SOLEDAD

ES una tarde deliciosa, en que todo el cuerpo es un solo sentido y bebe la delicia por cada poro. Voy y vengo con una extraña libertad en la naturaleza, como parte de ella. Mientras camino por la pedregosa orilla de la laguna en mangas de camisa, aunque el tiempo es frío, además de nublado y ventoso, y no veo nada que me atraiga en especial, todos los elementos resultan insólitamente agradables. Las ranas mugidoras trompetean para anunciar la noche y la nota del chotacabras nace del viento ondulante sobre el agua. Me deja casi sin aliento la simpatía con el palpitante aliso y las hojas del álamo; sin embargo, como el lago, mi serenidad se ondula, pero no se arruga. Las pequeñas olas levantadas por el viento de la tarde están tan lejos de la tormenta como la suave superficie reflectante. Aunque ahora oscurece, el viento sopla y ruge aún en los bosques, las olas salpican y algunas criaturas arrullan a las demás con sus notas. El reposo nunca es completo. Los animales más salvajes no reposan, sino que buscan ahora su presa; el zorro, la mofeta y el conejo rondan por los campos y los bosques sin miedo. Son los vigilantes de la naturaleza, los vínculos que unen los días de vida animada. Cuando vuelvo a mi casa descubro que ha habido visitas y que han dejado sus tarjetas, un ramillete de flores, una guirnalda de hojas perennes o un hombre a lápiz sobre una hoja de nogal amarilla o una astilla. Los que vienen rara vez al bosque cogen algún objeto con el que jugar de camino, que abandonan intencionada o accidentalmente. Uno ha pelado una varita de sauce, la ha tejido como un anillo y la ha dejado sobre mi mesa. Siempre podría decir si ha habido visitas en mi ausencia por las ramitas o la hierba inclinadas, o por la huella de sus zapatos y adivinar, por lo general, de qué sexo, edad o cualidad eran por alguna traza trivial, como una flor caída o un ramillete de hierba arrancado y arrojado junto al ferrocarril, a media milla de distancia, o por el persistente olor de un cigarro o una pipa. Con frecuencia el aroma de la pipa me advertía del paso de un viajero por el camino principal que hay a sesenta varas.

Por lo general, hay suficiente espacio a nuestro alrededor. Nuestro horizonte nunca está bajo los codos. El espeso bosque no está precisamente a nuestra puerta, ni la laguna, sino que contamos con lo que es claro, familiar y habitual, algo apropiado y, en cierto modo, cercado, y reclamado por la naturaleza. ¿Por qué razón tengo tan vasta extensión, unas millas cuadradas de bosque poco frecuentado, para mi vida privada, abandonada por los hombres para mí? El vecino más cercano está a una milla de distancia y ninguna casa es visible desde ningún lugar salvo desde la cima de las colinas que hay a media milla. Mi horizonte está limitado por los bosques, una lejana vista del ferrocarril que linda con la laguna por un lado y la cerca que bordea el camino del bosque por el otro. Sin embargo, el lugar donde vivo resulta en gran medida tan solitario como las praderas; es tanto Asia o África como Nueva Inglaterra. Tengo, por así decirlo, mi propio sol, luna y estrellas, y un pequeño mundo para mí solo. Por la noche ningún viajero pasa por mi casa o toca a mi puerta, como si fuera el primer o último hombre; a menos que sea primavera, cuando a intervalos algunos venían de la ciudad a pescar abadejos —pescaban más en la laguna de Walden de su propia naturaleza y cebaban sus anzuelos con la oscuridad—, pero se retiraban pronto, por lo general con las cestas ligeras, y nos dejaban «el mundo a la oscuridad y a mí»[66], de modo que la negra médula de la noche nunca era profanada por la vecindad humana. Creo que a los hombres aún los asusta un poco la oscuridad, aunque todas las brujas estén colgadas y se hayan introducido el cristianismo y las velas.

