LAS LAGUNAS

A veces, habiendo tenido un hartazgo de compañía humana y charlatanería, y agotados todos los amigos de la ciudad, me encaminaba aún más al oeste de donde habitualmente vivía, hasta las partes menos frecuentadas de la ciudad, «a bosques frescos y nuevos pastos»[89], o, mientras se ponía el sol, tomaba mi cena de gayubas y arándanos en la colina de Fair Haven y acumulaba reservas para varios días. Los frutos no proporcionan su verdadero sabor a quien los compra ni a quien los cultiva para el mercado. Sólo hay un medio de obtenerlo, pero pocos lo emplean. Si queréis conocer el sabor de las gayubas, preguntad al vaquero o a la perdiz. Es un error vulgar suponer que habéis probado las gayubas si no las habéis recogido. Una gayuba no llega nunca a Boston; allí no han vuelto a verlas desde que crecían en sus tres colinas. La parte de ambrosía y esencial del fruto se pierde con la pelusilla desprendida con el roce en el carro del mercado, y los frutos se convierten en provisiones. Mientras reine la justicia eterna, ni una sola gayuba inocente será transportada hasta allí desde las colinas campestres.

En ocasiones, tras haber cavado lo que correspondía a cada día, me juntaba con algún compañero impaciente que había estado pescando en la laguna desde la mañana, tan silencioso e inmóvil como un pato o una hoja flotante, y que, tras practicar varias clases de filosofía, solía llegar a la conclusión, cuando yo llegaba, de que pertenecía a la antigua secta de los cenobitas[90]. Había un anciano, pescador excelente y diestro en toda clase de trabajo con madera, a quien le gustaba considerar mi casa una construcción erigida a conveniencia de los pescadores, y yo estaba igualmente complacido cuando se sentaba en mi umbral a preparar sus sedales. A veces nos sentábamos juntos en la laguna, cada uno en un extremo del bote, pero apenas cruzábamos palabra, pues se había quedado sordo en los últimos años, aunque en ocasiones entonaba un salmo que armonizaba bastante bien con mi filosofía. Nuestro trato fue, en conjunto, de una armonía ininterrumpida, mucho más grato de recordar que si lo hubiera mantenido la conversación. Cuando, como solía suceder, no tenía a nadie con quien comunicarme, solía despertar el eco golpeando con un remo el costado de mi bote y llenar los bosques circundantes de un sonido circular y dilatado, excitándolos como el guardián a sus fieras salvajes, hasta que sonsacaba un gruñido de cada valle boscoso y cada ladera.

En las tardes cálidas solía sentarme en el bote a tocar la flauta y veía a las percas, a las que parecía haber encantado, rondando a mi alrededor y a la luna moviéndose por el fondo ondulado, que estaba salpicado por los desechos del bosque. Al principio venía de vez en cuando a esta laguna con un compañero en busca de aventuras, en oscuras noches de verano y, tras encender fuego cerca del borde del agua, lo que pensábamos que atraía a los peces, cogíamos abadejos con un manojo de gusanos atravesados por un hilo y, cuando terminábamos, avanzada la noche, arrojábamos los tizones al aire como cohetes, los cuales, al caer en la laguna, se apagaban con un fuerte silbido, que nos dejaba de repente en la más completa oscuridad. A través de ella, entonando una canción, retomábamos nuestro camino hacia la guarida de los hombres. Pero ahora había levantado mi casa junto a la orilla.

A veces, tras quedarme en alguna sala de estar de la ciudad hasta que toda la familia se había retirado, volvía a los bosques y, en parte con la perspectiva de la cena del día siguiente, pasaba las horas de la noche pescando en un bote a la luz de la luna, acompañado por la serenata de los búhos y los zorros y oyendo, de vez en cuando, la nota discordante de algún pájaro desconocido muy cerca de mí. Esas experiencias eran memorables y valiosas para mí, anclado sobre un fondo de cuarenta pies y a veinte o treinta varas de la orilla, rodeado a veces por miles de pequeñas percas y peces plateados, que hendían la superficie con sus colas, a la luz de la luna, en comunicación por un largo sedal de lino con misteriosos peces nocturnos que moraban a cuarenta pies de profundidad o, en otras ocasiones, tirando sesenta pies de cuerda sobre la laguna, mientras me deslizaba a favor de la suave brisa de la noche, sintiendo, ahora y entonces, una ligera vibración que indicaba la presencia de una vida que merodeaba en su extremo, cuyo propósito era torpe, incierto, errático y lento en decidirse. Al cabo extraía lentamente, poniendo mano sobre mano, un abadejo escamoso que se estremecía y retorcía en el aire. Resultaba muy extraño, especialmente en las noches oscuras, cuando los pensamientos habían huido a vastos y cosmogónicos temas en otras esferas, sentir ese tenue tirón, que interrumpía mis sueños y me ataba de nuevo a la naturaleza. Parecía como si pudiera arrojar mi sedal al aire como había hecho en aquel elemento que apenas era más denso. De este modo cogía dos peces con un solo anzuelo.

