20. El yo cautivo
“Te encuentras en una habitación helada. No tienes ojos ni facciones. Buscas a tientas una puerta o una ventana. No sabes si estás solo o alguien te está mirando. Cuando te recargas en algo el objeto se mueve. Es una silla. La palpas con el cuerpo. Esperando que te lleve a una salida. Pero tienes las manos atadas y no puedes abrir ninguna puerta. Tampoco empujar la silla sin hacer ruido. Oyes pasos en otro cuarto. ¿Te habrán oído? Por las dudas, te recargas en la pared. No debes ser visto y temes que tu cuerpo haya quedado expuesto. Los que te han traído a este lugar son sombras. Te vigilan día y noche. Apenas se mueven y hablan poco. Frases cortas, directas, agresivas, de mando o desprecio. Intentan quitarte la autoestima.” Así hablaba un secuestrado en un programa de televisión. El hombre tenía los ojos vendados y el cuerpo encadenado a un camastro. Pedía ayuda a su padre y las imágenes de su cautiverio se sucedían. Su angustia se me metía dentro. Identificándome con él, poco a poco me convertí en él.
Llevaba días en ese hoyo. La depresión era terrible. No podía dormir. Sentado desnudo en el piso de cemento, con movimientos de cabeza y la punta del mentón trataba de aflojar el nudo y de alcanzar la cadena que me apretaba el cuello. La envergadura de mis alas era la distancia entre los dos puntos de la cadena. Trataba de levantarme. Quería tener una noción del tamaño del cuarto. ¿Dos metros por tres? Las paredes olían a pintura fresca. ¿Negra? ¿Sangre embarrada?
Me puse de pie. Siguiendo el curso de la cadena llegué a su extremo soldado a un muro. A unos centímetros toqué un espejo. No era un espejo, era un vidrio. Desde el otro lado me veía una mujer que se me había presentado en los primeros minutos del encierro diciendo: “Soy Manuela, carnal de El Señor de los Secuestros. Porque soy robusta y tengo mechones blancos en la cabeza y otras partes del cuerpo, me apodan El Águila Arpía.” Su aliento a carne mal digerida le salía de las entrañas. Como jugando, sus uñas arañaron mi espalda. “Ya te irás acostumbrando a mis hábitos nocturnos. De noche desciendo al inframundo. Te vigilaré para que no te portes mal. Soy una depredadora, cuídate.”
“¿Podrías quitarme la venda de los ojos? Quisiera verte.”
“No soy pendeja.”
“Un ratito.”
“El ratito me lo vas a dar tú a mí.” Se colocó detrás de mí. Resolló junto a mi cabeza. Aunque luego oí en otra parte de la casa a alguien marcando un número telefónico.
“Alguien habla a Beatriz. No es Manuela, es otra persona. Quizás es El 666, su sádico asistente. Así lo apodan por el tatuaje que lleva. Tiene un físico que espanta. Con sus dos metros de estatura, impone miedo. ¿Le están pidiendo a Beatriz que pague el rescate? ¿Cuánto será? ¿Tendrá el dinero? ¿Qué plazo le darán? Ojalá no sea mucho. Quiero dormir en mi cama pronto. ¿Qué pensará ella del secuestro? ¿Creerá que tuve un accidente o que me desaparecí con otra mujer?” Junto al baño, mi mente se despeñó por precipicios de suposiciones. Por la puerta entreabierta entreveía un lavabo partido. Del otro lado del vidrio me acechaba una cara. No quería dar pretextos para que me castigaran.
Manuela arrastraba plásticos por el piso. ¿O era El Tecolote, ese avechucho humano que tenía la capacidad de desplazarse sigilosamente de cuarto en cuarto, que estaba pintando la pared de la cocina? Un pensamiento me estremeció: “En realidad no es El Tecolote el que está pintando, es El 666 preparando las bolsas de plástico para ocultar mi cadáver. Si Beatriz no paga el rescate, seré asesinado.”
“Con tantos aguaceros están las calles mierdosas que da miedo. En ellas nomás anda uno cayéndose. Lo güeno es que me quité los zapatos y anduve a pata rajada la pura mierda pisando”, dijo El Tecolote a El 666 mientras me jalaba la cadena del cuello.
Creía que estaba cerca de mí, pero se había ido. Creía que estaba lejos, pero había regresado. Así era de imprevisible. El silencio se volvió intolerable. ¿Cuál era la respuesta de Beatriz?
