en cosa alguna que pueda contarse. Sugería que debía haber hombres de genio en los grados inferiores de la vida, aunque permanentemente humildes y analfabetos, que siempre adoptan su propia visión o que no fingen ver en absoluto, tan insondables como se creía que era la laguna de Walden, aunque pudieran ser oscuros y cenagosos.
Muchos viajeros se apartaban de su camino para visitarme y ver el interior de mi casa y, como excusa, me pedían un vaso de agua. Yo les decía que bebía en la laguna, se la señalaba y me ofrecía a prestarles un cacillo. Por lejos que viviera, no estaba exento de la visita anual que tiene lugar, creo, a principios de abril, cuando todo el mundo está de viaje, y tenía mi ración de buena suerte, aunque hubiera algunas curiosas especies entre mis visitantes. Los tontos del asilo y de otros lugares venían a verme, pero me esforzaba por que ejercitaran todo su ingenio y se confesaran conmigo; en tales casos, el ingenio era el tema de la conversación, y esto lo compensaba. De hecho, descubrí que algunos de ellos eran más sabios que los llamados supervisores de los pobres y concejales de la ciudad y pensé que ya era hora de que cambiaran las tornas. Respecto al ingenio, aprendí que no había mucha diferencia entre tenerlo a medias y entero. Cierto día, un pobre inofensivo y simple, a quien había visto usar a menudo como elemento de contención en el campo, de pie o sentado en un tonel, para evitar que el ganado o él mismo se descarriaran, me visitó y expresó el deseo de vivir como yo. Me dijo con la mayor sencillez y sinceridad, muy superior, o más bien inferior, a nada que pueda llamarse humildad, que era «deficiente en inteligencia». Estas fueron sus palabras. El Señor le había hecho así y, sin embargo, suponía que el Señor se preocupaba tanto por él como por cualquier otro. «Siempre he sido así», decía, «desde mi infancia; nunca tuve mucha cabeza; no era como los demás niños; soy débil mental. Supongo que era la voluntad del Señor». Y allí estaba para demostrar la verdad de sus palabras. Era un puzzle metafísico para mí. Rara vez he conocido a un semejante tan prometedor, pues cuanto decía era sencillo, sincero y verdadero; y lo cierto es que, en la medida en que parecía humillarse, se enaltecía. Al principio no advertí que no era sino el resultado de una sabia conducta. Parecía que sobre la base de verdad y franqueza que el pobre débil mental había dispuesto nuestro trato pudiera superar al de los sabios.
Tuve algunos invitados de aquellos que no suelen contarse entre los pobres de la ciudad, aunque deberían, y que se cuentan, en todo caso, entre los pobres del mundo; invitados que no apelan a vuestra hospitalidad, sino a vuestro hospitalismo, que quieren recibir ayuda e introducen su solicitud informando de que, por una vez, están resueltos a no ayudarse a sí mismos. Exijo que el visitante no esté muerto de hambre, aunque pueda tener el mejor apetito del mundo y, de hecho, lo tenga. Los objetos de la caridad no son invitados. Hay hombres que no sabían cuándo había terminado su visita, aunque me marchara de nuevo a mis asuntos y les respondiera cada vez desde más lejos. Hombres de casi todos los grados del ingenio me visitaban en la estación migratoria. Había algunos con tanto ingenio que no sabían qué hacer con él, y esclavos fugitivos con hábitos de plantación, que de vez en cuando se ponían a escuchar, como el zorro en la fábula, por si oían ladrar a los podencos tras su pista, y me miraban implorantes, como si dijeran:
Cristiano, ¿me harás volver?
Hubo un esclavo fugitivo, entre otros, al que ayudé a seguir la Estrella Polar. Hubo hombres de una idea, como una gallina con su polluelo, que resultaba un patito; hombres de mil ideas y cabeza despeinada, como las cluecas que se hacen cargo de cien polluelos, todos en busca de un bicho y una veintena perdidos por el rocío cada mañana y, en consecuencia, crispados y sarnosos; hombres con ideas en lugar de piernas, especie de ciempiés intelectual que os obliga a arrastraros. Un hombre propuso tener un libro en que los visitantes escribieran sus nombres, como en las Montañas Blancas, pero, ay, tengo una memoria demasiado buena como para que resulte necesario.
No podía sino advertir las peculiaridades de algunos de mis visitantes. Las muchachas y muchachos y las mujeres jóvenes, en general, parecían contentos de estar en los bosques. Miraban la laguna y las flores y aprovechaban la ocasión. Los hombres de negocios, incluso los granjeros, pensaban sólo en la solicitud y el empleo y en la gran distancia a la que vivía de esto o aquello, y aunque decían que les encantaba pasear en ocasiones por los bosques, era obvio que no. Infatigables hombres comprometidos, que dedicaban su tiempo a ganarse la vida o a mantenerla; ministros que hablaban de Dios como si gozaran de su monopolio, que no podían tolerar diversas opiniones; doctores, abogados, inquietas amas de casa que fisgaban en mi alacena y en mi cama cuando yo no estaba —¿cómo llegó a saber la señora *** que mis sábanas no estaban tan limpias como las suyas?—, jóvenes que ya habían dejado de serlo y que consideraron más seguro seguir la senda trillada de las profesiones, todos ellos solían decir que no era posible hacer mucho bien en mi posición. Ay, ahí estaba el quid. El viejo y el débil y el tímido, de cualquier edad y sexo, pensaban en la enfermedad, en un accidente súbito y en la muerte; para ellos la vida estaba llena de peligros —¿qué peligro hay si no pensáis en ninguno?— y creían que un hombre prudente elegiría cuidadosamente la posición más segura, donde el Dr. B. pudiera estar a mano si era preciso. Para ellos la ciudad era literalmente una co-munidad, una liga para la defensa mutua, y podéis suponer que no saldrían a coger gayubas sin la medicina del pecho. Esto equivale a decir: si un hombre está vivo, siempre hay peligro de que muera, aunque debe admitirse que el peligro es menor cuando empieza a estar vivo-y-muerto. Un hombre presenta tantos riesgos como corre. Por fin, estaban los supuestos reformadores, los más aburridos de todos, que creían que siempre estaba cantando:
Esta es la casa que construí;
Este es el hombre que vive en la casa que construí;
pero no sabían que el tercer verso decía:
Esta es la gente que fastidia al hombre
Que vive en la casa que construí.
No temía a los halcones gallineros, porque no criaba pollos; más bien temía a los halcones de hombres.
Tuve otros visitantes más alegres; los niños, que venían en busca de arándanos, los empleados del ferrocarril, de paseo el domingo por la mañana, con sus camisas limpias, los pescadores y cazadores, los poetas y filósofos; en suma, estaba dispuesto a saludar a todos los honrados peregrinos que venían al bosque en busca de libertad y realmente dejaban atrás la ciudad —«¡Bienvenidos, ingleses! ¡Bienvenidos, ingleses!»[78]—, pues había mantenido comunicación con esa raza.