El paisaje de Walden es de escala humilde y, aunque muy hermoso, no alcanza la grandeza ni podría atraer a quien no haya frecuentado su orilla o vivido en ella; sin embargo, esta laguna es tan admirable por su profundidad y pureza que merece una descripción particular. Es un manantial claro y de un verde profundo, de media milla de longitud y una milla y tres cuartos de circunferencia, que comprende cerca de sesenta y un acres y medio, una fuente perenne en medio de los bosques de pino y roble, sin otro afluente o aliviadero que las nubes y la evaporación. Las colinas circundantes se elevan abruptamente a ras del agua hasta una altura de cuarenta u ochenta pies, aunque al sureste y al este llegan a los cien y ciento cincuenta pies respectivamente, en una extensión de un cuarto y un tercio de milla. El terreno está completamente cubierto de bosque. Todas las aguas de Concord tienen al menos dos colores, el que se ve a distancia y otro, más propio, de cerca. El primero depende de la luz e imita al cielo. En días claros, en verano, las aguas parecen azules a poca distancia, especialmente si están agitadas, y a gran distancia todas parecen iguales. En los días de tormenta el agua es, a veces, de un oscuro color pizarra. Sin embargo, dicen que el mar es azul un día y verde otro sin un cambio perceptible en la atmósfera. Cuando todo el campo está cubierto de nieve, he visto en nuestro río que el agua y el hielo eran casi tan verdes como la hierba. Algunos consideran el azul «el color del agua pura, líquida o sólida». Pero, mirando directamente el agua desde un bote, parece ser de colores muy distintos. Walden es a veces azul y a veces verde, incluso desde el mismo punto de vista. Entre la tierra y el cielo, participa del color de ambos. Vista desde la cima de una colina refleja el color del cielo, pero de cerca tiene un tinte amarillo junto a la orilla donde puede verse la arena, luego un verde claro que gradualmente adquiere un tono uniforme de verde oscuro en el centro de la laguna. A cierta luz, vista incluso desde la cima de una colina, es de un verde vívido junto a la orilla. Algunos atribuyen esto al reflejo de la espesura, pero es igualmente verde junto al talud de arena del ferrocarril y en primavera, antes de que broten las hojas, por lo que podría ser el resultado del azul dominante mezclado con el amarillo de la arena. Ese es el color de su iris. Esa es también la parte donde, en primavera, al calentarse el hielo por el calor del sol que se refleja desde el fondo y se transmite por la tierra, empieza a derretirse y forma un estrecho canal en medio del hielo. Como el resto de nuestras aguas, cuando se agita en días claros, de modo que la superficie de las olas pueda reflejar el cielo en el ángulo adecuado, o debido a que hay más luz, parece a poca distancia de un azul más oscuro que el mismo cielo y, en esas ocasiones, estando en su superficie y haciendo pantalla con la mano para poder ver el reflejo, he discernido un azul claro incomparable e indescriptible, como el que sugieren sedas irisadas o variables y la hoja de una espada, más cerúleo que el mismo cielo, que se alternaba con el verde oscuro original en los extremos de las olas, las cuales, en comparación, parecían fangosas. En mi recuerdo, se trata de un azul verdoso y vítreo, como esos trozos de cielo invernal que se ven a través de las nubes en el oeste antes de ponerse el sol. Sin embargo, un vaso lleno de agua de la laguna es, al trasluz, tan incoloro como una cantidad semejante de aire. Es bien sabido que una placa grande de cristal tendrá un tinte verde debido, como dicen los vidrieros, a su «cuerpo», aunque una pieza menor será incolora. Nunca he probado cuánta cantidad de agua de Walden se necesita para reflejar un tinte verde. El agua de nuestro río parece negra o de un castaño muy oscuro a quien la mira directamente y, como la de la mayoría de las lagunas, tiñe el cuerpo de quien se baña en ella de amarillo, pero esta agua es de una pureza tan cristalina que el cuerpo del bañista sale con una blancura de alabastro, aún menos natural, que, conforme los miembros aumentan y se deforman por su causa, produce un efecto monstruoso y proporcionaría estudios adecuados para un Miguel Ángel.

El agua es tan transparente que el fondo puede discernirse con facilidad a una profundidad de veinticinco o treinta pies. Remando sobre él, podríais ver a muchos pies por debajo de la superficie los cardúmenes de percas y peces plateados, cuya longitud no supera tal vez una pulgada, aunque las primeras se distinguen con facilidad por sus rayas transversales, y pensaréis que son peces ascéticos los que encuentran su subsistencia allí. Una vez, en invierno, hace muchos años, tras haber practicado agujeros en el hielo para pescar sollos, de vuelta a la orilla arrojé mi hacha por encima de los hombros hacia el hielo y, como si un genio maligno la hubiera dirigido, se deslizó cuatro o cinco varas hasta uno de los agujeros, donde el agua tenía veinticinco pies de profundidad. Por curiosidad, me eché sobre el hielo, miré por el agujero y vi el hacha un poco ladeada, reposando sobre su cabeza, con el mango levantado y oscilando suavemente a merced de la corriente de la laguna, y allí podría haber seguido levantada y oscilando hasta que el mango se pudriera con el tiempo si yo no hubiera intervenido. Hice otro agujero justo sobre ella con un escoplo y, cortando con mi navaja la vara más larga que pude encontrar en los alrededores, até a su extremo un lazo corredizo y, sumergiendo la vara cuidadosamente, pasé el lazo por el botón del mango y tiré de él con un sedal unido a la vara hasta sacar el hacha.

La orilla se compone de una franja de blancos cantos rodados como pavimento, salvo en una o dos breves playas arenosas, y es tan escarpada que, en muchos lugares, el agua os cubriría si saltarais; si no fuera por su notable transparencia, sería lo último que veríamos del fondo hasta salir por el lado opuesto. Algunos opinan que no tiene fondo. En parte alguna es fangosa y un observador casual diría que carece de vegetación; de las plantas reconocibles, salvo en los pequeños prados recientemente inundados que propiamente no pertenecen a la laguna, un escrutinio minucioso no revela la presencia de espadañas ni juncos, ni siquiera de lirios amarillos o blancos, sino sólo de unos pocos nenúfares y plantas fluviales y tal vez uno o dos escudos de río, que un bañista, sin embargo, no advertiría, y que son tan limpios y brillantes como el elemento en el que crecen. Las piedras se adentran una o dos varas en el agua y luego el fondo es de arena pura, salvo en las partes más profundas, donde abunda el sedimento, probablemente formado por las hojas caídas que el viento ha llevado allí en muchos otoños sucesivos, y una brillante maleza verde sale prendida del ancla incluso en medio del invierno.

Tenemos otra laguna como esta, la laguna White en Nine Acre Comer, a unas dos millas y media al oeste, pero, aunque conozco la mayoría de las lagunas en un radio de doce millas, no sé de una tercera que tenga este carácter puro de manantial. Sucesivas naciones habrán bebido en ella, la habrán admirado y sondeado, habrán desaparecido, y sus aguas aún están verdes y diáfanas como siempre. ¡No es una fuente intermitente! Tal vez en aquella mañana de primavera, cuando Adán y Eva fueron expulsados del Edén, la laguna de Walden ya existía e incluso entonces se disolvía en una suave lluvia de primavera acompañada de la brama y el viento del sur, cubierta con miríadas de patos y gansos que no habían oído hablar de la caída y a los que bastaban lagos tan puros como Walden. Incluso entonces comenzaría a crecer y menguar y a aclarar sus aguas y teñirlas con el color que ahora tienen hasta obtener una patente del cielo para ser la única laguna de Walden del mundo, destiladora de rocíos celestiales. ¿Quién sabe en cuántas literaturas de naciones olvidadas ha sido la fuente Castalia o qué ninfas la presidieron en la Edad de Oro? Concord lleva en su corona una gema del agua primordial.