Sentí ganas de orinar. Quise aguantarme, pero la urgencia era grande. El baño no tenía puerta. Ni cortina. Ni nada. La taza del excusado carecía de tapa y asiento. Para limpiarse había papel periódico en el suelo. Para correr las heces, una cubeta de agua. El lavabo estaba sucio. Sin agua. Sin jabón. Sin toalla. Entre la taza del excusado y el lavabo había una regadera. Por sus orificios mugrosos nunca había salido agua, que yo supiera.
Regresé al cuarto y choqué con la frente contra un foco que colgaba del techo. El foco estaba caliente.
“Conozco a los secuestradores, son unos hijos de puta, matones que te meten la pistola en el culo”, Manuela con el trasero parecía venir abriendo puertas.
Se quedó cerca de mí hasta que su cuerpo se echó sobre el mío, hasta que sus manos filosas hurgaron entre mis piernas, sus dedos fríos cogieron mi miembro y lo maniobraron. Me negaba al placer. Pero la resistencia resultó inútil. Ante cualquier conato de rechazo sus uñas me herían la espalda.
“Soy un cuero, no te hagas güey”, sopló Manuela palabras pastosas sobre mi boca.
“Atado será difícil mover el cuerpo. Vendado todo es invisible: la cama, tu cara, tus piernas, tus manos.” Apenas lo dije que ella me quitó la venda de los ojos y la cadena del cuello.
Lo primero que vi fueron las raíces negras de su pelo teñido, su vestido alzado y su entrepierna Oso Negro. Traía tacones altos, mejillas empolvadas color ladrillo, y en la boca corazones rojos que se había pintado con el lápiz labial. Se bajó los calzones blancos delante de la televisión. Pasaba una película de chinos lanzándose cuchillos y patadas, cortando cabezas y cercenando cuerpos. La sangre que cubría la nieve era de mentiras. Con manos diestras me sujetó la cara. Con la lengua echó en mi boca huesos de aceitunas negras. Con el pie apagó la luz. “Cierra los ojos y empieza a chillar. Eso me excita. No te vengas rápido, porque te doy de cachetadas.” Y como un médico que ve asustado al paciente antes de intervenirlo quirúrgicamente, me calmó: “Relájate.” Se puso de rodillas sobre una colchoneta. Tenía unos glúteos tan duros que al apretar mi miembro parecía que se lo iba a llevar entre ellos. “Tranquilo, cabrón, si te vienes antes que yo te arranco los huevos.”
“Esta es tu suerte, ser fornicado por una mujer que es fornicada por las cucarachas y ratas del secuestro”, me dije, mientras era arrastrado por un remolino de dientes y manos, de ojos y pechos, de cabellos y orejas. Ella me aventaba de aquí para allá, poseída por sus juegos eróticos. “Esto es más una depredación que un acto de amor.”
“Agua”, clamé.
“Luego.” Me usó hasta más no poder. Hasta que, satisfecha, me hizo a un lado. No le importó que hubiese acabado.
Sentada en la colchoneta empezó a cortarse las uñas de los pies, de vez en cuando oliéndose la mano y untándose crema en pechos y muslos. A gatas de nuevo, pegó su trasero a mi cara. Estiró el brazo. Llevó mi mano a su sexo. Escogió el dedo largo para rozar su clítoris. Yo veía destellos, como cuando se ve al sol de frente.
“Si viene mi hermano, nos cortará las orejas”, dijo, riéndose y retorciéndose.
Luego me tapó los ojos delante del televisor. Me puso la cadena al cuello. Empezó a comer pollo rostizado y papas fritas condimentadas con salsa Tabasco. Sentado en el piso, me sentí terriblemente solo.
Se oyeron ruidos a la entrada de gente que llegaba de la calle. Una voz ronca, fuera del cuarto, ordenó:
“Ponte contra la pared, pendejo. No trates de saber quién soy, pendejo. Si lo sabes, tendré que matarte, pendejo.” Era El 666.
“¿Podría bajarle decibeles a los insultos?”, me dije, pero no lo expresé por miedo a recibir un puñetazo en el hocico.
“¿Oíste, pendejo?”, profirió otra voz sobre mi oreja caliente. Era Manuela.
“Por qué tantas consideraciones con este güey?”, preguntó El Tecolote. “Vamos a darle una calentadita.”
