LA CIUDAD
DESPUÉS de cavar o tal vez leer y escribir por la mañana, solía bañarme de nuevo en la laguna, atravesaba alguna de sus caletas y quitaba de mi persona el polvo del trabajo o alisaba la última arruga del estudio, de modo que a mediodía estaba libre por completo. Cada uno o dos días paseaba por la ciudad para oír los chismes que van por allí incesantemente, circulando de boca en boca o de periódico en periódico y que, tomados en dosis homeopáticas, eran a su manera tan renovadores como el susurro de las hojas y las furtivas miradas de las ranas. Así como caminaba por los bosques para ver a los pájaros y las ardillas, caminaba por la ciudad para ver a los hombres y los muchachos; en lugar del viento entre los pinos, oía el traqueteo de los carros. A cierta distancia de mi casa había una colonia de ratas almizcleras en los prados del río; bajo el bosque de olmos y plátanos, en la otra dirección, había una ciudad de hombres ocupados, tan curiosos para mí como si fueran perros de la pradera, cada uno sentado a la entrada de su madriguera o afanado hasta la del vecino para chismorrear. Con frecuencia iba allí a observar sus hábitos. La ciudad me parecía una gran sala de noticias y, como una vez hicieran en Redding & Company’s, en State Street, para mantenerla, se apartaban a un lado nueces y pasas, o sal y harina y otros comestibles. Algunos tienen tal apetito por el primer artículo, es decir, las noticias, y tan sanos órganos digestivos, que pueden permanecer sentados en la vía pública sin inmutarse y dejar que aquellas los atraviesen y les cuchicheen como los vientos etesios, o como si inhalaran éter, lo que sólo les produciría entumecimiento e insensibilidad al dolor —de lo contrario resultaría doloroso oírlas—, sin efecto sobre la conciencia. Cuando paseaba por la ciudad nunca eché en falta una hilera de tales próceres, sentados en una escalera al sol, con sus cuerpos inclinados hacia delante y la mirada dirigida alternativamente a un lado y al otro, con una expresión voluptuosa, o apoyados en un granero con las manos en los bolsillos, como cariátides que lo sostuvieran. Al estar, por lo general, en el exterior, oían cualquier cosa que llevara el viento. Estos son los más toscos molinos, en los que todo chisme es rudamente digerido o destrozado antes de convertirse en la más fina y delicada tolva dentro de casa. Observé que las entrañas de la ciudad eran la tienda de comestibles, el bar, la oficina de correos y el banco; como parte necesaria de la maquinaria, tenían una campana, un gran cañón y un coche de bomberos en lugares convenientes, y las casas estaban dispuestas para procurar lo mejor de la humanidad, enfrentadas en callejones, de modo que todo viajero tuviera que correr baquetas y todo hombre, mujer o niño pudiera darle un lengüetazo. Por supuesto, aquellos que estaban situados en primera línea, donde mejor podían ver y ser vistos, y propinarle el primer golpe, pagaban los precios más altos por su posición, y los pocos habitantes rezagados en las afueras, donde había grandes intervalos y el viajero podía saltar muros o desviarse por una senda de vacas y escapar, pagaban un pequeño impuesto de terreno o ventana. En todas partes había señales colgadas para atraerle; unas para captarle por el apetito, como la taberna y el sótano de avituallamiento; otras por la moda, como la tienda de telas y la joyería, y otras por el pelo, los pies, o los faldones, como el barbero, el zapatero o el sastre. Además, había una invitación aún más terrible y constante a visitar cada una de estas casas y se esperaba la compañía a tales horas. En gran medida escapé sorprendentemente a estos peligros, o bien prosiguiendo a la vez osadamente y sin deliberación hasta la meta, como se recomienda a aquellos que corren baquetas, o dedicando mis pensamientos a cosas elevadas, como Orfeo, quien «cantando en voz alta las alabanzas de los dioses con su lira, ahogaba las voces de las sirenas y se mantenía fuera de peligro». En ocasiones me marchaba repentinamente y nadie podía conocer mi paradero, ya que no aspiraba a la cortesía y nunca dudaba si veía el hueco de una cerca. Incluso estaba acostumbrado a irrumpir en algunas casas donde era bien recibido y, tras conocer el meollo y la reciente criba de noticias, el poso, las perspectivas de guerra y paz y si el mundo iba a seguir mucho tiempo unido, me dejaban partir por la puerta trasera y así escapaba a los bosques.