Sin embargo, tal vez los primeros en llegar a este manantial dejaron una huella de su paso. Me sorprendió encontrar, alrededor de la laguna, incluso donde se ha talado un espeso bosque, junto a la orilla, una senda estrecha en forma de bancal en lo abrupto de la ladera, que ascendía y descendía, se acercaba y se alejaba del borde del agua, tan antigua, probablemente, como la raza de los hombres asentados aquí, trillada por los pies de los cazadores aborígenes y transitada de vez en cuando, aunque sin advertirlo, por los actuales ocupantes de la tierra. Es particularmente visible para quien esté en medio de la laguna en invierno, tras una ligera nevada, y parece una línea blanca, clara y ondulante, que la maleza y las ramas no ocultan, y visible a un cuarto de milla en muchos lugares donde, en verano, apenas se distingue de cerca. La nieve la esculpe con claridad, como si formara un blanco altorrelieve. Los ornamentados terrenos de las casas de recreo que algún día se construirán aquí preservarán una traza de ella.

La laguna crece y mengua, pero nadie sabe si de un modo regular o no ni en qué periodo, aunque, como suele pasar, muchos pretenden saberlo. Está más llena en invierno y menos en verano, aunque no se corresponde con las épocas de humedad o sequía. Recuerdo cuándo ha estado uno o dos pies por debajo y también casi cinco pies por encima del nivel que tenía cuando vivía allí. Un estrecho banco de arena se adentra en ella, con aguas muy profundas a cada lado, sobre el cual ayudé a hervir una caldera de pescado, a unas seis varas de la orilla principal, hacia 1824, algo que no ha sido posible repetir durante veinticinco años, y, por otra parte, mis amigos solían escucharme con incredulidad cuando les contaba que pocos años después me acostumbré a pescar en bote en una caleta oculta en los bosques, a quince varas de la única orilla que conocían, un lugar que luego se convirtió en un prado. Pero la laguna ha crecido rápidamente en dos años y, ahora, en el verano de 1852, mide cinco pies más que cuando yo vivía allí, como hace treinta años, y se puede pescar de nuevo en aquel prado. La diferencia de nivel en su perímetro es de seis o siete pies y, sin embargo, la cantidad de agua vertida por las colinas circundantes es insignificante, de modo que las causas de esa abundancia han de encontrarse en las fuentes profundas. Este mismo verano la laguna ha empezado a menguar de nuevo. Es curioso que esta fluctuación, sea o no periódica, requiera, al parecer, muchos años para llevarse a cabo. He observado una crecida y parte de dos descensos y espero que, dentro de doce o quince años, el agua esté tan baja como nunca la he visto. La laguna de Flint, una milla al este, simpatiza con Walden, teniendo en cuenta la irregularidad de sus afluentes y aliviaderos y las lagunas menores que se encuentran en medio, y recientemente alcanzó su mayor altura al mismo tiempo que la otra. Lo mismo pasa, hasta donde he podido observar, en la laguna White.

La crecida y el descenso de Walden en largos intervalos tienen, al menos, una utilidad: cuando el agua se mantiene en su máxima altura durante un año o más, aunque hace difícil pasear a su alrededor, mata los arbustos y árboles que han crecido en su borde desde la última crecida, pinos tea, abedules, alisos, álamos y otros, y, al menguar de nuevo, deja la orilla expedita, pues, a diferencia de muchas lagunas y de todas las aguas sometidas a una marea diaria, su orilla está más despejada cuando más ha bajado el agua. En la parte de la laguna cercana a mi casa, una fila de pinos tea de quince pies de alto murió y cayó como si hubiera pasado una niveladora, con lo que se detuvo su crecimiento, y su tamaño indica cuántos años han pasado desde que el agua creció hasta esa altura. Con esta fluctuación la laguna afirma su derecho sobre la orilla, la orilla queda orillada y los árboles no pueden conservarla por derecho de posesión. Esos son los labios del lago sobre los que no crece barba alguna. De vez en cuando se los relame. Cuando el agua alcanza su máxima altura, los alisos, los sauces y los arces arrojan al agua, desde todos los lados de sus troncos, una masa de fibrosas raíces rojas de varios pies de longitud y a una altura de tres o cuatro pies sobre el suelo, en un intento por sostenerse. He visto grandes arbustos de arándanos en la orilla, que generalmente no dan fruto, producir una abundante cosecha en esas circunstancias.

Algunos han tenido dificultad en contar cómo es posible que la orilla esté regularmente pavimentada. Todos mis conciudadanos han oído hablar de la tradición, que los más ancianos me han dicho que oyeron en su juventud, según la cual los indios, hace mucho tiempo, celebraron una ceremonia en una colina que se elevaba hacia los cielos tanto como la laguna se hunde ahora en la tierra, y se comportaron de un modo tan profano, dice la historia, aunque ese es uno de los vicios de los que los indios nunca han sido culpables, que la colina se conmovió y se hundió de repente, y sólo una vieja india, llamada Walden, escapó y le dio su nombre a la laguna[91]. Se ha conjeturado que, al conmoverse la colina, estas piedras rodaron por sus laderas y formaron la orilla actual. En cualquier caso, es seguro que una vez no hubo laguna aquí y ahora hay una, y esta fábula india no desmiente el relato de aquel antiguo morador que ya he mencionado y que recuerda muy bien que, cuando llegó aquí por primera vez con su varita de avellano, vio un tenue vapor que se elevaba del césped y la vara señalaba firmemente hacia abajo, por lo que decidió cavar un pozo aquí. Respecto a las piedras, muchos aún piensan que es difícil atribuir su presencia a la acción de las olas sobre las colinas, pero he observado que las colinas circundantes están notoriamente llenas de la misma clase de piedras, de modo que se han tenido que apilar en muros a ambos lados del ferrocarril que pasa cerca de la laguna; además, hay más piedras donde la orilla es más abrupta, así que, por desgracia, ya no es un misterio para mí. Sé quién es el pavimentador. Si el nombre no deriva de alguna localidad inglesa —Saffron Walden, por ejemplo[92]—, podemos suponer que originalmente se llamó laguna emparedada[93].