“Tienes que contarle al jefe algunas cosas personales sobre tu vida. Sólo así sabrán en tu casa que estás vivo. Le van a pedir a la pinche vieja de tu mujer diez millones de pesos. O el doble, depende de lo que tenga en el banco”, dijo El 666.
Manuela apagó la luz. Por debajo de la venda noté en su muñeca el reloj Cartier que le había arrancado a una mona preciosa.
“¿Eres adicto a alguna droga? ¿Tienes problemas de corazón? ¿Padeces alguna enfermedad?”, preguntó otra voz.
“No”, respondí.
“Habla más fuerte.”
“¿Puedo preguntarle algo?”, dije.
“Adelante”, sopló el desconocido sobre mi cabeza.
“¿Cómo va lo del rescate?”
“Mal. Tu esposa no coopera, tu esposa es una puta, tendré que mandarle tus orejas en una caja de cereales. Sé que tiene dinero, pero es una pinche avara. Si no lo tiene, conocerá a alguien que se lo preste. Tendrá que conseguirlo, aunque se dedique al talón. Tiene que darlo pronto, y punto.” El hombre hizo una pausa, continuó: “Un día un cabrón no quería pagar el rescate de su hijo y le mandé sus orejas. Luego me creyó.”
Callé.
“No te asustes, soy buen peluquero, con estas tijeras corto patillas, barbas y orejas.”
Antes de marcharse escupió más palabras: “Ái te dejo esa botella de agua en el piso por si tienes sed: Mañana hablamos. O pasado mañana. O la semana próxima. Depende de tu familia.”
“Quiere darme a entender que el cautiverio será largo. Diga lo que diga, haga lo que haga, debo estar sereno”, me dije.
Pero el asunto del plagio me dio vueltas en la mente. Me reprochaba: “Debiste ser más precavido. Te dejaste atrapar como una mosca. Beatriz debe estar loca de angustia. No puedes hacer nada. Te estás acostumbrando a estar cautivo. A la rutina.”
Por la mañana escuché voces de niños camino de la escuela. Por la tarde oí pasos de mujeres con ellos de regreso de la escuela. No quería tomar agua. La comida era infecta. Los Gansitos Marinela me daban náusea. También los refrescos. Manuela chillaba:
“Apriétate el cinturón, cabrón, ¿o quieres que te lo afloje a chingadazos? Entiéndeme, pendejo, por cada Gansito Marinela que no comas te daré un cinturonazo: ¡Come cuero, cabrón!”
Azotado y humillado me tendí sobre la colchoneta que Manuela aventó al piso. Enseguida, descargó sobre mí palabras tiernas: “¡Agárrate, cabrón, que vamos a hacer ejercicio!”
“¿Estamos solos?”, me acosté en una colchoneta tan delgada que sentí el piso. Tan estrecha era que cuando extendí la mano toqué pared fría.
“Te tomé el pelo, pendejo, la colchoneta es una cuna de bebé”, ella se levantó.
“¿Está mojada de sudor?”
“De sangre.”
“¿Estamos solos?”
“El Tecolote y El 666 salieron a una comisión.” Manuela puso en el aparato de sonido La Venus de Oro cantada por Los Huracanes del Norte.
Aficionada a los narcocorridos y a los locutores de voz engolada, ella oía obsesivamente Contrabando y traición, cantada por el grupo El Tren. Los conjuntos ilustraban las letras con efectos sonoros de balaceras y sirenas de patrullas. Por los programas de su estación favorita, “La Kebuena”, me daba cuenta de la hora del día. Por la televisión descubría cuándo era domingo y cuándo viernes. Si bien no me apasionaba esa música, aprendí a identificar ciertas voces y me aprendí canciones.
La noche del lunes me despertó el olor a mariguana. Manuela fumaba. Bajo los compases de Entre hierba, polvo y plomo un fuerte olor a petate quemado invadió mi nariz. Fatiga y miedo se mezclaron a mi embotamiento. Fantasmas ajenos deformaron mis propios fantasmas. La tensión llegó al máximo cuando el jefe de los secuestradores vino a medianoche. Los preparativos fueron los mismos que en otras ocasiones. Manuela apagó la luz. El 666 me empujó contra la pared. El Tecolote se colocó detrás de mí con un cuchillo en la mano.