Sin embargo, a veces experimentaba que la compañía más dulce y tierna, la más inocente y alentadora, podía hallarse en cualquier objeto natural, incluso para el pobre misántropo y el hombre más melancólico. No puede haber una melancolía muy negra para el que vive en medio de la naturaleza y aún goza de sus sentidos. Nunca hubo tal tormenta, sino que era música eolia para un oído saludable e inocente. Nada puede empujar legítimamente a un hombre sencillo y valiente a una tristeza vulgar. Mientras disfrute de la amistad de las estaciones, confío en que nada hará de la vida una carga para mí. La suave lluvia que hoy riega mis judías y me retiene en casa no es temible ni melancólica, sino también buena para mí. Aunque me impida cavar, tiene mucho más valor. Si continuara hasta el punto de pudrir las semillas en la tierra y destruir las patatas de las tierras bajas, aún sería buena para la hierba de las altas y, siendo buena para la hierba, sería buena para mí. A veces, cuando me comparo con otros hombres, me parece que he sido favorecido por los dioses en mayor medida que ellos, más allá de los méritos de que soy consciente; que en sus manos tengo una garantía y seguridad de la que mis compañeros carecen y que soy especialmente guiado y vigilado. No me halago a mí mismo, pero, si es posible, ellos me halagan. Nunca me he sentido solo o agobiado en absoluto por la sensación de soledad, salvo en una ocasión, pocas semanas después de venir a los bosques, cuando, durante una hora, dudé de si la cercana vecindad del hombre no era esencial para una vida serena y saludable. Estar solo resultaba algo desagradable. Pero al mismo tiempo era consciente de una ligera locura en mi humor y parecía prever mi recuperación. En medio de una suave lluvia, mientras prevalecían esos pensamientos, fui consciente de pronto de la dulce y beneficiosa compañía de la naturaleza y, en el repiqueteo mismo de las gotas y en toda imagen y sonido alrededor de mi casa, un infinito e inexplicable afecto, como una atmósfera que me mantuviera, volvió insignificantes las ventajas imaginadas de la vecindad humana y no he vuelto a pensar en ellas desde entonces. Cada pequeña aguja de pino crecía, se hinchaba de simpatía y me brindaba su amistad. Fui consciente de la presencia de algo con lo que tenía un claro parentesco, incluso en situaciones que solemos considerar salvajes y temibles, y también de que lo más próximo a mí en sangre y más humano no era una persona ni un ciudadano, de modo que pensé que ningún lugar podría resultarme extraño en adelante.

Llorar a destiempo consume a los tristes;

Pocos son sus días en la tierra de los vivos,

Hermosa hija de Toscar[67].

Algunas de mis horas más gratas transcurrían en las largas y lluviosas tormentas de la primavera o el otoño, que me confinaban en casa tanto por la tarde como por la mañana, aliviado por su incesante fragor y reciedumbre; luego, el temprano crepúsculo anunciaba un atardecer en que muchos pensamientos tenían tiempo de arraigar y desplegarse. En aquellas lluvias torrenciales del noreste que ponían a prueba las casas de la ciudad, cuando las criadas se disponían con estropajo y balde a impedir el paso al diluvio por las entradas frontales, me sentaba tras la puerta en mi pequeña casa, que era toda entrada, y disfrutaba por completo de su protección. Una vez en que caía un fuerte aguacero, un rayo derribó junto a la laguna un pino enorme, que formó de arriba abajo un surco espiral, conspicua y perfectamente regular, de una pulgada o más de profundidad y cuatro o cinco de ancho, como el que podríais hacer con un bastón. Pasé por allí de nuevo el otro día y me atemorizó mirar hacia arriba y contemplar aquella marca, ahora más clara que nunca, donde un terrorífico e irresistible rayo había caído del inofensivo cielo ocho años atrás. A menudo los hombres me dicen: «Pensaba que allí te sentirías solo y querrías estar cerca de la gente, en especial en los días y noches de lluvia y nieve». Me siento tentado a replicar: toda esta tierra que habitamos no es más que un punto en el espacio. ¿A qué distancia creéis que viven los dos habitantes más lejanos de aquella estrella, cuyo disco no puede ser medido por nuestros instrumentos? ¿Por qué había de sentirme solo? ¿No está nuestro planeta en la Vía Láctea? Esa no me parece la cuestión más importante. ¿Qué tipo de espacio es el que separa a un hombre de sus semejantes y le hace solitario? He descubierto que ningún ejercicio de las piernas puede aproximar más a dos espíritus entre sí. ¿De qué queremos vivir más cerca? Seguramente, no de muchos hombres, ni del almacén, la oficina de correos, el bar, la iglesia, la escuela, la tienda, Beacon Hill o Five Points, donde los hombres suelen congregarse, sino de la fuente perenne de nuestra vida, de donde por experiencia sabemos que proviene, como el sauce que se halla junto al agua y orienta sus raíces en esa dirección. Esto varía según las diferentes naturalezas, pero en ese lugar excavará el sabio sus cimientos… Una tarde alcancé en el camino de Walden a un conciudadano que había acumulado lo que se llama «una bonita propiedad» —aunque nunca me brindara una hermosa visión—, mientras conducía una yunta de ganado al mercado, y me preguntó cómo podía yo renunciar a tantas comodidades de la vida. Le respondí que estaba seguro de arreglármelas bastante bien; no bromeaba. Luego me fui a casa, a la cama, y le dejé seguir su camino a través de la oscuridad y el barro hasta Brighton —o Ciudad Brillante[68]—, lugar al que llegaría a cierta hora de la mañana.

