59. Soy Miguel Montoya

“Soy Miguel Montoya”, de pie, custodiado por policías, se identificó a sí mismo El Cortaorejas. Sin barba y sin bigote, con el cabello corto, bajo de estatura, delgado, con un ojo rojo por una infección, portaba el uniforme color caqui reglamentario del reclusorio federal. Después de su detención había sido llevado en avión a Querétaro para desenterrar a su última víctima. Regresado en un helicóptero al hangar de la PGP, fue presentado a los medios. Interrogado incesantemente por los agentes antisecuestros, Montoya sólo atinaba a responder: “Ni modo, fue un mal día.”

El procurador Pedro Bustamente, sentado a la mesa de prensa junto a Alberto Ruiz, jefe Antisecuestros, y Temístocles Maldonado en representación del Almirante RR, declaró:

“Después de nueve meses de perseguirlo, ayer, lunes 17 de agosto de 1998, en la madrugada fue capturado Miguel Montoya, cabeza de la banda de secuestradores que mutilaba a sus víctimas para presionar la entrega de rescates. A pesar de la barba crecida y la larga melena con que el delincuente pretendía burlar a la policía, se le detuvo en un operativo el mismo día en que había asesinado y enterrado, no sin antes cortarle las orejas, al empresario Raúl Ramírez del Río.”

Dijo Temístocles Maldonado:

“El jefe Antisecuestros Alberto Ruiz conocía mejor que nadie a Miguel Montoya. Ruiz vio la primera oreja mutilada por Montoya en la discoteca Skates. Ruiz fue el primero en platicar con el secuestrador. Y, siguiéndolo durante dos años sin resultados, fue acusado de darle protección.”

“El error de Montoya fue llamar a los familiares de Raúl Ramírez del Río para pedirles el pago del rescate, aunque ya lo tenía enterrado en su casa. No sólo eso, para engañarlos maquilló al cadáver y le tomó fotografías”, reveló Ruiz.

Bustamente añadió: “Con Miguel Montoya y Rosario Vargas, en el operativo fueron capturadas otras dieciséis personas, nueve adultos, seis menores de edad y un bebé de meses, hijo del jefe de la banda y de su amante.

El enviado del Almirante RR divagó:

“Ferviente devoto de la Santa Muerte, Montoya fue hijo de la señora Pobreza y del señor Resentimiento Social. En Ciudad Moctezuma comenzó su carrera delictiva como ladrón de coches y en Ciudad Moctezuma se volvió secuestrador.”

Ruiz afirmó:

“Los rescates le reportaron una ganancia de 160 millones de pesos, los que dividió equitativamente en dos partes: una para compartir con la banda y otra para pagar la protección de comandantes y jefes policiacos.”

Deslumbrado por los flashazos de los fotógrafos y las luces de las cámaras de la televisión, rodeado por micrófonos y grabadoras, el secuestrador manifestó:

“Cortar orejas era como cortar pantalones. Si tuviera una pistola, los mato a todos ustedes. ¿Protección policiaca? Ninguna, nunca recibí.” Montoya fijó la mirada en los agentes que lo custodiaban. “Merezco la pena de muerte. ¿Perdón? No. A mis víctimas no les pido perdón. El perdón se lo pido a Dios, que para eso está.”

“¿Te consideras valiente?”, lo increpó Maldonado.

“Ni cobarde, ni valiente. Centrado. Si eso es ser inteligente, pues sí.”

“Los policías dicen que en el momento en que te agarraron comenzaste a gritar: ‘No me peguen, no me peguen, estoy dado’.”

“¿Eso dicen? No es cierto, es mentira… Ellos traían ametralladoras. Yo no podía hacer nada. Si hubiera tenido un arma, me mato. Fui capturado por pendejo. Les aconsejo a los demás secuestradores que si tienen el valor y el dinero suficientes, se retiren del negocio. Pero yo, de estar libre, lo volvería a hacer.”

“¿No estás arrepentido?”

“¿Arrepentido? No estoy. Si pudiera regresar todo atrás, empezaría de nuevo.”

Mirado con enojo por Temístocles Maldonado, Montoya agachó la cabeza, metió temeroso las manos pequeñas en los bolsillos del pantalón de mezclilla.

“¿Adónde te escondías?”, le preguntó Bustamente.

“En Ciudad Moctezuma. También en Cuernavaca. En Tijuana nunca estuve. Hace tres o cuatro días Morgan compró para mí una casa en Querétaro, con una credencial falsa.”

“¿Dónde vivías antes?”

“En la calle Mario número 87, en casa de mi suegra.”

“¿Fecha de nacimiento?”

“Nací en Santa Rosa, Morelos, el 22 de julio de 1958. Mi padre es don Rosalío Montoya Gómez. Mi mamá, Julieta López Lóbrego. Hermanos tengo tres: Juan, Manuela (que sí ha hecho cosas conmigo) y Ramón.”

“Sobre Rosario Vargas, tu amante, ¿qué me dices?”

“No sé quién me delató, si fue ella o uno de sus familiares. A esa mujer la conocí hará, qué diré, tres años. Hay otra mujer, Fernanda, que tiene una niña mía. Nunca la vi.”

“¿Qué mensaje mandas a tus familiares?”