Era muy agradable, cuando me rezagaba en la ciudad, lanzarme a la noche, en especial si era oscura y tempestuosa, y hacerme a la vela desde un brillante salón o sala de conferencias de la ciudad, con un saco de centeno o harina de maíz al hombro, hacia mi confortable puerto en los bosques, tras haberlo dejado todo atado en cubierta y retirarme bajo las escotillas con una alegre tripulación de pensamientos, sólo con mi externo al timón o incluso con el timón amarrado, si la navegación era fácil. Tuve muchos pensamientos geniales junto al camarote de incendios «mientras navegaba». Nunca me vi a la deriva ni desanimado por tiempo alguno, aunque me topé con varias severas tormentas. En el bosque hay más oscuridad, incluso en las noches corrientes, de lo que la mayoría supone. Con frecuencia tuve que empezar por mirar hacia arriba desde el sendero, entre los árboles, para saber mi ruta y, cuando no había camino, sentir bajo mis pies la débil pista que había usado o guiarme por la conocida relación de árboles concretos que palpaba con las manos, pasando, por ejemplo, entre dos pinos separados no más de dieciocho pulgadas en medio de los bosques, invariablemente en la noche más lúgubre. A veces, tras haber vuelto tarde a casa en una noche oscura y bochornosa, cuando mis pies sentían el sendero que mis ojos no podían ver, ensoñado y distraído todo el camino, hasta que me despertaba para alzar la mano y levantar el pestillo, no era capaz de recordar un solo paso del trayecto y pensaba que tal vez mi cuerpo encontraría el camino de vuelta si su dueño lo abandonara, como la mano encuentra su camino a la boca sin ayuda. En ocasiones, cuando el visitante se quedaba hasta el atardecer y la noche iba a ser oscura, me veía obligado a conducirle hasta la carretera trasera de la casa y luego le señalaba la dirección que había de seguir, por la que debía guiarse con los pies antes que con la vista. En una noche muy oscura les indiqué así su camino a dos jóvenes que habían estado pescando en la laguna. Vivían a una milla de distancia a través de los bosques y conocían bien la ruta. Uno o dos días después, uno de ellos me dijo que vagaron casi toda la noche sin apartarse del lugar y que no llegaron a casa hasta la mañana, empapados hasta la piel porque había habido fuerte lluvia y las hojas estaban muy húmedas. He oído que muchos se han perdido incluso en las calles de la ciudad, cuando la oscuridad era tan densa que habríais podido, según se dice, cortarla con un cuchillo. Algunos de los que vivían en las afueras, tras haber ido a comprar con sus carretas, se vieron obligados a pernoctar; ciertas damas y caballeros, de visita, se han apartado media milla del camino, sintiendo la acera sólo con los pies y sin saber cuándo se desviaban. Es una experiencia tan sorprendente y saludable como valiosa perderse alguna vez en los bosques. A menudo, durante una nevada, incluso de día, salimos por una carretera bien conocida y, sin embargo, nos será imposible decir qué camino lleva hasta la ciudad. Aunque sepamos que lo hemos recorrido mil veces, no podremos reconocer ni un detalle y nos parecerá tan extraño como una carretera en Siberia. Por la noche, desde luego, la perplejidad es infinitamente mayor. En nuestros paseos más triviales, nos guiamos constante, aunque inconscientemente, como pilotos, por ciertas conocidas balizas y promontorios, y si vamos más allá del curso habitual tenemos aún en mente la importancia de un cabo vecino; y hasta que no estemos perdidos por completo o demos la vuelta —pues en este mundo basta con que a un hombre le hagan girar una vez con los ojos cerrados para que esté perdido— no apreciaremos la vastedad y extrañeza de la naturaleza. Al despertar, ya sea del sueño o de la abstracción, todo hombre tiene que aprender de nuevo los puntos cardinales. Hasta que no nos perdamos o, en otras palabras, hasta que no perdamos el mundo, no empezaremos a encontrarnos a nosotros mismos y a advertir dónde estamos y la infinita extensión de nuestras relaciones.
Al final del primer verano, una tarde en que iba a la ciudad a recoger un zapato del remendón, fui arrestado y encarcelado porque, como he contado en otro lugar, no había pagado un impuesto o reconocido la autoridad del estado que compra y vende hombres, mujeres y niños como ganado a las puertas de su cámara del senado. Había venido a los bosques con otros propósitos. Pero, dondequiera que vaya un hombre, los hombres le seguirán y sobarán con sus sórdidas instituciones y, si pueden, le forzarán a pertenecer a su desesperada sociedad filantrópica. Es cierto que podría haberme resistido por la fuerza con mayor o menor éxito, podría haberme vuelto «loco» contra la sociedad; pero prefería que la sociedad se volviera «loca» contra mí, pues ella era la parte desesperada. Sin embargo, fui liberado al día siguiente, recogí mi zapato remendado y volví a los bosques a tiempo de obtener mi ración de arándanos en la colina de Fair Haven. Ninguna otra persona me molestó, salvo las que representaban al estado. No tenía candado ni cerrojo, salvo para el pupitre que contenía mis papeles, ni siquiera un clavo que poner en el pestillo o las ventanas. Nunca cerré la puerta de noche o de día, aunque fuera a ausentarme varios días; ni siquiera cuando, en el otoño siguiente, pasé dos semanas en los bosques de Maine. Y, sin embargo, mi casa era más respetada que si hubiera estado rodeada por una fila de soldados. El caminante agotado podía descansar y calentarse junto al fuego, el literario entretenerse con algunos libros sobre mi mesa y el curioso, al abrir la puerta de mi armario, ver qué me quedaba de comida y qué perspectiva había para la cena. No obstante, aunque muchas personas de diverso tipo vinieron por este camino hasta la laguna, no sufrí por ello inconveniente alguno ni perdí nunca nada, salvo un pequeño libro, un volumen de Homero, tal vez impropiamente sobredorado, y confío en que lo encontrara un soldado de nuestro campo. Estoy convencido de que si todos los hombres vivieran con tanta sencillez como yo lo hice, el hurto y el robo serían desconocidos. Estos sólo tienen lugar en comunidades en que unos tienen más de lo suficiente, mientras que otros no tienen bastante. Los Homeros de Pope[86] pronto quedarían adecuadamente distribuidos:
Nec bella fuerunt,
Faginus adstabat cum scyphus ante dapes[87].
[Las guerras no turbaban a los hombres
Cuando sólo hacían falta cuencos de haya].
«Vosotros, que gobernáis los asuntos públicos, ¿qué necesidad tenéis de emplear castigos? Amad la virtud y el pueblo será virtuoso. Las virtudes de un hombre superior son como el viento, las virtudes de un hombre corriente son como la hierba; la hierba se inclina cuando el viento sopla sobre ella»[88].