Toda perspectiva de despertar o devolver a la vida al hombre muerto vuelve indiferente cualquier tiempo y lugar. Dará igual el lugar donde ocurra, y será indescriptiblemente agradable para nuestros sentidos. En gran medida sólo permitimos que circunstancias exteriores y transitorias determinen nuestras oportunidades; de hecho, son la causa de nuestra distracción. Más cerca de las cosas se halla el poder que moldea su ser. Junto a nosotros se cumplen continuamente las leyes superiores. Junto a nosotros no está el hombre al que hemos contratado, con el que tanto nos gusta hablar, sino el trabajador cuya obra somos nosotros.

«¡Qué vasta y profunda es la influencia de los sutiles poderes del cielo y la tierra!».

«Queremos percibirlos y no los vemos; queremos oírlos y no los oímos; identificados con la sustancia de las cosas, no pueden separarse de ellas».

«Hacen que en todo el universo los hombres purifiquen y santifiquen sus corazones y vistan sus ropas sagradas para ofrecer sacrificios y oblaciones a sus antepasados. Es un océano de inteligencias sutiles. Están por todas partes, sobre nosotros, a nuestra izquierda y a nuestra derecha; nos rodean por todos lados»[69].

Somos los sujetos de un experimento que me interesa en gran medida. ¿No podríamos prescindir de los chismes de sociedad en esas circunstancias, animarnos con nuestros propios pensamientos? Confucio dice en verdad: «La virtud no quedará como un huérfano abandonado; por necesidad debe estar acompañada».

Al pensar nos ponemos con sensatez a nuestro lado. Por un esfuerzo consciente del espíritu podemos permanecer a distancia de las acciones y sus consecuencias, y todas las cosas, buenas y malas, pasarán junto a nosotros como un torrente. No estamos implicados por completo en la naturaleza. Puedo ser el leño arrastrado por la corriente o Indra[70], que lo mira desde el cielo. Puede afectarme un espectáculo teatral, pero puede no afectarme un hecho real que parezca concernirme en mayor medida. Sólo me conozco a mí mismo como una entidad humana, la escena, por así decirlo, de pensamientos y afectos, y soy consciente de cierta duplicidad por la que permanezco tan lejos de mí mismo como de otro. Por intensa que sea mi experiencia, soy consciente de la presencia y de la crítica de una parte de mi ser, la cual, digámoslo así, no es parte de mí, sino un espectador que no comparte la experiencia, pero toma nota de ella, y que no es más yo que tú. Cuando acaba la obra, que acaso es la tragedia, de la vida, el espectador sigue su camino. En lo que le concierne, era una especie de ficción, un mero producto de la imaginación. Esta duplicidad nos convierte a veces, fácilmente, en pobres vecinos y amigos.

Considero saludable estar solo la mayor parte del tiempo. Estar acompañado, incluso por los mejores, pronto resulta fatigoso y disipador. Me encanta estar solo. Nunca he encontrado un compañero tan sociable como la soledad. En gran medida estamos más solos cuando vamos acompañados al extranjero que cuando nos quedamos en nuestra habitación. Un hombre que piensa o trabaja está siempre solo, dondequiera que esté. La soledad no se mide por las millas de espacio que separan a un hombre de sus semejantes. Un estudiante realmente diligente en la poblada colmena de la Universidad de Cambridge es tan solitario como un derviche en el desierto. El granjero puede trabajar solo en el campo o en los bosques durante todo el día, cavando o talando, sin sentirse solo, porque está ocupado; pero cuando vuelve a casa de noche no puede sentarse solo en una habitación, a merced de sus pensamientos, sino que debe estar donde pueda «ver gente» y distraerse y, según cree, ser remunerado por la soledad del día; de ahí que se pregunte cómo puede el estudiante quedarse solo en casa toda la noche y casi todo el día sin tedio ni «melancolía»; no se da cuenta de que el estudiante, aunque en casa, aún trabaja en su campo y tala sus bosques, como el granjero los suyos, y a su vez busca la misma diversión y compañía que este último, aunque de una forma más condensada.

La compañía es, por lo general, demasiado barata. Nos encontramos en intervalos muy cortos, sin tiempo para adquirir un nuevo valor para cada cual. Nos encontramos en las comidas tres veces al día y damos a probar de nuevo a los demás ese viejo queso enmohecido que somos. Hemos tenido que consentir en una serie de reglas de etiqueta y cortesía para hacer tolerable este encuentro habitual y que no sea preciso llegar a una guerra abierta. Nos encontramos en la oficina de correos, en la congregación y en torno al fuego, cada noche; vivimos espesamente, nos cruzamos en el camino ajeno y tropezamos con los demás hasta perdernos el respeto mutuo. Una frecuencia menor, por cierto, bastaría para todas las comunicaciones importantes y cordiales. Pensad en las jóvenes de una fábrica, nunca solas, ni siquiera en sus sueños. Sería mejor si hubiera un habitante por cada milla cuadrada, como donde yo vivo. El valor de un hombre no está en su piel, para que podamos tocarlo.