“Siempre les dije que se fueran de mi lado, porque algún día iba a suceder esto, y yo no quería que estuvieran conmigo. Les dije: ‘Miren, agarren dinero, compren una casa, váyanse a donde yo no sepa porque el día que me pase algo junto con ustedes, los van a culpar’. Porque la policía ya empezaba a manejar que mi familia participaba. Lo decía para meterme presión, ¿no? Porque ellos fabrican delincuentes. Lo entiendo como policía que fui.”

“¿Sobre tu hijo?”

“Doy la vida por él. A mi nuera, a mi nieto y hasta a la perrita que traen por ahí, los quiero mucho.”

“¿A qué le tienes miedo?”

“A la cárcel y a la pobreza. A la muerte, no.”

“¿Fuiste policía?”

“Cuando fui policía, presencié las golpizas que le dan a la gente. O sea que hacen lo mismo que yo, agarran a alguien de la familia y la torturan. Cuando te tienen vendado y amarrado, te quieres morir.”

“¿Quién te protegía?”

“Gobernadores, procuradores, autoridades policiacas.”

“Martínez Salvado, Domingo Tostado y empleados de bancos y de Hacienda te daban información.”

“Los tenía comprados.”

“¿Cuántos secuestros cometiste?”

“Unos veinte, pienso yo.”

“¿A qué personajes recuerdas?”

“Mmm. Uno que vendía vinos, un gasolinero, una de la tienda La Española, una muchacha, un empresario… Con las familias hacía el negocio. Dicen por allí que yo no les daba de comer, pero ellos no querían probar bocado. Es como cuando te tiene la policía y tú eres el preso, pues no te da hambre; así ellos, no querían comer nada. Tampoco los trataba mal. Nunca los golpeé, es mentira.”

“Les cortabas las orejas.”

“Eso sí.”

“¿Por qué?”

“Porque sus familiares, a pesar de tener tanto dinero, no me lo querían dar. Fue como les dije: ‘Dios los va a castigar a ustedes por aravos… a… ¿cómo se dice? Por cuidar su dinero, por no quererlo dar por un familiar y a mí por ¿cómo se llama cuando quieres mucho al dinero? Avaricioso, ¿no?”

“¿Avaros?”

“Ellos por aravos y yo por avaricioso. Les dije: A los dos nos va a castigar Dios. Es más, al último, quién sabe Dios a quién juzgue, si a alguien que no quiere dar el dinero, o a alguien que convenció la policía para que no lo diera.”

“¿Dios no juzgará a quien cortaba orejas?”

“Pienso que me voy al infierno, ¿no? Y al familiar que no quiso dar el dinero, ¿cómo juzgas tú a esa persona? Usted no daría por un hijo suyo una cantidad que sabe que no lo estará dejando en la calle.”

“¿Qué darías por un hijo detenido?”

“La vida, pero la cárcel no. Las personas que tienen a mi familia hacen lo mismo que yo, nada más que con credenciales. Secuestran también. Yo secuestro por dinero, meto presión para que me den dinero. Ellos me meten presión para que confiese. Agarro a alguien inocente. Ellos están agarrando a alguien inocente. Estamos iguales, nada más que pues ellos son el gobierno, quién los puede culpar. Al revés, los alaban, ellos están en lo justo.”

“¿Por qué cortabas orejas?”

“Ya lo dije, lo hacía porque los familiares de los secuestrados, a pesar de tener tanto dinero, no me lo querían dar. Lo que más me dolió fue tener que cortarle las orejas a una muchacha muy valiente. Pero cortar orejas para mí era como cortar pan, como cortar pantalones.”

“Si estuvieras libre, ¿volverías a secuestrar?”

“Aunque tuviera cien millones de dólares lo volvería a hacer. Secuestrar era para mí como una droga, como un vicio. Era la excitación de saber que te la estás jugando, que te pueden matar.”

“Quisiera hacer una pregunta al preguntador”, interrumpió Guillermina Durán. “¿No sintió Ruiz tentación de recibir el dinero que Montoya le ofrecía en el momento de su captura?”

“Ni loco echaría a perder un éxito policiaco por cientos de miles de dólares o millones de pesos.”

“El secuestrador Miguel Montoya López será recluido en el Penal de Alta Seguridad de Almoloya, donde le espera una posible condena superior a los doscientos años”, anunció Temístocles.

“Lo felicito, pero no lo envidio”, Bustamante le dijo a Ruiz, enigmáticamente.

Después de cuatro días de rendir declaraciones ministeriales, Montoya atravesó por última vez en su vida libremente las calles de la ciudad. Conducido a bordo de una camioneta Suburban gris, placas 175JDM, en compañía de su amante Rosario Vargas y de Emilio Morgan, el plagiario vestía un pantalón de mezclilla y una camisa color azul marino. Sujetaba en las manos esposadas una bolsa de plástico con sus posesiones: una camisa de franela a cuadros, una fotografía y una torta a medio comer.

El convoy que lo trasladó al penal consistía en un auto Lincoln gris, al frente, y en una camioneta Pick Up blanca, con seis elementos de la Policía Judicial armados. El trámite de ingreso de los detenidos al reclusorio duró tres horas.