La laguna era mi pozo ya perforado. Durante cuatro meses al año su agua es tan fría como es pura siempre, y creo que entonces es tan buena como cualquier otra de la ciudad, si no la mejor. En invierno, toda el agua expuesta al aire está más fría que las fuentes y manantiales protegidos. La temperatura del agua de la laguna que tuve en la habitación donde permanecí desde las cinco de la tarde hasta el mediodía siguiente, 6 de marzo de 1846, habiendo subido el termómetro de 18 a 21 grados durante ese tiempo, debido en parte al sol que calentaba el tejado, fue de seis grados y cuatro décimas, un grado más fría que el agua recién sacada de uno de los pozos más fríos de la ciudad. La temperatura de Boiling Spring fue ese día de siete grados y dos décimas, la más caliente de todas las aguas probadas, aunque es la más fría que he conocido en verano cuando, por otra parte, el agua somera y estancada de la superficie no se ha mezclado con ella. Además, en verano, Walden nunca llega a estar tan caliente como otras aguas expuestas al sol, a causa de su profundidad. Con el tiempo más cálido solía poner un balde en el sótano, donde se enfriaba por la noche y se mantenía así durante el día, aunque también acudía a una fuente de los alrededores. El agua era tan buena una semana después como el día en que la extraía y no cogía sabor a metal de la bomba. Quien acampe durante una semana de verano junto a la orilla de una laguna sólo necesita enterrar un balde de agua a unos pies de profundidad, a la sombra de su tienda, para no tener que depender del lujo del hielo.

En Walden se han cogido sollos de hasta siete libras de peso, para no hablar de aquel que arrastró un carrete a gran velocidad y que el pescador estimó en ocho libras, porque no lo vio; percas y abadejos, alguno de los cuales ha llegado a pesar dos libras; peces plateados, cotos y murelas (Leuciscus pulchellus), unos cuantos sargos y una pareja de anguilas, una de cuatro libras de peso. Insisto en este particular porque el peso de un pez suele ser su único título de fama y esas son las únicas anguilas de las que he oído hablar aquí. Recuerdo también, vagamente, un pececillo de cinco pulgadas, con los costados plateados y la espalda verdosa, parecido al albur y que menciono aquí, sobre todo, para unir mis hechos a la fábula. Sin embargo, esta laguna no es muy rica en pesca. Sus sollos, aunque no abundantes, son su principal orgullo. He llegado a ver sobre el hielo tres clases de sollos: unos largos y planos, de color acerado, los más parecidos a los que se cogen en el río; una clase dorada y brillante, con reflejos verdes y notablemente oscuros, que es la más común aquí, y otros de color dorado, con la misma forma que los anteriores, pero moteados en los flancos con pequeñas manchas de color castaño oscuro o negro, mezcladas con otras rojizas y menos abundantes, muy parecidos a la trucha. El nombre específico reticulatus no se aplica a estos últimos; más bien habría de ser guttatus. Son peces recios y pesan más de lo que su tamaño haría presumir. Los peces plateados, los abadejos y las percas y, de hecho, todos los peces que habitan en esta laguna son más limpios, hermosos y consistentes que los del río y la mayoría de las lagunas, pues el agua es más pura y puede distinguírselos con facilidad. Probablemente muchos ictiólogos establecerían nuevas variedades con algunos de ellos. Hay también una raza pura de ranas y tortugas y algunos mejillones; las ratas almizcleras y los visones dejan sus huellas en la laguna y, en ocasiones, la visita una tortuga de tierra. A veces, cuando empujaba mi bote por la mañana, molestaba a una gran tortuga de tierra que se había refugiado bajo el bote durante la noche. Los patos y los gansos la frecuentan en primavera y otoño, las golondrinas de pecho blanco (Hirundo bicolor) la rozan, el martín pescador alarma los alrededores y las gallinetas moteadas (Totanus macularius) «trotan» a lo largo de sus pedregosas orillas durante todo el verano. A veces he ahuyentado a un pigargo posado en un pino blanco sobre el agua, pero dudo que haya sido profanada por el vuelo de una gaviota, como Fair Haven. A lo sumo, tolera un somormujo anual. Estos son los animales de relieve que ahora frecuentan la laguna.

Con el tiempo en calma, podríais ver desde el bote, cerca de la arenosa orilla oriental, donde el agua tiene de ocho a diez pies de profundidad, y también en otras partes de la laguna, algunas eminencias circulares de media docena de pies de diámetro por un pie de altura, formadas por pequeñas piedras, menores que un huevo de gallina, a cuyo alrededor se ha amontonado la arena. Al principio os preguntaréis si fueron los indios quienes las levantaron sobre el hielo con algún propósito y, al derretirse el hielo, se hundieron hasta el fondo, pero son demasiado regulares y algunas demasiado recientes para ello. Se parecen a las que se encuentran en los ríos, pero como aquí no hay rémoras ni lampreas, no sé qué peces las podrían haber formado. Tal vez sean nidos de murelas. Prestan un agradable misterio al fondo.

La orilla es lo bastante irregular para no resultar monótona. Recuerdo la orilla occidental, dentada con profundas bahías, la septentrional, acantilada, y la meridional, hermosamente festoneada, donde cabos sucesivos se solapan unos a otros y sugieren inexploradas calas entre ellos. El bosque no está nunca tan bien dispuesto, ni es tan inequívocamente hermoso, como cuando se ve desde el centro de un pequeño lago entre colinas que se levantan a ras del agua, pues el agua en la que se refleja no sólo constituye entonces el primer plano más apropiado, sino, con su orilla sinuosa, el límite más natural y agradable. No hay rudeza ni imperfección en esta ribera, como la hay cuando el hacha abre un claro o un campo cultivado linda con ella. Los árboles tienen amplio espacio para expandirse hacia el agua y todos extienden sus ramas más vigorosas en esa dirección. La naturaleza ha tejido allí un orillo natural y la mirada se alza gradualmente desde los arbustos de la orilla hasta los árboles más altos. Apenas se ven huellas de la mano del hombre. El agua lame la orilla como lo hacía mil años atrás.

Un lago es el rasgo más hermoso y expresivo del paisaje. Es el ojo de la tierra; al mirar en su interior, el observador mide la profundidad de su propia naturaleza. Los árboles acuáticos de la orilla son las finas pestañas que lo bordean y las colinas boscosas y los acantilados que lo rodean sus salientes cejas.