He oído hablar de un hombre perdido en los bosques y muerto de hambre y cansancio al pie de un árbol, cuya soledad fue aliviada por las grotescas visiones con las que, debido a la debilidad corporal, le rodeaba su imaginación enferma, y que tomaba por reales. De igual modo, debido a la salud y la fuerza mental y corporal, podemos sentirnos constantemente animados por una compañía similar, pero más normal y natural, y llegar a saber que nunca estamos solos.

Tengo mucha compañía en mi casa, en especial por la mañana, cuando nadie me visita. Dejadme establecer ciertas comparaciones para daros una idea de mi situación. No estoy tan solo como el somormujo en la laguna, con su ruidosa risa, o que la misma laguna de Walden. Decidme, ¿qué compañía tiene esa laguna solitaria? Sin embargo, en ella no hay diablos azules, sino ángeles azules, en el tinte azur de sus aguas. El sol está solo, salvo cuando se nubla, y entonces parece que hay dos, aunque uno es un sol simulado. Dios está solo, pero el diablo está lejos de estarlo; tiene mucha compañía, es legión. No estoy más solo que el sencillo gordolobo o diente de león en el prado, o que una hoja de judía, o una acedera, o un tábano, o un abejorro. No estoy más solo que el Mill Brook, o que una veleta, o la Estrella Polar, o el viento del sur, o un aguacero de abril, o el deshielo de enero, o la primera araña en una casa nueva.

En las largas tardes de invierno, cuando la nieve cae rauda y el viento aúlla en el bosque, me visita de vez en cuando un viejo colono y propietario original que, según se dice, excavó la laguna de Walden, la empedró y la cercó de pinares, alguien que me cuenta historias del tiempo pasado y la nueva eternidad, y entre los dos llegamos a pasar tardes animadas por la alegre compañía y la grata visión de las cosas, incluso sin manzanas ni sidra. Es el amigo al que más quiero, el más sabio y de mejor humor, vive con más secreto que Goffe o Whalley[71] y, aunque se cree que ha muerto, nadie podría mostrar dónde está enterrado. En mi vecindad vive también una anciana dama, invisible para la mayoría, en cuyo fragante jardín me encanta pasear, mientras recojo muestras y escucho sus fábulas, pues tiene un ingenio de fertilidad inigualada y su memoria se remonta más allá de la mitología y es capaz de contarme el original de cada fábula y el hecho en que se funda, pues los incidentes ocurrieron cuando era joven. Se trata de una dama rubicunda y fuerte, que disfruta de cualquier clima y estación y que probablemente sobrevivirá a todos sus hijos.

¡La indescriptible inocencia y beneficencia de la naturaleza, del sol, el viento y la lluvia, del verano y el invierno, proporcionan para siempre esta salud y este júbilo! Y es tal su simpatía con nuestra raza, que la naturaleza se vería afectada, el sol se apagaría, los vientos suspirarían humanamente, las nubes lloverían lágrimas y los bosques perderían sus hojas y se lamentarían en pleno verano, si un hombre se afligiera alguna vez por una causa justa. ¿No me entenderé con la tierra? ¿No soy en parte hojas y materia vegetal?

¿Qué píldora nos mantendrá en forma, serenos, contentos? No la de mi bisabuelo o el tuyo, sino las medicinas universales, vegetales, botánicas, de nuestra bisabuela naturaleza, con las que se ha mantenido siempre joven y ha sobrevivido a tantos viejos Parr[72] de su época, con cuya marchita gordura ha nutrido su salud. Como panacea, en lugar de uno de esos viales curanderiles compuestos de una mezcla sacada del Aqueronte y el Mar Muerto, que traen esas largas y planas carretas como negras goletas hechas para transportar botellas, dejadme tomar un trago de aire matutino y sin diluir. ¡Aire matutino! Si los hombres no beben de él en el manantial del día, entonces tendremos que embotellarlo y venderlo en las tiendas, en beneficio de quienes han perdido su billete de suscripción para el tiempo matutino de este mundo. Pero recordad, no se conservará hasta mediodía ni en la bodega más fría, sino que antes hará saltar los tapones y seguirá los pasos de la aurora hacia el oeste. No soy adorador de Higía, la hija de aquel viejo doctor herborista, Esculapio, representada en los monumentos con una serpiente en una mano y una copa en la otra, de la que a veces bebe la serpiente; sino de Hebe, la escanciadora de Júpiter, que fue la hija de Juno y una lechuga silvestre y que tenía el poder de restituir a dioses y hombres el vigor de la juventud. Probablemente haya sido la única joven de buena condición, robusta y sana que ha recorrido el globo, y dondequiera que iba era primavera.