“Vas a grabar una prueba de que estás vivo. Vas a decirle a tu mujer que estás desesperado y quieres que pague el rescate. Si no lo hace, le dices que te llevará la chingada”, ordenó Montoya: “Me vas a contar todo sobre las finanzas de tu familia, me vas a dar detalles sobre su situación económica.”
“Señor, ¿cómo va lo del pago del rescate?”
“Más o menos.”
“¿Podría hablar con mi esposa por teléfono?”
“¿Cómo crees que te vamos a permitir hablar por teléfono? ¿Me crees pendejo?”
Montoya salió del cuarto. El 666 y El Tecolote lo siguieron hasta la calle. Regresaron cuando los coches arrancaron.
Pasaron días. Me acometió el insomnio. La posibilidad de que me mataran era real. Cuando El Tecolote y El 666 abrían la puerta, cuando se acercaban a mí sin hablar y sin hacer ruido, cuando cortaban cartucho, podía ser el aviso de mi ejecución.
La noche del domingo se fue el agua. El lunes en la mañana El 666 entró al cuarto con cubetas para el excusado.
“El jefe vendrá esta tarde. Recogerá pruebas de que estás vivo para mandarle a tu esposa”, dijo, mientras se escuchaban el bip bip de las alarmas en la casa y los pasos de gente que corría.
“Tu esposa es una cucaracha. No quiere pagar. Vamos a tener que ablandarla”, Montoya estaba allí. Me estaban engañando. Apestaba a ron y tequila. Por una orilla de la venda vi las mechas sobre su frente, sus ojos verde gargajo, sus labios babosos. Manuela subió el volumen a la canción La Venus de Oro para que acallara otros ruidos.
“¡Voltéate!”, El 666 me puso contra la pared. Con una bolsa de plástico me cubrió la cabeza. Mis rodillas chocaron entre sí. Tenía miedo. Me esforzaba por mantenerme en pie. En el cuello sentí el jalón de la cadena.
“Tápalo”, pidió el jefe. “Agárralo de las greñas, sujétalo de las patas como a un potro. Si se resiste, pácatelas.”
“¿Oíste?”, El Tecolote rodeó mi cabeza con una cinta plástica.
“Tranquilo”, El 666 me amarró los brazos sobre la espalda.
“¿Qué van a hacerme?”
“No te apures, somos cuates.”
“¿Adónde me llevan?”
“A hablar por teléfono.” Con la cabeza y la cara tapadas, pero con las orejas descubiertas, me condujeron a otro cuarto.
“¡No vamos a hablar por teléfono! Me mintieron”, grité para mí mismo.
“La dentadura postiza del muerto boca podrida, antes de que se ponga raída te la meterán en la boca”, profirió El Tecolote.
“Te ahorcarán, malvado”, balbuceé.
“En la casa del ahorcado no hay que mencionar la soga, pendejo.” Con la mano derecha me agarró el hombro. Con la izquierda, me golpeó la nuca. El 666 se sentó sobre mis piernas para inmovilizarme. Pesaba como cien kilos. Con rapidez, Montoya clavó la punta de un gancho de metal en la parte central de mi oreja derecha. Cortó la piel y el cartílago verticalmente. Me rebanó la oreja izquierda. Oí claramente el sonido que hizo la navaja sobre una oreja, sobre la otra. Concluyó el trabajo. Se levantó. Me alzó por las axilas y me aventó contra una pared.
“Desamárrenle las manos”, con voz excitada ordenó y se acercó a mí. Me puso un trapo (los jirones de una camiseta) sobre las sienes. Me agarró las dos manos para oprimir mis heridas. “¡Apriétate!”, chilló. Yo sentía sangre en el cuello y sobre los hombros. “Si gritas, te mato”, me recargó en la nuca el cañón de una pistola. “Para que sepas, Montoya es devoto de la Virgen de Guadalupe”, se refirió a sí mismo en tercera persona y salió del cuarto con mis orejas entre sus manos ensagrentadas. Hasta la calle lo siguieron El 666 y El Tecolote. Manuela puso de nuevo La Venus de Oro.
Entonces, como si Mauro me hubiera estado vigilando desde el edificio de enfrente, me llamó por teléfono:
“En caso de secuestro, no negocie su libertad con los plagiarios. Tampoco debe hacerlo un miembro de su familia. Deje el asunto en nuestras manos.”