De pie sobre la playa de fina arena en el extremo oriental de la laguna, en una tranquila tarde de septiembre, cuando una ligera bruma difumina el horizonte de la orilla opuesta, he comprendido de dónde proviene la expresión «el espejo del agua». Al inclinar la cabeza, parece un hilo de la más fina gasa extendido a lo largo del valle, resplandeciente entre los lejanos pinares, que separa un estrato de la atmósfera de otro. Cabría imaginar que se pudiera atravesar a pie enjuto hasta las colinas de enfrente y que las golondrinas que la rozan pudieran posarse en ella. De hecho, a veces se hunden en el horizonte, como por error, sin engañarse. Si miráis la laguna hacia el oeste tendréis que usar las dos manos para defenderos tanto del sol verdadero como del que se refleja en el agua, pues ambos brillan por igual, y si a través de las manos examináis críticamente la superficie, os parecerá literalmente tan lisa como el cristal, salvo donde los insectos patinadores, repartidos a intervalos semejantes por toda su extensión, producen con sus movimientos al sol las centellas más hermosas que podáis imaginar, o donde quizá un pato ahueca sus plumas o, como he dicho, una golondrina vuela tan bajo que roza el agua. Tal vez, en la distancia, un pez describa un arco de tres o cuatro pies en el aire y haya un destello brillante donde emerja y otro donde golpee el agua; a veces se revela todo el arco plateado o, aquí y allá, un cardo flota en su superficie y los peces tiran de él y borbotea el agua. Es como vidrio derretido que se hubiera enfriado sin congelarse y las pocas motas que contiene son hermosas y puras como las imperfecciones del cristal. A menudo descubriréis aguas más tranquilas y oscuras, separadas del resto por una telaraña invisible donde descansan las ninfas acuáticas. Desde la cima de una colina podríais ver a un pez saltar casi en cualquier parte, pues basta que un sollo o un pez plateado capturen a un insecto en su lisa superficie para que el equilibrio de todo el lago se rompa visiblemente. Es asombrosa la minuciosidad con que se advierte este asesinato de los peces: desde mi otero distingo las ondas circulares cuando alcanzan media docena de varas de diámetro. Podríais ver, incluso, cómo avanza incesantemente una chinche de agua (Gyrinus) sobre la superficie lisa durante un cuarto de milla, pues surca el agua ligeramente y traza un visible rizo limitado por dos líneas divergentes, aunque los patinadores se deslizan sin que se les vea rizar el agua. Cuando la superficie está agitada no hay patinadores ni chinches, pero, aparentemente, en los días despejados, abandonan sus caletas y se aventuran a deslizarse lejos de la orilla, a pequeños impulsos, hasta recorrer toda la laguna. Es una ocupación relajante, en uno de esos hermosos días de otoño en que se aprecia toda la calidez del sol, sentarse en un tocón a una altura como esta a contemplar la laguna y estudiar las ondas inscritas en una superficie que sería invisible sin ellas, con el reflejo de los cielos y los árboles. No hay nada que turbe esa gran extensión, que en un momento se alisa y calma, como cuando se agita un vaso de agua y los círculos temblorosos buscan la orilla hasta quedar de nuevo en calma. Un pez no puede saltar ni posarse un insecto sin que lo avisen las ondas, en líneas de belleza, como si fuera el constante manar de su fuente, el suave pulso de su vida, el henchirse de su pecho. No se pueden distinguir los estremecimientos de la alegría de los del dolor. ¡Qué apacibles son los fenómenos del lago! De nuevo las obras del hombre brillan como en la primavera. Ay, cada hoja y tallo y piedra y telaraña resplandecen ahora a media tarde como cuando las cubre el rocío en una mañana de primavera. El movimiento de un remo o de un insecto produce un destello de luz y si un remo cae, ¡qué dulce es el eco!

En un día como ese de septiembre u octubre, Walden es un perfecto espejo del bosque, rodeado de piedras tan preciosas para mis ojos como si fueran escasas o raras. No hay nada tan hermoso, tan puro y, al mismo tiempo, tan grande como un lago en la superficie de la tierra. Agua del cielo. No necesita cercado. Las naciones van y vienen sin ensuciarla. Es un espejo que ninguna piedra podrá romper, cuyo azogue no se gasta nunca y cuyo dorado repara continuamente la naturaleza; ni las tormentas ni el polvo oscurecerán su superficie siempre fresca; un espejo en el que se hunden todas las impurezas que se le presentan, barridas y despejadas por el brumoso cepillo solar, un ligero paño que no retiene hálito alguno, sino que exhala el suyo propio para que flote como las nubes en lo alto sobre su superficie y se refleje de nuevo en el fondo.

Una llanura de agua revela el espíritu que hay en el aire. Recibe continuamente nueva vida y movimiento de arriba. Su naturaleza es intermedia entre la tierra y el cielo. En tierra, sólo la hierba y los árboles oscilan, pero el agua misma se riza con el viento. Veo por dónde sopla la brisa por los trazos y destellos de luz. Es admirable que podamos recorrer su superficie con la mirada. Tal vez podamos algún día recorrer con la mirada la superficie del aire y señalar dónde la barre un espíritu aún más sutil.

Los patinadores y chinches de agua acaban por desaparecer a finales de octubre, cuando llegan las fuertes heladas; entonces, y en noviembre, por lo general, en un día tranquilo, nada en absoluto riza la superficie. Una tarde de noviembre, en la calma que siguió a una tormenta de lluvia que había durado varios días, con el cielo completamente encapotado y el aire lleno de niebla, observé que la laguna estaba tan lisa que resultaba difícil distinguir la superficie, que ya no reflejaba los brillantes matices de octubre, sino los sombríos colores de noviembre de las colinas circundantes. Aunque la recorrí lo más suavemente que pude, las ligeras ondas producidas por mi bote se extendieron hasta donde alcanzaba mi vista y le dieron a los reflejos una apariencia estriada. Mientras contemplaba la superficie, vi aquí y allá, en la distancia, un tenue brillo, como si se hubieran congregado algunos insectos patinadores que hubieran escapado a las heladas o, estando tan lisa la superficie, revelara dónde manaba una fuente desde el fondo. Al remar suavemente hacia uno de esos lugares, me sorprendió encontrarme rodeado por una miríada de pequeñas percas, de cinco pulgadas de longitud y un vivo color de bronce en el agua verdosa, que se movían y salían continuamente a la superficie haciéndola borbotear. En aguas tan transparentes y en apariencia insondables, con el reflejo de las nubes, me parecía estar flotando en el aire, como en un globo, y su natación me hizo imaginar una clase de vuelo o revoloteo, como si una bandada de aves pasara por debajo de mí a derecha e izquierda, moviendo sus aletas como si fueran alas. Había muchos cardúmenes como ese en la laguna que, al parecer, aprovechaban el breve periodo de tiempo antes de que el invierno corriera su persiana glacial sobre su amplio tragaluz y que, a veces, daban la impresión de que una brisa agitara la superficie o cayeran unas cuantas gotas de lluvia. Al acercarme sin cuidado y alarmarlas, chapalearon repentinamente y golpearon el agua con sus colas, como si alguien hubiera azotado el agua con un ramo frondoso, y buscaron en seguida refugio en las profundidades. Entonces se levantó el viento, se cerró la niebla y empezaron a formarse las olas, y las percas saltaron mucho más alto que antes, con la mitad del cuerpo fuera del agua, cien puntos negros de tres pulgadas de largo simultáneamente sobre la superficie. Un año, en una fecha tan tardía como el cinco de diciembre, vi algunos hoyuelos en la superficie y, pensando que caería un aguacero, pues la atmósfera estaba cargada, me apresuré a tomar los remos para volver a casa; parecía arreciar la lluvia, aunque no la sentía en mis mejillas, y preví que me empaparía por completo, pero, de repente, desaparecieron los hoyuelos, pues los habían causado las percas, a las que el ruido de mis remos había espantado hacia las profundidades, y vi cómo desaparecían los cardúmenes en la oscuridad, así que pasé una tarde seca después de todo.

Un anciano que solía frecuentar esta laguna hace casi sesenta años, cuando era más oscura por los bosques que la rodeaban, me dice que en aquellos días la vio, a veces, poblada de patos y otras gallinetas de agua y que la sobrevolaban muchas águilas. Venía aquí a pescar y usaba una vieja canoa de troncos que encontró en la orilla. Estaba hecha de dos troncos de pino blanco vaciados y ensamblados, cortados de plano en los extremos. Era muy incómoda, pero resistió muchos años hasta que el agua la penetró y tal vez se fuera a pique. No sabía de quién era; pertenecía a la laguna. Solía emplear como ancla un cable con tiras de nogal anudadas. Un anciano alfarero que vivía en la laguna antes de la revolución le dijo una vez que había un cofre de hierro en el fondo y que él lo había visto. A veces flotaba hasta la costa, pero cuando te aproximabas a él, volvía a hundirse hasta desaparecer. Me agradaba oír hablar de la vieja canoa de troncos, que ocupó el lugar de otra canoa india del mismo material, pero de construcción más grácil, que tal vez había sido antes un árbol en la ribera y luego cayó al agua para flotar durante una generación, la nave más apropiada para el lago. Recuerdo que cuando miré por primera vez estas profundidades había muchos troncos grandes que se veían confusamente en el fondo, derribados por el viento o abandonados en el hielo en la última tala, cuando la madera era barata; pero ahora casi han desaparecido.

Cuando remé por primera vez en Walden, estaba completamente rodeada por espesos y altos bosques de pino y roble, y en algunas de sus calas las vides silvestres trepaban por los árboles junto al agua y formaban enramadas por debajo de las cuales podía pasar un bote. Las colinas que forman sus orillas son tan escarpadas y los bosques tan altos que, cuando mirabas hacia abajo desde el extremo occidental, cobraba la apariencia de un anfiteatro apropiado a un espectáculo silvestre. He pasado muchas horas, cuando era más joven, flotando sobre su superficie al antojo del céfiro, tras llevar mi bote al centro y recostarme sobre el asiento, en tardes de verano, soñando despierto, hasta que me despertaba al encallar el bote en la arena y me levantaba a ver a qué orillas me habían arrastrado mis hados; días en que el ocio era la ocupación más atractiva y productiva. He robado muchas mañanas para pasar así la parte más valiosa del día, pues era rico, si no en dinero, en horas de sol y días de verano, que gastaba pródigamente, y no lamento no haberlos despilfarrado en el taller o en el pupitre del maestro. Pero desde que dejé estas orillas, los leñadores las han esquilmado aún más y hasta dentro de muchos años no habrá más paseos por las crujías del bosque, con vistas ocasionales del agua. Disculpad a mi musa por guardar silencio en adelante. ¿Cómo podéis esperar que canten los pájaros si han cortado sus enramadas?

Ahora han desaparecido los troncos de los árboles en el fondo, y la vieja canoa, y los oscuros bosques circundantes, y los habitantes de la ciudad, que apenas saben dónde está, en lugar de ir a la laguna a bañarse o beber, están pensando en llevar el agua, que debería ser tan sagrada como la del Ganges, al menos, a la ciudad por medio de una cañería ¡para lavar los platos! ¡Para tener su Walden abriendo el grifo o tirando de una espita! ¡Ese diabólico caballo de hierro, cuyo relincho ensordecedor se oye por toda la ciudad, ha enlodado Boiling Spring con su pie y hollado todos los bosques de la orilla de Walden; ese caballo troyano, con mil hombres en su seno, introducido por mercenarios griegos! ¿Dónde está el campeón del país, el Moore de Moore Hall[94], que lo encuentre en Deep Cut y arroje su lanza vengadora a las costillas de esa peste abotagada?

Sin embargo, de todos los personajes que he conocido, tal vez sea Walden el que se conserve mejor y preserve su pureza. A muchos hombres se los ha comparado con ella, pero pocos merecen ese honor. Aunque los leñadores hayan despejado primero esta orilla y luego aquella, y los irlandeses hayan levantado allí sus chozas, y el ferrocarril haya traspasado sus límites, y los cortadores de hielo la hayan rozado, en sí misma es inalterable, la misma agua que vieron mis ojos juveniles; todo el cambio está en mí. No ha adquirido ninguna arruga permanente con sus rizos. Es perennemente joven y, como entonces, puedo pararme a ver una golondrina que parece hundirse para coger un insecto de la superficie. Me ha sorprendido de nuevo esta noche, como si no la hubiera visto casi cada día desde hace más de veinte años. ¿Por qué? Aquí está Walden, el mismo lago forestal que descubrí hace tantos años; donde se taló un bosque el pasado invierno está creciendo otro junto a su orilla tan exuberante como siempre; el mismo pensamiento de entonces aflora a su superficie; es la misma alegría y felicidad líquida para sí misma y su creador, ay, y podría serlo para mí. ¡Seguramente es la obra de un valiente, en el que no había engaño! Rodeó el agua con su mano, le dio profundidad y la esclareció en su pensamiento y, en su testamento, se la legó a Concord. Veo su rostro cruzado por la misma reflexión y casi podría decir: Walden, ¿eres tú?

No es un sueño mío

Para adornar un verso;

No podría estar más cerca de Dios y del cielo

De lo que vivo en Walden.

Soy su orilla rocosa

Y la brisa que pasa sobre ella;

En la palma de mi mano

Están su agua y su arena,

Y su recoveco más escondido

Reside en lo alto de mi pensamiento.

Los vagones nunca se detienen a mirarla; sin embargo, imagino que los maquinistas, fogoneros y guardafrenos, y los pasajeros con un abono temporal que la ven a menudo son mejores por haberla visto. El maquinista no olvida de noche, o no lo hace su naturaleza, que al menos ha tenido esta visión de serenidad y pureza durante el día. Aunque sólo se la vea una vez, ayuda a limpiarse de State-street y del hollín de la locomotora. Alguien propuso que se llamara «la gota de Dios».

Ya he dicho que Walden no tiene afluentes o aliviaderos conocidos, pero, por una parte, está lejana e indirectamente relacionada con la laguna de Flint, que queda más alta, por una cadena de pequeñas lagunas que proviene de allí, y, por la otra, directa y manifiestamente con el río Concord, que queda más abajo, por una cadena parecida de lagunas por la que en otro periodo geológico pudo fluir y por donde, si se cavara, lo que Dios no quiera, podría hacérsela fluir de nuevo. Si viviendo de esta manera reservada y austera, como un eremita en los bosques, durante tanto tiempo, ha adquirido una pureza tan maravillosa, ¿quién no lamentaría que las aguas relativamente impuras de la laguna de Flint se mezclaran con ella, o que ella misma desperdiciara su dulzura en las olas del océano?

La laguna de Flint, o Arenosa, en Lincoln, nuestro mayor lago y mar interior, se halla a una milla al este de Walden. Es mucho más grande y se dice que comprende ciento noventa y siete acres, y es más abundante en peces; pero, en cambio, es poco profunda y no tan pura. Pasear a través de los bosques hasta allí solía ser mi recreo. Valía la pena aunque sólo fuera para sentir el viento libremente en las mejillas y ver rodar las olas y recordar la vida de los marineros. Recogía castañas allí en otoño, en los días de viento, cuando caían al agua y las olas las depositaban a mis pies. Un día, mientras me abría paso por los juncales de la orilla y la espuma me salpicaba la cara, me encontré con los restos consumidos de un bote, sin costados, y apenas algo más que la impresión de un fondo plano entre los juncos; sin embargo, su diseño estaba bien definido, como si fuera una gran hoja caída con sus venas. Era un naufragio tan conmovedor como cualquiera que pudiéramos imaginar en la orilla del mar y con una moraleja igual de buena. Entonces ya no era más que un molde vegetal indiscernible en la orilla de la laguna, sobre el que habían crecido juncos y espadañas. Solía admirar la señal de las olas en el lecho arenoso, en el extremo septentrional de la laguna, que la presión del agua convertía en firme y resistente a los pies de quien vagara por allí, y los juncos que crecían en fila india en líneas ondulantes que se correspondían con aquella señal, uno tras otro, como si los hubieran plantado las olas. También encontré, en cantidades considerables, curiosas pelotas, compuestas al parecer de finas hierbas o raíces, tal vez de brezo, de media a cuatro pulgadas de diámetro y perfectamente esféricas. El agua somera las arrastra sobre el lecho de arena y a veces las deposita en la orilla. A veces son sólo de hierba y a veces están mezcladas con arena. A primera vista diríais que las ha formado la acción de las olas, como un guijarro; sin embargo, incluso las menores, de media pulgada de longitud, están hechas con los mismos materiales rudos en una sola época del año. Además, sospecho que las olas arrastran, más que construir con él, un material que ya ha adquirido consistencia. Al secarse conservan su forma durante un periodo indefinido.

¡La laguna de Flint! Nuestra nomenclatura es pobre. ¿Qué derecho tenía el sucio y estúpido granjero, cuya granja lindaba con esta agua celestial, a darle su nombre tras haber desnudado sin piedad sus riberas? No es para mí el nombre de un avaro[95] que prefería la resplandeciente superficie de un dólar o de un centavo nuevo, en la que podía ver su propia cara dura; que consideraba intrusos a los mismos patos salvajes que anidaban allí y cuyos dedos habían crecido hasta convertirse en garras curvas y callosas por el hábito de agarrar las cosas como una arpía. No voy allí a ver ni a oír hablar de alguien que nunca ha visto la laguna, ni se ha bañado en ella, ni la ha amado, ni protegido, ni pronunciado una palabra a su favor, ni agradecido a Dios que la creara. Démosle más bien el nombre de los peces que nadan en ella, de las aves salvajes o los cuadrúpedos que la frecuentan, de las flores silvestres que crecen en sus orillas o de algún hombre o niño salvaje cuya historia se haya entretejido con la de la laguna, no el de aquel que no podría mostrar otro título que el hecho de que otro vecino de mentalidad semejante o la cámara legislativa se lo hayan otorgado a él, que sólo pensaba en su valor monetario y cuya presencia ha sido nefasta para la orilla, que esquilmó la tierra a su alrededor y habría agotado el agua, que lamentaba que no fuera una pradera de heno inglés o de arándanos. A su parecer, nada había que salvar en la laguna y la habría drenado y vendido por el légamo del fondo. La laguna no movía su molino ni era, para él, un privilegio contemplarla. No respeto su trabajo ni su granja, donde todo está tasado. Ese hombre sería capaz de llevar el paisaje y a su Dios al mercado si pudiera obtener algo a cambio; su Dios es el mercado, por eso va allí; nada crece libremente en su granja: sus campos no dan cosechas, sus prados no dan flores, sus árboles no dan fruto, sino dólares. No ama la belleza de sus frutos; sus frutos no están maduros para él hasta que se convierten en dólares. Dadme la pobreza que disfruta de la verdadera riqueza. Los granjeros se vuelven respetables e interesantes para mí en la medida en que son pobres, pobres granjeros. ¡Una granja modelo! ¡Allí la casa se eleva como un hongo en un montón de estiércol y las dependencias de hombres, caballos, bueyes y cerdos, limpias o por limpiar, se suceden unas a otras! ¡Abastecidas de hombres! ¡Una gran mancha de grasa que huele a abono y a suero de leche! ¡Un elevado estado de la civilización abonado con los corazones y los cerebros de los hombres! ¡Como si fuerais a recolectar vuestras patatas en el cementerio! Esa es la granja modelo.

No, no; si los rasgos más hermosos del paisaje han de recibir su nombre de los hombres, que sea de los hombres más nobles y dignos. Que nuestros lagos tengan nombres tan verdaderos, al menos, como el mar de Ícaro, «donde aún resuena en la orilla una valiente tentativa»[96].

La laguna de Goose, de menor tamaño, está en mi camino a la de Flint; Fair Haven, un remanso del río Concord, del que se dice que comprende unos setenta acres, se encuentra a una milla al sudoeste, y la laguna White, de unos cuarenta acres, está a una milla y media más allá de Fair Haven. Este es mi país de los lagos. Estos, con el río Concord, son mis privilegios de agua; de noche y de día, año tras año, sacan provecho a todo cuanto les llevo.

Desde que los leñadores, el ferrocarril y yo mismo hemos profanado Walden, tal vez el más atractivo, si no el más hermoso, de todos nuestros lagos, la gema de los bosques, es la laguna White, un pobre nombre por su vulgaridad, ya provenga de la admirable pureza de sus aguas o del color de sus arenas. En este y en otros aspectos, es una hermana melliza menor de Walden. Son tan parecidas que diríais que se unen bajo tierra. Tienen la misma orilla pedregosa y el mismo matiz en el color del agua. Como en Walden, durante la canícula, al mirar hacia abajo a través de los bosques en alguna de sus bahías, que no son tan profundas y que tiñe el reflejo del fondo, sus aguas son de un desvaído azul verdoso o glaucas. Hace muchos años solía ir allí a recoger arena a carretadas para fabricar papel de lija y he seguido visitándola desde entonces. Alguien que la frecuentaba propuso que se llamara lago Virid[97]. Tal vez podría llamarse lago del pino amarillo, por el siguiente motivo: hace quince años podía verse la copa de un pino tea, de la variedad llamada aquí pino amarillo, aunque no es una especie distinta, que se proyectaba sobre la superficie de aguas profundas a muchas varas de la orilla. Algunos suponían, incluso, que la laguna se había hundido y ese pino pertenecía al bosque primitivo que ocupaba su lugar. He descubierto que ya en 1792, en una Descripción topográfica de la ciudad de Concord, escrita por uno de sus habitantes y que se encuentra entre las Colecciones de la Sociedad Histórica de Massachusetts, el autor, tras hablar de las lagunas de Walden y White, añade: «En medio de esta puede verse, cuando el agua está baja, un árbol que parece como si creciera en el lugar donde ahora está, aunque las raíces se encuentran a cincuenta pies por debajo de la superficie del agua, cuya copa está tronchada y mide unas catorce pulgadas de diámetro». En la primavera de 1849 hablé con el hombre que vivía más cerca de la laguna, en Sudbury, y me dijo que había sido él quien había extraído ese árbol diez o quince años antes. Hasta donde podía recordar, estaba a doce o quince varas de la orilla, donde el agua tenía treinta o cuarenta pies de profundidad. Era invierno y había estado cortando hielo toda la mañana, y resolvió que por la tarde, con ayuda de sus vecinos, sacaría el viejo pino amarillo. Abrió con la sierra un canal en el hielo hasta la orilla y tiró de él hacia arriba con los bueyes y lo depositó en el hielo, pero, antes de acabar su tarea, se sorprendió al descubrir que el extremo superior estaba al revés, con las puntas de las ramas hacia abajo y su extremo más fino hundido firmemente en la arena. Tenía un pie de diámetro en su extremo y esperaba conseguir un buen tronco para serrar, pero estaba tan podrido que apenas servía como combustible. Conservaba una parte en su cobertizo. Tenía marcas de hacha y de pájaros carpintero en su corteza. Aquel hombre pensaba que podía tratarse de un árbol muerto en la orilla que el viento había arrastrado a la laguna y que, tras haberse empapado la copa, mientras que el pie se mantenía seco y esbelto, había ido sin rumbo hasta hundirse del revés. Su padre, de ochenta años, no podía recordar que no hubiera estado siempre allí. Aún se pueden ver buenos troncos que yacen en el fondo y que, debido a la ondulación de la superficie, parecen grandes serpientes de agua en movimiento.

Rara vez ha profanado un bote esta laguna, pues poco en ella tentaría al pescador. En lugar del lirio blanco, que requiere légamo, o de la espadaña común, la espadaña azul (Iris versicolor) crece dispersa en las aguas puras, elevándose del fondo pedregoso en torno a la orilla, donde la visitan los colibríes en junio, y tanto el color de sus hojas azuladas como el de sus flores, y especialmente sus reflejos, están en armonía con las aguas glaucas.

«Este es mi país de los lagos…».

La laguna White y Walden son grandes cristales en la superficie de la tierra, lagos de luz. Si estuvieran siempre congeladas y fueran lo bastante pequeñas para poderse coger con la mano, tal vez fueran llevadas por esclavos, como piedras preciosas, para adornar la cabeza de los emperadores; pero, al ser líquidas, y amplias, y estando seguras para nosotros y nuestros sucesores para siempre, no las tenemos en cuenta y corremos detrás del diamante Kohinoor. Son demasiado puras para tener valor en el mercado; no contienen escoria. ¡Son mucho más hermosas que nuestras vidas, más transparentes que nuestros caracteres! No hemos aprendido de ellas bajeza alguna. ¡Son mucho más bellas que el estanque frente a la puerta del granjero donde nadan sus patos! Aquí acuden los limpios patos salvajes. La naturaleza no tiene un habitante humano que la aprecie. Los pájaros, con su plumaje y sus notas, están en armonía con las flores, pero ¿qué joven o muchacha conspira con la belleza salvaje y exuberante de la naturaleza? La naturaleza florece solitaria, lejos de las ciudades donde ellos residen. ¡Habláis del cielo! Vosotros le quitáis la gracia a la tierra.